por David Cañedo Escárcega
Recientemente tuve oportunidad de visitar la zona
arqueológica y reserva de la biósfera de Calakmul, en el estado de Campeche. El
sitio es imponente; esas pirámides en medio de la selva han visto pasar el
tiempo. Si las piedras hablaran las historias que nos contarían. Cuando está
uno arriba muy por encima de las copas de los árboles y a 360º alrededor hay un
océano de selva a pérdida de vista es fácil sentirse el centro del universo.
Así es como seguramente se sentían los sacerdotes mayas cuando hacían sus ritos
y predecían eclipses, consagraban a los nuevos gobernantes y declaraban sus
guerras para irse a invadir a los pueblos vecinos.
La civilización maya alcanzó un alto nivel de
sofisticación. Eran unas 60 ciudades-estado desparramadas por el sureste de lo
que actualmente es México y Centroamérica hasta Honduras. Nunca estuvieron
unificados en un imperio, aunque intentos no faltaron por parte de algunas de
las ciudades-estado más poderosas por hacerse del control de amplias partes de
ese territorio. Hacían sus confederaciones y alianzas en que varias se juntaban
para acabar con alguna otra, y después se terminaban peleando entre ellas,
hasta que la situación descendió a un estado de guerra crónico que llevó a la
sociedad entera al colapso.
Es impresionante como los mayas pudieron erigir su
civilización en medio de la selva. El surgimiento de la civilización maya fue
el producto de un esfuerzo colectivo en que un grupo de gente encontró una
identidad, una razón de ser y una explicación del universo. Se gestó durante
dos mil años y llegó a su máximo esplendor y poder durante los trescientos años
del período clásico tardío, del 500 al 800 de nuestra era. Establecieron redes
comerciales con el resto de los pueblos de Mesoamérica, y su arte, arquitectura
monumental y conocimientos científicos y astronómicos hicieron de su sociedad
una de las más avanzadas del continente americano. Pero ni así pudieron evitar
el colapso.
La insustentabilidad estructural de la civilización
maya se hizo patente cuando la población empezó a crecer demasiado. Hay un
límite a la cantidad de gente que un ecosistema como la selva puede mantener. En
la selva no se puede practicar la agricultura ni la ganadería a gran escala, y
la tierra no suele ser demasiado fértil, a pesar de la abundancia de vida que
se ve por todos lados, y lo que se solía hacer para aprovechar al máximo la
fertilidad de la tierra era clarear espacios de selva para sembrar, y después
de algunas cosechas se clareaba otro espacio de selva y se dejaba descansar al
anterior, y así sucesivamente se iban abriendo espacios y después de algunos
años regresaban a los que se habían utilizado previamente, que ya se habían
recuperado y podían seguir produciendo.
Este sistema de rotación de cultivos puede funcionar
indefinidamente mientras la población se mantenga dentro de cierto nivel. Cuando
la presión de la población empieza a aumentar y hay más necesidad de alimentos,
se tienen que clarear cada vez más espacios en la selva y no se la deja
descansar lo suficiente, y hay una pérdida cumulativa de fertilidad. La tierra
simplemente no puede producir tanto, como en algún momento la población se
empieza a dar cuenta.
La ciudad estado de Calakmul llegó a tener en su
momento de máxima expansión hasta 50 mil habitantes, y cuando uno se encuentra en
la cima de la pirámide viendo la selva hasta el infinito cuesta trabajo creer
que tanta gente haya podido vivir en este sitio. A fines del clásico tardío,
como por el año 800, la población de la totalidad del territorio maya superaba
probablemente los diez millones de habitantes, rebasando ampliamente la
capacidad portativa del ecosistema. La sociedad degeneró en una lucha feroz por
recursos cada vez más escasos y en algún momento hubo un descenso dramático e
incontrolable de la población. Muchas de las ciudades y centros ceremoniales
fueron abandonados y terminaron por ser tragados de nuevo por la selva.
