domingo, 30 de septiembre de 2018

El planeta no era hostil



por David Cañedo Escárcega

La recta final de la extinción
A medida que entramos en la recta final de la extinción masiva de especies que sucede a nuestro alrededor, es claro que el proceso ya está bien en marcha y que a estas alturas del partido es imposible detenerlo. Lo más impresionante del caso es que el evento definitorio de nuestra época pueda pasar tan completamente desapercibido; o, en la medida en que se le percibe, simplemente se le descarta entre tantas otras preocupaciones que tenemos. La pérdida de diversidad tiene consecuencias que ponen en entredicho nuestra misma supervivencia como especie, ya que somos seres biológicos y dependemos de un equilibrio que se nos escapa por completo al entendimiento. Pero incluso si no queremos contemplar este escenario extremo, es indudable que el planeta será un lugar mucho más pobre y desolado y que la efervescencia de vida que alguna vez hubo habrá desaparecido en cualquier escala de tiempo que nos sea relevante.
Al mundo natural lo estamos agarrando por todos lados y niveles, hasta el último resquicio, sin dejarle oportunidad. A la mega fauna la hemos estado llevando a la extinción desde hace milenios y en este asalto final es poco probable que muchos animales mayores a un conejo puedan sobrevivir. Castores, coyotes, focas, búhos, pumas, leones y demás felinos; así como todos los primates, de monos y macacos a gorilas y orangutanes; jirafas, elefantes, rinocerontes, lobos, osos, salmones, ballenas, cóndores, tortugas, guacamayas, cocodrilos, antílopes, lo que se nos ocurra. La mayor parte de estas especies van a desaparecer. Es inevitable, porque hay una especie dominante que no les está dejando espacio para que sobrevivan, y porque ocupan territorio y consumen recursos que la especie dominante necesita. Algunos ejemplares de estas especies aguantarán todavía un rato en reservas y enclaves protegidos, pero los que estén afuera, en la “naturaleza”, no van a durar mucho. No cuando haya una crisis económica global con millones de desempleados y gente muriéndose de hambre, así como refugiados climáticos y del estado de guerra permanente que hay en diversas partes del mundo cada vez más numerosas.
En 40 años la cantidad de vida salvaje se redujo a la mitad; la otra mitad no va a durar tanto. Con una población humana aumentando exponencialmente, nos vamos a terminar comiendo cualquier cosa que se mueva.
Los bichos e insectos tampoco están a salvo y en las últimas pocas décadas de repente nos empezamos a dar cuenta que faltaban. Toda clase de bichos, de microscópicos a hormigas, catarinas, lombrices, arañas, gusanos, abejas, mariposas, lagartijas; también, lo que se nos ocurra. La biomasa de insectos se redujo en promedio global un 45 por ciento en 30 años, y en algunas partes como en Alemania hasta un 75 por ciento. Los insectos, con su increíble diversidad y millones de especies son después de las bacterias la adaptación más exitosa de creaturas en el planeta Tierra, y han estado presentes desde hace cientos de millones de años en todos los ecosistemas y latitudes. El hecho de que estén desapareciendo tan rápidamente no es nada menos que catastrófico y denota un profundo desequilibrio en el mundo natural con repercusiones a todo lo largo y ancho, que somos incapaces de prever y por eso vamos a seguir arrojando alegremente millones de toneladas de pesticidas y contaminantes industriales a los cuatro vientos.
¿A quién le importa que desaparezcan los insectos? Supongo que hay campesinos y gente de campo que perciben que la abundancia de bichos ya no es la misma que cuando eran jóvenes, pero en las ciudades una cosa como esa es prácticamente invisible. Desde 1960 se nos hablaba de la primavera silenciosa y los efectos del DDT y otros pesticidas en el medio ambiente, pero la sociedad prefirió ignorarlo y los intereses creados se encargaron de que no se hiciera nada al respecto. El futuro de la vida está en juego pero la ganancia de unos cuantos individuos y accionistas está por encima de toda consideración.
En el mar las cosas son igualmente graves. El plancton ha disminuido un 40 por ciento en los últimos cincuenta años debido al cambio de temperatura y la acidificación del agua. El fitoplancton está en la base de la pirámide alimenticia además de producir la mitad del oxígeno que respiramos. A medida que el planeta se calienta dos, cuatro o seis grados en el transcurso de este siglo, la producción de oxígeno puede reducirse sustancialmente. Realmente toda una situación.

