domingo, 7 de octubre de 2018

Diseccionando a homo sapiens




por David Cañedo Escárcega


El sueño de ser dioses

¡Ah, el sueño de ser dioses! Vivir eternamente, por encima de las leyes del mundo natural, creando nuestra propia realidad e imponiendo nuestras reglas. Nos tomamos muy en serio nuestro papel y terminamos creyéndonos el personaje. Sí, definitivamente, somos dioses en la tierra y por eso hemos tomado posesión de ella, y dios allá arriba en el cielo es otro de los nuestros, a nuestra imagen y semejanza. Nos inventamos toda clase de creencias, tradiciones y justificaciones científicas, filosóficas y religiosas que nos colocaban en el centro de la creación: 4,500 millones de años de evolución que han culminado en el momento actual, con homo sapiens como la razón de ser no solo del planeta sino del universo. La especie que piensa que piensa. Los que somos “conscientes” de nuestra existencia y de la realidad, como si las demás especies no lo fueran. Pero nos hemos colocado muy por encima de ellas y les hemos negado agencia propia: los que tenemos derecho a existir somos nosotros y de aquí nos iremos a vivir al cielo o quién sabe dónde, porque hemos vencido nuestra mortalidad.

Esa fue la visión que nos sedujo; nos envolvió por completo y quisimos creer en ella con todas nuestras fuerzas. En el fondo por supuesto lo que nos movía era el terror a la muerte, que es lo que verdaderamente nos diferencía de las demás especies: la conciencia permanente de que algún día dejaremos de ser. Como dijera Carlos Fuentes, el hombre no tiene derecho a la eternidad pero cada uno de sus actos la reclama. Es esa angustia existencial que no hemos podido asimilar la que nos llevó a crecer ilimitadamente arrasando el mundo a nuestro paso y apropiándonos de la totalidad de la vida. Queremos vivir a costa de todo lo demás y se nos hizo muy cómodo olvidarnos de los límites. Nuestra obsesión por crecer es una fuga hacia adelante, huyendo de un vacío espantoso hacia otro más grande, como si la realidad nos persiguiera y tuviéramos pavor de que nos alcance.

Nos reprodujimos como células de cáncer y estamos chupando las energías vivas del sistema entero porque somos incapaces de hacer las paces con nuestra realidad última. Lo irónico del caso es que es ese terror irracional, profundo e inconsciente al no-ser, o al sinsentido del ser, lo que nos ha llevado a provocar un ecocidio que puede significar nuestra propia extinción.

Y surgieron las culturas y se construyeron civilizaciones, y las jerarquías también fueron inevitables. Es la búsqueda de la inmortalidad la que los llevó a adorar faraones y tlatoanis, y el derecho divino de los emperadores y la construcción de pirámides, templos y mausoleos; también la que llevó a glorificar la guerra como el método natural de apropiación de recursos para seguir creciendo.

Llegamos a la época actual y las tendencias solo se han acentuado. Hemos alcanzado el punto en que el planeta entero nos quedó chico. Ahora bien, vivimos en un medio ambiente y todo lo que hacemos en la vida está íntimamente relacionado y completamente dependiente de él. La tierra no es un objeto puesto ahí a nuestra disposición en el que nosotros hayamos llegado a instalarnos nada más porque sí; así es como la hemos tratado, como si fuéramos los dueños y pudiéramos hacer lo que queramos, cuando en el gran orden de las cosas el papel disruptivo que está jugando nuestra especie, una vez que cumpla su cometido, no nos dejará mucho lugar para seguir siendo. Nuestra especie puede ser solo una anomalía que fue útil para lo que haya sido, y la evolución del planeta seguirá su curso.

En este momento histórico que vivimos, en el que el proceso definitorio es la inexorable degradación ambiental que no estamos dispuestos todavía a atender, todos los que vivimos en este maravilloso planeta tenemos la responsabilidad de amarlo y cuidarlo, y ninguna industria, avance tecnológico o servicio que nos facilite la vida vale tanto la pena como para sacrificar el único lugar habitable que jamás llegaremos a tener. Confundimos el desarrollo material con el desarrollo espiritual y a la destrucción ambiental la llamamos “progreso”; sin embargo, en la trayectoria de homo sapiens la única alternativa posible al atolladero en el que nos encontramos es poner al planeta y las especies con las que coexistimos en la escala más alta de nuestros valores. El único futuro viable es reducir drásticamente cualquier tipo de impacto que tengamos en el medio ambiente incluyendo la tasa de natalidad y niveles de consumo, y construir una cultura cuyo principal enfoque sea la regeneración del entorno.


