viernes, 15 de julio de 2016

De colapsos y otros contratiempos

por David Cañedo Escárcega



Desde lo alto de la pirámide
Recientemente tuve oportunidad de visitar la zona arqueológica y reserva de la biósfera de Calakmul, en el estado de Campeche. El sitio es imponente; esas pirámides en medio de la selva han visto pasar el tiempo. Si las piedras hablaran las historias que nos contarían. Cuando está uno arriba muy por encima de las copas de los árboles y a 360º alrededor hay un océano de selva a pérdida de vista es fácil sentirse el centro del universo. Así es como seguramente se sentían los sacerdotes mayas cuando hacían sus ritos y predecían eclipses, consagraban a los nuevos gobernantes y declaraban sus guerras para irse a invadir a los pueblos vecinos.
La civilización maya alcanzó un alto nivel de sofisticación. Eran unas 60 ciudades-estado desparramadas por el sureste de lo que actualmente es México y Centroamérica hasta Honduras. Nunca estuvieron unificados en un imperio, aunque intentos no faltaron por parte de algunas de las ciudades-estado más poderosas por hacerse del control de amplias partes de ese territorio. Hacían sus confederaciones y alianzas en que varias se juntaban para acabar con alguna otra, y después se terminaban peleando entre ellas, hasta que la situación descendió a un estado de guerra crónico que llevó a la sociedad entera al colapso.
Es impresionante como los mayas pudieron erigir su civilización en medio de la selva. El surgimiento de la civilización maya fue el producto de un esfuerzo colectivo en que un grupo de gente encontró una identidad, una razón de ser y una explicación del universo. Se gestó durante dos mil años y llegó a su máximo esplendor y poder durante los trescientos años del período clásico tardío, del 500 al 800 de nuestra era. Establecieron redes comerciales con el resto de los pueblos de Mesoamérica, y su arte, arquitectura monumental y conocimientos científicos y astronómicos hicieron de su sociedad una de las más avanzadas del continente americano. Pero ni así pudieron evitar el colapso.
La insustentabilidad estructural de la civilización maya se hizo patente cuando la población empezó a crecer demasiado. Hay un límite a la cantidad de gente que un ecosistema como la selva puede mantener. En la selva no se puede practicar la agricultura ni la ganadería a gran escala, y la tierra no suele ser demasiado fértil, a pesar de la abundancia de vida que se ve por todos lados, y lo que se solía hacer para aprovechar al máximo la fertilidad de la tierra era clarear espacios de selva para sembrar, y después de algunas cosechas se clareaba otro espacio de selva y se dejaba descansar al anterior, y así sucesivamente se iban abriendo espacios y después de algunos años regresaban a los que se habían utilizado previamente, que ya se habían recuperado y podían seguir produciendo.
Este sistema de rotación de cultivos puede funcionar indefinidamente mientras la población se mantenga dentro de cierto nivel. Cuando la presión de la población empieza a aumentar y hay más necesidad de alimentos, se tienen que clarear cada vez más espacios en la selva y no se la deja descansar lo suficiente, y hay una pérdida cumulativa de fertilidad. La tierra simplemente no puede producir tanto, como en algún momento la población se empieza a dar cuenta.
La ciudad estado de Calakmul llegó a tener en su momento de máxima expansión hasta 50 mil habitantes, y cuando uno se encuentra en la cima de la pirámide viendo la selva hasta el infinito cuesta trabajo creer que tanta gente haya podido vivir en este sitio. A fines del clásico tardío, como por el año 800, la población de la totalidad del territorio maya superaba probablemente los diez millones de habitantes, rebasando ampliamente la capacidad portativa del ecosistema. La sociedad degeneró en una lucha feroz por recursos cada vez más escasos y en algún momento hubo un descenso dramático e incontrolable de la población. Muchas de las ciudades y centros ceremoniales fueron abandonados y terminaron por ser tragados de nuevo por la selva.
Un colapso generalizado
El colapso de la civilización maya fue remarcable por lo rápido que sucedió. De su punto de máximo esplendor al de disolución total en el que las ciudades tuvieron que ser abandonadas no pasó más de un siglo, aunque el drama principal se jugó en cuestión de décadas. No solo fue el aumento de la población; era la misma estructura social la que la hacía insustentable. Era una sociedad altamente jerarquizada con el poder firmemente en manos de castas nobles y sacerdotales cuya necesidad de recursos y adicción al poder se hizo cada vez mayor, y la manera de obtener esos recursos y ese poder fue por medio de guerras crónicas e interminables que terminaron por desangrar a la sociedad de sus últimos recursos y de las fuerzas creativas necesarias para enfrentar la crisis.
Calakmul en particular se enfrascó en una rivalidad con la ciudad estado de Tikal por el control de las rutas comerciales y áreas de influencia y que resultó ser extremadamente desgastante para ambas. Hay doscientos kilómetros de selva tupida entre las dos ciudades, que resultaron no ser suficientes para que cada una pudiera seguir su curso y desarrollarse sin tener que preocuparse por la otra. A medida que la sociedad se fue militarizando y se desviaban cada vez más recursos para alimentar al dios de la guerra empezó a surgir un descontento entre los mismos gobernados que de repente ya no estaban tan satisfechos con el estado de las cosas y que se empezaban a dar cuenta que las políticas de las elites nada más los estaban llevando al desastre.
Empezó a haber insurrecciones y guerras civiles y al final básicamente fue sálvese quien pueda. La decadencia de una civilización no es el mejor momento para existir, y a la gente que le toca lo percibe como un deterioro progresivo e inexorable en sus condiciones de vida en las que cada vez es más difícil satisfacer sus necesidades más básicas; a medida que la sociedad va perdiendo sus niveles de complejidad la vida cultural y sofisticada a la que muchos de ellos se habían acostumbrado se torna en una lucha por la supervivencia.
Los mayas, como muchos otros pueblos antes y después de ellos, aprendieron de mala manera que no hay civilización que pueda sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la sustenta. Todos esos imperios y concentraciones de poder se desvanecen en un instante a medida que los recursos de los que son completamente dependientes empiezan también a desaparecer. No hay abundancia que dure eternamente, y mucho menos cuando no se la sabe administrar y toda la riqueza que se genera en lugar de repartirse equitativamente y que a todos les alcance, se tiende a concentrar y a dilapidarse en guerras y en ostentaciones de poder.
Es difícil imaginarse los procesos por los que una ciudad vital y vibrante que ha sido habitada durante siglos y generaciones y que cuenta con decenas de miles de habitantes interactuando y formando y conformando una cultura, es abandonada progresivamente porque simplemente ya no es posible seguir viviendo ahí. Para una persona o una familia el tener que abandonar su casa y sus propiedades dejando atrás a familiares, amigos y conocidos a los que posiblemente nunca se vuelva a ver, llevándose tan solo lo que tienen puesto y lo poco que pueden cargar, y con el miedo y la ansiedad de que no los vayan a asaltar por el caos generalizado en el que ha descendido la sociedad, y sin tener ni idea de adonde dirigirse para ir a rehacer su vida, no debe de ser nada fácil.
Eso fue lo que sucedió con Palenque, Tikal, Calakmul, Uaxactún, Yaxchilán, Bonampak, Quiriguá, Copán y muchas otras ciudades menores a finales del clásico tardío alrededor del siglo nueve. El colapso de la sociedad maya fue general. A todo mundo le afectó. Todavía la civilización maya tuvo un último momento de esplendor y vitalidad con el reino de Chichén Itzá al que llegaron algunos de los sobrevivientes y refugiados del resto del mundo maya, y que floreció durante otro par de siglos hasta que fue abandonada a su vez un siglo antes de la llegada de los españoles. Cuando llegaron los invasores europeos los centros mayas tenían siglos de haber sido abandonados totalmente.
La selva reclama sus derechos
Podemos suponer que el impacto que la civilización maya con sus docenas de ciudades estado y sus diez millones de habitantes tuvo en el ecosistema selvático fue grande. Todas estas civilizaciones siempre han tenido un tremendo impacto en el medio ambiente. Por lo general crecen todo lo que pueden crecer, se pueblan todo lo que se pueden poblar, acaban con todos los recursos con los que pueden acabar, y hasta con los que no pueden, y finalmente se vienen para abajo. Hay una pérdida generalizada de fertilidad en la tierra, y a partir de cierto punto se vuelve difícil y finalmente imposible incluso producir los suficientes alimentos para toda la población. La escasez de alimentos producida por la pérdida de fertilidad fue uno de los principales factores que llevaron a la decadencia y al abandono de las ciudades mayas.
En las selvas tropicales que cubrían toda esa zona ha de haber habido una pérdida impresionante de fauna y de flora, sobre todo hacia el final cuando comenzaron las hambrunas y la gente empezó a comerse cualquier cosa que se moviera. Hubo un período de caos en el que la población humana descendió estrepitosamente en una vorágine de guerras y colapso social y ambiental y eventualmente los que quedaban se largaron a donde pudieron. La densidad de población se redujo sustancialmente y muchas ciudades y zonas enormes de selva fueron abandonadas. En algunas partes la población se ha de haber reducido hasta en un 80 o 90 por ciento. Algunos siglos después llegaron los invasores europeos con su séquito de enfermedades contagiosas que afectaron enormemente a las poblaciones nativas, cuyos niveles de población volvieron a descender dramáticamente. Se calcula que a la llegada de los europeos había entre 90 y 100 millones de personas en todo el continente americano; cien años después no quedaba más que el diez por ciento.
Al reducirse la presión humana sobre el medio ambiente la selva se recuperó, como siempre se recupera cuando no hay interferencia humana. La selva se convirtió de nuevo en selva, con toda su abundancia de especies y de vida, y se tragó a esas ciudades y pirámides que habían quedado como testigos solitarios de una grandeza desvanecida. La selva reclama sus derechos y termina por imponer sus condiciones.
Y la selva se hizo selva de nuevo, densa y profunda, con muy bajos niveles de población. A principios del siglo pasado, en las épocas finales del porfiriato, esas selvas eran impenetrables y no había manera de llegar por tierra a los centros de población que había en el norte y en las costas de la península de Yucatán. La única manera de llegar a Campeche o al puerto de Progreso era por barco, que salía de Veracruz y se tardaba dos o tres días en llegar. Ya había un cierto desarrollo económico en la región, con plantaciones chicleras y de caucho y operaciones madereras que empezaban a tener un impacto en el ecosistema de la selva, aunque todavía se mantenía bajo, sobre todo en comparación con lo que se ve ahora, cuando la selva prácticamente ha desaparecido de nuevo.
En aquel entonces la región todavía se mantenía muy aislada y eso impedía el crecimiento económico. Fue hasta los 1930’s cuando se empezó a colocar la primera línea férrea que debía de unir los ferrocarriles del estado de Yucatán con Coatzacoalcos, y que uniría por tierra a la península con el resto del país por primera vez en la historia.
Los trabajadores que colocaron las vías tenían un pequeño campamento de base en algún lugar que se llamaba “Kilómetro 47” que al principio no consistía más que en unas cuantas chozas y cobertizos. Uno de los ingenieros encargados de la construcción del ferrocarril fue el señor Francisco Escárcega Márquez, tío de mi mamá, que en 1938 tuvo la mala fortuna de perecer en un accidente de aviación cuando estaba supervisando la obra, y en su honor se le dio su nombre a ese asentamiento. La ciudad de Escárcega creció bastante, al estar estratégicamente situada en el cruce de caminos que viene de Villahermosa por un lado y que va a Campeche o a Chetumal por el otro, y se convirtió en un importante nudo de comunicaciones.

