viernes, 15 de julio de 2016

De colapsos y otros contratiempos

por David Cañedo Escárcega



Desde lo alto de la pirámide
Recientemente tuve oportunidad de visitar la zona arqueológica y reserva de la biósfera de Calakmul, en el estado de Campeche. El sitio es imponente; esas pirámides en medio de la selva han visto pasar el tiempo. Si las piedras hablaran las historias que nos contarían. Cuando está uno arriba muy por encima de las copas de los árboles y a 360º alrededor hay un océano de selva a pérdida de vista es fácil sentirse el centro del universo. Así es como seguramente se sentían los sacerdotes mayas cuando hacían sus ritos y predecían eclipses, consagraban a los nuevos gobernantes y declaraban sus guerras para irse a invadir a los pueblos vecinos.
La civilización maya alcanzó un alto nivel de sofisticación. Eran unas 60 ciudades-estado desparramadas por el sureste de lo que actualmente es México y Centroamérica hasta Honduras. Nunca estuvieron unificados en un imperio, aunque intentos no faltaron por parte de algunas de las ciudades-estado más poderosas por hacerse del control de amplias partes de ese territorio. Hacían sus confederaciones y alianzas en que varias se juntaban para acabar con alguna otra, y después se terminaban peleando entre ellas, hasta que la situación descendió a un estado de guerra crónico que llevó a la sociedad entera al colapso.
Es impresionante como los mayas pudieron erigir su civilización en medio de la selva. El surgimiento de la civilización maya fue el producto de un esfuerzo colectivo en que un grupo de gente encontró una identidad, una razón de ser y una explicación del universo. Se gestó durante dos mil años y llegó a su máximo esplendor y poder durante los trescientos años del período clásico tardío, del 500 al 800 de nuestra era. Establecieron redes comerciales con el resto de los pueblos de Mesoamérica, y su arte, arquitectura monumental y conocimientos científicos y astronómicos hicieron de su sociedad una de las más avanzadas del continente americano. Pero ni así pudieron evitar el colapso.
La insustentabilidad estructural de la civilización maya se hizo patente cuando la población empezó a crecer demasiado. Hay un límite a la cantidad de gente que un ecosistema como la selva puede mantener. En la selva no se puede practicar la agricultura ni la ganadería a gran escala, y la tierra no suele ser demasiado fértil, a pesar de la abundancia de vida que se ve por todos lados, y lo que se solía hacer para aprovechar al máximo la fertilidad de la tierra era clarear espacios de selva para sembrar, y después de algunas cosechas se clareaba otro espacio de selva y se dejaba descansar al anterior, y así sucesivamente se iban abriendo espacios y después de algunos años regresaban a los que se habían utilizado previamente, que ya se habían recuperado y podían seguir produciendo.
Este sistema de rotación de cultivos puede funcionar indefinidamente mientras la población se mantenga dentro de cierto nivel. Cuando la presión de la población empieza a aumentar y hay más necesidad de alimentos, se tienen que clarear cada vez más espacios en la selva y no se la deja descansar lo suficiente, y hay una pérdida cumulativa de fertilidad. La tierra simplemente no puede producir tanto, como en algún momento la población se empieza a dar cuenta.
La ciudad estado de Calakmul llegó a tener en su momento de máxima expansión hasta 50 mil habitantes, y cuando uno se encuentra en la cima de la pirámide viendo la selva hasta el infinito cuesta trabajo creer que tanta gente haya podido vivir en este sitio. A fines del clásico tardío, como por el año 800, la población de la totalidad del territorio maya superaba probablemente los diez millones de habitantes, rebasando ampliamente la capacidad portativa del ecosistema. La sociedad degeneró en una lucha feroz por recursos cada vez más escasos y en algún momento hubo un descenso dramático e incontrolable de la población. Muchas de las ciudades y centros ceremoniales fueron abandonados y terminaron por ser tragados de nuevo por la selva.
