lunes, 8 de octubre de 2018

Soñando la tecnología



por David Cañedo Escárcega

La civilización tecnológica en todo su esplendor

Al parecer no estamos muy bien programados para los cambios rápidos. Más vale malo conocido que bueno por conocer es la norma de nuestro comportamiento y nos aferramos a creencias y actitudes, acostumbrándonos a cualquier situación con tal que las cosas sigan igual que antes. Pero la vida fluye y el mundo se transforma de todas maneras, y cuando nos damos cuenta el panorama es distinto. Reconocer y aceptar las nuevas condiciones nos puede costar un poco de trabajo porque tenemos que salir de un molde antes que hayamos creado el siguiente, al que también en su momento nos vamos a aferrar. Si los cambios son de magnitud y bruscos, desbordando nuestra capacidad de adaptación, se genera mucho stress, y niveles de violencia que se habían mantenido adormecidos y latentes de repente se despiertan. Como ya sabemos la violencia tiene esa propiedad de ser mimética y muy fácilmente se propaga por estratos de una sociedad. Ya sabemos también que la violencia puede ser física o estructural, visible e invisible, y es la piedra angular en la que se basa toda esa estructura que llamamos civilización.

Hace doscientos años nos embarcamos en nuestra gran aventura de los combustibles fósiles y nadie podía imaginarse los derroteros por los que fuimos avanzando. Esa fuente inagotable de energía cambió por completo la ecuación y se introdujo hasta en el último resquicio de nuestras vidas. Nos hicimos completamente dependientes de ella y nos abandonamos con gusto en la abundancia que se materializó. A medida que le encontramos toda clase de usos el rumbo por el que íbamos dio un giro de muchos grados y nuestra misma cosmogonía (la interpretación que hacemos de la realidad), así como la manera de relacionarnos con el mundo y nuestros estilos de vida, fueron alterados irremediablemente, para bien o para mal.

Antes de que nos diéramos cuenta la tecnología había explotado a nuestro alrededor y se hizo omnipresente. En muy poco tiempo nos transformamos en una civilización tecnológica, como esas que soñamos que quizás haya en algún otro rincón del universo y con la que nos podríamos comunicar (y por eso mandamos sondas al espacio con mensajes en muchos idiomas pensando que nos van a entender). Nos dejamos seducir por el canto de las sirenas y no nos vamos a detener hasta averiguar qué es lo que hay del otro lado.

Esta civilización tecnológica aconteció muy rápido después de un largo período de gestación que lo podemos medir en miles, cientos de miles o millones de años de evolución hasta el punto en el que estamos. Como un capullo al hacerse flor o la metamorfosis de una oruga en mariposa ahí apareció en todo su esplendor antes de que pudiéramos decir “¿pero qué fue lo que pasó aquí?”. La tecnología llegó y se instaló; se apropió de todo el espacio y se hizo presencia permanente. El ritmo en el que esto sucedió se fue acelerando hasta convertirse en avalancha, y en los últimos 15 o 20 años terminó de rodearnos por todos lados y tomar el control de nuestras vidas. Nunca opusimos demasiada resistencia y nos creímos lo que básicamente es un espejismo en el desierto.

Es impresionante el grado en el que nos hemos enganchado a la matrix. Estamos clavados por horas a nuestras pantallas y no podemos imaginar vivir sin nuestros celulares y computadoras. La gente joven que no conoce otra realidad es particularmente vulnerable. Esto lo veo con mis alumnos de bachillerato, cuya adicción al celular es más prevalente cada año que pasa, y es un asunto que se tiene que tratar en reuniones académicas. Hace 30 o 40 años los niños todavía jugaban con baleros y canicas; ahora todos tienen un celular en la mano y la vida social se hace en línea.

Nos hemos convertido entonces en el instrumento de nuestros instrumentos: la tecnología tenía que haber sido nuestra sierva pero terminó siendo nuestra dueña. El efecto que esto provoca en nuestra psique es monumental y de largas consecuencias, y ni siquiera hemos comenzado a asimilarlas. El cambio ha sido demasiado rápido y genera estrés y tensiones que de mil maneras salen a la superficie. En algún momento nos espera un reajuste: nos hemos desfasado de la realidad y caminamos con un pie al aire. El momento histórico que nos tocó vivir es el de mayor auge de esa rareza en el universo que es una civilización tecnológica y que no puede durar mucho: la flor en todo su esplendor muy rápido se marchita.