La obsolescencia planeada de homo sapiens

Homo sapiens entonces bien pudo ser un prototipo con una obsolescencia planeada y mecanismos de autodestrucción. Como en la industria en la que los objetos se fabrican para durar un cierto tiempo y después se empiezan a descomponer, así le puede suceder a nuestra especie. Ya sea que creamos que hay un designio detrás de todo o no, es exactamente así como se está jugando. Nos hemos vuelto disfuncionales, y no estamos funcionando en el gran ecosistema del planeta. Nuestra presencia es extremadamente disruptiva y francamente nos hemos convertido en un estorbo. La vida necesita vivirse y no la estamos dejando, y si nuestra función cósmica fue servir de agentes de cambio entre una era geológica y la siguiente, una vez cumplida no habrá más utilidad para nosotros. Como todos esos aparatos electrónicos que no duran más que un par de años y después sale más barato comprar uno nuevo que mandarlo a componer, una vez que nos volvamos obsoletos iremos rápido a dar al basurero de la evolución.

Y todo esto sucedió porque se nos ocurrió que una cultura patriarcal, basada en el culto al poder y con un infinito sentido de apropiación, era lo que nos convenía. La cultura que nos creamos era el reflejo de todas nuestras inseguridades, fobias, terrores y asuntos no resueltos. Éramos demasiado inmaduros como especie, y nos quedó grande el paquete. Eso de pensar se convirtió en una terrible carga y la solución fue embarcarnos en una misión para dominar el mundo. Al no poder aceptar la vida en sus términos nos hicimos crueles y caprichosos y la violencia se convirtió en clave de nuestras relaciones interespecie y con el resto de la creación. Lo importante ya no era ser, sino poseer y acumular. La guerra así como toda clase de mecanismos de explotación y sojuzgamiento se hicieron institucionales. Inventamos el racismo y el clasismo como perfectas excusas sicológicas para justificarnos, y todo lo empezamos a ver en blanco y negro.

Nos salió lo machos, y el machismo se hizo prevalente. Obedecer servilmente al que está arriba y pisotear al que está abajo fue la nueva norma a medida que nos fuimos civilizando.
A lo largo de varios milenios experimentamos con toda clase de formas de gobierno e ideologías políticas y económicas, unas menos peores que otras, y la que se terminó imponiendo fue el sistema vigente que se ha propagado por la totalidad del planeta y es la conclusión lógica de un proceso que al parecer no podía haber terminado de otra manera. Estamos en la fase más virulenta como ya se hace evidente, a pesar de la enorme capacidad que tenemos para no percibir las consecuencias de nuestros actos individuales o colectivos.

El llamado capitalismo surgió en Europa hace tres o cuatro siglos, producto de la fantástica riqueza que empezó a llegar de las Américas. Como por arte de magia les cayó una fortuna que no se habían ganado, basada en la apropiación, imposición y genocidio, y les gustó; una vez que contemplaron las posibilidades decidieron que lo mejor era seguirlo haciendo y se lanzaron alegremente a invadir África, Asia, y donde pudieron poner pie, montándose un esquema perfecto en su simplicidad y eficacia, por el que podían seguir gozando de su situación de privilegio y acaparando la riqueza de todos esos lados.

A este sistema se le llamó capitalismo y a la versión más reciente se le ha dado por llamarla neoliberalismo, que consiste en que el capital se ha concentrado a tal punto que no puede tolerar ninguna restricción a su imperiosa necesidad de seguirse acumulando. Cualquier cosa que tenga que ver con derechos humanos, laborales, ambientales, o con el bien común, se neutraliza y elimina. La economía se ha vuelto un casino en que la consigna es hacerse rico de la noche a la mañana y qué importa lo que pase después. Los gobiernos son agentes del sistema y a la gente se le condiciona desde niños a ser pasivos y fácilmente manipulables.