Un colapso generalizado
El colapso de la civilización maya fue remarcable por
lo rápido que sucedió. De su punto de máximo esplendor al de disolución total
en el que las ciudades tuvieron que ser abandonadas no pasó más de un siglo,
aunque el drama principal se jugó en cuestión de décadas. No solo fue el
aumento de la población; era la misma estructura social la que la hacía
insustentable. Era una sociedad altamente jerarquizada con el poder firmemente
en manos de castas nobles y sacerdotales cuya necesidad de recursos y adicción
al poder se hizo cada vez mayor, y la manera de obtener esos recursos y ese
poder fue por medio de guerras crónicas e interminables que terminaron por
desangrar a la sociedad de sus últimos recursos y de las fuerzas creativas necesarias
para enfrentar la crisis.
Calakmul en particular se enfrascó en una rivalidad
con la ciudad estado de Tikal por el control de las rutas comerciales y áreas
de influencia y que resultó ser extremadamente desgastante para ambas. Hay
doscientos kilómetros de selva tupida entre las dos ciudades, que resultaron no
ser suficientes para que cada una pudiera seguir su curso y desarrollarse sin
tener que preocuparse por la otra. A medida que la sociedad se fue
militarizando y se desviaban cada vez más recursos para alimentar al dios de la
guerra empezó a surgir un descontento entre los mismos gobernados que de
repente ya no estaban tan satisfechos con el estado de las cosas y que se
empezaban a dar cuenta que las políticas de las elites nada más los estaban llevando
al desastre.
Empezó a haber insurrecciones y guerras civiles y al
final básicamente fue sálvese quien pueda. La decadencia de una civilización no
es el mejor momento para existir, y a la gente que le toca lo percibe como un
deterioro progresivo e inexorable en sus condiciones de vida en las que cada
vez es más difícil satisfacer sus necesidades más básicas; a medida que la
sociedad va perdiendo sus niveles de complejidad la vida cultural y sofisticada
a la que muchos de ellos se habían acostumbrado se torna en una lucha por la
supervivencia.
Los mayas, como muchos otros pueblos antes y después
de ellos, aprendieron de mala manera que no hay civilización que pueda
sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la sustenta. Todos esos
imperios y concentraciones de poder se desvanecen en un instante a medida que
los recursos de los que son completamente dependientes empiezan también a
desaparecer. No hay abundancia que dure eternamente, y mucho menos cuando no se
la sabe administrar y toda la riqueza que se genera en lugar de repartirse
equitativamente y que a todos les alcance, se tiende a concentrar y a
dilapidarse en guerras y en ostentaciones de poder.
Es difícil imaginarse los procesos por los que una
ciudad vital y vibrante que ha sido habitada durante siglos y generaciones y
que cuenta con decenas de miles de habitantes interactuando y formando y
conformando una cultura, es abandonada progresivamente porque simplemente ya no
es posible seguir viviendo ahí. Para una persona o una familia el tener que abandonar
su casa y sus propiedades dejando atrás a familiares, amigos y conocidos a los
que posiblemente nunca se vuelva a ver, llevándose tan solo lo que tienen
puesto y lo poco que pueden cargar, y con el miedo y la ansiedad de que no los
vayan a asaltar por el caos generalizado en el que ha descendido la sociedad, y
sin tener ni idea de adonde dirigirse para ir a rehacer su vida, no debe de ser
nada fácil.
Eso fue lo que sucedió con Palenque, Tikal, Calakmul,
Uaxactún, Yaxchilán, Bonampak, Quiriguá, Copán y muchas otras ciudades menores
a finales del clásico tardío alrededor del siglo nueve. El colapso de la
sociedad maya fue general. A todo mundo le afectó. Todavía la civilización maya
tuvo un último momento de esplendor y vitalidad con el reino de Chichén Itzá al
que llegaron algunos de los sobrevivientes y refugiados del resto del mundo
maya, y que floreció durante otro par de siglos hasta que fue abandonada a su
vez un siglo antes de la llegada de los españoles. Cuando llegaron los
invasores europeos los centros mayas tenían siglos de haber
sido abandonados totalmente.
