lunes, 1 de octubre de 2018

La ciudad como fenómeno



por David Cañedo Escárcega

La civilización es una cosa de la ciudad
La civilización son los estilos de vida que se forjaron en la ciudad, donde la población ya no tuvo que dedicarse a la producción de alimentos y otras labores del campo, sino que encontró toda clase de especializaciones a cual más sofisticadas. Artesanos, comerciantes, sacerdotes, militares, gobernantes, burócratas, administradores, artistas, científicos, educadores, sirvientes, esclavos… cada nueva ocupación que surgía era un nicho en el ecosistema cumpliendo funciones específicas y formando parte de un gran entramado en el que cada rol era importante y el todo era más que la suma de sus partes.
La cantidad de gente que podía vivir en una ciudad era una función directa de la producción local de alimentos o de la que se podía procurar de otros lados de acuerdo a la tecnología de transporte de la época. Durante la mayor parte de los últimos diez mil años desde que empezaron a surgir los primeros asentamientos permanentes de cierto tamaño, la proporción de gente que vivía en el campo y trabajaba la tierra (los campesinos) era abrumadoramente mayor que la que vivía en una ciudad (los ciudadanos); quizás tan solo un diez o quince por ciento de la población total de una región era urbana.
A pesar de esto las ciudades se convirtieron en centros de poder donde se concentraba la riqueza que se generaba y se tomaban decisiones que afectaban la vida de personas que vivían a cientos o miles de kilómetros de distancia. Ahí era adónde iban a parar los impuestos, se promulgaban leyes y decretos, se organizaban guerras, y donde se conformaba el consenso de lo que era posible hacer, creer y comportarse en la sociedad en conjunto. Para desarrollar todo aquello que se llama cultura se necesitaban toda clase de recursos que había que traer de cada vez más lejos, y para la población rural que era la que trabajaba la tierra y finalmente mantenía todo ese aparato, esto podía llegar a ser una carga muy pesaba. Eventualmente había disrupciones en el suministro de los recursos y la vida en las ciudades podía hacerse muy difícil.
Desde el punto de vista ambiental, o del planeta tierra, las ciudades son entes básicamente parasitarios de su entorno. Son las colmenas de los seres gregarios que somos nosotros, y chupan las energías vivas de enormes áreas a su alrededor. Mientras más grande la ciudad, más grande su impacto por supuesto y las monstruosas megalópolis de ahora son como agujeros negros de recursos. Darle de comer a una ciudad de un millón de habitantes no es nada fácil, y de diez o veinte millones menos. La comida tiene que venir de muy lejos y cada producto que se compra en la tienda recorre cientos o miles de kilómetros para llegar ahí. Las regiones donde se producen esos alimentos quedan saturadas de pesticidas y agentes tóxicos y la tierra fértil desaparece.
El agua también se tiene que llevar de muy lejos y ríos enteros son desviados hacia los centros de población. Una ciudad en el desierto como Las Vegas con sus casinos, albercas y campos de golf se acaba prácticamente el agua del río Colorado afectando la región entera por donde solía pasar y tener una presencia. A cantidad de ciudades en todo el mundo ya no les alcanza el agua por más que se apropien de toda la que puedan. La cantidad de energía que una ciudad consume plantea sus propias problemáticas, y hay que construir presas inmensas que a su manera también acaban con su entorno o centrales termoeléctricas que van a seguir produciendo gases hasta que la temperatura global aumente otros varios grados.
A cambio de la cantidad de recursos que una ciudad devora, produce montañas de desperdicios y contaminación de todo tipo. Las megalópolis son las excrecencias del sistema y crecen como tumores por lo que antes era un organismo sano. En 1960 había 111 ciudades con más de un millón de habitantes en todo el mundo; ahora hay más de 500. En 1950 siete ciudades pasaban de cinco millones de habitantes; en 2017 eran 85. En 1975 solo Tokio, Nueva York y la ciudad de México sobrepasaban los diez millones; ahora son 37 áreas metropolitanas las que lo hacen. Cada día 75,000 personas emigran a alguna ciudad y actualmente más de la mitad de la población mundial vive en ciudades que no son ni pueden ser sustentables y cuyos problemas tenderán a exacerbarse en las próximas décadas. La civilización es una cosa de la ciudad; y,  ¿si la ciudad falla?