Un frenesí de crecimiento
La reserva de la biosfera de Calakmul es un rincón de selva de unas 750,000 hectáreas, lo que equivale a un círculo de 50 kilómetros de radio. Cuando se está en la cima de la pirámide y no se ve otra cosa más que selva todo alrededor, es posible creer que en México todavía tenemos selvas extensas, sanas y abundantes; pero cuando se ve la reserva en un mapa de Yucatán resulta no ser más que un pequeño círculo. Lo que queda de selva son pequeñas bolsas que hay por aquí y por allá, desconectadas unas de las otras, y que se tienen que proteger para que no desaparezcan como ya desapareció todo el resto de selva que había alrededor.
Nuestra propia civilización industrial moderna no se distingue precisamente por el amor o el cuidado que tiene hacia el medio ambiente, todo lo contrario; y aquí en México tampoco hemos sido muy capaces de valorar y proteger los bosques y selvas y la gran diversidad biológica con la que solíamos contar. En este país el 80 por ciento de las selvas tropicales húmedas y el 94 por ciento de las selvas tropicales secas que había hasta hace apenas medio siglo han desaparecido, sacrificadas en aras del progreso y del afán de lucro. Cada año se pierden alrededor de medio millón de hectáreas de bosque y selva y eso coloca a México entre los cinco países con más alta tasa de deforestación en el mundo.
En décadas recientes más del 90 por ciento de la cobertura forestal con la que contaba el estado de Veracruz ha desaparecido, transformada en pastizales y campos de cultivo; en Tabasco la cifra se aproxima al 96 por ciento. Cuando va uno por la carretera hacia el sureste, desde que entra uno a tierra caliente, a todo lo largo de los estados de Veracruz, Tabasco y Campeche, por cientos de kilómetros, lo único que se ve a ambos lados del camino a pérdida de vista son monocultivos; las selvas densas e impenetrables que existían a principios o hasta mediados del siglo pasado hace ya un buen rato que desaparecieron.
La otra cosa que se ve a lo largo del camino, por todos los caminos, carreteras y autopistas que atraviesan el territorio nacional, son los miles, decenas de miles y cientos de miles de camiones de carga y tráileres de muchos ejes que transportan mercancía de todos lados a todos lados, de aquí para allá y de allá para acá, día y noche, los 365 días del año, para llevar los productos que retacan los estantes de todas las tiendas y centros comerciales a todo lo largo y ancho de la república. Nuestra sociedad de consumo es insaciable, y los millones de toneladas de mercancía que llegan a los puertos o que se producen en las fábricas hay que repartirlos por doquier, y ese transporte se hace por carretera.
Es impresionante, la cantidad de camiones de carga que circulan en cualquier momento dado por las carreteras. Éste es un fenómeno nuevo, relativamente hablando. Si una persona de 1970 se apareciera por arte de magia en nuestro tiempo no lo podría creer. La actividad económica se ha disparado exponencialmente. Tengo aquí unos datos interesantes. Durante el siglo 20 la producción industrial en todo el mundo se multiplicó por cincuenta, pero 4/5 partes de ese crecimiento se produjeron a partir de 1950. La economía estadounidense del año 2000 era mayor que la economía mundial de 1950; la economía japonesa en 2000 era mayor que la economía mundial en 1900. El uso de energía se multiplicó por 13; las emisiones de dióxido de carbono por 17; el uso de agua se multiplicó por nueve. La población humana en 1900 era 1600 millones de personas; ahora somos 7300. En México la población en 1920 era de 13 millones de personas; ahora somos 120 millones.
Ha sido un frenesí de crecimiento; simplemente se nos olvidó que hay límites. En algún momento decidimos que el futuro no podía esperar: lo queríamos todo, aquí y ahora. Queríamos más y más y más, y nunca fue suficiente; siempre había algo nuevo, y en el proceso el mundo natural empezó a desaparecer y ni siquiera nos dimos cuenta.
Las posibilidades reales de un colapso
Y por fin llegamos a la pregunta que nos interesa, ¿Cuáles son las posibilidades reales de un colapso estilo maya en nuestra propia civilización industrial “moderna”?
A fin de cuentas el cementerio de la historia está repleto de todas esas antiguas civilizaciones que surgieron, se expandieron, duraron lo que duraron, acabaron con todo y finalmente desaparecieron. No podemos pretender que nuestra propia civilización que es, con mucho, la más voraz y destructiva de todas las que ha habido, vaya a durar eternamente. De hecho, las civilizaciones no suelen durar demasiado tiempo. Todo tiene que ver con la cuestión de los recursos: mientras éstos son suficientes y se les sabe administrar, la civilización se sostiene; en el momento en que comienzan a escasear todo ese edificio se empieza a venir para abajo. Eso sucede tarde o temprano; las civilizaciones parecen no ser demasiado buenas para establecer un equilibrio con su medio ambiente y ninguna entendió lo que significa eso de “sustentabilidad”.
Es difícil imaginarse que en la medida en que estamos consumiendo todo a nuestro paso, dejando paisajes desolados por todas partes; acabando con bosques y humedales, selvas y pantanos; vaciando los océanos de vida y llevando a miles de especies a la extinción en lo que se está convirtiendo en una avalancha de pérdida de biodiversidad, al mismo tiempo que liberamos millones de toneladas de desperdicios tóxicos al medio ambiente cada día, provocando un cambio climático en el proceso y saturando ríos, lagos y mares con pesticidas y toda clase de agentes químicos; creando verdaderos continentes de basura flotando libremente en los océanos, y con una población mundial que está aumentado mil millones de personas cada 12 o 13 años; que no vaya a haber algún tipo de crisis en un futuro no muy lejano.
A estas alturas del partido los únicos que al parecer siguen creyendo que vamos a continuar creciendo hasta el infinito son los economistas y los políticos pero entre la gente que se da cuenta de cómo están las cosas hay una creciente preocupación por lo que se empieza a percibir como una insustentabilidad estructural de nuestro propio sistema.
Entonces, ¿cuáles son las posibilidades reales de un colapso en nuestra propia civilización industrial? Es una buena pregunta que deberíamos de formularnos seriamente y sobre la que se deberían de organizar debates públicos con expertos en diferentes áreas; sería interesante escuchar la voz de historiadores, antropólogos, sociólogos, biólogos, ecologistas, campesinos y de muchas otras personas que seguramente tienen una opinión al respecto. Sin embargo este debate no se está teniendo; no se le ha dado mucha importancia aunque a partir de cierto punto se va a hacer cada vez más urgente.
Lo primero que tenemos que entender es que hay de colapsos a colapsos. El de la civilización maya fue bastante dramático, ya que sucedió demasiado bruscamente y rebasó cualquier capacidad de adaptación de esa sociedad. Ya sabemos que por colapso entendemos una pérdida progresiva de complejidad en la que la “normalidad”, todo aquello que se considera lo normal, incluyendo las instituciones que la sociedad se ha creado para atender las necesidades cotidianas de la realidad, se hace cada vez más disfuncional hasta que esas necesidades no se pueden seguir cubriendo, lo que aunado a una creciente escasez de recursos críticos y una incapacidad de hacer frente a la situación y tomar medidas adecuadas conllevan a una pérdida de cohesión y de sentido.
El ritmo en el que esto sucede puede llevar más o menos tiempo, según las circunstancias. Puede ser una larga decadencia al estilo imperio romano, cuyo descenso al caos duró tres o cuatro siglos en los que el imperio se fue fragmentando paulatinamente hasta que la misma Roma terminó siendo saqueada y abandonada. Está el modelo chino, con momentos de esplendor y gran poder centralizado alternándose con períodos de convulsión y disolución social. El caso de la isla de Pascua fue extremo, ahí no dejaron un solo árbol en pie en toda la isla y terminaron comiéndose entre ellos. Los olmecas, Teotihuacán, Sumeria, el Egipto de los faraones, por ejemplos no paramos. Cambian las circunstancias, pero los procesos básicos son los mismos.
La crisis de nuestra civilización
La gente que todavía cree en Santa Claus y en el mito del progreso hasta el infinito se crea toda clase de raciocinios y construcciones filosóficas para convencerse de que todo está bien, las cosas son como son y mientras la economía siga creciendo todo lo demás se irá arreglando por sí solo. Cualquier noción de que es imposible que la economía crezca a perpetuidad, de que los recursos no son infinitos y de que nuestra sociedad industrial se dirige hacia una crisis potencialmente terminal es anatema para estas personas: simplemente es incapaz de ser contemplada o ser tomada en serio, mucho menos ser actuada al respecto.
Esta vez las cosas son diferente, se nos dice condescendientemente. Lo que haya pasado en otros tiempos y lugares no tiene nada que ver con nosotros; ahora vivimos en un mundo moderno con toda la tecnología a nuestro alcance; nunca habíamos tenido tanto dominio sobre el mundo natural. La fe que se tiene en la tecnología es total, y se está convencido de que hay soluciones técnicas para cualquier problema ambiental de nuestra propia creación, incluyendo el cambio climático. Ya hay proyectos grandiosos de geo-ingeniería para bloquear la cantidad de calor que llega a la tierra y poder seguir adelante como si nada estuviera pasando.
En realidad la tecnología “moderna” de la que estamos tan orgullosos y tan dependientes es una función de la era de los combustibles fósiles; fue gracias a esas enormes concentraciones de energía que nos encontramos en el suelo y que hemos procedido a quemar con prodigalidad asombrosa que pudimos construir toda ese edificio que llamamos modernidad. Es cierto que ahora tenemos la tecnología de nuestra parte, y eso es buena parte del problema. El impacto que nuestras tecnologías han tenido en el medio ambiente supera por niveles de magnitud el que cualquier civilización pasada haya tenido. Sí, en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más el planeta que en toda la historia previa de la humanidad, y eso lo hemos hecho con nuestras tecnologías. No son ellas las que nos van a salvar del desastre.
Cualquier solución a la problemática ambiental que no contemple una reducción drástica en la cantidad de energía que estamos utilizando simplemente no es realista. Por un lado está el hecho de que esos combustibles fósiles no son eternos y de que no hay ninguna otra fuente de energía de las llamadas alternativas que pueda sustituir más que en un pequeño porcentaje la cantidad de energía que estamos quemando proveniente del petróleo, del carbón o del gas natural. Y por otro está el hecho de que todo ese carbono que hemos liberado al medio ambiente está provocando una verdadera catástrofe de largas consecuencias. Estamos entre la espada y la pared y la única solución que nuestros queridos líderes pueden contemplar a los problemas causados por el crecimiento desmedido es…seguir creciendo.
No tenemos idea de cómo se desarrolle la crisis ambiental y la crisis de nuestra civilización. Sabemos que está sucediendo. Los sistemas gigantescos que nos hemos creado están empezando a fracturarse. Hemos crecido todo lo que se ha podido, pero el planeta mismo ya nos quedó chico. Los sistemas naturales están llegando a un punto de ruptura. Hay una creciente disfuncionalidad en las relaciones internacionales, con guerras en el horizonte por recursos críticos que se están haciendo cada vez más escasos. La estructura social basada en la jerarquía, el dominio y la explotación está haciendo agua por todos lados. Y estamos en un estado de negación colectiva que nos tiene paralizados y nos impide reconocer la naturaleza del predicamento en el que nos encontramos e iniciar los cambios necesarios. Son cambios radicales los que se necesitan, que no se están haciendo, y que serán forzados por las circunstancias. Mientras más tiempo se deje pasar más bruscos serán los cambios y menor la capacidad colectiva de adaptación.