Este sistema no tiene absolutamente ningún futuro: ya agotó todas sus posibilidades y nos está llevando a múltiples catástrofes. El sistema se ha convertido en una camisa de fuerza que literalmente nos tiene paralizados física y mentalmente; somos incapaces de visualizar ninguna alternativa como si ésta fuera la única realidad posible. Alternativas sobran, pero hay ciertos supuestos básicos en la forma como llevamos nuestros asuntos que tienen que cambiar.


Un tremendo complejo de existir

El proceso por el que nos fuimos civilizando fue una costra que terminó por cubrir nuestra conciencia y nos divorció física, emocional y espiritualmente del flujo de vida a nuestro alrededor. Eso de creernos el centro del universo y pináculo de la creación tuvo toda clase de consecuencias imprevistas que determinaron la evolución de homo sapiens hasta la situación en la que nos encontramos actualmente, en el vórtice de un ecocidio que se nos fue por completo de las manos y ha adquirido vida propia. Hubo algún mecanismo sicológico muy retorcido que nos llevó a perder nuestra humanidad en el proceso, y yo supongo que eso tiene que ver con la sombra junguiana y el abismo de odio, egoísmo, miedo, inseguridad, culpa, vergüenza  e instintos más primitivos que conforman nuestra vida no vivida. El civilizarnos no significó trascender esos instintos sino que simplemente los reprimimos, pero nos salen continuamente hasta por los poros.

Socialmente evolucionamos para vivir en grupos pequeños en los que todo mundo se conocía y se establecían relaciones personales entre cada miembro; a medida que la población aumentó y se concentró en aldeas y ciudades, rápidamente llegamos a un límite de la cantidad de individuos que podemos incorporar a nuestras vidas y el resto se convierte en una abstracción. Nunca hemos abandonado la mentalidad del clan; el problema es que dividimos al mundo entre nosotros y ellos, y proyectamos en el Otro la suma de nuestras frustraciones y resentimientos hacia la vida y le negamos la misma condición de ser humano. El Otro es cualquier persona que no sea como nosotros, que se vea diferente, hable un idioma distinto, no tenga mi cultura o cuyo color de piel no sea el mío.

Es tan fácil deshumanizar a las personas. Negarse a otorgarles el derecho a existir y ser como son; negarles también la capacidad de sufrir, sentir, pensar, opinar, decidir, y más bien en el momento que se hacen un estorbo los destruyo. Se convierten en objetos, como hemos convertido en objeto al resto del mundo orgánico e inorgánico en el que nos tocó vivir: si lo hacemos con todo lo que nos rodea, ¿por qué no lo íbamos a hacer entre nosotros?

Es por eso que desde aquellas primeras civilizaciones nos hicimos muy buenos para el genocidio. Homo sapiens civilitatis no tuvo respeto para otros de su misma especie y por gusto, deporte, placer estético o tan solo para desaburrirse se dedicó a matar a sus congéneres; de paso, apropiándose de sus tierras y bienes. El hombre civilizado necesitaba recursos y mano de obra barata que se podía obtener de donde fuera y los pueblos sojuzgados dejaban de ser humanos. Se les convertía en ganado y se vendían como esclavos, condición que era hereditaria y permanente. Guerra y esclavitud son inherentes al proyecto civilizatorio, y cientos de millones de personas han sufrido extrema violencia porque sus victimarios han sido incapaces de reconocer su humanidad.

La historia está repleta de toda clase de masacres a cual más grotesca. Como las montañas de cabezas que dejaban detrás de sí Gengis Khan, Tamerlán y tantos otros que no conocemos, o las plataformas sostenidas por la gente donde se subía el ejército Asirio aplastando a todos los que había debajo, o las hambrunas provocadas que mataban a millones de personas, como en India durante el Imperio Británico o la Unión Soviética de Stalin; o epidemias esparcidas intencionalmente, como los europeos hicieron en América con sus enfermedades. O los hornos crematorios, Hiroshima, Nagasaki y los misiles intercontinentales, así como los snipers disparándole a la gente o los que maniobran los drones que bombardean las bodas y funerales como si fuera un juego de vídeo. O como Pancho Villa cuando decía “mátenlos y después virigüen”, que es lo mismo que decían por otro lado: “Mátenlos a todos, dios reconocerá a los suyos”. Esto es, con el mayor desprecio hacia la vida ajena.