Un colapso generalizado
El colapso de la civilización maya fue remarcable por lo rápido que sucedió. De su punto de máximo esplendor al de disolución total en el que las ciudades tuvieron que ser abandonadas no pasó más de un siglo, aunque el drama principal se jugó en cuestión de décadas. No solo fue el aumento de la población; era la misma estructura social la que la hacía insustentable. Era una sociedad altamente jerarquizada con el poder firmemente en manos de castas nobles y sacerdotales cuya necesidad de recursos y adicción al poder se hizo cada vez mayor, y la manera de obtener esos recursos y ese poder fue por medio de guerras crónicas e interminables que terminaron por desangrar a la sociedad de sus últimos recursos y de las fuerzas creativas necesarias para enfrentar la crisis.
Calakmul en particular se enfrascó en una rivalidad con la ciudad estado de Tikal por el control de las rutas comerciales y áreas de influencia y que resultó ser extremadamente desgastante para ambas. Hay doscientos kilómetros de selva tupida entre las dos ciudades, que resultaron no ser suficientes para que cada una pudiera seguir su curso y desarrollarse sin tener que preocuparse por la otra. A medida que la sociedad se fue militarizando y se desviaban cada vez más recursos para alimentar al dios de la guerra empezó a surgir un descontento entre los mismos gobernados que de repente ya no estaban tan satisfechos con el estado de las cosas y que se empezaban a dar cuenta que las políticas de las elites nada más los estaban llevando al desastre.
Empezó a haber insurrecciones y guerras civiles y al final básicamente fue sálvese quien pueda. La decadencia de una civilización no es el mejor momento para existir, y a la gente que le toca lo percibe como un deterioro progresivo e inexorable en sus condiciones de vida en las que cada vez es más difícil satisfacer sus necesidades más básicas; a medida que la sociedad va perdiendo sus niveles de complejidad la vida cultural y sofisticada a la que muchos de ellos se habían acostumbrado se torna en una lucha por la supervivencia.
Los mayas, como muchos otros pueblos antes y después de ellos, aprendieron de mala manera que no hay civilización que pueda sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la sustenta. Todos esos imperios y concentraciones de poder se desvanecen en un instante a medida que los recursos de los que son completamente dependientes empiezan también a desaparecer. No hay abundancia que dure eternamente, y mucho menos cuando no se la sabe administrar y toda la riqueza que se genera en lugar de repartirse equitativamente y que a todos les alcance, se tiende a concentrar y a dilapidarse en guerras y en ostentaciones de poder.
Es difícil imaginarse los procesos por los que una ciudad vital y vibrante que ha sido habitada durante siglos y generaciones y que cuenta con decenas de miles de habitantes interactuando y formando y conformando una cultura, es abandonada progresivamente porque simplemente ya no es posible seguir viviendo ahí. Para una persona o una familia el tener que abandonar su casa y sus propiedades dejando atrás a familiares, amigos y conocidos a los que posiblemente nunca se vuelva a ver, llevándose tan solo lo que tienen puesto y lo poco que pueden cargar, y con el miedo y la ansiedad de que no los vayan a asaltar por el caos generalizado en el que ha descendido la sociedad, y sin tener ni idea de adonde dirigirse para ir a rehacer su vida, no debe de ser nada fácil.
Eso fue lo que sucedió con Palenque, Tikal, Calakmul, Uaxactún, Yaxchilán, Bonampak, Quiriguá, Copán y muchas otras ciudades menores a finales del clásico tardío alrededor del siglo nueve. El colapso de la sociedad maya fue general. A todo mundo le afectó. Todavía la civilización maya tuvo un último momento de esplendor y vitalidad con el reino de Chichén Itzá al que llegaron algunos de los sobrevivientes y refugiados del resto del mundo maya, y que floreció durante otro par de siglos hasta que fue abandonada a su vez un siglo antes de la llegada de los españoles. Cuando llegaron los invasores europeos los centros mayas tenían siglos de haber sido abandonados totalmente.
