El mundo como reality
Durante casi seis años viví en
Alaska, en diferentes ocasiones. El primer invierno que pasé allá fue en 1994,
y fue un buen invierno, bastante frío y con abundante nieve. A veces se venían
rachas que duraban varios días en que la temperatura descendía a cinco o diez
grados bajo cero y luego se componía y la temperatura se estabilizaba en uno o
dos grados bajo cero, que en comparación con los días anteriores hasta parecía
que hacía calor. El último invierno que pasé fue diez años después, en 2004, y
para entonces ya era claro que los inviernos crudos y muy fríos que solían ser
la norma y que yo todavía llegué a conocer, se habían ido para no volver.
El cambio climático se está
dejando sentir más dramáticamente en las latitudes muy al norte, y la gente que
ha vivido toda su vida en Alaska se da cuenta de la diferencia. En los últimos
años han tenido problemas hasta para organizar el iditarod, una carrera de trineos jalados por perros de unos mil
kilómetros de distancia, desde Anchorage a Nome, en el mar de Bering. Para
hacer la carrera se necesita abundante nieve, y eso es algo que ya no se puede
dar por sentado, ni siquiera en febrero, que es lo más crudo del invierno. Si
hay alguien que todavía tenga dudas sobre si el cambio climático está ocurriendo
o no, váyase a pasar una temporada a Alaska y platique con la gente, a ver de
que se entera.
Alaska es un territorio inmenso y
poco poblado. Tiene casi la extensión de la república mexicana, pero con el 0.5
por ciento de la población (700,000 habitantes en Alaska contra 120 millones en
México). O sea que todavía hay espacio. Y todavía hay vida silvestre, que se ha
adaptado a ese clima y circunstancias, y que están resintiendo los efectos de
los cambios. El oso polar está
prácticamente condenado a desaparecer, al desaparecer el hielo que cubría el
océano ártico. Y no es la única especie en peligro.
En otoño llega una fauna muy
especial, que son los cazadores. Vienen de todas partes del mundo,
principalmente de Estados Unidos. Durante las dos o tres semanas que dura la
temporada los ve uno por doquier. Llegan en avión a Anchorage o Fairbanks y
pasan las tardes en los strip joints o bares nudistas. Vienen con sus rifles de
alto poder y se la pasan hablando de modelos y municiones. El fetichismo que
hacen de sus armas es todo un rollo sociopático impregnado de supremacismo,
apropiación y un ansia perpetua de mayor poder y virilidad.
Pueden ser gente muy decente, y
van a lo que van, que es a divertirse. En lugar de irse a las Vegas se van a
cazar a Alaska. Osos, renos, caribúes. El animal no tiene la menor oportunidad.
Esos rifles de alto poder disparan desde muy lejos. Los cazadores no pasan
realmente ningún peligro: ellos saben su negocio y los animales saben que son
ellos los que están en peligro. Pasan sí algunas molestias, como por ejemplo
los mosquitos o que la cantidad de cerveza que están dispuestos a cargar no es
mucha, y rápido se acaba, pero todo entra dentro de la emoción de estar en la
última frontera. Es como estar en un reality show, en el que durante algunos
días se ponen a actuar sus fantasías.
Ellos no son cazadores de
subsistencia y la carne de sus presas no les interesa; la dejan ahí a que se
pudra. Ellos cazan por el gusto, el placer y la emoción. Y regresan a la
comodidad de sus hogares y se llevan sus trofeos, que pueden ser los cuernos o
la cabeza del caribú o en el caso de los osos a veces se llevan el cuerpo
entero en helicóptero para disecarlo y exhibirlo en la sala de la casa.
Y pues cada quien es libre de
divertirse como quiera, pero ¿qué culpa tienen los animales? Estamos llevando a
miles de especies a la extinción, acabando con la biodiversidad de este
planeta, contaminando por todos lados y destruyendo hábitats enteros, y todavía
hay gente que cree que matar animales indefensos es divertido.
