El signo de los tiempos
El tiempo en el que vivimos se caracteriza por el
cambio. La tecnología avanza a un ritmo vertiginoso y muchas de las tecnologías
que ahora utilizamos y a las que estamos tan acostumbrados que al parecer ya no
podemos vivir sin ellas no existían hace apenas 3 o 4 décadas, cuando pasé yo
por la escuela. Este ritmo de cambio no solo no se está frenando sino que
parece irse acelerando, y podemos suponer que en otras 3 o 4 décadas más
existan nuevas tecnologías que ni siquiera nos podemos imaginar ahora.
Estos cambios sin embargo no vienen sin un precio, y
en los últimos 50 o 60 años hemos alterado más el mundo en el que vivimos que
en toda la historia previa de la humanidad. El impacto de nuestras actividades
individuales y colectivas en el medio ambiente es cada vez mayor; nuestra
necesidad insaciable de recursos y la cantidad enorme de desperdicios que
genera nuestra sociedad de consumo están llevando al límite la capacidad
regenerativa de cada uno y de todos los ecosistemas: estamos acabando con
selvas y bosques, contaminando hasta los lugares más apartados, llevando a la
extinción a miles de especies, empobreciendo la diversidad biológica de nuestro
planeta e incluso nos la hemos arreglado para provocar un cambio climático a
escala global, cuyos efectos ya se están empezando a sentir y que podemos
suponer serán cada vez más evidentes en las próximas décadas.
Y no hay nada que esté preparando a los jóvenes para
algunos de los grandes cambios de los que van a ser testigos en el transcurso
de sus vidas. Se sigue actuando como si nuestra sociedad fuera sustentable, y
se sigue creyendo que podemos alterar, deteriorar y destruir el medio ambiente
del que dependemos por completo sin que eso no nos traiga ninguna consecuencia.
Este proceso de deterioro ambiental es el signo de los
tiempos, la característica fundamental del momento histórico que nos tocó
vivir. Es también el legado que le estamos dejando a las generaciones futuras,
que nos van a recordar y nos van a juzgar por el estado del planeta que les
estamos dejando. A ellos realmente no les va a importar mucho si nosotros fuimos
capaces de mandar personas a la luna o de crear redes globales de comunicación;
lo que les va a importar es que el mundo en el que ellos vivan sea habitable.
La crisis ambiental que está comenzando a percibirse
va a definir a nuestra época y es muy posible que termine definiendo nuestras
propias vidas y las de nuestros hijos. Esta crisis se presenta en muchos
niveles distintos. Es un problema de especie; es un problema social y también es
un problema personal, de conciencia personal. Parafraseando a Albert Camus, “no
somos culpables de la crisis ambiental, porque la heredamos, pero tampoco somos
inocentes, porque la continuamos”; todos somos participantes y corresponsables de
la salud del medio ambiente.
Un ritmo exponencial
Un reporte reciente del Fondo Mundial para la
Naturaleza (WWF) llega a la conclusión de que más de la mitad de los animales
salvajes que existían sobre la Tierra hace 40 años han desaparecido, siendo las
áreas tropicales de América Latina el principal foco de extinción. Según el informe, desde 1970 las poblaciones de
mamíferos, anfibios, reptiles, aves y peces de todo el planeta han disminuido
un 52 por ciento. Las poblaciones de especies de agua dulce son las más
afectadas, y se han reducido en un 76 por ciento durante las últimas cuatro
décadas, mientras que las especies marinas y terrestres decrecieron un 39 por
ciento durante ese mismo período.