La selva reclama sus derechos
Podemos suponer que el impacto que la civilización maya con sus docenas de ciudades estado y sus diez millones de habitantes tuvo en el ecosistema selvático fue grande. Todas estas civilizaciones siempre han tenido un tremendo impacto en el medio ambiente. Por lo general crecen todo lo que pueden crecer, se pueblan todo lo que se pueden poblar, acaban con todos los recursos con los que pueden acabar, y hasta con los que no pueden, y finalmente se vienen para abajo. Hay una pérdida generalizada de fertilidad en la tierra, y a partir de cierto punto se vuelve difícil y finalmente imposible incluso producir los suficientes alimentos para toda la población. La escasez de alimentos producida por la pérdida de fertilidad fue uno de los principales factores que llevaron a la decadencia y al abandono de las ciudades mayas.
En las selvas tropicales que cubrían toda esa zona ha de haber habido una pérdida impresionante de fauna y de flora, sobre todo hacia el final cuando comenzaron las hambrunas y la gente empezó a comerse cualquier cosa que se moviera. Hubo un período de caos en el que la población humana descendió estrepitosamente en una vorágine de guerras y colapso social y ambiental y eventualmente los que quedaban se largaron a donde pudieron. La densidad de población se redujo sustancialmente y muchas ciudades y zonas enormes de selva fueron abandonadas. En algunas partes la población se ha de haber reducido hasta en un 80 o 90 por ciento. Algunos siglos después llegaron los invasores europeos con su séquito de enfermedades contagiosas que afectaron enormemente a las poblaciones nativas, cuyos niveles de población volvieron a descender dramáticamente. Se calcula que a la llegada de los europeos había entre 90 y 100 millones de personas en todo el continente americano; cien años después no quedaba más que el diez por ciento.
Al reducirse la presión humana sobre el medio ambiente la selva se recuperó, como siempre se recupera cuando no hay interferencia humana. La selva se convirtió de nuevo en selva, con toda su abundancia de especies y de vida, y se tragó a esas ciudades y pirámides que habían quedado como testigos solitarios de una grandeza desvanecida. La selva reclama sus derechos y termina por imponer sus condiciones.
Y la selva se hizo selva de nuevo, densa y profunda, con muy bajos niveles de población. A principios del siglo pasado, en las épocas finales del porfiriato, esas selvas eran impenetrables y no había manera de llegar por tierra a los centros de población que había en el norte y en las costas de la península de Yucatán. La única manera de llegar a Campeche o al puerto de Progreso era por barco, que salía de Veracruz y se tardaba dos o tres días en llegar. Ya había un cierto desarrollo económico en la región, con plantaciones chicleras y de caucho y operaciones madereras que empezaban a tener un impacto en el ecosistema de la selva, aunque todavía se mantenía bajo, sobre todo en comparación con lo que se ve ahora, cuando la selva prácticamente ha desaparecido de nuevo.
En aquel entonces la región todavía se mantenía muy aislada y eso impedía el crecimiento económico. Fue hasta los 1930’s cuando se empezó a colocar la primera línea férrea que debía de unir los ferrocarriles del estado de Yucatán con Coatzacoalcos, y que uniría por tierra a la península con el resto del país por primera vez en la historia.
Los trabajadores que colocaron las vías tenían un pequeño campamento de base en algún lugar que se llamaba “Kilómetro 47” que al principio no consistía más que en unas cuantas chozas y cobertizos. Uno de los ingenieros encargados de la construcción del ferrocarril fue el señor Francisco Escárcega Márquez, tío de mi mamá, que en 1938 tuvo la mala fortuna de perecer en un accidente de aviación cuando estaba supervisando la obra, y en su honor se le dio su nombre a ese asentamiento. La ciudad de Escárcega creció bastante, al estar estratégicamente situada en el cruce de caminos que viene de Villahermosa por un lado y que va a Campeche o a Chetumal por el otro, y se convirtió en un importante nudo de comunicaciones.