Ciudades que han fallado
Es fácil echar a volar la imaginación cuando se encuentra uno ante las ruinas de alguna ciudad que en su momento fue importante, con incontables vidas que pasaron por sus calles y que amaron, sufrieron y construyeron todo un entramado de relaciones y pasiones. Esa ciudad surgió, creció y llegó a un punto de máxima complejidad, y así como tuvo su momento se le fue y por alguna razón perdió la cohesión y razón de ser hasta terminar siendo abandonada porque simplemente ya no era posible seguir viviendo ahí. Sucedió con Teotihuacán, que con un cuarto de millón de personas fue la ciudad más grande y poblada de América allá por los siglos 5 y 6 y hasta tiempos muy recientes no fue rebasada en tamaño. Le tiraron demasiado alto; la ciudad creció muy por encima de la capacidad portativa del ecosistema y acabaron con todos los árboles del área. La creciente escasez de recursos provocó una crisis social y política y el asunto terminó en un caos de guerras civiles e invasiones bárbaras. Cuando los aztecas pasaron por el rumbo, 600 años después del drama, quedaron tan impresionados de la arquitectura monumental que la llamaron el lugar donde se reúnen los dioses.
Chang’an, capital de la dinastía T’ang en China, fue la ciudad más grande del mundo del año 600 al 900, con un millón de personas viviendo dentro de las murallas y otro millón extramuros. Mayor que Bagdad o Constantinopla, las otras grandes urbes de su tiempo, la ciudad era una maravilla de planeación urbana, con avenidas anchas que medían kilómetros de largo, palacios, templos, barrios residenciales y populares, parques y mercados donde llegaban las caravanas que venían de todos los rincones de Asia a ofrecer sus mercancías. De todo eso no queda nada. La ciudad fue invadida e incendiada y como la arquitectura tradicional china está hecha en madera no fue mucho lo que quedó.
Angkor, en Cambodia, se extendía cerca de mil kilómetros cuadrados, el centro ceremonial más grande que ha habido, con 750,000 personas en su máxima expansión en el siglo 13. Algo sucedió después, el lugar se hizo inhabitable y terminó siendo tragado por la selva.
Entonces hay una tendencia en estos entes a crecer muy rápido y fuera de toda proporción. Esto no sucedía con todas las ciudades; de hecho a lo largo de la historia la mayor parte de ellas tendía a crecer lentamente y mantener poblaciones estables por largos períodos. Era el destino el que hacía que algunos centros de población adquirieran importancia, y se convertían en emporios comerciales o capitales de imperios. Ocurre un fenómeno curioso en aquellas grandes ciudades que han tendido a colapsarse. El momento de mayor auge y esplendor, cuando la sociedad está llena de energía y creatividad y rebosa de actividad, cuando parece que todo va viento en popa y la bonanza se convierte en lo normal, puede durar un poco más tiempo o un poco menos, hasta que es sacudido por perturbaciones que al parecer nadie había visto venir, o a los que lo hicieron nadie les hizo el menor caso. Hay un máximo nivel de complejidad que cada sociedad puede manejar, que depende por supuesto de los recursos disponibles, y una vez que se pasa por el borde ya no hay marcha atrás. La disolución puede venir muy rápido, en el transcurso de una sola vida, como sucedió con los centros ceremoniales mayas que se vaciaron en unas pocas décadas.
El momento de mayor auge de una sociedad solo se reconoce en perspectiva. La gente que lo vive tiene sus propias preocupaciones y no se pone a pensar mucho en el momento histórico que vive o en causas y consecuencias. Tan solo hace lo que tiene que hacer y se sigue por inercia, y eventos lógicos pero inesperados los toman por completo de sorpresa.
Actualmente vemos el fenómeno de la urbanización masiva; el 60 por ciento de la población mundial vive en ciudades y la proporción va en aumento. Prácticamente no hay ciudad en el planeta que no haya doblado o triplicado su población en los últimos 50 o 100 años, y para algunas el crecimiento ha sido exponencial. Muchas han sido desbordadas en su capacidad de atender servicios básicos y están rodeadas por cinturones de miseria. Extremos de riqueza y de pobreza coexisten precariamente en ambientes cada vez más enrarecidos; es posible suponer que algunos de estos centros urbanos fallaran catastróficamente como ha sucedido en tantas otras ocasiones anteriormente.