El estrés postraumático que nos espera

La civilización tecnológica tiene el imperativo de seguir creciendo y avanzando, y una buena parte de la humanidad hemos caído firmemente bajo su embrujo. El poder aplicado de la ciencia nos tiene hipnotizados, y con cada nuevo aparato electrónico que incorporamos a nuestras vidas nos integramos al gran proyecto por el que homo sapiens se convirtió en el dueño de la creación. Cada vez que utilizamos una licuadora o prendemos la luz de la sala, andamos en una motoneta o volamos en un avión, descargamos música en el celular o vemos la televisión, o tantas otras maneras en las que la tecnología se manifiesta en nuestras vidas, participamos en el mismo proceso que ha mandado sondas al espacio exterior, puesto hombres en la luna y creado una red de telecomunicaciones satelitales que nos permite comunicarnos instantáneamente desde cualesquier puntos del planeta. También hemos penetrado en los resquicios del átomo y liberado su energía, quedándonos pasmados de nuestra inteligencia. No hay límites ni fronteras a nuestra curiosidad, creatividad y búsqueda de conocimiento, y actualmente estamos como niños con juguete nuevo explorando las posibilidades de manipular el genoma modificando la vida a nuestro antojo. También somos capaces de alterar el clima regional y global con geo ingeniería y hemos mostrado una gloriosa inventiva en el desarrollo de armas y herramientas de lo más sofisticadas para destruir y matar.

El talón de Aquiles de toda civilización tecnológica en cualquier punto del universo donde surja, es la enorme cantidad de recursos necesarios para mantener ese aparato. Tarde o temprano la abundancia se acaba, y si no hay suficientes recursos a la mano habrá que irlos a buscar a otro planeta. En las novelas de ciencia ficción se nos habla de civilizaciones intergalácticas que descubrieron la manera de recorrer las enormes distancias del universo en tiempos razonables, pero eso no va a suceder con nosotros. La crisis ya la tenemos encima y tanto la cuestión de los recursos como la de los desperdicios que se generan (lo que se llama contaminación), así como la belicosidad que mostramos tan fácilmente para resolver nuestras diferencias de opinión, hacen inminente e inevitable la pérdida del ímpetu que llevamos y una fractura en el espejismo de poder que creímos tener sobre nuestro destino.

Hay situaciones límite que por lo general nos toman por sorpresa y bruscamente nos sacan de nuestras zonas de confort: la realidad se quita el velo y se muestra cruda y descarnada a nuestros ojos. Algo sucede que nos remueve el tapete. Esto puede ser un accidente, catástrofe natural o alguna situación de violencia en la que se vea uno envuelto. Dependiendo de las circunstancias y de la manera como procesemos lo que sucedió, el evento será más o menos traumático. Algunos de ellos nos pueden dejar cicatrices de por vida. Individuos, comunidades o sociedades enteras pueden verse rebasados en su capacidad de asimilar el shock y sufrimiento causado por la pérdida de estabilidad en sus vidas y caer en un estado de depresión crónico conocido como trastorno de estrés postraumático, que es como una niebla oscura que se apodera del espíritu y nos impide conectarnos con la realidad a nuestro alrededor. Nos la pasamos rumiando sobre lo que pudo haber sido y no fue y sintiéndonos miserables y ajenos mientras la vida nos pasa de largo: la existencia se hace un absurdo y no podemos encontrar algo que le dé un sentido.

Algunas personas consiguen sublimar este estado y acceder a niveles de conciencia más profundos, pero muchos otros se quedan tirados en la cuneta y a algunos los puede llevar a la locura o al suicidio. Es importante recalcar que un mismo evento dramático puede producir respuestas muy diferentes en cada persona y no todo mundo será traumatizado de la misma manera. Hay eventos que se pueden anticipar y permiten prepararse sicológica y emocionalmente para aminorar su impacto.

El asunto es que hay una crisis en nuestro futuro, a medida que la civilización tecnológica empieza a tambalearse y llega al límite de sus posibilidades, ahogándose en sus propios desperdicios y produciendo toda clase de conflictos y violencia. Estamos tan dependientes de la tecnología que cuando falle nos vamos a quedar paralizados de terror de tener que aprender a vivir de nuevo sin ella. Este trauma colectivo nos acompañará durante generaciones y muy lentamente lo iremos depurando hasta que construyamos otra sociedad basada en premisas muy distintas.