El golpe de gracia al mundo natural
A lo mejor nos equivocamos. Creímos que la narrativa era tan solo acerca de nosotros. Interpretamos la realidad de la manera más estrecha posible: exclusivamente en lo que se refiere a nuestras necesidades inmediatas. Éramos nosotros, nuestra familia y nuestro clan, y en la medida en que podíamos pensar en términos de especie, simplemente éramos la superior y todas las demás estaban ahí para que pudiéramos hacer uso de ellas. La conciencia de pertenecer a un orden natural de una complejidad asombrosa, en el que todos los seres vivos están interconectados con todos los demás y en el que cada parte es indispensable para el equilibrio del todo, la relegamos hasta el último rincón del subconsciente colectivo y no volvimos a pensar en ella. Nos hicimos irresponsables, despreocupándonos por completo del impacto y consecuencias de nuestras actividades en el mundo allá afuera, incapaces de pensar hacia el futuro más que en el más corto de los plazos.
Realmente nos creímos que el mundo giraba a nuestro alrededor, y con esa actitud hemos llegado al punto en el que cualquier especie que no se acomode a nuestra manera de hacer las cosas será llevada a la extinción. Es decir, las especies que no desarrollen adaptaciones para manejar los niveles de toxicidad que estamos emanando por todos lados desaparecerán del mapa, así como aquellas que no puedan alterar rápidamente sus organismos para sobrevivir en un planeta sobrecalentado y con las aguas del océano acidificadas. Las especies que no se prestaron para ser domesticadas y que compiten con nosotros por agua o comida tampoco van a durar mucho, ya que de por sí el agua no nos alcanza y tenemos que desviar ríos enteros para satisfacer nuestra sed insaciable. No les estamos dejando nada, o lo que dejamos está contaminado. Las especies que puedan servirnos de alimento nos las vamos a comer hasta el último individuo, porque nos reproducimos muy rápido y tenemos mucha hambre: la población humana crece al mismo ritmo exponencial con el que desaparecen las especies.
Hace diez mil años, cuando los ancestros fueron progresivamente dejando de ser cazadores y recolectores para convertirse en pastores y agricultores, los seres humanos constituían tan solo el 0.1 por ciento de toda la biomasa de animales vertebrados terrestres. Actualmente nosotros junto con los animales que hemos “domesticado”, es decir, los que explotamos directamente como fuente de alimentos, conformamos el 98 por ciento de esa biomasa. Esto significa que al resto de las demás especies lo hemos empujado al margen de la existencia y en el proceso hemos degradado la capacidad portativa de la biósfera, que es la cantidad y calidad de vida que puede mantener.
El impacto de la enorme y creciente masa de homo sapiens es devastador y se ha convertido en una avalancha. Somos ya 7600 millones de personas, aumentando un cuarto de millón cada día, y mil millones cada 12 o 13 años. Si ahora, que vivimos todavía en la era de la abundancia, la que nos dieron los combustibles fósiles, el estrés ya no se aguanta y está llegando a puntos de ruptura, en el momento que esa abundancia se termine los vamos a desbordar por completo. Va a ser como un tsunami que arrasa con todo.
En el sur de África, por ejemplo, la caza furtiva de rinocerontes aumentó 9,000 por ciento en siete años, de 13 animales en 2007 a 1,215 en 2014. Miles de elefantes son cazados ilegalmente cada año. Hay todo un comercio ilegal de cuernos, colmillos, pieles, o ejemplares vivos de todo tipo de especies que mueve muchísimo dinero, a pesar de todos los esfuerzos por contener esa actividad criminal. Las selvas tropicales desaparecen para hacer monocultivos y campos de pastoreo.
En fin. ¿Qué va a suceder cuando haya una crisis energética y el petróleo empiece a escasear? ¿O una crisis económica, cuando el sistema financiero incapaz de seguir creciendo en un mundo finito termine por implotar? ¿O una crisis ambiental cuando un cambio climático que parece que ya se nos fue de las manos provoque sequías e inundaciones reduciendo dramáticamente la cantidad de alimentos que se producen? ¿O cuando la tierra fértil se niegue a seguir produciendo por más pesticidas o fertilizantes químicos que le inyecten? Todos estos escenarios son posibles y probables, y van a provocar hambre; cada uno será un golpe de gracia para lo que quede del mundo natural.