La anormalidad de las ciudades
Soy chilango, nacido y criado en la ciudad de México. Cuando era muchacho, en la década de los setentas, la ciudad me parecía inmensa; ya pasaba de los diez millones de habitantes y crecía a un ritmo acelerado. La población de la ciudad se disparó después de la revolución, pasó del millón de habitantes en los 1930’s, de los cinco millones en los sesentas, y no había manera de detenerla. Era como un inmenso imán que jalaba gente de todos lados y avanzaba devorando todo a su paso. Recuerdo rumbos del sur de la ciudad donde iba a pasear en bicicleta; era campo abierto con algunas calles que se empezaban a trazar. Muy rápido se convirtieron en colonias, el tráfico se hizo omnipresente y la realidad se transformó en un abrir y cerrar de ojos. Quién sabe de dónde salía tanta gente, pero con eso de que durante la mayor parte del siglo pasado el consenso social apoyado por la política oficial era tener todos los hijos que dios nos mande, las familias con 6, 8, 10 o más vástagos eran lo normal. Se veía al crecimiento poblacional como parte fundamental del gran proyecto del progreso y desarrollo nacional: teníamos que convertirnos en un país moderno, y todos teníamos que poner de nuestra parte.
La ciudad explotó y se desbordó por doquier. Recuerdo que en los ochentas se pensaba que para principios del milenio rebasaría los treinta millones de habitantes y sería la ciudad más grande del mundo. No estábamos muy seguros de si eso era motivo de orgullo o no, pero para entonces ya era claro que la ciudad era una cloaca. Afortunadamente en algún momento el crecimiento empezó a frenarse y la población se estabilizó alrededor de los 25 millones que tiene ahora.
La mayor parte de los chilangos somos de segunda o tercera generación, y nuestros papás o abuelos provienen de todos los rincones de provincia. Después del terremoto del 85 hubo muchos que decidieron que esa era la señal que necesitaban y decidieron regresar a su terruño. No es fácil escaparse de la ciudad y esa fue la ocasión perfecta.
Y pues por el lado que lo veamos una ciudad de ese tamaño es una anormalidad, una perturbación en el continuo espacio-tiempo. Las megalópolis surgieron el siglo pasado y van a perecer en éste, brevísimas curiosidades históricas de lo que sucede cuando una especie se abalanza sobre fuentes nuevas de energía y las consume de inmediato, en menos tiempo de lo que le lleva darse cuenta que se ha hecho completamente dependiente de esa energía y prepararse para el inevitable momento en que se agote. Las mega ciudades surgieron como hongos después de la lluvia en la era del petróleo barato, pero esos hongos no duran mucho y después de pocos días cuando sale el sol muy rápido se marchitan.
En el escenario de una crisis energética porque la producción de petróleo ya no puede satisfacer a la demanda, las grandes ciudades, como centros neurálgicos y cajas de resonancia donde convergen todas las tendencias, resentirán muy pronto los efectos del trancazo. Hace diez años cuando sucedió el brote de fiebre porcina en Veracruz, que fue muy localizado y rápidamente se contuvo, pero que implicó el cierre de todos los espacios públicos durante un par de semanas, en seguida se sintieron los efectos en la economía. Cuando la disrupción sea mayor y permanente, es difícil imaginarse la complejidad de situaciones que se pueden llegar a presentar. La vida en la ciudad se puede hacer muy difícil y muy rápido, con incrementos en niveles de estrés y violencia, deterioro económico generalizado y brotes de descontento popular.
Esto ya lo saben los amos que dirigen nuestros destinos y se han preparado al respecto. Efectivamente, ya se armaron hasta los dientes y al país lo han convertido en un estado policiaco, con células de granaderos y retenes por todos lados. Ya están contemplando esos disturbios y en lugar de ver la imagen más amplia se aferran a un orden de las cosas que se está cayendo en pedacitos.
Las ciudades tienen un papel que jugar en la etapa de transición hacia una sociedad más evolucionada pero se tendrán que reducir a una escala manejable. Así como están actualmente, esas megalópolis son aberraciones contra natura, disonancias en el flujo, extremadamente ineficientes en el aprovechamiento de recursos otrora abundantes e incapaces de regenerarse.