Una falla catastrófica del sistema

Con respecto a la civilización tecnológica que nos hemos creado hay varios problemas estructurales que nunca pudimos resolver y no es que nos hayamos preocupado demasiado por hacerlo; más bien preferimos ignorarlos y pretender que todo iba viento en popa incluso cuando empezó a soplar en nuestra contra. La injusta repartición de la riqueza que es la característica sobresaliente de las sociedades jerarquizadas solo se exacerbó con el advenimiento de la tecnología, que confiere un gran poder al que la controla. Se dice que la tecnología es neutra y que puede usarse para el bien o para el mal; en realidad desde el primer momento se utilizó como un instrumento del poder. La ciencia aplicada no es inocente, y aunque seguramente ha habido investigadores y científicos movidos por un auténtico afán de expandir el conocimiento que tenemos de la realidad, y quizás también hasta por altruismo y amor a la humanidad, a la hora de la hora, cuando se trata de llevar esos conocimientos a la práctica, son los intereses y la lógica del poder los que toman las riendas y deciden el curso de acción.

Entonces vemos como cualquier tecnología que tenga que ver con el arte de la guerra y la capacidad de matar a más gente eficientemente, va a tener prioridad sobre otras que no tengan esos objetivos. Se gastan miles de millones de dólares en desarrollar las armas más sofisticadas, como bombas nucleares compactas y misiles intercontinentales que pueden viajar miles de kilómetros y caer en el punto deseado con un margen de error de dos o tres metros; hemos inventado balas expansivas y minas fragmentarias, y recientemente descubrimos que los drones son un juguete de lo más divertido para mandarlos a acabar con bodas y funerales en Yemen o en Afganistán. Tecnologías como el sonar, el radar, Internet o el sistema de posicionamiento global se originaron en el ejército y después pasaron a la sociedad civil.

La tecnología se mueve en un medio que se llama capitalismo y las grandes corporaciones monopolizan el mercado, y ya sabemos que el único criterio que los anima es la ganancia máxima e inmediata para sus accionistas. Ese es el pathos que determina el rumbo por donde vamos.

En las últimas pocas décadas, a medida que la civilización tecnológica se manifestó en toda su magnificencia, la concentración de la riqueza ha llegado también a niveles grotescos, en los que un puñado de personas posee más que la masa de la humanidad en conjunto. Esta situación no es casual sino que es parte intrínseca del sistema. Las cosas están hechas para que sean de esa manera: desde la lógica del poder todo está funcionando a la perfección. Mil millones de personas pueden estar sufriendo de hambre crónica, y también son millones los desplazados por las guerras y sequías provocadas por el cambio climático, pero ¿a quién le importan? Son invisibles y no entran en el análisis de costos.

En realidad, los beneficios de la sociedad tecnológica tenían que haber salpicado parejo, o más equitativamente, y el hecho de que no sea así es nada menos que una falla catastrófica del sistema, que finalmente llevará a todo el castillo de naipes para abajo. De por sí el impacto de nuestras actividades en el medio ambiente hace ya un buen rato que se nos fue por completo de las manos, para que todavía hagamos de una mala situación algo mucho peor de lo que tenía que haber sido. Son los extremos de riqueza y de pobreza los principales agentes de degradación del medio ambiente: por una parte está el consumismo desbocado e irrefrenable de clases pudientes, con un apetito insaciable por todo tipo de recursos y productos terminados, y por otro la necesidad de sobrevivir de la gente en el otro extremo, la que se está muriendo de hambre, y por eso se talan bosques y se acaba con la biodiversidad.

¿Será el destino de toda civilización tecnológica acabar en un maelstrom de caos y violencia porque nunca aprendieron a vivir cooperando y compartiendo? El momento histórico que vivimos, con el auge y esplendor de la tecnología, es una rareza excepcional; diríamos: una singularidad cósmica. No puede durar indefinidamente, y cuando se vea en perspectiva quizás la conclusión a la que lleguen es que los buenos tiempos nunca fueron tan buenos como se pensaban y que el precio que tuvimos que pagar por el sueño de la tecnología fue demasiado alto.