Estas cifras son impactantes, grotescas, pero no son
realmente sorprendentes. De hecho son perfectamente creíbles y coherentes con
la realidad observada. Digo, ésto ha sucedido en el transcurso de nuestras
vidas. Yo recuerdo muy bien cómo era la región de Tenango de Doria, en la
sierra otomí tepehua, que es donde vivo actualmente, hace unos 30 años. El
bosque era bosque, el pueblo no tenía ni la tercera parte de la población que
tiene ahora, no había tanta deforestación y se sentía la vida silvestre por
todos lados. A mis alumnos de bachillerato les pido que le pregunten a sus
padres como era la región cuando ellos eran jóvenes, y todos concuerdan en lo
mismo, ha habido un cambio dramático en las últimas 3 o 4 décadas. Este cambio
ha sido muy brusco; a fin de cuentas la región se mantuvo aislada del resto del
mundo durante siglos, y era muy poco el contacto que había con el mundo
exterior, hasta que se pavimentó la carretera a mediados de los ochentas. Una
persona que se haya ido del pueblo en aquel entonces y que regrese ahora en
seguida se da cuenta de la diferencia. Y así es en todos lados.
¿Hasta dónde creemos que puede seguir este proceso?
Nos llevó cuarenta años acabar con la mitad de la vida silvestre del planeta,
¿cuánto tiempo nos va a llevar acabar con la otra mitad? ¿Otros 40 años?
Probablemente sea bastante menos, porque este proceso no solo no se está
frenando, sino que se está acelerando exponencialmente. La población sigue
creciendo, cada vez necesitamos más recursos, y el mundo natural está
desapareciendo delante de nuestros ojos. Y ni siquiera nos damos cuenta.
Somos incapaces de comprender la gravedad de la
situación en la que nos encontramos. ¿Realmente creemos que podemos acabar con
el mundo natural y que no vamos a sufrir las consecuencias? ¿O quizás creemos
que la tecnología va a venir a sacarnos de todos nuestros problemas?
La crisis ambiental que define nuestra época y que va
a terminar definiendo nuestras vidas la estamos viviendo como en cámara lenta.
El tiempo tiene la cualidad de que cuando se ve para adelante parece muy largo,
pero cuando se ve para atrás resulta que se fue muy rápido. En nuestras breves
vidas puede parecer que 40 o 50 años es mucho tiempo, pero las generaciones
futuras, dentro de 200 o 500 años, se van a asombrar de lo rápido que se jugó
la partida.
La naturaleza insustentable de nuestra civilización
Ese ritmo exponencial con el que estamos acabando con
el mundo natural no puede sostenerse indefinidamente. Estamos acabando con
recursos críticos para el sistema más rápidamente que lo que naturalmente se
pueden regenerar. Recursos como el agua, los bosques, los bancos de peces, la
fertilidad de la tierra, y también recursos como los metales, minerales y el
petróleo. Nuestra sociedad industrial es insaciable, pero la tierra tiene
límites.
Estamos incurriendo en lo que se conoce como una deuda
ecológica. Esto es, estamos consumiendo más recursos de los que naturalmente se
producen. Y nuestros desperdicios son mayores de los que naturalmente se pueden
asimilar. Estamos arrojando tantos gases a la atmósfera que nos las hemos
arreglado para provocar un cambio climático. Estamos arrojando millones de
toneladas de desechos industriales a ríos, lagos y mares, como si fueran una
inmensa cloaca que está ahí para recibir nuestros desperdicios. Estamos
llevando a miles de especies a la extinción, acabando con sus hábitats,
deforestando por todos lados, alterando ritmos naturales como el ciclo del agua
o del carbono, y ultimadamente rompiendo el equilibrio del mundo natural.
No es un espectáculo muy agradable, cuando lo vemos
desde una cierta perspectiva.
Pero si algo nos enseña la historia es que no hay
civilización que pueda sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la
sustenta; el cementerio de la historia está repleto de culturas que se
desintegraron o se colapsaron cuando el medio ambiente no pudo seguir
absorbiendo el impacto del ser humano sobre su entorno. Es posible que ese sea
el destino de nuestra propia civilización. Toda nuestra sociedad industrial
moderna está basada en el mito del progreso y el crecimiento económico
indefinido, pero en un mundo finito solo es posible seguir creciendo hasta un
cierto punto. Es posible que ese punto ya haya sido rebasado. Los científicos
nos advierten que estamos viviendo los inicios de una crisis social y ambiental
sin precedentes, de largos alcances, y es muy importante que nos demos cuenta
que todos nosotros tenemos un papel que jugar en este drama, que tarde o
temprano todos vamos a ser afectados y que en algún momento todos y cada uno de
nosotros vamos a tener que tomar una posición al respecto.