El abismo de la especie humana
Fue la presión poblacional la que hizo que la gente progresivamente fuera abandonando el estilo de vida nomadico o seminomadico, como habían vivido durante miles y cientos de miles de años desde que surgimos de la noche de los tiempos, e hicieran de sus asentamientos temporales residencias permanentes. La agricultura implicaba un mayor tiempo y esfuerzo para obtener los alimentos que la caza y recolección, pero estos necesitaban mucho más terreno. A medida que el espacio se hizo insuficiente y ya no había suficientes animales para cazar o frutos que recolectar para sostener a una población creciente, se tuvieron que sedentarizar y trabajar la tierra, que a fin de cuentas producía más alimentos por superficie.
Y aquí sucedió que alguien dijo, “¿Saben qué?, a partir de ahora de ahí para acá es mío y nadie puede entrar aquí.” Y los demás se lo creyeron. Es lo mismo que ocurre con cualquier recurso que cuando es abundante es de todos y no es de nadie, pero cuando se hace escaso la gente se lo apropia. Con el espacio físico sucedió lo mismo; para los grupos humanos que durante eones vagaron por el mundo, el concepto de poseer la tierra les resultaría extraño y absurdo: ¿para qué poseer un pedazo de tierra cuando todo el planeta está ahí enfrente a tu disposición? Pero fue cuando el terreno ya no alcanzó para todos que los clanes y tribus se instalaron en los mejores territorios que pudieron encontrar y cada individuo se terminó apropiando de la mejor parcela que pudo conseguir, y así se originó la propiedad privada.
Y surgieron aldeas que eran como clanes grandes en los que la mayoría de la gente se dedicaba a la agricultura o pastoreo, pero había un pequeño porcentaje de la población que no necesitaba dedicarse a la producción de alimentos, y fue así como aparecieron otras actividades y ocurrió lo que se llama la especialización del trabajo. Artesanos (cerámica, cestería, bordados, pieles, metales), curanderos, sacerdotes, comerciantes, administradores… cada uno iba encontrando su nicho y su manera de hacerse indispensable cumpliendo una función útil para los demás. Y también hubo aquellos que aprendieron a vivir de los demás, y se hicieron las castas y clases sociales.
Las primeras ciudades, es decir, aldeas que ya eran lo suficientemente grandes para que no todo mundo se conociera personalmente, surgieron en Oriente Medio hace unos diez mil años. Por el 7000 AC Çatalhöyük en lo que actualmente es Turquía ya pasaba los mil habitantes y mil años después tenía entre 3 y 5 mil. Era la gran urbe de su época. Por el 3000 AC Uruk, en Iraq, tenía 40 mil personas y en el 2100 AC Ur, también en Mesopotamia, rebasaba los cien mil. Toda una megalópolis. También estuvieron Lagash, Menfis, Tebas, Nínive, Haojing y Luoyang, con decenas de miles de habitantes. Babilonia tuvo sus momentos y en la cumbre de su esplendor por el año 600 AC llegó hasta los 200,000. Alejandría superó el medio millón y al principio de la era común Roma fue la primera ciudad en sobrepasar el millón de habitantes.
O sea que se necesitaron siete mil años para pasar de una ciudad de mil a una de un millón. Y pues sí, algo se perdió en el trayecto. Con esas concentraciones de gente que nunca habían ocurrido previamente en los doscientos mil años que hemos existido como especie y los millones en los que evolucionamos como homínidos, nos tuvimos que empezar a comportar de otra manera. Las relaciones e interacción entre la gente se institucionalizaron, la jerarquización nos asignó roles específicos para asumir a perpetuidad, surgieron leyes para regular hasta el último aspecto de nuestras existencias y al parecer también sacrificamos parte de nuestra personalidad y capacidad de pensar por nosotros mismos, tal era la presión por conformarse a la norma. Para que la sociedad pudiera funcionar se elaboraba toda una matrix de condicionamiento que empezaba prácticamente desde la cuna, como una camisa de fuerza en nuestra psique. Se perdió naturalidad y espontaneidad, y vimos de una manera diferente al mundo que nos rodea.
Las ciudades tuvieron esa habilidad de sacar lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Fueron ellas las que permitieron las extremas concentraciones de poder y riqueza que nos han acompañado desde entonces y que con su sed insaciable de recursos hicieron necesaria la guerra, esclavitud y explotación. Como dijera Rousseau, las ciudades son el abismo de la especie humana, y mientras más grandes, más deshumanizadas.