Un frenesí de crecimiento
La reserva de la biosfera de Calakmul es un rincón de selva de unas 750,000 hectáreas, lo que equivale a un círculo de 50 kilómetros de radio. Cuando se está en la cima de la pirámide y no se ve otra cosa más que selva todo alrededor, es posible creer que en México todavía tenemos selvas extensas, sanas y abundantes; pero cuando se ve la reserva en un mapa de Yucatán resulta no ser más que un pequeño círculo. Lo que queda de selva son pequeñas bolsas que hay por aquí y por allá, desconectadas unas de las otras, y que se tienen que proteger para que no desaparezcan como ya desapareció todo el resto de selva que había alrededor.
Nuestra propia civilización industrial moderna no se distingue precisamente por el amor o el cuidado que tiene hacia el medio ambiente, todo lo contrario; y aquí en México tampoco hemos sido muy capaces de valorar y proteger los bosques y selvas y la gran diversidad biológica con la que solíamos contar. En este país el 80 por ciento de las selvas tropicales húmedas y el 94 por ciento de las selvas tropicales secas que había hasta hace apenas medio siglo han desaparecido, sacrificadas en aras del progreso y del afán de lucro. Cada año se pierden alrededor de medio millón de hectáreas de bosque y selva y eso coloca a México entre los cinco países con más alta tasa de deforestación en el mundo.
En décadas recientes más del 90 por ciento de la cobertura forestal con la que contaba el estado de Veracruz ha desaparecido, transformada en pastizales y campos de cultivo; en Tabasco la cifra se aproxima al 96 por ciento. Cuando va uno por la carretera hacia el sureste, desde que entra uno a tierra caliente, a todo lo largo de los estados de Veracruz, Tabasco y Campeche, por cientos de kilómetros, lo único que se ve a ambos lados del camino a pérdida de vista son monocultivos; las selvas densas e impenetrables que existían a principios o hasta mediados del siglo pasado hace ya un buen rato que desaparecieron.
La otra cosa que se ve a lo largo del camino, por todos los caminos, carreteras y autopistas que atraviesan el territorio nacional, son los miles, decenas de miles y cientos de miles de camiones de carga y tráileres de muchos ejes que transportan mercancía de todos lados a todos lados, de aquí para allá y de allá para acá, día y noche, los 365 días del año, para llevar los productos que retacan los estantes de todas las tiendas y centros comerciales a todo lo largo y ancho de la república. Nuestra sociedad de consumo es insaciable, y los millones de toneladas de mercancía que llegan a los puertos o que se producen en las fábricas hay que repartirlos por doquier, y ese transporte se hace por carretera.
Es impresionante, la cantidad de camiones de carga que circulan en cualquier momento dado por las carreteras. Éste es un fenómeno nuevo, relativamente hablando. Si una persona de 1970 se apareciera por arte de magia en nuestro tiempo no lo podría creer. La actividad económica se ha disparado exponencialmente. Tengo aquí unos datos interesantes. Durante el siglo 20 la producción industrial en todo el mundo se multiplicó por cincuenta, pero 4/5 partes de ese crecimiento se produjeron a partir de 1950. La economía estadounidense del año 2000 era mayor que la economía mundial de 1950; la economía japonesa en 2000 era mayor que la economía mundial en 1900. El uso de energía se multiplicó por 13; las emisiones de dióxido de carbono por 17; el uso de agua se multiplicó por nueve. La población humana en 1900 era 1600 millones de personas; ahora somos 7300. En México la población en 1920 era de 13 millones de personas; ahora somos 120 millones.
Ha sido un frenesí de crecimiento; simplemente se nos olvidó que hay límites. En algún momento decidimos que el futuro no podía esperar: lo queríamos todo, aquí y ahora. Queríamos más y más y más, y nunca fue suficiente; siempre había algo nuevo, y en el proceso el mundo natural empezó a desaparecer y ni siquiera nos dimos cuenta.
Las posibilidades reales de un colapso
Y por fin llegamos a la pregunta que nos interesa, ¿Cuáles son las posibilidades reales de un colapso estilo maya en nuestra propia civilización industrial “moderna”?