La selva reclama sus derechos
Podemos suponer que el impacto que la civilización maya con sus docenas de ciudades estado y sus diez millones de
habitantes tuvo en el ecosistema selvático fue grande. Todas estas
civilizaciones siempre han tenido un tremendo impacto en el medio ambiente. Por
lo general crecen todo lo que pueden crecer, se pueblan todo lo que se pueden
poblar, acaban con todos los recursos con los que pueden acabar, y hasta con
los que no pueden, y finalmente se vienen para abajo. Hay una pérdida
generalizada de fertilidad en la tierra, y a partir de cierto punto se vuelve
difícil y finalmente imposible incluso producir los suficientes alimentos para
toda la población. La escasez de
alimentos producida por la pérdida de fertilidad fue uno de los principales factores
que llevaron a la decadencia y al abandono de las ciudades mayas.
En las selvas tropicales que cubrían toda esa zona ha
de haber habido una pérdida impresionante de fauna y de flora, sobre todo hacia
el final cuando comenzaron las hambrunas y la gente empezó a comerse cualquier
cosa que se moviera. Hubo un período de caos en el que la población humana
descendió estrepitosamente en una vorágine de guerras y colapso social y
ambiental y eventualmente los que quedaban se largaron a donde pudieron. La
densidad de población se redujo sustancialmente y muchas ciudades y zonas
enormes de selva fueron abandonadas. En algunas partes la población se ha de
haber reducido hasta en un 80 o 90 por ciento. Algunos siglos después llegaron
los invasores europeos con su séquito de enfermedades contagiosas que afectaron
enormemente a las poblaciones nativas, cuyos niveles de población volvieron a
descender dramáticamente. Se calcula que a la llegada de los europeos había
entre 90 y 100 millones de personas en todo el continente americano; cien años
después no quedaba más que el diez por ciento.
Al reducirse la presión humana sobre el medio ambiente
la selva se recuperó, como siempre se recupera cuando no hay interferencia
humana. La selva se convirtió de nuevo en selva, con toda su abundancia de
especies y de vida, y se tragó a esas ciudades y pirámides que habían quedado
como testigos solitarios de una grandeza desvanecida. La selva reclama sus
derechos y termina por imponer sus condiciones.
Y la selva se hizo selva de nuevo, densa y profunda,
con muy bajos niveles de población. A principios del siglo pasado, en las
épocas finales del porfiriato, esas selvas eran impenetrables y no había manera
de llegar por tierra a los centros de población que había en el norte y en las
costas de la península de Yucatán. La única manera de llegar a Campeche o al
puerto de Progreso era por barco, que salía de Veracruz y se tardaba dos o tres
días en llegar. Ya había un cierto desarrollo económico en la región, con
plantaciones chicleras y de caucho y operaciones madereras que empezaban a
tener un impacto en el ecosistema de la selva, aunque todavía se mantenía bajo,
sobre todo en comparación con lo que se ve ahora, cuando la selva prácticamente
ha desaparecido de nuevo.
En aquel entonces la región todavía se mantenía muy
aislada y eso impedía el crecimiento económico. Fue hasta los 1930’s cuando se
empezó a colocar la primera línea férrea que debía de unir los ferrocarriles del estado de Yucatán con Coatzacoalcos, y que uniría por tierra a la península con el resto del
país por primera vez en la historia.
Los trabajadores que colocaron las vías tenían un pequeño
campamento de base en algún lugar que se llamaba “Kilómetro 47” que al
principio no consistía más que en unas cuantas chozas y cobertizos. Uno de los
ingenieros encargados de la construcción del ferrocarril fue el señor Francisco
Escárcega Márquez, tío de mi mamá, que en 1938 tuvo la mala fortuna de perecer
en un accidente de aviación cuando estaba supervisando la obra, y en su honor
se le dio su nombre a ese asentamiento. La ciudad de Escárcega creció bastante,
al estar estratégicamente situada en el cruce de caminos que viene de
Villahermosa por un lado y que va a Campeche o a Chetumal por el otro, y se
convirtió en un importante nudo de comunicaciones.