Nuestra mayor vulnerabilidad

Y pues sí, la tecnología nos facilitó enormemente la vida. Todo empezó con el carbón y los telares y máquinas de vapor, y siguieron los ferrocarriles y el telégrafo, con los que aniquilamos la distancia. Parecía cosa de magia el poder mandar mensajes en cuestión de segundos de un extremo al otro del continente por medio de los hilos de hierro que llevan nuestra voz. Apenas estábamos comenzando; después vino el petróleo y la electricidad, y la noche se hizo de día. Por fin pudimos trascender los ritmos circadianos y decidimos que era bueno vivir sin depender demasiado de los ciclos naturales.

Vino el automóvil y nos gustó el hecho de poder transportarnos a cualquier parte del mundo sin cansarnos y sin mayor molestia. Eso de ir a pie, en mula, caballo o en carreta se volvió passé. Nos asombramos cuando vencimos a la gravedad y empezamos a movernos en el cielo y lo que antes nos llevaba meses de viaje ahora lo hacíamos en cuestión de horas. Las cosas se ven tan diferentes desde allá arriba, y una vez que aprendimos a volar de lo primero que hicimos fue utilizar a los aviones para echar bombas hacia abajo. Una vez que el Progreso echó a andar ya nadie lo detuvo y la humanidad se quedó pasmada el 20 de julio de 1969 cuando llegamos a la luna; durante días y semanas no se hablaba de otra cosa. Era una barrera tras otra la que estábamos franqueando, en todos los campos y aspectos del conocimiento. Vencimos enfermedades, manipulamos genes y moldeamos la realidad a nuestras necesidades, gustos y caprichos.

En algún momento se rompió la presa y la ciencia aplicada a la creación de objetos de consumo masivo se desbordó de cualquier cauce. De repente nos vimos inundados por toda clase de artefactos que hacían las cosas más maravillosas, como lavarnos la ropa o mantener refrigerada la comida evitando que se eche a perder. También hay aparatos para calentar, licuar, moler, batir o lo que se quiera hacer con los alimentos, y podemos barrer con la aspiradora y planchar la ropa escuchando la música que se nos antoje, y por supuesto radio y televisión se volvieron parte imprescindible en el paisaje.

Esta irrupción de la tecnología en nuestras vidas sucedió por los años cincuenta en las zonas desarrolladas del planeta y de ahí se irradió al resto del mundo. Los ingenieros sociales son muy efectivos, y aunque hemos sido manipulados en masa desde siempre, o por lo menos desde que nos empezamos a concentrar en grandes grupos, con cada nuevo avance o producto que sale al mercado han encontrado la manera de tenernos completamente bajo su control. Hacen con nosotros lo que quieren, y nos convirtieron en una humanidad de zombis cuyo único objetivo en la vida al parecer es consumir y consumir y seguir consumiendo, y se creó de la nada eso que llamamos la sociedad de consumo, en la que cualquier fulano está desesperado por ganar lo más que pueda, algunos tan solo para sobrevivir y otros, en la medida en que se beneficien del sistema, para ir a gastar hasta donde el dinero les alcance. Nos agarró una fiebre, o quizás una analogía más correcta es que nos convertimos en una plaga de langostas, y nos fuimos al último rincón de la biósfera a obtener la cantidad ilimitada de recursos que necesitamos para mantener nuestra adicción.

Queremos tener lo más nuevo y el aparatito que haga las más gracias y de cuarenta años para acá, a partir de la llamada revolución digital, computadoras y telecomunicaciones tomaron por asalto el escenario y la acción cobró momento y se fue disparada. Los cambios se suceden tan rápido que hemos perdido la capacidad de asombro; estamos como cuando uno entra por primera vez a un casino en las Vegas y va caminando fascinado por los pasillos agobiado de sobreexposición sensorial. Así estamos, embobados con el poder que tenemos a nuestro alcance con instrumentos que caben en nuestros bolsillos y que nos permiten comunicarnos instantáneamente y vernos y escucharnos como si estuviéramos cara a cara, a pesar de estar separados por miles de millas, como lo predijera Nicola Tesla hace casi un siglo.

Ciertamente todavía hay camino por recorrer a medida que nos adentramos en ingeniería genética e inteligencia artificial, así como cantidad de gadgets novedosos que se incrustarán en nuestro entorno, pero la completa y total dependencia física y sicológica que tiene la  sociedad moderna en la tecnología puede resultar ser nuestra mayor vulnerabilidad.