A fin de cuentas el cementerio de la historia está repleto de todas esas antiguas civilizaciones que surgieron, se expandieron, duraron lo que duraron, acabaron con todo y finalmente desaparecieron. No podemos pretender que nuestra propia civilización que es, con mucho, la más voraz y destructiva de todas las que ha habido, vaya a durar eternamente. De hecho, las civilizaciones no suelen durar demasiado tiempo. Todo tiene que ver con la cuestión de los recursos: mientras éstos son suficientes y se les sabe administrar, la civilización se sostiene; en el momento en que comienzan a escasear todo ese edificio se empieza a venir para abajo. Eso sucede tarde o temprano; las civilizaciones parecen no ser demasiado buenas para establecer un equilibrio con su medio ambiente y ninguna entendió lo que significa eso de “sustentabilidad”.
Es difícil imaginarse que en la medida en que estamos consumiendo todo a nuestro paso, dejando paisajes desolados por todas partes; acabando con bosques y humedales, selvas y pantanos; vaciando los océanos de vida y llevando a miles de especies a la extinción en lo que se está convirtiendo en una avalancha de pérdida de biodiversidad, al mismo tiempo que liberamos millones de toneladas de desperdicios tóxicos al medio ambiente cada día, provocando un cambio climático en el proceso y saturando ríos, lagos y mares con pesticidas y toda clase de agentes químicos; creando verdaderos continentes de basura flotando libremente en los océanos, y con una población mundial que está aumentado mil millones de personas cada 12 o 13 años; que no vaya a haber algún tipo de crisis en un futuro no muy lejano.
A estas alturas del partido los únicos que al parecer siguen creyendo que vamos a continuar creciendo hasta el infinito son los economistas y los políticos pero entre la gente que se da cuenta de cómo están las cosas hay una creciente preocupación por lo que se empieza a percibir como una insustentabilidad estructural de nuestro propio sistema.
Entonces, ¿cuáles son las posibilidades reales de un colapso en nuestra propia civilización industrial? Es una buena pregunta que deberíamos de formularnos seriamente y sobre la que se deberían de organizar debates públicos con expertos en diferentes áreas; sería interesante escuchar la voz de historiadores, antropólogos, sociólogos, biólogos, ecologistas, campesinos y de muchas otras personas que seguramente tienen una opinión al respecto. Sin embargo este debate no se está teniendo; no se le ha dado mucha importancia aunque a partir de cierto punto se va a hacer cada vez más urgente.
Lo primero que tenemos que entender es que hay de colapsos a colapsos. El de la civilización maya fue bastante dramático, ya que sucedió demasiado bruscamente y rebasó cualquier capacidad de adaptación de esa sociedad. Ya sabemos que por colapso entendemos una pérdida progresiva de complejidad en la que la “normalidad”, todo aquello que se considera lo normal, incluyendo las instituciones que la sociedad se ha creado para atender las necesidades cotidianas de la realidad, se hace cada vez más disfuncional hasta que esas necesidades no se pueden seguir cubriendo, lo que aunado a una creciente escasez de recursos críticos y una incapacidad de hacer frente a la situación y tomar medidas adecuadas conllevan a una pérdida de cohesión y de sentido.
El ritmo en el que esto sucede puede llevar más o menos tiempo, según las circunstancias. Puede ser una larga decadencia al estilo imperio romano, cuyo descenso al caos duró tres o cuatro siglos en los que el imperio se fue fragmentando paulatinamente hasta que la misma Roma terminó siendo saqueada y abandonada. Está el modelo chino, con momentos de esplendor y gran poder centralizado alternándose con períodos de convulsión y disolución social. El caso de la isla de Pascua fue extremo, ahí no dejaron un solo árbol en pie en toda la isla y terminaron comiéndose entre ellos. Los olmecas, Teotihuacán, Sumeria, el Egipto de los faraones, por ejemplos no paramos. Cambian las circunstancias, pero los procesos básicos son los mismos.
La crisis de nuestra civilización
La gente que todavía cree en Santa Claus y en el mito del progreso hasta el infinito se crea toda clase de raciocinios y construcciones filosóficas para convencerse de que todo está bien, las cosas son como son y mientras la economía siga creciendo todo lo demás se irá arreglando por sí solo. Cualquier noción de que es imposible que la economía crezca a perpetuidad, de que los recursos no son infinitos y de que nuestra sociedad industrial se dirige hacia una crisis potencialmente terminal es anatema para estas personas: simplemente es incapaz de ser contemplada o ser tomada en serio, mucho menos ser actuada al respecto.