Un frenesí de crecimiento
La reserva de la biosfera de Calakmul es un rincón de
selva de unas 750,000 hectáreas, lo que equivale a un círculo de 50 kilómetros
de radio. Cuando se está en la cima de la pirámide y no se ve otra cosa más que
selva todo alrededor, es posible creer que en México todavía tenemos selvas extensas,
sanas y abundantes; pero cuando se ve la reserva en un mapa de Yucatán resulta
no ser más que un pequeño círculo. Lo que queda de selva son pequeñas bolsas
que hay por aquí y por allá, desconectadas unas de las otras, y que se tienen
que proteger para que no desaparezcan como ya desapareció todo el resto de
selva que había alrededor.
Nuestra propia civilización industrial
moderna no se distingue precisamente por el amor o el cuidado que tiene hacia
el medio ambiente, todo lo contrario; y aquí en México tampoco hemos sido muy
capaces de valorar y proteger los bosques y selvas y la gran diversidad
biológica con la que solíamos contar. En este país el 80 por ciento de las
selvas tropicales húmedas y el 94 por ciento de las selvas tropicales secas que
había hasta hace apenas medio siglo han desaparecido, sacrificadas en aras del
progreso y del afán de lucro. Cada año se pierden alrededor de medio millón de
hectáreas de bosque y selva y eso coloca a México entre los cinco países con
más alta tasa de deforestación en el mundo.
En décadas recientes más del 90 por ciento de la
cobertura forestal con la que contaba el estado de Veracruz ha desaparecido,
transformada en pastizales y campos de cultivo; en Tabasco la cifra se aproxima
al 96 por ciento. Cuando va uno por la carretera hacia el sureste, desde que
entra uno a tierra caliente, a todo lo largo de los estados de Veracruz,
Tabasco y Campeche, por cientos de kilómetros, lo único que se ve a ambos lados
del camino a pérdida de vista son monocultivos; las selvas densas e
impenetrables que existían a principios o hasta mediados del siglo pasado hace
ya un buen rato que desaparecieron.
La otra cosa que se ve a lo largo del camino, por
todos los caminos, carreteras y autopistas que atraviesan el territorio
nacional, son los miles, decenas de miles y cientos de miles de camiones de
carga y tráileres de muchos ejes que transportan mercancía de todos lados a
todos lados, de aquí para allá y de allá para acá, día y noche, los 365 días
del año, para llevar los productos que retacan los estantes de todas las
tiendas y centros comerciales a todo lo largo y ancho de la república. Nuestra
sociedad de consumo es insaciable, y los millones de toneladas de mercancía que
llegan a los puertos o que se producen en las fábricas hay que repartirlos por
doquier, y ese transporte se hace por carretera.
Es impresionante, la cantidad de camiones de carga que
circulan en cualquier momento dado por las carreteras. Éste es un fenómeno
nuevo, relativamente hablando. Si una persona de 1970 se apareciera por arte de
magia en nuestro tiempo no lo podría creer. La actividad económica se ha
disparado exponencialmente. Tengo aquí unos datos interesantes. Durante el
siglo 20 la producción industrial en todo el mundo se multiplicó por cincuenta,
pero 4/5 partes de ese crecimiento se produjeron a partir de 1950. La economía
estadounidense del año 2000 era mayor que la economía mundial de 1950; la
economía japonesa en 2000 era mayor que la economía mundial en 1900. El uso de
energía se multiplicó por 13; las emisiones de dióxido de carbono por 17; el
uso de agua se multiplicó por nueve. La población humana en 1900 era 1600
millones de personas; ahora somos 7300. En México la población en 1920 era de
13 millones de personas; ahora somos 120 millones.
Ha sido un frenesí de crecimiento; simplemente se nos
olvidó que hay límites. En algún momento decidimos que el futuro no podía
esperar: lo queríamos todo, aquí y ahora. Queríamos más y más y más, y nunca
fue suficiente; siempre había algo nuevo, y en el proceso el mundo natural
empezó a desaparecer y ni siquiera nos dimos cuenta.
Las posibilidades reales de un colapso
Y por fin llegamos a la pregunta que nos interesa,
¿Cuáles son las posibilidades reales de un colapso estilo maya en nuestra
propia civilización industrial “moderna”?