Un estilo de vida que no es normal
La sedentarización y el surgimiento de aldeas y ciudades implicaron un deterioro dramático en la calidad y expectativas de vida del homo sapiens. ¿Cómo podían saber esas personas que concentrándose en esos números surgirían toda clase de enfermedades y virulencias para las que no estaban preparados? Por lo general no se tenía el menor concepto de higiene o salud pública, y la gente arrojaba sus desechos y excrementos libremente, mezclándose con el agua que se bebía e irrigaba sus cultivos. Tifoidea, disentería, salmonelosis y muchas más se propagan por entes microscópicos a los que llamamos bacterias y el agua contaminada es su caldo de cultivo, pero todavía iban a pasar milenios antes de que nos enteráramos.
Otras enfermedades nos las transmitieron los animales que domesticamos, esclavizamos e integramos a nuestras vidas. Fue su manera de desquitarse con nosotros. Vacas, bueyes, cabras, borregos, puercos, gallinas, caballos, mulas, perros, gatos, aves…, a los que les podíamos sacar un provecho ahí los teníamos a nuestro alrededor, en nuestro espacio íntimo. Pero genéticamente no estábamos programados para vivir en esa promiscuidad con otras especies y sus enfermedades endémicas se adaptaron, mutaron y saltaron a los humanos. La gente se empezó a morir de cosas raras que no se conocían previamente y a las que se dieron nombres como viruela, sarampión, lepra, tuberculosis, influenza o difteria, que son infecciosas y desde los inicios de la civilización han cobrado millones de víctimas. Las ciudades eran el medio idóneo de propagación, ya que esas enfermedades requieren de un número mínimo de humanos huéspedes para sobrevivir.
La dieta de las personas también se hizo menos variada. Con la agricultura se empezó a depender de unos pocos granos que al ser almacenados perdían vitaminas y nutrientes, y deficiencias alimenticias como anemia y beriberi que no se conocían entre los cazadores y recolectores de repente llegaron y se instalaron. O sea que por todos lados salimos perdiendo. La transición de la vida nómada al sedentarismo y las grandes concentraciones de población fue a fin de cuentas un proceso contra natura; los primates evolucionaron para vivir en pequeñas bandas y homo sapiens con toda su embarrada de civilización sigue estando sujeto a las leyes naturales.
Una ciudad se puede definir como un ecosistema humano que supera con mucho la capacidad portativa de su medio ambiente local, y donde la concentración de gente es lo suficientemente grande para necesitar la importación de recursos. Esto crea un desequilibrio que no puede sino hacerse progresivamente más grande, a medida que la población de la ciudad crece y esos recursos hay que irlos a buscar cada vez más lejos. Finalmente se abre un abismo físico, sicológico y espiritual entre la ciudad y sus entornos y entre los estilos de vida urbano y rural. La gente de la ciudad por lo general no tiene la menor idea de donde vienen los alimentos y otras necesidades que consume cotidianamente. Vienen de allá afuera, de algún lado, ¿a quién le interesa? Mientras se puedan comprar en el mercado o supermercado qué más da. Habiendo tantas otras ocupaciones, preocupaciones y distracciones en la urbe, uno se desentiende de esas cuestiones.
Cuando hay guerras o catástrofes naturales, sin embargo, la gente descubre con horror que no hay comida en los estantes y en todo el pueblo más que para un par de semanas y después arréglatelas como puedas. Un caso particularmente dramático fue el sitio de Leningrado en la segunda guerra mundial; duró 900 días y 1,200,000 personas perecieron de hambre y frío de una población de tres millones. La gente se comió perros, gatos, ratas y finalmente cadáveres. Había comercio con carne humana.
En esas circunstancias uno hace lo que sea con tal de sobrevivir, pero el caso es que las ciudades son vulnerables por su insustentabilidad inherente. Ese arreglo en el que los recursos de una amplia región son succionados hacia el agujero negro que hay en el centro, degradándose y empobreciéndose en el proceso, no puede durar indefinidamente, y sin embargo desde las primeras ciudades y civilizaciones lo hemos supuesto como lo normal. No lo vemos ni lo cuestionamos pero un estilo de vida que destruye sus propios sistemas vitales de soporte no puede ser normal.