También es cierto que cuando no hay recursos suficientes para todos la gente se mata más fácilmente y la guerra y genocidio han sido métodos de reducción de población, provocados y manipulados por algunos que se otorgan más derecho de existir que otros, y ciertamente los privilegios a los que ya se acostumbraron no los sueltan. El género humano tiene al parecer un tremendo complejo de existir que nos sale por medio de la violencia, pero al deshumanizar al Otro perdemos nuestra propia humanidad.


La epifanía colectiva en nuestro futuro

A medida que nos fuimos civilizando las ínfulas que nos dimos se nos subieron a la cabeza y terminamos por desarrollar un fenomenal sentido de apropiación: todo se vale con tal de apropiarse. De poseer. A la gente civilizada le gustó el poder, y el culto del poder colectivo se convirtió en el eje definitorio de ese nuevo tipo de sociedad que surgió en las ciudades. Poder es la capacidad de hacer que la gente haga lo que YO considero conveniente que haga, y hay varias razones por las que eso puede suceder así. Una de ellas es porque tengo carisma y la gente acepta mi liderazgo y me sigue voluntariamente. Pero ya sabemos que ese carisma rápido se pierde y por eso se han inventado toda clase de esquemas para mantener a la masa enganchada por inercia. Con una creatividad asombrosa y sin dejar resquicio se elaboró una amplísima gama de sistemas de sometimiento, manipulación, condicionamiento y coerción para que las cosas fueran como fueran y siguieran estando como estaban. Es la masa la que da el poder y mientras más gente más poder.

Entonces ya comenzamos mal desde ahí. Algo se distorsionó en nuestra psique con ese asunto del poder, el control y la deshumanización: como que nos fuimos por la tangente y se tergiversó nuestra escala de valores. En realidad, los faraones no son dioses ni nadie tiene realmente el derecho de consumir por encima de lo que le corresponde, pero ya no lo empezamos a ver así. Las sociedades igualitarias más libres que había previamente a la civilización se estratificaron e hicieron rígidas, con códigos de leyes que regulan hasta el último aspecto de nuestra vida material y decretos divinos que se ocupan del aspecto espiritual. La variedad de dioses que nos hemos inventado también es amplia y de lo más folclórica. Nos hemos dado gusto inventando lo que se nos ha ocurrido y todo con el fin de tener bien controlada a la gente.

Entonces fue toda una camisa de fuerza en la que nos fuimos metiendo de manera inadvertida, o en la medida en la que se advertía se consideraba inevitable. Nos podemos adaptar a lo que sea, incluso a la destrucción de nuestro mundo, con tal de estar cómodos un ratito más.

Es impresionante la facilidad con la que una persona, grupo de personas o sociedades enteras que han sido sojuzgadas, oprimidas, perseguidas y explotadas desde siempre, en el momento que se hacen del poder se convierten a su vez en victimarios de otras personas que no tienen nada que ver con sus antiguos opresores. Es una necesidad de desquitarse con quien se pueda, liberando la rabia, frustración e impotencia acumuladas previamente. Como los traumas de nuestra infancia, cuando fuimos objeto de una situación de violencia o injusticia que no supimos asimilar y que después se nos olvidó pero se quedó ahí debajo de la alfombra, en lo profundo del subconsciente, pateando y removiéndose y buscando cada oportunidad para aflorar a la superficie. Las experiencias de nuestra infancia nos condicionan para toda la vida y de hecho la mayor parte de nuestros miedos, terrores, ansiedades, creencias, prejuicios y posturas, nos los transmitimos de generación en generación, perpetuando el condicionamiento a la cultura de la violencia que nos ha traído al borde del precipicio.

A veces sucede que se deshumaniza a una persona o grupo de personas de los que viven a nuestro alrededor y nos acostumbramos a verlas y tratarlas como si fueran ganado u objetos decorativos que están ahí simplemente en función de nuestras necesidades o caprichos; y también puede ocurrir que espontáneamente por alguna razón de repente descubrimos que no son objetos sino seres humanos como nosotros, y esta epifanía puede ser una verdadera sorpresa e incluso un shock. Los israelíes por ejemplo algún día se darán cuenta de que los palestinos comparten la humanidad y tienen los mismos derechos que ellos, así como los alemanes eventualmente se dieron cuenta que los judíos y gitanos a los que habían mandado a los hornos crematorios también eran humanos que deseaban seguir existiendo.