A fin de cuentas el cementerio de la historia está
repleto de todas esas antiguas civilizaciones que surgieron, se expandieron,
duraron lo que duraron, acabaron con todo y finalmente desaparecieron. No
podemos pretender que nuestra propia civilización que es, con mucho, la más
voraz y destructiva de todas las que ha habido, vaya a durar eternamente. De
hecho, las civilizaciones no suelen durar demasiado tiempo. Todo tiene que ver
con la cuestión de los recursos: mientras éstos son suficientes y se les sabe
administrar, la civilización se sostiene; en el momento en que comienzan a
escasear todo ese edificio se empieza a venir para abajo. Eso sucede tarde o
temprano; las civilizaciones parecen no ser demasiado buenas para establecer un
equilibrio con su medio ambiente y ninguna entendió lo que significa eso de
“sustentabilidad”.
Es difícil imaginarse que en la medida en que estamos
consumiendo todo a nuestro paso, dejando paisajes desolados por todas partes;
acabando con bosques y humedales, selvas y pantanos; vaciando los océanos de
vida y llevando a miles de especies a la extinción en lo que se está
convirtiendo en una avalancha de pérdida de biodiversidad, al mismo tiempo que
liberamos millones de toneladas de desperdicios tóxicos al medio ambiente cada
día, provocando un cambio climático en el proceso y saturando ríos, lagos y
mares con pesticidas y toda clase de agentes químicos; creando verdaderos
continentes de basura flotando libremente en los océanos, y con una población
mundial que está aumentado mil millones de personas cada 12 o 13 años; que no
vaya a haber algún tipo de crisis en un futuro no muy lejano.
A estas alturas del partido los únicos que al parecer
siguen creyendo que vamos a continuar creciendo hasta el infinito son los
economistas y los políticos pero entre la gente que se da cuenta de cómo están
las cosas hay una creciente preocupación por lo que se empieza a percibir como
una insustentabilidad estructural de nuestro propio sistema.
Entonces, ¿cuáles son las posibilidades reales de un
colapso en nuestra propia civilización industrial? Es una buena pregunta que
deberíamos de formularnos seriamente y sobre la que se deberían de organizar
debates públicos con expertos en diferentes áreas; sería interesante escuchar la
voz de historiadores, antropólogos, sociólogos, biólogos, ecologistas,
campesinos y de muchas otras personas que seguramente tienen una opinión al
respecto. Sin embargo este debate no se está teniendo; no se le ha dado mucha
importancia aunque a partir de cierto punto se va a hacer cada vez más urgente.
Lo primero que tenemos que entender es que hay de
colapsos a colapsos. El de la civilización maya fue bastante dramático, ya que
sucedió demasiado bruscamente y rebasó cualquier capacidad de adaptación de esa
sociedad. Ya sabemos que por colapso entendemos una pérdida progresiva de
complejidad en la que la “normalidad”, todo aquello que se considera lo normal,
incluyendo las instituciones que la sociedad se ha creado para atender las
necesidades cotidianas de la realidad, se hace cada vez más disfuncional hasta
que esas necesidades no se pueden seguir cubriendo, lo que aunado a una
creciente escasez de recursos críticos y una incapacidad de hacer frente a la
situación y tomar medidas adecuadas conllevan a una pérdida de cohesión y de
sentido.
El ritmo en el que esto sucede puede llevar más o
menos tiempo, según las circunstancias. Puede ser una larga decadencia al
estilo imperio romano, cuyo descenso al caos duró tres o cuatro siglos en los
que el imperio se fue fragmentando paulatinamente hasta que la misma Roma
terminó siendo saqueada y abandonada. Está el modelo chino, con momentos de
esplendor y gran poder centralizado alternándose con períodos de convulsión y
disolución social. El caso de la isla de Pascua fue extremo, ahí no dejaron un
solo árbol en pie en toda la isla y terminaron comiéndose entre ellos. Los
olmecas, Teotihuacán, Sumeria, el Egipto de los faraones, por ejemplos no
paramos. Cambian las circunstancias, pero los procesos básicos son los mismos.