El intruso en nuestra sala

Es tanta la fe que tenemos de que la tecnología nos va a sacar de todos nuestros problemas que estamos dispuestos a jugarnos el futuro, cada vez más cercano, y seguir gozando mientras se pueda de los grandes privilegios que nos otorgó la diosa fortuna. Esa energía que nos encontramos enterrada la hemos utilizado pródigamente, y nuestra única preocupación ha sido gastarla lo más rápido posible encontrándole los usos más insospechados. Nos vamos a morir de una sobredosis de energía, pero mientras tanto es como si tuviéramos un ejército de esclavos a nuestra disposición haciendo todas esas labores que antes nos costaban trabajo y ahorrándonos tanto tiempo y esfuerzo. El simple hecho de tener electricidad en nuestras casas y vehículos automotores ahí afuera nos ha dado un nivel de vida impensable hace pocos siglos. Nunca tantos habían vivido tan bien como ahora. Por supuesto hay pobreza y mucha gente sufre para mantener los estilos de vida de otros; aun así hay un buen segmento de humanidad que conforma las llamadas clases medias que en mayor o menor grado vive mejor que reyes y faraones del pasado y de hecho que de la abrumadora mayoría de personas que han existido hasta la fecha. Se calcula que ha habido unos 108,000 millones de ejemplares de homo sapiens desde que surgió la versión “moderna” hace 50,000 años, y el 99 punto algo por ciento de ellos tuvieron vidas mucho más modestas y frugales que las que llevamos actualmente.

Eso fue la magia de la ciencia aplicada con cantidades inagotables de energía, y una vez que vimos las posibilidades nos dejamos enganchar y perdimos el sentido de la realidad. Ahora bien, ¿será inevitable que la tecnología se termine usando para manipularnos y tenernos bajo control? Digo, ¿lo mismo sucederá con toda civilización tecnológica que haya en cualquier otro rincón del universo? Porque eso es lo que ha sucedido aquí en el planeta tierra, y la tecnología ha servido para darle un enorme poder a un pequeñísimo grupo de personas sobre el resto de la población. Desde que nacemos hasta que morimos nos tienen completamente lavados del coco y nos hacen creer lo que se les antoja; los métodos de adoctrinamiento y conformación solo se han hecho más efectivos con cada nuevo desarrollo en los medios de transmitir información.

Con la incorporación de la radio y televisión en nuestras vidas más bien fuimos nosotros los que nos incorporamos a la matrix, y nos podíamos pasar horas en las salas de nuestras casas embobados tragándonos todo lo que nos sorrajaban en la caja idiota. Cientos de millones de personas se hicieron adictas a la visión trivializada de la existencia que nos ofrecía este nuevo medio de comunicación que llegó y se instaló, y lo único que se requería para abandonarse a sus placeres era dejar cualquier espíritu crítico en el fondo del armario e integrarse al consenso manufacturado que nos ofrecían. La televisión se convirtió en nuestra principal distracción y compañero inseparable, absorbiendo nuestro tiempo libre y convirtiéndose en eje de la vida social y familiar. ¿Cuántos niños no llegaban a su casa de la escuela y lo primero que hacían era prender la televisión? Las señoras veían todas las telenovelas y se sabían hasta el último detalle de la producción; la convivencia familiar era ver juntos el mismo programa, y no es que tenga nada de malo pero algo se fue perdiendo en el trayecto y no nos dimos cuenta.

El hecho de incorporar a un completo extraño en nuestra cotidianeidad de una manera tan preponderante implicó una revolución en la manera como percibimos la realidad y nos comunicamos. La televisión se convirtió en un mediador entre nosotros y el mundo pero nunca fue un mediador inocente o imparcial. Desde el primer momento se supo el potencial que tenía para influir en nuestras opiniones, gustos y decisiones y el arte de la manipulación se manifestó en toda su gama de posibilidades. Con la publicidad y mercadotecnia nos hacen creer que cosas que hace cinco minutos no sabíamos que existían ahora ya no podemos vivir sin ellas, y la propaganda abierta o subliminal permea hasta el último resquicio.

No por nada a los medios de comunicación se les llama el cuarto poder. Ejercen una influencia inusitada y los consorcios que monopolizan el discurso son parte fundamental de los vericuetos del poder. Su alcance es total, pero hay fisuras en el sistema y hay un momento en el que ya no puede seguir creando su propia realidad, o más bien que la realidad que crea ya no convence a nadie. Se rompió el hechizo.