Llevamos miles de años de matarnos entre nosotros con las más banales justificaciones y para apropiarnos de lo que se pueda, mientras cometemos seppuku colectivo. Nos distraemos con nuestras guerras y tenemos las armas más sofisticadas para destruir mientras la crisis ambiental gana momento. Hay una epifanía colectiva en nuestro futuro, y más vale que nos llegue pronto, porque solo cooperando entre individuos, pueblos y naciones, y con una amplia medida de justicia social, podemos hacer lo mejor de una mala situación.


Los dos baúles

Va a tener que ser que si queremos sobrevivir como especie tendremos que aprender a pensar como especie. La capacidad destructiva que hemos desarrollado en tan poco tiempo es asombrosa y homo sapiens está armado hasta los dientes con un arsenal de armas de todo tipo, incluyendo químicas, biológicas y nucleares, y no ha dudado en utilizarlas cuando se ha presentado la ocasión. Nuestras tecnologías pueden hacer un serio daño en aquello que llamamos biósfera y que es todo lo que nos rodea; tenemos maquinaria pesada con la que realizamos prodigios inimaginables hace 200 o 300 años, y que hubieran parecido sobrenaturales. Un pequeño grupo de personas puede talar un bosque entero en cuestión de horas, y de hecho los bosques están desapareciendo por todos lados. Nos asfixiamos en nuestros propios desperdicios y la gente muere de enfermedades como cáncer o cardiovasculares que se han convertido en parte de nuestros estilos de vida.

Estamos en una situación en la que literalmente estamos acabando con todo porque necesitamos cada vez más recursos, mientras la población se duplica en cuarenta años y la salud de los ecosistemas se desvanece como por arte de magia. No hay rincón del planeta que no esté comprometido, desde los océanos hasta la atmósfera, de los microbios al clima, en todos los niveles y por donde sea que nos fijemos. Al mismo tiempo, estamos atrapados en un paradigma que insiste en que somos el centro de la creación y todo aquí está para nuestro uso y abuso, y en el que lo único que realmente importa es nuestro beneficio inmediato y personal. Nos hemos convencido que este arreglo es el mejor posible y puede durar indefinidamente, y lo llamamos progreso.

Este progreso se apoderó de nuestras vidas y el problema es que ya no lo podemos detener, tan encarrerado que va. Queremos llegar tan lejos como podamos, no más para ver lo que encontramos. La tecnología nos sedujo y nos hizo bajar la guardia; se nos adormeció el instinto de supervivencia y nos dedicamos a destruir el medio ambiente del que dependemos, lo que suele ser un error fatal. Nuestra inteligencia, al parecer, no nos sirvió para entender lo que tantas otras especies saben por instinto: que su vida depende de un entorno sano.

En algún momento tendremos que decidir que a estas alturas nuestra única opción es hacer un frente común y detener el sistema socio económico que nos hemos creado, porque por sí solo no se va a detener hasta que acabe con todo. El capitalismo es una bestia viciosa que se niega a irse, y se aferra hasta con las uñas cuando su tiempo de expiración pasó hace ya un buen rato y empieza a oler a podrido. La lógica del sistema es impecable: simplemente crecer y acumular. No será nada fácil detener este sistema, pero si de todas maneras se está cayendo en pedacitos quizás alcancemos a salvar algo.

¿Cómo se le hace para detener la maquinaria de la guerra? ¿Y si los billones de dólares que se gastan en armamento se utilizaran para otras cosas? Como mitigar el hambre en el mundo y llevar agua potable y salud pública a donde no se tiene; nadie necesita pasar hambre cuando la tercera parte de los alimentos que se producen se desperdician. Sí, estamos hablando de una distribución de la riqueza: es la única manera cómo podemos afrontar el predicamento en el que nos encontramos con un poco de gracia. Tanto la concentración de recursos por un lado como su escasez por otro, son factores determinantes de la crisis ambiental.

Ante la magnitud de los problemas que nos acosan hay varias respuestas posibles. La de la inercia nos lleva al fascismo, sociedades militarizadas y conflictos cada vez más cruentos, con riesgo de guerra mundial y terminal, mientras la riqueza y el poder se siguen concentrando hasta el último momento. Es un sistema patológico. O lo hacemos a un lado y lo mandamos al baúl de la historia, o será la historia la que nos rebase y nos mande al baúl de la extinción. Homo sapiens quizás pueda aprender a vivir de una manera sustentable, pero nos está costando mucho trabajo empezar a decidimos. Nos esperan cambios portentosos, y no es mucho el margen de maniobra que tenemos para poder aún hacer alguna diferencia.