Las comunidades deben de tender hacia la autosuficiencia y la autonomía, olvidarse del crecimiento económico y minimizar el impacto en el medio ambiente; llevar a cabo campañas masivas y permanentes de recuperación de espacios verdes y el desmantelamiento progresivo de todo eso que entendemos por sociedad de consumo.








En el lado equivocado de la Historia



por David Cañedo Escárcega
Alineándonos a la política imperial
Seguimos con atención los recientes debates sobre la descriminalización de la marihuana. Como ya lo hemos dicho en repetidas ocasiones, el mundo está cambiando muy rápidamente, y seguimos atrapados en políticas retrógradas, obsoletas e ineficaces, que en lugar de solucionar ningún problema los han hecho mucho más graves de lo que tenían que haber sido. Sobre las propiedades curativas de la marihuana no hay la menor duda, como lo saben cantidad de campesinos y gente de pueblo que la utilizan como remedio casero para aliviar toda clase de dolores musculares y de huesos, como artritis, reumatismo e inflamaciones. Se hacen compresas con refino previamente impregnado con la hierba y se aplican en la parte del cuerpo donde se sienten las molestias, y alguna eficacia deben de tener, que se han estado utilizando desde hace siglos.
Más recientemente, ya hay todo un cuerpo de conocimiento elaborado por profesionales de la medicina y la siquiatría en Estados Unidos, Canadá y diferentes partes del mundo, que han encontrado que esta planta tiene importantes propiedades terapéuticas utilizadas para tratar una amplia gama de problemas sicológicos, ansiedad, estrés postraumático, desorden bipolar, depresión, insomnio, migrañas, Alzheimer, esclerosis, asma, glaucoma, epilepsia e incluso puede jugar un papel importante en la prevención y tratamiento de cáncer. Hay estudios que muestran que los compuestos canabinoides pueden inhibir el crecimiento de tumores y eliminar células cancerígenas sin afectar a las células sanas circundantes, lo que tendría una gran ventaja sobre la quimioterapia convencional, que muchas veces destruye a las células sanas al mismo tiempo que a las enfermas.
El uso medicinal del cannabis tiene una larga historia, desde que surgieron las primeras civilizaciones hace seis mil años en medio Oriente, China e India. Durante el siglo 19 y primera mitad del siglo 20 se podía adquirir en las farmacias y los doctores la recetaban comúnmente como analgésico, tonificador y remedio para docenas de indisposiciones. Ciertamente no tenía la connotación de droga prohibida que se le dio después, y su uso, aunque no demasiado generalizado, entraba dentro de lo normal y socialmente aceptable.
Fueron los gringos mojigatos y ultraconservadores los que después de haber fallado en su cruzada contra el alcohol durante la Prohibición en la década de los 1920’s decidieron que algo tenían que prohibir y de repente empezaron a hacer todo un mitote con respecto a una planta básicamente inocua y con propiedades terapéuticas cuyo uso social y recreacional hasta ese momento era bastante limitado y localizado a diversas comunidades de inmigrantes.
La decisión de criminalizar la marihuana en Estados Unidos desde el primer momento fue política. Una sociedad racista hasta la médula como la gringa nunca supo qué hacer con el exceso de latinos y negros que ellos, los blancos protestantes, percibían que había. Sí, por supuesto que les servían y hacían todos los trabajos que ellos no estaban dispuestos a hacer, pero cuando pasaban de cierto número se convertían en un problema y lo mejor era tenerlos fuera de circulación. Con la penalización de la marihuana en 1937 y la subsecuente guerra contra las drogas a partir de los setentas se creó todo un aparato de estado sofocante y represivo en el que más de dos millones de personas están en la cárcel y cinco millones en probación por la simple posesión de cantidades pequeñas de esta hierba.
Pero a los gringos no les bastó con crear una verdadera catástrofe social en su propio país, sino que la tuvieron que exportar a todo el resto del mundo. Como casi no se sienten los dueños del planeta. Están convencidos que sus valores puritanos y su moralidad retorcida es lo único que cuenta y se imponen a la fuerza donde lo pueden hacer. México al principio se rehusó a caer en su juego, por allá por los 30’s, cuando todavía existía alguna política independiente en este país. Se decidió que el uso de la marihuana era “cosa del doctor” y que no era un riesgo público y se rechazó prohibirla. Estados Unidos estaba furioso. Se nos presionó y durante algún tiempo nos sostuvimos, hasta que nos cortaron el suministro de calmantes y otros fármacos y finalmente nos tuvimos que alinear a la política imperial.
El estado de guerra permanente
Supongamos por un momento que la enorme cantidad de recursos que se han desviado en las últimas décadas para librar una guerra que no se puede ganar se hubieran utilizado en proyectos sociales y científicos para beneficio de la humanidad y no solo para el beneficio de unas cuantas compañías y corporaciones y de un complejo industrial militar que son ultimadamente los que deciden la política exterior de un país como Estados Unidos. Los miles de millones de dólares que se han ido por el drenaje desde que Richard Nixon inauguró su guerra contra las drogas hubieran podido construir cantidad de escuelas, hospitales, centros de rehabilitación, lo que ustedes quieran. Así como sucedieron las cosas, todo ese dinero en Estados Unidos y en los países en donde se nos impuso esa guerra para lo único que sirvió fue para militarizar a la sociedad; para que el ejército, policía y toda clase de paramilitares que hay por ahí se armaran hasta los dientes, al mismo tiempo que se recorta el presupuesto a educación, salubridad e infraestructura. Para proyectos de beneficio social no hay dinero, pero para armamento e instrumentos de represión el arca sigue estando abierta.
Ese era el objetivo desde el primer momento. Un problema que básicamente es de salud pública se infló fuera de toda proporción y se convirtió en la excusa perfecta para militarizar a la sociedad e imponer políticas de mano dura. Al gobierno de Estados Unidos no le interesa ganar la guerra contra las drogas. Nunca ha tenido la menor intención de ganar esa guerra, lo que sea que “ganar” signifique. El objetivo es que la guerra sea indefinida, que dure eternamente. Lo mismo sucede con su guerra contra el “terrorismo”. Se han lanzado a invadir todos los países que han querido y a eso lo llaman la gran cruzada contra el terrorismo, cuando los verdaderos terroristas son ellos. Y lanzan sus bombas y sus drones y organizan sus golpes de estado y desestabilizan regiones enteras todo en nombre de una guerra contra el terror. Y la idea es que sea un estado de guerra permanente.
Este estado de guerra permanente les trae múltiples beneficios: para empezar es un negocio redondo que de hecho mueve la economía de Estados Unidos. Más de la mitad del presupuesto del gobierno federal de ese país se les va en mantener el aparato militar. Estados Unidos gasta en armamento casi tanto como todos los demás países del mundo en conjunto. Vamos a ver algunos datos rápidamente. El comercio de armas en todo el mundo es un negocio de 60 mil millones de dólares, de los que Estados Unidos controla el 40 por ciento. La mayor parte de este comercio se enfoca en países en vías de desarrollo. Algunos de los países que más gastaron en armamento en los últimos años, como India, Pakistán, Malasia, Argelia, Egipto, Brasil y Vietnam, tienen graves problemas de pobreza en sus propios territorios y no se justifica que se gaste tanto dinero en armamento.
Los principales contratistas de defensa en Estados Unidos son compañías gigantescas que demuestran la razón de ser del estado de guerra perpetua. Una compañía, Lockheed Martin, tiene 140,000 empleados y produce 40 mil millones de dólares anualmente, de los cuales 35 son contratos del gobierno federal de Estados Unidos. Otra compañía, Northrop Grumman, tiene 120,000 empleados y mueve 33 mil millones de dólares anualmente. Una tercera compañía, Boeing, tiene 150,000 empleados y ganancias de miles de millones de dólares.
Cuando hay tanto dinero de por medio, la razón de ser de las guerras es secundaria. Lo importante es que haya guerras. Y si no las hay, se las inventa. Ya nos había hablado de esto George Orwell en su libro 1984.