Sumergidos en la realidad virtual

Las calculadoras portátiles empezaron a hacerse accesibles al público a mediados de la década de los mil novecientos setentas. Iba yo en la prepa cuando tuve mi primera, y era de lo más entretenido ponerse a hacer operaciones con un aparatito que cabía en la palma de la mano. Después vinieron los relojes digitales y las computadoras de escritorio, pero nadie sospechaba en aquel entonces que el mundo estaba a punto de transformarse por completo. Se percibía que íbamos para algún lado y que el futuro iba por ese rumbo, pero las posibilidades de la tecnología todavía nos eran muy ajenas. La gente no tenía ni idea de lo que sería el internet todavía en la década de los ochentas, apenas diez años antes de que se hiciera omnipresente. Vivíamos en un mundo análogo y era difícil entender lo que se quería decir con aquello de “revolución digital”. Simplemente no podíamos imaginarnos lo que significaban conceptos como páginas web, la nube, comercio en línea, redes sociales, correo electrónico, descargas, y otros que ahora forman parte de nuestra realidad cotidiana.

Los cambios llegaron como un tsunami para el cual no estábamos preparados, y empresas e industrias enteras se tambalearon o desaparecieron porque no pudieron adaptarse. Un caso notorio fue el de Kodak, la compañía fotográfica más importante. La digitalización de la fotografía los dejo paralizados, y antes de que se dieran cuenta ya habían quebrado. Lo mismo sucedió con la industria de la música, que de repente descubrieron que todo mundo estaba descargando y compartiendo canciones en el internet sin pagarles sus derechos de autor y creyeron que con llevar a juicio a algunos individuos iban a detener la avalancha.

Después de eso nadie se quiso quedar fuera y nos abalanzamos en masa al tren a toda marcha de la realidad virtual. El comercio se hizo en línea y podemos actualmente comprar y vender desde un alfiler a un trasatlántico, o el planeta entero. Negocios, educación, entretenimiento, comunicación y cada aspecto de la existencia se integraron a la red, y lo más impresionante es que cada uno de nosotros tiene acceso a un océano de información con aparatos tan pequeños que podemos sostener en la mano. Hace treinta años nadie se lo hubiera imaginado.

El problema con toda esta tecnología es que nos ha, por decirlo así, aletargado. ¿Y si a fin de cuentas todo no ha sido más que una distracción, algo que nos mantuvo entretenidos un rato para no tener que ver la realidad de frente? Porque tenemos una serie de crisis en cadena que al parecer ya son inevitables; van a venir una detrás de la otra y no vamos a saber ni por donde nos llegará la que sigue. Repetimos, si creemos que en la tecnología está la solución de nuestros problemas, resulta que la tecnología, tal como la hemos implementado, es parte del problema. Nos tiene atrapados en su embrujo; nos hizo consumistas, mucho más de lo que ya éramos, y se convirtió en el mejor medio por el que nos tienen controlados. También nos hizo soberbios y despreocupados de nuestro entorno.

El punto vital aquí es que para mantener una sociedad tecnológica de consumo masivo se necesita de una enorme cantidad de recursos con los que ya no contamos, y eso incluye agua y aire puros, bosques sanos y abundantes, la máxima diversidad de especies, y de paso también un clima estable. Asimismo se necesita energía barata y gran cantidad de metales, minerales y tierras raras. Con todo esto hemos acabado, y llegará un momento en que el tinglado ya no podrá sostenerse. Esto no significa que la tecnología desaparecerá de la noche a la mañana, pero su acceso se irá haciendo restringido. Empezó como un artículo de lujo y terminará como un artículo de lujo.

Si se consiguiera crear una sociedad más justa y equitativa que no esté basada en el crecimiento perpetuo, el consumo irracional, la acumulación y el motivo lucro, quizás la tecnología podría ser parte de nuestras vidas durante mucho tiempo, con avances que beneficien a la humanidad y a la vida en general, y no tan solo a los que tienen el poder. Hay espacio para una sociedad tecno ecológica pero primero tenemos que poner orden en nuestros asuntos y definir cuáles son nuestras prioridades. Si la prioridad es detener o reducir el proceso de deterioro ambiental y que la biósfera siga siendo habitable para todos los que vivimos en ella, entonces son otros los caminos por los que nos debemos aventurar.

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