Esta vez las cosas son diferente, se nos dice condescendientemente. Lo que haya pasado en otros tiempos y lugares no tiene nada que ver con nosotros; ahora vivimos en un mundo moderno con toda la tecnología a nuestro alcance; nunca habíamos tenido tanto dominio sobre el mundo natural. La fe que se tiene en la tecnología es total, y se está convencido de que hay soluciones técnicas para cualquier problema ambiental de nuestra propia creación, incluyendo el cambio climático. Ya hay proyectos grandiosos de geo-ingeniería para bloquear la cantidad de calor que llega a la tierra y poder seguir adelante como si nada estuviera pasando.
En realidad la tecnología “moderna” de la que estamos tan orgullosos y tan dependientes es una función de la era de los combustibles fósiles; fue gracias a esas enormes concentraciones de energía que nos encontramos en el suelo y que hemos procedido a quemar con prodigalidad asombrosa que pudimos construir toda ese edificio que llamamos modernidad. Es cierto que ahora tenemos la tecnología de nuestra parte, y eso es buena parte del problema. El impacto que nuestras tecnologías han tenido en el medio ambiente supera por niveles de magnitud el que cualquier civilización pasada haya tenido. Sí, en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más el planeta que en toda la historia previa de la humanidad, y eso lo hemos hecho con nuestras tecnologías. No son ellas las que nos van a salvar del desastre.
Cualquier solución a la problemática ambiental que no contemple una reducción drástica en la cantidad de energía que estamos utilizando simplemente no es realista. Por un lado está el hecho de que esos combustibles fósiles no son eternos y de que no hay ninguna otra fuente de energía de las llamadas alternativas que pueda sustituir más que en un pequeño porcentaje la cantidad de energía que estamos quemando proveniente del petróleo, del carbón o del gas natural. Y por otro está el hecho de que todo ese carbono que hemos liberado al medio ambiente está provocando una verdadera catástrofe de largas consecuencias. Estamos entre la espada y la pared y la única solución que nuestros queridos líderes pueden contemplar a los problemas causados por el crecimiento desmedido es…seguir creciendo.
No tenemos idea de cómo se desarrolle la crisis ambiental y la crisis de nuestra civilización. Sabemos que está sucediendo. Los sistemas gigantescos que nos hemos creado están empezando a fracturarse. Hemos crecido todo lo que se ha podido, pero el planeta mismo ya nos quedó chico. Los sistemas naturales están llegando a un punto de ruptura. Hay una creciente disfuncionalidad en las relaciones internacionales, con guerras en el horizonte por recursos críticos que se están haciendo cada vez más escasos. La estructura social basada en la jerarquía, el dominio y la explotación está haciendo agua por todos lados. Y estamos en un estado de negación colectiva que nos tiene paralizados y nos impide reconocer la naturaleza del predicamento en el que nos encontramos e iniciar los cambios necesarios. Son cambios radicales los que se necesitan, que no se están haciendo, y que serán forzados por las circunstancias. Mientras más tiempo se deje pasar más bruscos serán los cambios y menor la capacidad colectiva de adaptación.

Las comunidades deben de tender hacia la autosuficiencia y la autonomía, olvidarse del crecimiento económico y minimizar el impacto en el medio ambiente; llevar a cabo campañas masivas y permanentes de recuperación de espacios verdes y el desmantelamiento progresivo de todo eso que entendemos por sociedad de consumo.








1 comentario:

  1. Yo creo que la situación está más grave de lo que pensamos o de lo que nos quieren hacer creer. Los medios de comunicación nos manipulan como quieren y nos mantienen hipnotizados, pero cuando la crisis se venga encima cualquier cosa que haya pasado con los mayas se va a quedar corto. Muy interesante tu ensayo, mister.

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