El evento más trascendente pasa desapercibido
Lo que ocurre a escala global ocurre también en cualquier rincón a escala local. Aquí en la región donde vivo, por ejemplo, en la sierra otomí tepehua de Hidalgo, el estado clímax del ecosistema hace ya un buen rato que fue. Recuerdo este pueblo hace 35 años, cuando era muchacho y empezaba a venir por aquí; Tenango era la plaza y unas cuantas cuadras a cada lado. Caminaba uno cinco minutos y se encontraba en el bosque, que era la característica distintiva del pueblo. A Tenango se le conocía por sus bosques y cascadas; la región siempre estuvo muy aislada y la gente cocinaba con leña. Había muy pocos vehículos automotores y la gente caminaba o iba en mula; había agua en abundancia y neblinas que duraban diez días lloviznando todo el tiempo. Se practicaba la agricultura de subsistencia y mal que bien la gente vivía de lo que se producía en la región. El bosque era lo que le daba vida al pueblo, el ancla del microclima y del régimen de lluvias, fuente de abundancia de agua y aire fresco. Había vida silvestre; quizás no se le veía pero se sentía al pasear por ahí.
Todo esto ya cambió. En unas cuantas décadas se desvaneció la abundancia de vida. Nadie se dio cuenta; simplemente sucedió, como un designio inevitable. En los últimos 30 o 40 años se ha perdido el 50 por ciento de bosque mesófilo de montaña en la república mexicana, lo que es muy rápido, tomando en cuenta que el bosque se había mantenido relativamente sano y estable durante siglos y milenios. El hecho de que en 40 años la cantidad de cubierta vegetal se haya visto reducida a la mitad es señal de un desequilibrio preocupante, y por supuesto nosotros somos ese desequilibrio. Por una parte la presión demográfica, con una población muy por encima de lo que el bosque puede mantener, y por otro un sistema económico que propicia la explotación de todo aquello que pueda ser explotado, hacen que el futuro del bosque sea precario y es posible que la mitad que todavía queda no duré otros 30 años.
El ritmo al que el bosque desaparece ha aumentado sustancialmente en los últimos pocos años. Cada vez hay más viviendas y se han fraccionado secciones enteras de manera básicamente ilegal, sin permisos ni servicios. Hubo un tiempo en que el bosque daba de sí, cuando la población era pequeña y la leña alcanzaba para todos. Ya no. Ahora se tala más de lo que se regenera. El agua tampoco alcanza. Un recurso que siempre fue abundante se ha vuelto escaso y en época de secas no es suficiente para el pueblo; se desvían varios arroyos y ni así alcanza. Tiene que venir la pipa a surtir. Las cascadas que antes traían agua todo el año se convierten en un chorrito insignificante. El agua antes era de todos pero al escasear se convierte en objeto de lucro y siempre hay gente que se aprovecha. Plantas y animales endémicos están en vías de extinguirse y la cantidad total de vida silvestre ha disminuido.
En una ocasión hace unos diez años un señor ya anciano que vivía en el campo me dijo: “¿Qué no se dan cuenta en Tenango que si se pierde el bosque se le va la vida al pueblo?” El amaba ese bosque y para él era una tristeza ver como desaparecía en el transcurso de sus últimos años. Y pues sí, un evento tan dramático como éste, en el que en el lapso de una vida humana un bosque puede desaparecer así no más, gradualmente y sin sobresaltos, de poco en poco pero alterando radicalmente el paisaje y las condiciones de vida, pasa completamente desapercibido. La pérdida del bosque tiene consecuencias de largo alcance, alterando el clima y la cantidad y frecuencia de precipitaciones, justo en el momento en el que hay un cambio climático que ya se manifiesta, con bochornos en época de secas que no se sentían hace apenas diez o quince años.
Un buen día la gente se va a despertar como de un sueño y a preguntarse, pero ¿qué fue lo que pasó aquí? Nosotros teníamos un bosque y ¿dónde fue a parar? Como dicen, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Aquí como en todos lados la gente se distrajo con la economía y la tecnología y los aparatitos y la televisión y por supuesto los celulares y tantas otras cosas que nos tienen enajenados, y se nos olvidó que había un mundo ahí fuera, al alcance de la mano, que se disipó en un suspiro.