Espejismos de todos los tamaños

Ya decidimos entonces que la humanidad en conjunto estamos actuando de manera bastante irresponsable, por ponerlo suavemente. Somos muy ingenuos y nos tragamos toda clase de cuentos con una facilidad  asombrosa. Como las indulgencias papales que vendía la iglesia de Roma en el siglo dieciséis, en las que cualquier pecado, crimen o desviación se negociaba en cuotas establecidas según lo grave de la falta. La absolución por un asesinato en lugar público se fijaba en 15 libras, o 4 sueldos, y si el asesino daba muerte a dos o más hombres, pagaría como si hubiese asesinado a uno solo, si liquidaba la cuenta el mismo día. Por matar a un hermano, hermana, madre o padre, se pagaban 17 libras o 5 sueldos. Un obispo o alto prelado salía más caro: 131 libras. El eclesiástico que cometiera un pecado carnal, con monjas, primas, sobrinas o ahijadas suyas, o en fin, con cualquiera mujer, sería absuelto con el pago de 67 libras; si el pecado de fornicación era contra natura con niños la cuota subía a 131 libras y si era con bestias a 219.

Y así por el estilo. La gente pagaba lo que fuera y se podía obtener el perdón por los pecados cometidos, o comprarlo anticipadamente para los pecados por cometer, a modo de licencia. Había indulgencias para disminuir diferentes períodos de tiempo del que se pasaría en el purgatorio antes de entrar al cielo, y con el dinero suficiente cualquiera tenía asegurada la salvación eterna. A los fieles les encantaba creer en estas cosas y había un comercio robusto de reliquias y objetos religiosos por las que se solían pagar grandes sumas de dinero. Pedazos de vestimentas y residuos corporales de los santos eran muy solicitados y existían suficientes trozos de la madera de la verdadera cruz donde fue crucificado Cristo como para construir un barco.

Cualquier lidercillo que tenga cierto carisma puede hacerle creer a sus seguidores lo que quiera y nada más porque lo dice él, como si ellos mismos no tuvieran el menor criterio. Por ejemplos no paramos; uno particularmente dramático fue el suicidio colectivo de más de 900 personas en Guyana en 1978, cuando su Mesías Jim Jones decidió que la muerte solo era el tránsito a otro nivel y que aquello no era un suicidio, sino un acto revolucionario.

Entonces tenemos por un lado toda variedad de creencias a cual más absurda, y por el otro a suficiente gente que está dispuesta a creerlas y a seguir como borregos el camino que les marcan. Esa es la tragedia de nuestra especie, la que nos está llevando hacia el abismo, desde que empezamos a congregarnos en súper enjambres diluyendo nuestra individualidad en la masa colectiva.

Cada época se hace sus propios mitos que generaciones posteriores contemplan con curiosidad y asombro de cómo podía la gente suponer que esas cosas fueran ciertas. Como los panteones repletos de dioses de egipcios y babilonios, griegos e hindús, aztecas, mayas y tantos otros; deidades que eran tan parecidas a nosotros y también se la pasaban peleando entre ellos todo el tiempo. Con las primeras civilizaciones surgió la institución de la guerra y hasta la fecha no hemos podido superar el fetichismo que hacemos de las armas. Nuestros dioses actualmente son el dinero, el progreso y la tecnología, a los que otorgamos las mismas cualidades sobrenaturales que en algún momento se daban a las bulas papales. Al Dinero le sacrificamos el planeta entero, el Progreso es el sentido de la sociedad y es imparable, y la Tecnología es la que nos va a sacar de todos nuestros problemas. Por supuesto que esto es puro pensamiento mágico y dentro de mil años a nuestros descendientes (los que queden) les será difícil concebir que nosotros hayamos podido basar nuestras vidas y sellado nuestro destino bajo esas premisas.

La sociedad que nos hemos creado es una inmensa villa Potemkin como esas que se construían en Rusia para que la zarina Catalina se llevara una buena impresión de sus dominios, y que presentaban un aspecto idílico cuando en realidad no era más que la pura fachada de las casas en bastidores desmontables que se volvían a utilizar a lo largo del camino; la zarina regresaba a la corte convencida de que las políticas eran correctas y llevaban bienestar al pueblo mientras la gente se estaba muriendo de hambre.