El estado de guerra permanente es lo que mueve al sistema en esta fase terminal de nuestra civilización industrial, con su necesidad insaciable de toda clase de recursos y la escasez creciente de algunos de esos recursos críticos para el funcionamiento del sistema; con una población en constante aumento y concentraciones insostenibles de poder y de riqueza. Es el sistema que crece todo lo que puede hasta que ya no puede seguir creciendo y termina por consumirse a sí mismo.
La situación geopolítica de nuestro tiempo
Al terminar la guerra fría a principios de los 1990’s Estados Unidos quedó como la única potencia global y quiso aprovechar ese momento para establecer su “nuevo orden mundial”. El concepto de un orden mundial no es necesariamente malo. A estas alturas del partido las grandes problemáticas a las que se enfrenta la humanidad son globales en escala y la única manera de atenderlas es bajo un nuevo paradigma de cooperación entre todos los pueblos y las naciones del mundo.
Lamentablemente Estados Unidos no lo entendió de esa manera y dejó escapar una oportunidad histórica para mostrar un liderazgo que hubiera ido muy lejos para ganarse la buena voluntad de las naciones y la humanidad en conjunto. El nuevo orden mundial que nos propuso no estuvo basado en la equidad, el respeto y la cooperación como tenía que haber sido, si hubieran tenido un poquito más de visión a largo plazo y si hubieran sido capaces de sobreponerse a sus intereses mezquinos y egoístas. Su orden mundial fue el orden del imperio, basado en un modelo económico “neoliberal” desbocado, sin trabas, restricciones ni nada que lo modere, en el que los que dictan las condiciones son poderosas corporaciones trasnacionales insaciables para las que cualquier concepto de soberanía nacional o de justicia social o ambiental es un estorbo en su afán de apropiarse de la riqueza del planeta.
Un orden mundial en el que toda la riqueza se concentra en unas cuantas manos solo puede sostenerse por la fuerza, y quizás por eso están asfixiándose en armas con miles de ojivas nucleares apuntadas a todos lados y un arsenal de bases militares a todo lo largo y ancho del planeta. Para el imperio la guerra es el estado natural. El imperio no puede concebir ni tolerar que haya pueblos y naciones que tienen otra manera de ver y de hacer las cosas. Toda su retórica sobre la libertad, la democracia, los derechos humanos y la responsabilidad de proteger se vuelve cada vez más hueca y lo único que queda es la violencia física y estructural en la que está basado su poder.
A Estados Unidos le duró 25 años el gusto del mundo unipolar. Lo que define la situación geopolítica de nuestro tiempo es que cada vez son más los pueblos y naciones que no están satisfechos con ese estado de las cosas, que se han fastidiado de ser meros comparsas y proveedores de recursos y mano de obra barata y que se han dado cuenta que el liderazgo de Estados Unidos no es ningún liderazgo, y que de hecho es un callejón sin salida que no les deja espacio ni para respirar. Estos pueblos y naciones tienen su orgullo y culturas antiguas con una larga historia, y encuentran que las imposiciones y berrinches del hegemón se tornan cada vez más opresivos y violentos y están buscando la manera de salirse del huacal.
Esto no es fácil y los que lo han intentado han pagado las consecuencias. Sin embargo el surgimiento de un mundo multipolar es inevitable, aunque el imperio en decadencia no lo pueda permitir y esté dispuesto a llevarse al planeta entero por delante con tal de seguir manteniendo su predominio. La premisa básica de la política exterior de Estados Unidos es no permitir que surja ningún otro centro de poder que le haga sombra; son ellos, y nada más ellos, los amos del planeta.
Entonces tenemos una situación bastante delicada en la que hay problemas tremendamente graves que realmente requieren de una manera diferente de pensar y de actuar; la crisis del sistema es estructural y existencial; lo que está en juego es la continuidad del proyecto civilizatorio y la misma habitabilidad del planeta tierra para nuestra especie, pero estos señores están atrapados en su obsesión por un poder que a la mera hora se les va a evaporar de entre las manos y ni siquiera se van a dar cuenta. Están como perros persiguiendo su propia cola, y en el proceso se están llevando al planeta por delante.
Las grandes tendencias de nuestra época
El momento histórico en el que nos tocó vivir se ve definido por varias grandes tendencias. Por un lado hay un movimiento hacia la mayor concentración posible de poder y de riqueza. El poder quiere perpetuarse y la única manera que tiene de conseguirlo es por medio de la acumulación y la concentración hasta el extremo. Éste es un grado avanzado en la decadencia de una civilización, como bien nos lo explicaba Arnold Toynbee en su Estudio de la Historia. Las civilizaciones en crecimiento suelen ser creativas y flexibles y responden efectivamente a los retos de su entorno; de hecho es en la medida en la que responden a esos retos que la civilización puede seguir creciendo. Son los líderes naturales, la minoría creativa, los que se encargan de motivar a los demás para hacer lo que se tiene que hacer, y los demás los siguen naturalmente; la gente reconoce a los líderes y confían en su capacidad de decisión. Hay una cohesión en la sociedad y se trabaja para el bien común.
Por lo general las civilizaciones crecen hasta donde pueden crecer, y en algún momento se les va la chispa; la fuerza creativa así como la capacidad de relacionarse con su entorno se ven cada vez más comprometidos. A medida que los recursos empiezan a escasear la respuesta a los retos que les plantea un mundo cambiante se tornan más disfuncionales y en algún momento se ven rebasados por las circunstancias. Las minorías creativas se convierten en minorías dominantes que se han acostumbrado al poder y los privilegios a los que se aferran por encima de los derechos de los mismos pueblos a los que supuestamente representan, y se vuelven cada vez más voraces e insaciables hasta que terminan devorando todo a su alrededor.
La sociedad desciende a un estado crónico de guerras externas y represión interna al mismo tiempo que se descuidan las problemáticas más graves que afectan a la sociedad en conjunto; estas problemáticas solo pueden seguirse haciendo más urgentes, y al no ser atendidas crecen fuera de toda proporción hasta que todo el castillo de naipes se viene para abajo.
Es lo que estamos viendo en nuestra época. La globalización económica impuesta desde arriba la podemos interpretar como la fase final y más virulenta de un sistema socio económico desbocado, al que se le botó la canica y que se puso a crecer y crecer arrasando con todo hasta que el planeta mismo le quedó chico, y siguió arrasando con todo como si tuviéramos otros diez planetas a nuestra disposición; que no se puede detener y cuya voracidad va en aumento.
En esta fase final los dinosaurios de nuestro tiempo, los grandes predadores, son las mega corporaciones trasnacionales, que mueven más capital que las economías de países enteros, y que decidieron que no pueden permitir ninguna restricción en sus operaciones y promueven sus tratados de “libre comercio” para no tener que preocuparse de leyes laborales, ambientales o de cualquier tipo. Ahora ya van a poder poner demandas multimillonarias cuando no obtengan las ganancias que ellos esperan. Con el TPP que se está negociando actualmente en el mayor de los secretos se le entrega literalmente el país en bandeja de plata a estas corporaciones; este tratado representa la nueva cara del colonialismo con el que nos han saqueado y mantenido sujetos durante los últimos quinientos años, todo ello con el visto bueno de la clase política de nuestro país, que a lo único que aspira al parecer es que le toquen algunas de las migajas que caigan de la mesa.
Nos hemos vendido por completo al poder económico; sin embargo, el futuro que esta tendencia hacia la concentración extrema de poder y de riqueza nos ofrece es un futuro distópico, basado en el control y la represión y cada vez más divorciado de la realidad. Con una crisis ambiental sin precedentes que no se está atendiendo, la búsqueda de soluciones y cursos de acción y adaptación a la nueva realidad va a tener que surgir de otros rumbos.