Quizás sea mejor vivir en un medio ambiente sano
Imaginemos un escenario en un futuro no muy lejano en el que la producción en picada del petróleo sea incapaz de satisfacer la demanda en aumento y haya una crisis energética. Eso significa que el precio de los combustibles se dispara para arriba y el gasolinazo del año pasado nos va  a parecer como los buenos tiempos, cuando todavía no había racionamiento y te vendían la cantidad que fuera. ¿Cuánto tiempo le damos para que eso suceda? Bueno, lo que sea, el caso es que la crisis se hace crónica y permanente y la economía empieza a tambalearse y termina por desmoronarse. Esto no va a suceder por supuesto de la noche a la mañana; se puede llevar varias décadas y el descenso no será gradual sino con sobresaltos repentinos. Las energías alternativas pueden suavizar el trancazo y prolongar un poco la tortura, pero inevitablemente habrá cambios sustanciales en la manera como llevamos nuestros asuntos. Básicamente nos tendremos que acostumbrar a estilos de vida con menor uso de energía, y es posible que nos cueste un poco de trabajo porque ya nos gustó vivir a lo grande y no estamos dispuestos a contemplar empezar a vivir con menos.
El descenso energético empezará con combustibles y será seguido por reducciones y fallas en la producción y suministro de electricidad. Cuando empiecen los apagones, las primeras regiones afectadas serán aquellas donde no hay industria ni centros de población importantes, como aquí en la sierra otomí tepehua donde vivo. La luz eléctrica llegó a esta región décadas después que en la capital y otras ciudades; será también de los primeros lugares donde nos la corten. Al principio los apagones van durar horas, como de hecho ya lo hacen; después serán días, meses, y un día la luz se irá para no volver. Toda la electricidad que se genere la van a jalar a las ciudades. La ciudad de México no se puede quedar sin energía, aunque el consumo se irá reduciendo a lo esencial.
Este proceso será altamente traumático. Si en este momento nos es imposible asumir la idea de un descenso energético y no hacemos absolutamente nada para prepararnos a la ocasión, cuando finalmente suceda será un shock de escala monumental.
El gas natural va a durar más que el petróleo y aquí en el pueblo donde vivo es posible suponer que durante años o incluso décadas después de que la región haya quedado a oscuras y nos tengamos que alumbrar con velas, habrá suministro regular de tanques de gas para uso doméstico, aunque también se irá haciendo esporádico, aleatorio y de precio prohibitivo. Hace apenas treinta años, en los ochentas, la mayor parte de la gente del pueblo todavía utilizaba estufas y boilers de leña. Ahora casi todos son de gas. Y me pongo a pensar que cuando haya una disrupción en el suministro de los tanques y la gente se vea en la necesidad de calentar su comida o bañarse con agua caliente, van a tener que utilizar leña de nuevo, y simplemente se van a volcar sobre el bosque, sobre lo que todavía queda de bosque. Es inevitable porque la gente tiene que comer caliente y nuestras necesidades inmediatas tienen que ser atendidas.
Si de por sí el bosque ya está bajo estrés y desapareciendo rápidamente en este momento en que gozamos de abundancia de energía, cuando ésta empiece a escasear el bosque será afectado inmediatamente y el ritmo de deterioro se acelerará con la misma curva exponencial de tantos otros procesos que suceden actualmente; del bosque no será mucho lo que quede.
Si los árboles tardan 20 o 30 años para crecer y dar sombra, era como para que desde hace rato hubieran empezado con campañas masivas de reforestación y de concientización pública para participar en el gran esfuerzo colectivo de salvar el bosque. Desde cualquier punto de vista el bosque merece ser salvado. Con un criterio estrictamente económico el bosque es la riqueza del pueblo, lo que le da valor en esta época de deterioro generalizado. Pero son los servicios ambientales que proporciona el bosque los que son invaluables y le dan al pueblo una calidad de vida que puede perderse muy rápido en esta era de cambio climático. Agua, lluvia, neblina, sombra, aire puro, biodiversidad: todo forma parte de un ecosistema sano, pero lo tenemos que ver. Lo tenemos que visualizar, comprender los riesgos de perderlo y comparar alternativas, para decidir que quizás es mejor vivir en un medio ambiente sano.

El frente común en contra nuestra
El cambio climático es otro factor que no podemos seguir ignorando. Todo mundo estamos entretenidos con nuestros aparatitos y diversiones, y le damos tanta importancia a cualquier evento que nos saque de la rutina: el partido de futbol, la fiesta de despedida de soltera o el arribo de la temporada navideña ocupan nuestra completa atención en lo que ocurren; la realidad se ha vuelto un espectáculo y cualquier aspecto de nuestras vidas se convierte en show, como por ejemplo las elecciones que nos mantienen ocupados durante meses en que no se habla de otra cosa, y nos entusiasmamos y nos la tomamos muy en serio como si que el resultado fuera a tener mayor efecto en nuestras vidas. Cada sexenio se repite el mismo ritual y salga quien salga de todas maneras el país va en picada; los candidatos nos siguen hablando de crecimiento económico y de cómo va a haber más para todos, y no hay uno solo que nos diga que tenemos que apretarnos el cinturón y aprender a vivir con menos.