Lo primero que tenemos que reconocer es la naturaleza
insustentable de nuestra civilización. No estamos por encima de las leyes de la
historia. Mucho menos estamos por encima de las leyes de la naturaleza.
Esa deuda ecológica la estamos incurriendo por
supuesto con nuestros descendientes, que son los que van a sufrir las
consecuencias de nuestros excesos. La actitud que tenemos hacia ellos es la de
Luis XV: “Après moi, le déluge”. Después de mí, el diluvio. Ya veían venir la
tormenta en el horizonte y no hicieron nada para impedirlo, o para suavizar su
impacto, atrapados como estaban en la inercia del sistema. Si el pueblo no
tenía pan, pues que comieran pasteles, y cuando finalmente llegó el viento del
cambio se los llevó a todos por delante, y fueron sus hijos los que pagaron con
la cabeza.
Las lecciones del príncipe
En el fondo es un problema de visión.
En su obra El
Príncipe, Nicolás Maquiavelo, ese gran observador de la condición humana y la
naturaleza del poder, da consejos a su pupilo Lorenzo de Médicis sobre el arte
de gobernar, y en algún pasaje dice:
“…porque previniéndolos a tiempo se pueden
remediar con facilidad; pero si se espera que progresen, la enfermedad se
vuelve incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio
su mal es difícil de conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el
transcurso del tiempo, se vuelve fácil de conocer, pero difícil de curar. Así
pasa en las cosas del Estado: los males que nacen en él, cuando se los descubre
a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no
tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el
punto de que todo el mundo los ve.”
Y esa es
exactamente la situación en la que nos encontramos: a medida que la
problemática ambiental se hace cada vez más grave, es más la cantidad de gente
que se empieza a hacer consciente de que efectivamente hay un problema. Pero se
ha dejado pasar demasiado tiempo para empezar a tomar medidas efectivas. A los
hombres sagaces que desde hace décadas nos han advertido de la gravedad de la
situación no se les hizo el menor caso, y ahora la situación ha crecido hasta
el punto de que la sociedad en conjunto empieza a darse cuenta.
Hace más de 40 años
a principios de los setentas el llamado Club de Roma en su estudio “Los límites
del crecimiento” nos advertía sobre la imposibilidad de seguir creciendo indefinidamente
en un mundo finito. Los ignoraron por completo. Ahora ya sabemos que sus
modelos matemáticos de hecho se quedaron cortos. 20 años después, en 1992, fue
la Cumbre de la Tierra en Rio de Janeiro donde se reunieron los jefes de
gobierno de todos los países del mundo y se comprometieron formalmente en
reducir las emisiones de carbono en un cinco por ciento para el año 2012, y
esto fue ratificado en el Protocolo de Kioto de 1997. Resulta que la fecha
llegó y se fue y las emisiones de carbono no solo no se redujeron sino que
aumentaron casi al doble.
Y no solo son las
emisiones de carbono por supuesto, son todos y cualquiera de los demás recursos
críticos para el funcionamiento del sistema. Vivimos en un estado de negación
colectiva, atrapados como estamos en la inercia del sistema. El barco está
haciendo agua por todos lados, pero todavía seguimos creyendo que podemos
continuar creciendo económicamente hasta el infinito.
Pero no por ignorar
la situación ésta se va a ir a ningún lado. A estas alturas del predicamento en
el que nos encontramos quizás ya no sea posible hablar de soluciones, pero sí
es posible hablar de cursos de acción. Los mejores cursos de acción tienen que
tener una visión global del problema, para poder implementar las acciones locales
más adecuadas. Como dicen, hay que pensar globalmente, y actuar localmente.
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