viernes, 15 de julio de 2016

La crisis ambiental de nuestra época


por David Cañedo Escárcega

El signo de los tiempos

El tiempo en el que vivimos se caracteriza por el cambio. La tecnología avanza a un ritmo vertiginoso y muchas de las tecnologías que ahora utilizamos y a las que estamos tan acostumbrados que al parecer ya no podemos vivir sin ellas no existían hace apenas 3 o 4 décadas, cuando pasé yo por la escuela. Este ritmo de cambio no solo no se está frenando sino que parece irse acelerando, y podemos suponer que en otras 3 o 4 décadas más existan nuevas tecnologías que ni siquiera nos podemos imaginar ahora.

Estos cambios sin embargo no vienen sin un precio, y en los últimos 50 o 60 años hemos alterado más el mundo en el que vivimos que en toda la historia previa de la humanidad. El impacto de nuestras actividades individuales y colectivas en el medio ambiente es cada vez mayor; nuestra necesidad insaciable de recursos y la cantidad enorme de desperdicios que genera nuestra sociedad de consumo están llevando al límite la capacidad regenerativa de cada uno y de todos los ecosistemas: estamos acabando con selvas y bosques, contaminando hasta los lugares más apartados, llevando a la extinción a miles de especies, empobreciendo la diversidad biológica de nuestro planeta e incluso nos la hemos arreglado para provocar un cambio climático a escala global, cuyos efectos ya se están empezando a sentir y que podemos suponer serán cada vez más evidentes en las próximas décadas.

Y no hay nada que esté preparando a los jóvenes para algunos de los grandes cambios de los que van a ser testigos en el transcurso de sus vidas. Se sigue actuando como si nuestra sociedad fuera sustentable, y se sigue creyendo que podemos alterar, deteriorar y destruir el medio ambiente del que dependemos por completo sin que eso no nos traiga ninguna consecuencia.

Este proceso de deterioro ambiental es el signo de los tiempos, la característica fundamental del momento histórico que nos tocó vivir. Es también el legado que le estamos dejando a las generaciones futuras, que nos van a recordar y nos van a juzgar por el estado del planeta que les estamos dejando. A ellos realmente no les va a importar mucho si nosotros fuimos capaces de mandar personas a la luna o de crear redes globales de comunicación; lo que les va a importar es que el mundo en el que ellos vivan sea habitable.

La crisis ambiental que está comenzando a percibirse va a definir a nuestra época y es muy posible que termine definiendo nuestras propias vidas y las de nuestros hijos. Esta crisis se presenta en muchos niveles distintos. Es un problema de especie; es un problema social y también es un problema personal, de conciencia personal. Parafraseando a Albert Camus, “no somos culpables de la crisis ambiental, porque la heredamos, pero tampoco somos inocentes, porque la continuamos”; todos somos participantes y corresponsables de la salud del medio ambiente.

Un ritmo exponencial

Un reporte reciente del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) llega a la conclusión de que más de la mitad de los animales salvajes que existían sobre la Tierra hace 40 años han desaparecido, siendo las áreas tropicales de América Latina el principal foco de extinción.  Según el informe, desde 1970 las poblaciones de mamíferos, anfibios, reptiles, aves y peces de todo el planeta han disminuido un 52 por ciento. Las poblaciones de especies de agua dulce son las más afectadas, y se han reducido en un 76 por ciento durante las últimas cuatro décadas, mientras que las especies marinas y terrestres decrecieron un 39 por ciento durante ese mismo período.

Estas cifras son impactantes, grotescas, pero no son realmente sorprendentes. De hecho son perfectamente creíbles y coherentes con la realidad observada. Digo, ésto ha sucedido en el transcurso de nuestras vidas. Yo recuerdo muy bien cómo era la región de Tenango de Doria, en la sierra otomí tepehua, que es donde vivo actualmente, hace unos 30 años. El bosque era bosque, el pueblo no tenía ni la tercera parte de la población que tiene ahora, no había tanta deforestación y se sentía la vida silvestre por todos lados. A mis alumnos de bachillerato les pido que le pregunten a sus padres como era la región cuando ellos eran jóvenes, y todos concuerdan en lo mismo, ha habido un cambio dramático en las últimas 3 o 4 décadas. Este cambio ha sido muy brusco; a fin de cuentas la región se mantuvo aislada del resto del mundo durante siglos, y era muy poco el contacto que había con el mundo exterior, hasta que se pavimentó la carretera a mediados de los ochentas. Una persona que se haya ido del pueblo en aquel entonces y que regrese ahora en seguida se da cuenta de la diferencia. Y así es en todos lados.

¿Hasta dónde creemos que puede seguir este proceso? Nos llevó cuarenta años acabar con la mitad de la vida silvestre del planeta, ¿cuánto tiempo nos va a llevar acabar con la otra mitad? ¿Otros 40 años? Probablemente sea bastante menos, porque este proceso no solo no se está frenando, sino que se está acelerando exponencialmente. La población sigue creciendo, cada vez necesitamos más recursos, y el mundo natural está desapareciendo delante de nuestros ojos. Y ni siquiera nos damos cuenta.

Somos incapaces de comprender la gravedad de la situación en la que nos encontramos. ¿Realmente creemos que podemos acabar con el mundo natural y que no vamos a sufrir las consecuencias? ¿O quizás creemos que la tecnología va a venir a sacarnos de todos nuestros problemas?

La crisis ambiental que define nuestra época y que va a terminar definiendo nuestras vidas la estamos viviendo como en cámara lenta. El tiempo tiene la cualidad de que cuando se ve para adelante parece muy largo, pero cuando se ve para atrás resulta que se fue muy rápido. En nuestras breves vidas puede parecer que 40 o 50 años es mucho tiempo, pero las generaciones futuras, dentro de 200 o 500 años, se van a asombrar de lo rápido que se jugó la partida.