Élites divorciadas de la realidad
La crisis ambiental y la crisis de civilización van a rebasar por completo la capacidad de las élites para responder efectivamente, obsesionados como están por seguir manteniendo un orden de las cosas que se está cayendo en pedacitos. Esa obsesión por seguir creciendo y acumulando los ha cegado a la realidad. Han creado una realidad alternativa que ya corrió el curso de sus posibilidades y que se enfrenta a los límites muy reales que nos marca la capacidad portativa del planeta tierra.
La respuesta que se le ha dado hasta ahora a la crisis ambiental es ponerle curitas al enfermo de cáncer y tratar los puros síntomas, ignorando las causas fundamentales o cualquier cosa que nos recuerde que quizás las cosas no están marchando muy bien en este único planeta que tenemos. El sistema económico tiene que seguir creciendo, no se puede detener y cada vez necesita más recursos; las industrias extractivas no se dan abasto, y a medida que recursos críticos para el funcionamiento del sistema empiezan a escasear se nota una desesperación creciente en los mercados; el mundo de las altas finanzas es una rueda de la fortuna cada vez más precario e impredecible, y la realidad que empieza a tomar forma es que no hay suficientes recursos para seguir manteniendo esta sociedad de consumo que nos hemos creado.
Mientras tanto, las élite que deciden los destinos del planeta parecen estar paralizados incapaces de tomar ninguna medida efectiva que afecte en lo más mínimo los enormes intereses creados que hay de por medio. Su respuesta hacia la crisis que va a definir a nuestra época ha sido hasta ahora militarizar a la sociedad, armarse hasta los dientes y seguir adelante a toda marcha con su proyecto económico de explotación irracional de los recursos y apropiación de la riqueza. No solo no están aportando ninguna solución viable sino que están agravando considerablemente situaciones que ya son lo suficientemente graves.
En la crisis ambiental y social de nuestra época es la sociedad civil la que ha tomado la iniciativa, la que en todas partes del mundo lucha, cada quien a su manera, por salvar el mundo natural o el rincón del mundo donde les tocó vivir. Es la gente, individuos, comunidades y movimientos, los que se están organizando para salvar lo suyo, el lugar donde viven, antes de que el sistema económico termine por tragárselo todo. Gente que lucha por salvar bosques, hábitats y especies, por detener proyectos mineros, oleoductos o presas, por frenar los avances de la agroindustria y su modelo monopólico de producción de alimentos; los que luchan por regenerar la tierra en vez de consumirla, y también los que luchan por una mayor equidad social. No hay solución a la problemática ambiental que no pase por la justicia social.
Muchos de estos individuos, comunidades y movimientos se enfrentan a estructuras de poder viciadas y viciosas, que se creen con derecho de imponerse y no dudan en utilizar y abusar de su poder para obtener lo que quieren. Cantidad de individuos, comunidades y movimientos han sido agredidos, intimidados y violentados por luchar por sus derechos y ponerse en el camino de los intereses creados. Sin embargo son esas estructuras de poder las que están en el lado equivocado de la historia; a medida que la crisis ambiental va avanzando y se hace cada vez más evidente, la gente va a empezar a despertarse a la idea de que realmente éste es el único planeta que tenemos y que vamos a tener que hacer todo lo posible por salvarlo.
Las élites que no lo comprendan y que sean incapaces de alzarse a la altura de las circunstancias se van a hacer cada vez más irrelevantes hasta que sean completamente rebasados por los eventos. Se van a convertir en un estorbo, y todo ese control que creen tener sobre la humanidad se va a desvanecer hasta el punto que serán incapaces siquiera de controlar sus propias vidas.