La cuestión determinante
El epitafio de Roma fue sic transit gloria mundis. La ciudad que se creyó el centro del mundo y pensaba que todos los caminos llevaban a ella perdió importancia cuando la capital del imperio se trasladó a Constantinopla por estar más cerca del centro de gravedad de la población, y era inevitable que terminara siendo saqueada y abandonada. Era demasiado el odio que había generado, así como la tentación por apoderarse de sus riquezas. Los pueblos “bárbaros” descendieron sobre ella en varias ocasiones y se dieron el gusto de pasear por la ciudad otrora tan llena de soberbia y prepotencia, ahora vencida e indefensa. Bárbaros era el término genérico en el que se incluía toda esa gente que vivía más allá de las fronteras del imperio y tenía estilos de vida diferentes a los “civilizados”; ya sabemos que estos últimos se sentían bastamente superiores a esos pueblos de afuera y eso les daba derecho de invadirlos, dominarlos y exigirles tributo. Cuando la balanza se inclinó para el otro lado fue Roma la que terminó siendo humillada.
La población de la que hace dos mil años era la ciudad más grande del mundo descendió dramáticamente, y durante varios siglos eso ha de haber parecido un pueblo fantasma. La gente que se quedó por el rumbo tuvo que aprender a vivir de nuevo con lo que se producía en los alrededores: al desaparecer el imperio se acabó la extravagancia de recursos apropiados de por doquier, y cuando esos recursos, incluyendo alimentos, dejaron de llegar la población tuvo que disminuir. Muchos emigraron adonde pudieron, otros murieron de hambre, pero no ha de haber sido bonito.
Lo más dramático en la decadencia de una civilización ha de ser el momento en el que la gente se da cuenta de que ya no puede seguir viviendo de la manera en que se había acostumbrado y que a partir de entonces la vida va a ser más dura y está en juego la propia sobrevivencia. Las cosas se habían ido deteriorando, por supuesto, y ya no era tan fácil ganarse el sustento, pero todavía había esperanza de que la situación mejorara; cuando descubren que la bonanza se fue para no volver es como un balde de agua fría.
Y pues tomando en cuenta que las ciudades por definición son insustentables y dependen de redes de distribución globales sobreextentidas, vulnerables y que pueden desaparecer en un instante; tomando en cuenta asimismo que todo indica que nos acercamos a períodos de turbulencia porque se nos olvidó que hay límites físicos muy reales que no teníamos que sobrepasar: el sistema creció todo lo que pudo y llegó a lo máximo que podía crecer, que es el planeta entero, pero ya se le está acabando el combustible; hay que considerar también que el éxodo masivo del campo a las ciudades que ha caracterizado los últimos cien años se sigue incrementando y por primera vez en el devenir de nuestra especie hay más población urbana que rural, y la abrumadora mayoría de esta gente no tiene ni idea de cómo sembrar una patata; no olvidemos tampoco que el sistema dominante de producción de alimentos, la agricultura, ganadería y pesca industriales, es un callejón sin salida en el que nos hemos metido y vamos a toda marcha a toparnos con un muro: un sistema que acaba con la fertilidad de la tierra y satura el medio ambiente de venenos y pesticidas, que brutaliza nuestra relación con plantas y animales y acaba con la diversidad biológica por su necesidad irrefrenable de más lucro, y que vacía los océanos de vida y en su lugar los deja llenos de plástico, no puede durar indefinidamente.
Y tomando en cuenta todo esto, ya era para que nos empezáramos a hacer la idea de que en algún momento habrá crisis alimentaria porque el petróleo se acabó o porque el cambio climático no sé qué, y las sequías y los mega huracanes y la escasez de agua y por donde sea que nos venga; o porque hay un crack en la bolsa de valores y una crisis financiera que resulta ser terminal; o porque Estados Unidos decidió que no nos puede seguir vendiendo su maíz transgénico subsidiado porque se metió a alguna guerra o ya no le alcanza para alimentar a su propia población, y en México que solo producimos las dos terceras partes del maíz y la mitad de todos los alimentos que consumimos nos quedamos colgados de la brocha.
Hay tantas situaciones que pueden suceder. El sistema se ha vuelto inestable y la cuestión de sustentabilidad y producción local de alimentos se hará determinante.

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