Pues sí, nos inventamos espejismos de todos los tamaños y lo único que pedimos es que la realidad no intruya y nos eche a perder el momento, tan cómodo que es seguir viviendo en la ilusión.


La violencia en la que nos cocinamos

Hay personas que ven la realidad por detrás del espejo y no se dejan engañar tan fácilmente, y los llamamos profetas y visionarios. Se dan cuenta de cómo está la situación y perciben que la sociedad en la que viven, en la que han nacido y que es la única que conocen no es la totalidad de las cosas, sino que la vida es más amplia y tiene sus propios caminos independientes de los nuestros.

Perciben también que nuestra manera de hacer las cosas quizás no sea la más apropiada y hay cambios que definitivamente valdría la pena implementar antes de que la realidad nos los imponga, y eso se lo tratan de comunicar al resto de la gente, que por lo general no va a entender muy bien de lo que les hablan y no verá la necesidad de modificar sus maneras y estilos de vida nada más porque algún fulano se los dice. La masa lo va a ignorar pero habrá algunos que presten atención a sus palabras y se conviertan en sus seguidores o sus detractores. Si su voz tiene eco y muchos lo empiezan a escuchar inevitablemente chocará con intereses creados, ya que la sociedad está estructurada alrededor de intereses que se fueron formando quién sabe cómo pero de repente están ahí y ya no los quitas; tienen tendencias a eternizarse y se defienden hasta con las uñas haciendo lo que se tenga que hacer para mantenerse.

Por eso a muchos visionarios y activistas les va como en feria; en la medida en que el sistema los perciba como una amenaza se va a mover para neutralizarlos. A Martin Luther King lo mataron en 1968 por andarle diciendo sus verdades al Poder, que ya estaba fastidiado que este señor existiera. Un negro diciéndole a los blancos que las enfermedades de la pobreza, racismo y militarismo, eran formas de violencia que existían en un círculo vicioso y de cómo el gobierno de Estados Unidos era el mayor proveedor de violencia en el mundo. “No es suficiente con tan solo hablar sobre la guerra y la paz; la opción ya no es entre la violencia y la no-violencia, sino entre la no-violencia y la no-existencia.” Esto lo dijo en un sermón la noche antes de su muerte.

Ha pasado medio siglo y la espiral de la violencia se ha acelerado. La economía global depende de un estado permanente de guerra y el aparato militar mueve billones de dólares. La lucha por mercados y recursos se intensifica; poderosas corporaciones desesperadas por crecer perpetuamente avanzan arrasando todo a su paso creando conflictos y tremendas desigualdades sociales a medida que la riqueza se concentra al punto de ruptura. Al mismo tiempo la población se multiplica exponencialmente y buena parte de ella se ha visto afectada por la patología del consumismo, en la que cada quien pone de su parte para que el sistema depredador siga avanzando.

La guerra es un excelente negocio y genera enormes beneficios para los que saben encontrarle el modo, y por eso si no las hay se inventan. Aquí se aprovechan de la belicosidad natural de la gente y de lo fácil que es convencerlos de que les conviene irse a matar o morir para defender los intereses de otros. Cada pequeña o grande guerra que hay por ahí produce millones de muertos, refugiados y otros daños colaterales y estos niveles de violencia de alguna manera se ven ya como lo normal. Sale en las noticias pero entre tantas otras preocupaciones no prestamos demasiada atención. Todo mundo que puede se arma hasta los dientes y tenemos la tecnología para provocar un invierno nuclear alterando dramáticamente las condiciones de vida en la totalidad del planeta. Y por si fuera poco tenemos también un cambio climático y una crisis ambiental a la vuelta de la esquina.

Por donde le veamos la situación es preocupante. La opción entre la no-violencia y la no-existencia de la que nos hablaba Luther King se ha hecho solo más urgente y puede ser que hayamos atravesado el Rubicón y la suerte esté echada. Le bajamos a esa violencia en la que nos estamos cocinando o nos espera un futuro muy no de nuestro agrado. A estas alturas la única manera de evitar un suicidio colectivo por sobredosis de violencia es eliminando por completo el factor lucro en nuestras relaciones interespecie, por utópico que suene.


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