La crisis de nuestra civilización
La gente que todavía cree en Santa Claus y en el mito
del progreso hasta el infinito se crea toda clase de raciocinios y
construcciones filosóficas para convencerse de que todo está bien, las cosas
son como son y mientras la economía siga creciendo todo lo demás se irá
arreglando por sí solo. Cualquier noción de que es imposible que la economía
crezca a perpetuidad, de que los recursos no son infinitos y de que nuestra
sociedad industrial se dirige hacia una crisis potencialmente terminal es
anatema para estas personas: simplemente es incapaz de ser contemplada o ser
tomada en serio, mucho menos ser actuada al respecto.
Esta vez las cosas son diferente, se nos dice
condescendientemente. Lo que haya pasado en otros tiempos y lugares no tiene
nada que ver con nosotros; ahora vivimos en un mundo moderno con toda la
tecnología a nuestro alcance; nunca habíamos tenido tanto dominio sobre el
mundo natural. La fe que se tiene en la tecnología es total, y se está
convencido de que hay soluciones técnicas para cualquier problema ambiental de
nuestra propia creación, incluyendo el cambio climático. Ya hay proyectos
grandiosos de geo-ingeniería para bloquear la cantidad de calor que llega a la
tierra y poder seguir adelante como si nada estuviera pasando.
En realidad la tecnología “moderna” de la que estamos
tan orgullosos y tan dependientes es una función de la era de los combustibles
fósiles; fue gracias a esas enormes concentraciones de energía que nos
encontramos en el suelo y que hemos procedido a quemar con prodigalidad
asombrosa que pudimos construir toda ese edificio que llamamos modernidad. Es
cierto que ahora tenemos la tecnología de nuestra parte, y eso es buena parte
del problema. El impacto que nuestras tecnologías han tenido en el medio
ambiente supera por niveles de magnitud el que cualquier civilización pasada
haya tenido. Sí, en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más el planeta
que en toda la historia previa de la humanidad, y eso lo hemos hecho con
nuestras tecnologías. No son ellas las que nos van a salvar del desastre.
Cualquier solución a la problemática ambiental que no
contemple una reducción drástica en la cantidad de energía que estamos
utilizando simplemente no es realista. Por un lado está el hecho de que esos
combustibles fósiles no son eternos y de que no hay ninguna otra fuente de
energía de las llamadas alternativas que pueda sustituir más que en un pequeño
porcentaje la cantidad de energía que estamos quemando proveniente del
petróleo, del carbón o del gas natural. Y por otro está el hecho de que todo
ese carbono que hemos liberado al medio ambiente está provocando una verdadera
catástrofe de largas consecuencias. Estamos entre la espada y la pared y la
única solución que nuestros queridos líderes pueden contemplar a los problemas
causados por el crecimiento desmedido es…seguir creciendo.
No tenemos idea de cómo se desarrolle la crisis
ambiental y la crisis de nuestra civilización. Sabemos que está sucediendo. Los
sistemas gigantescos que nos hemos creado están empezando a fracturarse. Hemos
crecido todo lo que se ha podido, pero el planeta mismo ya nos quedó chico. Los
sistemas naturales están llegando a un punto de ruptura. Hay una creciente
disfuncionalidad en las relaciones internacionales, con guerras en el horizonte
por recursos críticos que se están haciendo cada vez más escasos. La estructura
social basada en la jerarquía, el dominio y la explotación está haciendo agua
por todos lados. Y estamos en un estado de negación colectiva que nos tiene paralizados
y nos impide reconocer la naturaleza del predicamento en el que nos encontramos
e iniciar los cambios necesarios. Son cambios radicales los que se necesitan,
que no se están haciendo, y que serán forzados por las circunstancias. Mientras
más tiempo se deje pasar más bruscos serán los cambios y menor la capacidad
colectiva de adaptación.
Las comunidades deben de tender hacia la
autosuficiencia y la autonomía, olvidarse del crecimiento económico y minimizar
el impacto en el medio ambiente; llevar a cabo campañas masivas y permanentes
de recuperación de espacios verdes y el desmantelamiento progresivo de todo eso
que entendemos por sociedad de consumo.