La vida quiere vivirse



por David Cañedo Escárcega
La vida es un moho
Fueron varios los factores que hicieron posible que surgiera la vida en este planeta que es nuestro hogar, así como el de todas las demás especies. Toda vida necesita de energía, y la principal fuente de energía es el sol, que nos da luz y calor en la medida necesaria y suficiente. Si estuviéramos un poco más cerca o un poco más lejos del sol, la vida en la tierra se hubiera desarrollado de una manera muy distinta, y a partir de cierto punto quizás no se hubiera desarrollado en lo absoluto. La distancia es la justa para que el agua pueda existir en los tres estados, líquido, sólido y gaseoso; hasta donde sabemos es indispensable el agua líquida para que pueda haber vida.
La otra fuente de energía que hizo posible la vida en el planeta es el calor interno de la tierra. Desde hace 4600 millones de años cuando la tierra se formó junto con el resto del sistema solar, el núcleo irradia continuamente un calor intenso hacia fuera; el interior del planeta actualmente está a una temperatura de entre seis mil y siete mil grados centígrados, pero en los primeros dos o tres mil millones de años la temperatura era mucho mayor; poco a poco se ha ido enfriando y eventualmente se va a terminar de enfriar por completo y se convertirá en una roca fría y muerta como lo es la luna o tantos otros cuerpos celestes que hay por ahí. Este calor interno de la tierra es producido por la desintegración del uranio y otros elementos radiactivos, así como del calor residual de la formación planetaria.
El planeta tierra es una roca que irradia calor hacia el espacio exterior, y el espacio exterior es un lugar muy frío; cuando esto sucede se produce el fenómeno de condensación. Es algo así como cuando estamos en una habitación caliente y hace mucho frío afuera, y las ventanas se empañan. Eso que se empaña es una película muy fina de vapor de agua que en el caso de la tierra se llama atmósfera, y que para el tamaño de la tierra es una capa extremadamente delgada y es la que permite que haya vida en el planeta.
Cuando nos ponemos a ver el tamaño del planeta tierra (casi 6400 kilómetros de radio) y la  porción del planeta donde hay vida (lo que se llama la biosfera) nos damos cuenta que esta capa donde hay vida es minúscula en comparación con el tamaño del planeta. El punto más alto en la superficie terrestre es el Chomolungma, también conocido como Everest, con casi nueve kilómetros de altura sobre el nivel del mar. Los océanos tienen una profundidad promedio de casi cuatro kilómetros, aunque hay depresiones más profundas, como la fosa de las Marianas que llega a once kilómetros de profundidad, y a esa profundidad, donde no llega la menor luz ni calor del sol y donde la presión del agua es enorme, hay formas de vida para nosotros rarísimas que viven del calor de la tierra que emana en fumarolas en el fondo del océano.
Entre el punto más alto y el punto más profundo no hay más de veinte kilómetros de diferencia: esa es la parte del planeta donde hay vida. En realidad, el 99 por ciento de la vida en el planeta se concentra en una franja bastante más angosta. Sobre la superficie terrestre, la capa vegetal que cubre las islas y los continentes es de tan solo unos cuantos metros de espesor. Por lo general hay una capa de tierra negra fértil, el humus, de tan solo unos cuantos centímetros de espesor, y por debajo hay otra capa de barro y arcilla que ya no tiene la misma fertilidad, y a dos o tres metros de profundidad nos topamos con la roca. Las raíces de los arboles pueden extenderse varios metros y supongo que todavía se pueden encontrar bichos y bacterias a 30 o 50 o 100 metros para abajo, y eso es todo.
La tierra es una roca y la vida es un moho que le salió al planeta tierra como el que le sale a los muebles o los libros o la ropa o lo que sea cuando hay mucha humedad. A los objetos les sale un polvito verde que lo levanta uno con el dedo o con un trapo, un polvo muy fino que es materia orgánica; es vida. Eso fue lo que le salió al planeta tierra cuando se dieron las condiciones adecuadas de humedad y flujos de energía. Nosotros somos parte de ese moho.
En el espacio todo se mueve y en el tiempo todo se transforma
Una de las leyes del universo es que todo está en un constante proceso de cambio, en el espacio y en el tiempo. No hay nada que sea estático o que esté en reposo. En el espacio todo se mueve y las leyes que rigen ese movimiento son de una asombrosa simplicidad en su complejidad asombrosa. La música de las esferas. Y en el tiempo todo se transforma. Las condiciones cambian, y son las formas de vida las que se tienen que adaptar a esos cambios. Una vez que surge la vida en algún lado, la vida se aferra; la vida quiere vivirse y el imperativo de la vida es seguir viviendo. La vida puede ser muy resiliente, pero también puede ser extremadamente frágil.
En 3500 millones de años que ha habido vida en nuestro planeta ha habido incontables especies que han pasado por el escenario; durante los primeros tres mil millones de años las formas de vida eran bastante simples y en algún momento se dieron las condiciones para que surgieran las formas de vida más complejas. Durante todo ese proceso la tierra ha estado cambiando continuamente; la tierra es geológicamente activa, y las condiciones cambian todo el tiempo. De un día para el otro es muy poco lo que cambia, o no nos damos cuenta, pero a escala geológica es un constante proceso de cambio y transformación.
Y son las formas de vida las que se adaptan a esos cambios, en un proceso que se llama evolución. Las especies se transforman; se hacen más grandes o más chicas, o más rápidas o más fuertes; cada especie encuentra su nicho y ahí se mantiene hasta donde las condiciones lo permiten. Hay especies perfectamente adaptadas a su medio, y cuando el medio se transforma tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias; las que no lo consiguen se extinguen y quedan fuera del juego.
Esos cambios están sucediendo continuamente a ritmos relativamente lentos aunque a veces se pueden dar cambios muy rápidos en lapsos muy breves de tiempo. Mientras más lento sea el cambio más oportunidad tienen las especies de adaptarse; cuando el cambio es demasiado rápido puede ser devastador para muchas especies que no encuentran la manera de sobrevivir en condiciones adversas. Eso fue lo que sucedió hace 65 millones de años cuando un asteroide de unos 15 kilómetros de diámetro cayó fuera de la costa de lo que actualmente es Yucatán, en lo que se conoce como el cráter de Chicxulub, que desencadenó efectos medioambientales que afectaron a la totalidad del planeta. Los dinosaurios, que habían sido la especie dominante durante 165 millones de años y estaban en la cima de la cadena alimenticia resultaron ser los más vulnerables y finalmente desaparecieron. Las especies más pequeñas fueron las que tuvieron más capacidad de adaptación y sobrevivieron.
Otro ejemplo de cambios demasiado rápidos que no le dan oportunidad a las especies de adaptarse es exactamente lo que está sucediendo ahora con el cambio climático y el impacto de nuestras actividades en el medio ambiente. La transformación que estamos haciendo del planeta tierra está sucediendo demasiado rápido para que muchísimas especies se puedan adaptar. Demasiado rápido estamos hablando de 50 o 100 años que nos puede parecer mucho tiempo pero a escala geológica es un abrir y cerrar de ojos. En los últimos 50 o 60 años ha desaparecido quizás hasta la mitad de la cantidad de vida silvestre tanto en tierra firme como en los océanos; bosques, selvas, pantanales y todo tipo de ecosistemas están desapareciendo o están seriamente degradados y contaminados. Este asalto y alguien diría profanación del mundo natural que estamos llevando a cabo no muestra ninguna señal de frenarse o detenerse; al contrario, se sigue acelerando, y es, repito, demasiado rápido para que el mundo natural se pueda adaptar. Esto va a provocar y está provocando toda una serie de consecuencias que ni siquiera nos podemos alcanzar a imaginar.
Provocando nuestra propia extinción
El cambio climático no es más que un aspecto, o un síntoma, de la problemática ambiental en la que nos encontramos. Y ni siquiera es el más grave.
La dramática pérdida de biodiversidad que está ocurriendo a nuestro alrededor por todos lados tiene el potencial de alterar radicalmente las condiciones de vida en el planeta tierra tal como las conocemos. Es un círculo vicioso, que se retroalimenta a sí mismo: mientras más se altera el medio ambiente, más especies desaparecen, y mientras más especies desaparecen, más se altera el medio ambiente. El proceso empieza lentamente y va agarrando vuelo a medida que se altera el equilibrio homeostático de un ecosistema, y en algún momento se convierte en una avalancha.
Ese es el punto en el que nos encontramos. Acaba de salir un reporte, de tantos que salen últimamente, en la revista Science en que científicos de varias universidades encuentran que el ritmo actual de extinción de especies es por lo menos cien veces mayor que el que sería si no hubiera impactos de actividades humanas como el cambio climático, deforestación y contaminación. Si esta tendencia continúa, “le llevará varios millones de años a la vida para recuperarse, y nuestra propia especie probablemente desaparecería desde muy al principio”. El reporte agrega que no hay duda que estamos entrando en lo que sería el sexto evento de extinción masiva, y el ritmo de extinción ha llegado a niveles sin paralelo desde el último de estos eventos hace 65 millones de años, cuando cayó el asteroide de Chicxulub, y acabó con los grandes reptiles también llamados dinosaurios.
La situación es bastante peor de lo que se pensaba, y está sucediendo a un ritmo mucho más rápido que en anteriores eventos de extinción masiva, que pudieron haberse llevado miles o decenas de miles de años en suceder. En nuestro caso está sucediendo en un lapso de un par de siglos. Básicamente “estamos cortando la rama en la que estamos sentados”, es la conclusión a la que llegan.
Entonces hay una situación que está ocurriendo delante de nuestros ojos, de la que todos nos podemos dar cuenta, aunque preferimos no hacerlo, pero no por eso está dejando de suceder. Sucede aquí en la región donde vivo, donde cantidad de animalitos silvestres que se veían hasta no hace mucho ahora son conspicuos por su ausencia. Las personas mayores nos dicen que cuando eran jóvenes había más vida silvestre por todos lados. En México han desaparecido cantidad de especies, y muchas más están a punto de hacerlo. En cualquier parte del mundo es la misma historia. La paloma migratoria, que era el ave más numerosa de América y probablemente del mundo, que se contaba en miles de millones de ejemplares, la cazaron hasta la extinción. No quedó una sola. Hace 200 años había 60 millones de búfalos, cien años después solo quedaban 500. Hace 100 años había unas 200,000 ballenas en todos los océanos del mundo; ahora solo quedan como 3000. Literalmente estamos vaciando los océanos de vida: los barcos-factoría con sus redes de arrastre que miden kilómetros de largo arrasan con todo lo que encuentran. Y seguimos destruyendo ecosistemas, acabando con bosques y manglares, arrojando nuestros desperdicios por todos lados, contaminando por doquier… ¿qué es lo que nos pasa?
Pero nos creemos los dueños del planeta, ¿no es así?
Ahora bien, no es por sonar alarmista, que suene como suene nadie nos hace el menor caso, pero en un evento de extinción masiva son las especies dominantes, las que están en la cima de la pirámide alimenticia, las que resultan ser más vulnerables y las que tienden a desaparecer más fácilmente, porque dependen de todas las que están abajo. Ya va siendo hora de que nos caiga el veinte de que si nos llevamos a todas esas especies por delante nosotros también nos vamos con ellas.
Un experimento fallido de la naturaleza
Nuestra especie, el homo sapiens, surgió hace unos 200,000 años en el este de África, en lo que actualmente es Etiopia, y viene de una larga línea evolutiva que se pierde en la noche de los tiempos. Se ha estimado que las líneas evolutivas de los seres humanos y de los chimpancés se separaron hace 5 a 7 millones de años. Desde entonces ha habido numerosas especies del género Homo, todas ellas extintas con excepción del Homo sapiens.
Entre las especies Homo que nos precedieron estuvo el habilis que surgió hace 2.5 millones de años y desapareció hace 1.4 millones, con un volumen craneal de 600 cm³; el erectus, con cráneo de 1000 cm³, que surgió hace 2 millones y desapareció hace 300,000 años; el antecessor (800,000 - 350,000 años); el homo heidelbergensis (600,000 - 250,000 años) con capacidad craneal de 1400 cm³, y muchas más. El homo sapiens tiene un volumen craneal de 1700 cm³.
En el pasado, el género Homo fue más diversificado, y siempre había varias especies que coexistían simultáneamente. Nuestros primos, los neandertales, surgieron hace unos 230,000 años y durante la mayor parte de ese tiempo fueron nuestros contemporáneos. Eran muy parecidos a nosotros, con cerebro moderno e inteligentes. Eran expertos cazadores, tenían un lenguaje simple, utilizaban adornos personales y sepultaban a sus muertos. Desde su extinción, hace apenas 24,000 años, y la del Homo floresiensis, hace unos 12 000 años, el Homo sapiens es la única especie conocida del género Homo que aún perdura.
Desde hace 200.000 años los sujetos de la especie Homo sapiens tenían un potencial intelectual equivalente al actual, pero el que se tuviera ese potencial no significa que se utilizara; pasaron milenios para que se activara. Teníamos el cerebro, pero no habíamos aprendido a utilizarlo, y todavía estamos en proceso de aprender.
Todas esas especies que nos precedieron fueron fase terminal. No sabemos cuál es el futuro de nuestra propia especie. No hay nada en la naturaleza, absolutamente nada, que garantice nuestra viabilidad como especie a largo plazo. O mediano. O corto. No hay mandato divino, y cuando las cosas se pongan feas no va a venir nadie a sacarnos de nuestros problemas. Así como van las cosas pareciera que estuviéramos empeñados en demostrar, yo no sé a quién, que somos capaces de provocar nuestra propia extinción.
En algún momento de esa larga noche de los tiempos, al avanzar a lo largo de ese proceso evolutivo, y a medida que nuestra capacidad cerebral se fue haciendo más grande, desarrollamos algo que se llama “inteligencia”, lo que sea que eso signifique. Tenemos la capacidad de pensar, y de pensar que pensamos, lo que se llama pensamiento abstracto. La inteligencia fue un arma evolutiva que le permitió al homo sapiens sobrevivir y que ultimadamente nos ha servido para dos cosas. Nos convirtió en la especie dominante del planeta, porque en este momento somos la especie dominante, o por lo menos eso creemos. Y también nos sirvió para acabar con él. Gracias a la inteligencia nos apropiamos de este mundo, y gracias a la inteligencia lo estamos destruyendo. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, acabando con la diversidad biológica, alterando todos los ecosistemas y hemos roto el equilibrio con el mundo natural.
Es una lástima que esa inteligencia no haya venido acompañada de una mayor visión, porque somos incapaces de pensar a largo plazo. Somos incapaces de ver más allá de nuestros intereses personales e inmediatos. Ni siquiera nos damos cuenta del mundo que le estamos dejando a las generaciones inmediatamente venideras, la de nuestros propios hijos.