Una relación disfuncional
La relación de nuestra sociedad
industrial con los demás animales con los que compartimos este planeta es
claramente disfuncional. Básicamente en lo que consiste es que las especies que
nos sirven para algo las dejamos que existan, en las condiciones que a nosotros
nos parezca y mientras lo consideramos conveniente, y las que no nos sirven
para nada o no les encontramos alguna utilidad, o nos estorban o nos fastidian,
pues simplemente las destruimos.
Los animales que nos sirven de
alimento, como vacas, cerdos y gallinas, los tenemos hacinados en enormes
hangares donde se encuentran por miles o decenas de miles, en jaulas en que no
pueden apenas ni moverse, y pasan toda su vida sin conocer la luz del sol o
enterarse de lo que es el pasto. En esa promiscuidad son susceptibles a
transmitirse toda clase de enfermedades y siempre hay el riesgo de brotes de
infecciones como la fiebre porcina que se dio en nuestro país hace algunos
años, o la gripe aviar, que se pueden extender muy rápidamente en nuestro mundo
hiperconectado. Al animal hay que inyectarle constantemente antibióticos que se
quedan en la carne que después nosotros consumimos haciendo que desarrollemos
una tolerancia a esos antibióticos y que cuando los necesitemos para combatir
alguna enfermedad ya no nos hagan ningún efecto. Ya hasta andan diciendo que la
era de los antibióticos puede estar llegando a su fin, por el abuso que les
hemos dado.
Abuso es ciertamente el que
hacemos de esos animales, que de hecho ya no son animales sino unidades de
producción. El objetivo de cada unidad de producción en su corta y mísera vida
es engordar lo más rápido que se pueda para producir las mayores ganancias
posibles. A la carne se le agrega todo un coctel de colorantes, saborizantes y
conservadores para que sepa a algo, se vea de un color atractivo y no se eche a
perder tan rápido. Lo menos que se puede decir de este tipo de operaciones es
que son antinaturales, pero hay muchas cosas que son antinaturales en nuestra
sociedad moderna.
La otra cosa para la que nos
sirven los animales es para entretenernos. Porque necesitamos entretenernos,
¿no es así? Entonces vamos y los sacamos de sus hábitats y los metemos en
jaulas para que podamos ir a verlos el domingo mientras nos comemos unas
palomitas o algodones de azúcar. Una de las escenas más deprimentes que me ha
tocado ver fue en alguna ciudad por ahí cuando estaba viajando por el mundo, y
había un parque no muy grande pegado a una avenida principal por la que día y
noche estaban transitando los vehículos. En el extremo del parque pegado a la
avenida había una jaula no mayor a un salón de clases donde había dos leones en
un piso de concreto donde habían puesto dos o tres rocas como para simular una
montaña y dos o tres arboles como para simular una selva, y los leones estaban
ahí echados con una impresionante cara de aburrimiento y de tristeza. Quien
sabe cuántos años llevarían ahí. Quién sabe si sigan ahí todavía.
Cuando estaba en Anchorage hubo
todo un debate con respecto a una elefanta que llevaba como 15 o 20 años
encerrada en solitario en el zoológico, en un clima que no tiene nada que ver
con el de la sabana africana y siendo que los elefantes son animales gregarios
por naturaleza. Se hizo una campaña para conseguir que la elefanta fuera
trasladada a alguna reserva con mejor clima y más espacio y en compañía de
otros elefantes, y finalmente lo consiguieron, a pesar de que el zoológico se
opuso durante años.
Y van los cazadores furtivos y
matan a las mamás gorilas o chimpancés o tigresas o de lo que sea para robarse
las crías, porque hay todo un comercio ilegal de animales que mueve muchísimo
dinero y todo un mercado ansioso de apoderarse de esas crías para meterlas en
jaulas por el resto de su vida y convertirlas en piezas de ornato o de
diversión, para que nos distraigan y nos entretengan.