La naturaleza insustentable de nuestra civilización

Ese ritmo exponencial con el que estamos acabando con el mundo natural no puede sostenerse indefinidamente. Estamos acabando con recursos críticos para el sistema más rápidamente que lo que naturalmente se pueden regenerar. Recursos como el agua, los bosques, los bancos de peces, la fertilidad de la tierra, y también recursos como los metales, minerales y el petróleo. Nuestra sociedad industrial es insaciable, pero la tierra tiene límites.
Estamos incurriendo en lo que se conoce como una deuda ecológica. Esto es, estamos consumiendo más recursos de los que naturalmente se producen. Y nuestros desperdicios son mayores de los que naturalmente se pueden asimilar. Estamos arrojando tantos gases a la atmósfera que nos las hemos arreglado para provocar un cambio climático. Estamos arrojando millones de toneladas de desechos industriales a ríos, lagos y mares, como si fueran una inmensa cloaca que está ahí para recibir nuestros desperdicios. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, acabando con sus hábitats, deforestando por todos lados, alterando ritmos naturales como el ciclo del agua o del carbono, y ultimadamente rompiendo el equilibrio del mundo natural.

No es un espectáculo muy agradable, cuando lo vemos desde una cierta perspectiva.

Pero si algo nos enseña la historia es que no hay civilización que pueda sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la sustenta; el cementerio de la historia está repleto de culturas que se desintegraron o se colapsaron cuando el medio ambiente no pudo seguir absorbiendo el impacto del ser humano sobre su entorno. Es posible que ese sea el destino de nuestra propia civilización. Toda nuestra sociedad industrial moderna está basada en el mito del progreso y el crecimiento económico indefinido, pero en un mundo finito solo es posible seguir creciendo hasta un cierto punto. Es posible que ese punto ya haya sido rebasado. Los científicos nos advierten que estamos viviendo los inicios de una crisis social y ambiental sin precedentes, de largos alcances, y es muy importante que nos demos cuenta que todos nosotros tenemos un papel que jugar en este drama, que tarde o temprano todos vamos a ser afectados y que en algún momento todos y cada uno de nosotros vamos a tener que tomar una posición al respecto.

Lo primero que tenemos que reconocer es la naturaleza insustentable de nuestra civilización. No estamos por encima de las leyes de la historia. Mucho menos estamos por encima de las leyes de la naturaleza.

Esa deuda ecológica la estamos incurriendo por supuesto con nuestros descendientes, que son los que van a sufrir las consecuencias de nuestros excesos. La actitud que tenemos hacia ellos es la de Luis XV: “Après moi, le déluge”. Después de mí, el diluvio. Ya veían venir la tormenta en el horizonte y no hicieron nada para impedirlo, o para suavizar su impacto, atrapados como estaban en la inercia del sistema. Si el pueblo no tenía pan, pues que comieran pasteles, y cuando finalmente llegó el viento del cambio se los llevó a todos por delante, y fueron sus hijos los que pagaron con la cabeza.

Las lecciones del príncipe

En el fondo es un problema de visión.

En su obra El Príncipe, Nicolás Maquiavelo, ese gran observador de la condición humana y la naturaleza del poder, da consejos a su pupilo Lorenzo de Médicis sobre el arte de gobernar, y en algún pasaje dice:

“…porque previniéndolos a tiempo se pueden remediar con facilidad; pero si se espera que progresen, la enfermedad se vuelve incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio su mal es difícil de conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el transcurso del tiempo, se vuelve fácil de conocer, pero difícil de curar. Así pasa en las cosas del Estado: los males que nacen en él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.”

Y esa es exactamente la situación en la que nos encontramos: a medida que la problemática ambiental se hace cada vez más grave, es más la cantidad de gente que se empieza a hacer consciente de que efectivamente hay un problema. Pero se ha dejado pasar demasiado tiempo para empezar a tomar medidas efectivas. A los hombres sagaces que desde hace décadas nos han advertido de la gravedad de la situación no se les hizo el menor caso, y ahora la situación ha crecido hasta el punto de que la sociedad en conjunto empieza a darse cuenta.

Hace más de 40 años a principios de los setentas el llamado Club de Roma en su estudio “Los límites del crecimiento” nos advertía sobre la imposibilidad de seguir creciendo indefinidamente en un mundo finito. Los ignoraron por completo. Ahora ya sabemos que sus modelos matemáticos de hecho se quedaron cortos. 20 años después, en 1992, fue la Cumbre de la Tierra en Rio de Janeiro donde se reunieron los jefes de gobierno de todos los países del mundo y se comprometieron formalmente en reducir las emisiones de carbono en un cinco por ciento para el año 2012, y esto fue ratificado en el Protocolo de Kioto de 1997. Resulta que la fecha llegó y se fue y las emisiones de carbono no solo no se redujeron sino que aumentaron casi al doble.

Y no solo son las emisiones de carbono por supuesto, son todos y cualquiera de los demás recursos críticos para el funcionamiento del sistema. Vivimos en un estado de negación colectiva, atrapados como estamos en la inercia del sistema. El barco está haciendo agua por todos lados, pero todavía seguimos creyendo que podemos continuar creciendo económicamente hasta el infinito.

Pero no por ignorar la situación ésta se va a ir a ningún lado. A estas alturas del predicamento en el que nos encontramos quizás ya no sea posible hablar de soluciones, pero sí es posible hablar de cursos de acción. Los mejores cursos de acción tienen que tener una visión global del problema, para poder implementar las acciones locales más adecuadas. Como dicen, hay que pensar globalmente, y actuar localmente.



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