A lo mejor resulta que la inteligencia no fue más que un callejón sin salida de la evolución, un experimento fallido de la naturaleza. Lo que se necesitaba no era tanta inteligencia sino una mayor conciencia. Todavía somos muy inmaduros como especie. Es posible que esa conciencia la desarrollemos en algún momento, pero solo después de haber aprendido algunas lecciones que nos esperan a lo largo del camino.

La crisis ambiental de nuestra época


por David Cañedo Escárcega

El signo de los tiempos

El tiempo en el que vivimos se caracteriza por el cambio. La tecnología avanza a un ritmo vertiginoso y muchas de las tecnologías que ahora utilizamos y a las que estamos tan acostumbrados que al parecer ya no podemos vivir sin ellas no existían hace apenas 3 o 4 décadas, cuando pasé yo por la escuela. Este ritmo de cambio no solo no se está frenando sino que parece irse acelerando, y podemos suponer que en otras 3 o 4 décadas más existan nuevas tecnologías que ni siquiera nos podemos imaginar ahora.

Estos cambios sin embargo no vienen sin un precio, y en los últimos 50 o 60 años hemos alterado más el mundo en el que vivimos que en toda la historia previa de la humanidad. El impacto de nuestras actividades individuales y colectivas en el medio ambiente es cada vez mayor; nuestra necesidad insaciable de recursos y la cantidad enorme de desperdicios que genera nuestra sociedad de consumo están llevando al límite la capacidad regenerativa de cada uno y de todos los ecosistemas: estamos acabando con selvas y bosques, contaminando hasta los lugares más apartados, llevando a la extinción a miles de especies, empobreciendo la diversidad biológica de nuestro planeta e incluso nos la hemos arreglado para provocar un cambio climático a escala global, cuyos efectos ya se están empezando a sentir y que podemos suponer serán cada vez más evidentes en las próximas décadas.

Y no hay nada que esté preparando a los jóvenes para algunos de los grandes cambios de los que van a ser testigos en el transcurso de sus vidas. Se sigue actuando como si nuestra sociedad fuera sustentable, y se sigue creyendo que podemos alterar, deteriorar y destruir el medio ambiente del que dependemos por completo sin que eso no nos traiga ninguna consecuencia.

Este proceso de deterioro ambiental es el signo de los tiempos, la característica fundamental del momento histórico que nos tocó vivir. Es también el legado que le estamos dejando a las generaciones futuras, que nos van a recordar y nos van a juzgar por el estado del planeta que les estamos dejando. A ellos realmente no les va a importar mucho si nosotros fuimos capaces de mandar personas a la luna o de crear redes globales de comunicación; lo que les va a importar es que el mundo en el que ellos vivan sea habitable.

La crisis ambiental que está comenzando a percibirse va a definir a nuestra época y es muy posible que termine definiendo nuestras propias vidas y las de nuestros hijos. Esta crisis se presenta en muchos niveles distintos. Es un problema de especie; es un problema social y también es un problema personal, de conciencia personal. Parafraseando a Albert Camus, “no somos culpables de la crisis ambiental, porque la heredamos, pero tampoco somos inocentes, porque la continuamos”; todos somos participantes y corresponsables de la salud del medio ambiente.