La especie dominante
En la región donde vivo la
cantidad de vida silvestre ha disminuido dramáticamente en las últimas tres o
cuatro décadas. A mis alumnos les pido que pregunten a sus papás o abuelos como
era la región cuando ellos eran jóvenes, y un tema recurrente es que en aquel
entonces había más animalitos en el campo o en el bosque. Hay algunos que
prácticamente ya no se encuentran, como el temazate, y si lo encuentran todavía
lo cazan, y muchos otros que ya no se ven tan fácilmente. Incluso la cantidad
de pajaritos ha disminuido. Esto me lo dijo una señora de una comunidad abajo
que tiene un gran árbol a la entrada de su casa y que en cierta temporada
llegaban las parvadas y se quedaban algunos días o semanas y después se iban, y
cómo ahora siguen llegando pero ya no con esa abundancia.
(Otro tema recurrente por cierto
es que en aquel entonces no había tanta basura por doquier.)
Esta disminución en la cantidad
de vida silvestre es notable por lo rápido que está sucediendo, prácticamente
delante de nuestros ojos, en el transcurso de nuestras vidas; en cualquier
parte y en todas partes a donde volteemos es la misma historia: la vida
silvestre está desapareciendo por todos lados e incluso regiones que se las
arreglaron para mantenerse relativamente agrestes desde siempre están ahora
bajo ataque. Y es ataque redoblado: nuestra necesidad insaciable de recursos y
el crecimiento poblacional exponencial de los últimos dos siglos han hecho que
ya no haya rincón del planeta donde no se sienta nuestro impacto.
Acabo de leer un artículo sobre
el colapso de los grandes herbívoros, un grupo de 4000 especies que incluye a
elefantes, rinocerontes, jirafas, hipopótamos, camellos, equinos y primates, de
los que el 60% está amenazado con la extinción, y cuya desaparición tendrá
efectos en cascada en otras especies y en procesos ecológicos y servicios
ambientales. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, acabando con
sus hábitats, cazándolos o capturándolos indiscriminadamente, destruyendo sus
maneras de ganarse la vida y rompiendo ciclos y balances en el mundo natural.
En este momento somos la especie
dominante del planeta, o por lo menos eso creemos. (En realidad la especie
dominante son y siempre han sido y seguirán siendo las bacterias, que estaban
aquí mucho antes y seguirán mucho después de nosotros, y que conforman más
biomasa que todos los seres humanos en conjunto). Pero ellas a su nivel y
nosotros en el nuestro, nos sentimos la especie dominante. Y como especie en
control no hemos sabido establecer relaciones de respeto con las demás
especies, ni encontrar un equilibrio con nuestro entorno. Somos la presencia
dominante, sobre eso no queda ninguna duda, y nuestro dominio lo ejercemos en
todos los ámbitos.
A veces me pregunto cómo nos
verán las demás especies. Con recelo y desconfianza ciertamente; los animales
silvestres ya saben que tienen que cuidarse de nosotros y que podemos ser y
somos peligrosos. Hay muchos que nos deben de ver con terror, aquellos que se
usan en laboratorios para hacer experimentos, por ejemplo, o los que mantenemos
en condiciones deplorables, o hacemos sufrir innecesariamente, por gusto,
crueldad o comodidad. También nos deben de ver con asco, si no es que con
franca repugnancia. No hay especie que sea o pueda ser tan cochina como la
nuestra, que por todas partes dejamos nuestros desperdicios que se van a quedar
ahí durante cientos o miles de años, y que el paisaje más prístino lo
convertimos en desastre ecológico.
Nuestros animales domésticos sí
nos quieren. Nuestros perros, gatos y caballos. Pero todo depende del trato que
les demos. Porque a los animales hay que saberlos tratar, y si los tratamos
bien ellos responden.
Pero para incontables otras
especies nuestra presencia se ha vuelto opresiva y una amenaza para su
sobrevivencia. Si la especie humana llega a extinguirse, para el resto de vida
a nuestro alrededor eso será una liberación. Habrá otro florecimiento de vida
en este planeta, una vez que las olas que hemos levantado empiecen a asentarse
y el mundo natural termine por encontrar un nuevo equilibrio.
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