Un ritmo exponencial

Un reporte reciente del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) llega a la conclusión de que más de la mitad de los animales salvajes que existían sobre la Tierra hace 40 años han desaparecido, siendo las áreas tropicales de América Latina el principal foco de extinción.  Según el informe, desde 1970 las poblaciones de mamíferos, anfibios, reptiles, aves y peces de todo el planeta han disminuido un 52 por ciento. Las poblaciones de especies de agua dulce son las más afectadas, y se han reducido en un 76 por ciento durante las últimas cuatro décadas, mientras que las especies marinas y terrestres decrecieron un 39 por ciento durante ese mismo período.

Estas cifras son impactantes, grotescas, pero no son realmente sorprendentes. De hecho son perfectamente creíbles y coherentes con la realidad observada. Digo, ésto ha sucedido en el transcurso de nuestras vidas. Yo recuerdo muy bien cómo era la región de Tenango de Doria, en la sierra otomí tepehua, que es donde vivo actualmente, hace unos 30 años. El bosque era bosque, el pueblo no tenía ni la tercera parte de la población que tiene ahora, no había tanta deforestación y se sentía la vida silvestre por todos lados. A mis alumnos de bachillerato les pido que le pregunten a sus padres como era la región cuando ellos eran jóvenes, y todos concuerdan en lo mismo, ha habido un cambio dramático en las últimas 3 o 4 décadas. Este cambio ha sido muy brusco; a fin de cuentas la región se mantuvo aislada del resto del mundo durante siglos, y era muy poco el contacto que había con el mundo exterior, hasta que se pavimentó la carretera a mediados de los ochentas. Una persona que se haya ido del pueblo en aquel entonces y que regrese ahora en seguida se da cuenta de la diferencia. Y así es en todos lados.

¿Hasta dónde creemos que puede seguir este proceso? Nos llevó cuarenta años acabar con la mitad de la vida silvestre del planeta, ¿cuánto tiempo nos va a llevar acabar con la otra mitad? ¿Otros 40 años? Probablemente sea bastante menos, porque este proceso no solo no se está frenando, sino que se está acelerando exponencialmente. La población sigue creciendo, cada vez necesitamos más recursos, y el mundo natural está desapareciendo delante de nuestros ojos. Y ni siquiera nos damos cuenta.

Somos incapaces de comprender la gravedad de la situación en la que nos encontramos. ¿Realmente creemos que podemos acabar con el mundo natural y que no vamos a sufrir las consecuencias? ¿O quizás creemos que la tecnología va a venir a sacarnos de todos nuestros problemas?

La crisis ambiental que define nuestra época y que va a terminar definiendo nuestras vidas la estamos viviendo como en cámara lenta. El tiempo tiene la cualidad de que cuando se ve para adelante parece muy largo, pero cuando se ve para atrás resulta que se fue muy rápido. En nuestras breves vidas puede parecer que 40 o 50 años es mucho tiempo, pero las generaciones futuras, dentro de 200 o 500 años, se van a asombrar de lo rápido que se jugó la partida.

La naturaleza insustentable de nuestra civilización

Ese ritmo exponencial con el que estamos acabando con el mundo natural no puede sostenerse indefinidamente. Estamos acabando con recursos críticos para el sistema más rápidamente que lo que naturalmente se pueden regenerar. Recursos como el agua, los bosques, los bancos de peces, la fertilidad de la tierra, y también recursos como los metales, minerales y el petróleo. Nuestra sociedad industrial es insaciable, pero la tierra tiene límites.
Estamos incurriendo en lo que se conoce como una deuda ecológica. Esto es, estamos consumiendo más recursos de los que naturalmente se producen. Y nuestros desperdicios son mayores de los que naturalmente se pueden asimilar. Estamos arrojando tantos gases a la atmósfera que nos las hemos arreglado para provocar un cambio climático. Estamos arrojando millones de toneladas de desechos industriales a ríos, lagos y mares, como si fueran una inmensa cloaca que está ahí para recibir nuestros desperdicios. Estamos llevando a miles de especies a la extinción, acabando con sus hábitats, deforestando por todos lados, alterando ritmos naturales como el ciclo del agua o del carbono, y ultimadamente rompiendo el equilibrio del mundo natural.

No es un espectáculo muy agradable, cuando lo vemos desde una cierta perspectiva.

Pero si algo nos enseña la historia es que no hay civilización que pueda sobrevivir al deterioro de la base ecológica que la sustenta; el cementerio de la historia está repleto de culturas que se desintegraron o se colapsaron cuando el medio ambiente no pudo seguir absorbiendo el impacto del ser humano sobre su entorno. Es posible que ese sea el destino de nuestra propia civilización. Toda nuestra sociedad industrial moderna está basada en el mito del progreso y el crecimiento económico indefinido, pero en un mundo finito solo es posible seguir creciendo hasta un cierto punto. Es posible que ese punto ya haya sido rebasado. Los científicos nos advierten que estamos viviendo los inicios de una crisis social y ambiental sin precedentes, de largos alcances, y es muy importante que nos demos cuenta que todos nosotros tenemos un papel que jugar en este drama, que tarde o temprano todos vamos a ser afectados y que en algún momento todos y cada uno de nosotros vamos a tener que tomar una posición al respecto.

Lo primero que tenemos que reconocer es la naturaleza insustentable de nuestra civilización. No estamos por encima de las leyes de la historia. Mucho menos estamos por encima de las leyes de la naturaleza.

Esa deuda ecológica la estamos incurriendo por supuesto con nuestros descendientes, que son los que van a sufrir las consecuencias de nuestros excesos. La actitud que tenemos hacia ellos es la de Luis XV: “Après moi, le déluge”. Después de mí, el diluvio. Ya veían venir la tormenta en el horizonte y no hicieron nada para impedirlo, o para suavizar su impacto, atrapados como estaban en la inercia del sistema. Si el pueblo no tenía pan, pues que comieran pasteles, y cuando finalmente llegó el viento del cambio se los llevó a todos por delante, y fueron sus hijos los que pagaron con la cabeza.

Las lecciones del príncipe

En el fondo es un problema de visión.

En su obra El Príncipe, Nicolás Maquiavelo, ese gran observador de la condición humana y la naturaleza del poder, da consejos a su pupilo Lorenzo de Médicis sobre el arte de gobernar, y en algún pasaje dice:

“…porque previniéndolos a tiempo se pueden remediar con facilidad; pero si se espera que progresen, la enfermedad se vuelve incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio su mal es difícil de conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el transcurso del tiempo, se vuelve fácil de conocer, pero difícil de curar. Así pasa en las cosas del Estado: los males que nacen en él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.”

Y esa es exactamente la situación en la que nos encontramos: a medida que la problemática ambiental se hace cada vez más grave, es más la cantidad de gente que se empieza a hacer consciente de que efectivamente hay un problema. Pero se ha dejado pasar demasiado tiempo para empezar a tomar medidas efectivas. A los hombres sagaces que desde hace décadas nos han advertido de la gravedad de la situación no se les hizo el menor caso, y ahora la situación ha crecido hasta el punto de que la sociedad en conjunto empieza a darse cuenta.

Hace más de 40 años a principios de los setentas el llamado Club de Roma en su estudio “Los límites del crecimiento” nos advertía sobre la imposibilidad de seguir creciendo indefinidamente en un mundo finito. Los ignoraron por completo. Ahora ya sabemos que sus modelos matemáticos de hecho se quedaron cortos. 20 años después, en 1992, fue la Cumbre de la Tierra en Rio de Janeiro donde se reunieron los jefes de gobierno de todos los países del mundo y se comprometieron formalmente en reducir las emisiones de carbono en un cinco por ciento para el año 2012, y esto fue ratificado en el Protocolo de Kioto de 1997. Resulta que la fecha llegó y se fue y las emisiones de carbono no solo no se redujeron sino que aumentaron casi al doble.

Y no solo son las emisiones de carbono por supuesto, son todos y cualquiera de los demás recursos críticos para el funcionamiento del sistema. Vivimos en un estado de negación colectiva, atrapados como estamos en la inercia del sistema. El barco está haciendo agua por todos lados, pero todavía seguimos creyendo que podemos continuar creciendo económicamente hasta el infinito.

Pero no por ignorar la situación ésta se va a ir a ningún lado. A estas alturas del predicamento en el que nos encontramos quizás ya no sea posible hablar de soluciones, pero sí es posible hablar de cursos de acción. Los mejores cursos de acción tienen que tener una visión global del problema, para poder implementar las acciones locales más adecuadas. Como dicen, hay que pensar globalmente, y actuar localmente.