Al parecer todavía no llegamos a ese punto; en cualquier caso lo importante es distraerse. Como todo ser vivo tenemos que ganarnos la vida y obtener el alimento, pero después descubrimos que hay toda clase de otros objetos que nos podíamos procurar y construimos civilizaciones enteras en las que el objetivo era simplemente ver quién podía acumular más cosas. Esa es la historia de la humanidad en los últimos seis o diez mil años: ver quién tenía más juguetes y dominio sobre el resto. Y nos distrajimos jugando este gran juego de monopolio, en el que unos ganan y muchos pierden y civilizaciones van y vienen y hay guerras y revoluciones porque la única regla es que todo se vale con tal de tener más que los demás. Resultó ser de lo más divertido, mientras fuera uno ganando, y un gran atractivo era la ilusión de poder que confería.
Todo eso que empezamos a acumular implicó la destrucción del mundo a nuestro alrededor, pero a nadie le importó demasiado; se vio como inevitable o un mal necesario y no se le dedicó otro pensamiento, clavados como estábamos en la pasión del juego.
Mientras tanto, el planeta decidió que ya había tenido suficiente y empezó a hacerse hostil hacia nosotros. La tierra es generosa, pero empezamos a tomar más de lo que nos corresponde; nos avorazamos y lo quisimos todo. Se nos olvidó que había un mundo allá afuera que tiene vida propia y tanto derecho de existir como cualquiera de nuestra propia especie. El milagro de la vida tiene que protegerse y el planeta se auto regula para mantener las condiciones ideales para la vida. En este drama cósmico tanto individuos como especies son irrelevantes: es el conjunto de vida que fluye, danza, se adapta y transforma el que encuentra su cauce y se manifiesta en una máxima diversidad. Si en este flujo homo sapiens se convierte en un agente disruptor, es homo sapiens el que queda fuera de la obra; el resto de la vida que se ve amenazada reacciona y forma frente común en contra nuestra. No es que se pongan de acuerdo, pero ocurre espontáneamente.
Lo que sucede es que el planeta se vuelve hostil: el clima se hace errático y la temperatura aumenta o disminuye grados en un abrir y cerrar de ojos, que a nosotros nos parecen décadas; la tierra pierde su fertilidad y los bichos se niegan a seguir cooperando; podemos esperar epidemias con virus y bacterias tomando la ofensiva y mutando a un paso que rebasa nuestra capacidad de contenerlas. Las bacterias conforman más biomasa que la humanidad en conjunto y definitivamente nos van a sobrevivir, por más alterado que sea el medio ambiente que dejemos detrás nuestro.
El planeta se puede convertir en un lugar desagradable en el que se concluirá que el experimento con la inteligencia fue un fracaso y se nos hará saber que nuestra presencia ya no es bienvenida o tolerada. Si todo esto suena muy exagerado en realidad ya está sucediendo, y con toda esa inteligencia podemos destruirnos en un instante en una guerra nuclear o más lentamente con tanto veneno y toxinas que liberamos por doquier. Estamos en el punto en el que el abismo se abre ante nuestros pies y nos da el vértigo de dejarnos ir hasta el fondo; el vacío es tentador y parece tan difícil cambiar el rumbo.

El rol de las bacterias
En la guerra sin cuartel que hemos estado librando desde hace varios milenios contra el mundo natural, es claro que hemos perdido la partida. A primera vista parecería que estamos en el pináculo de nuestro dominio sobre el resto de la vida y que de aquí no nos vamos a ir a ningún lado, pero es justo en ese momento cuando nuestra posición se vuelve vulnerable y corre el riesgo de que el espejismo se desvanezca en un suspiro.
Acaba de salir un estudio de lo más interesante publicado por la National Academy of Sciences que estima que la biomasa de todos los seres vivos que habitan el planeta está conformada en un 82 por ciento de plantas, 13 por ciento bacterias y el cinco por ciento restante todo lo demás. Los 7,600 millones de humanos que existen actualmente no conformamos más que el .01 por ciento de biomasa total, y sin embargo, nuestro impacto ha sido masivo. Desde hace pocos miles de años, cuando empezamos con la agricultura y surgieron las civilizaciones, nos hemos encargado de acabar con el 83 por ciento de mamíferos no domesticados, el 80 por ciento de mamíferos marinos, 50 por ciento de las plantas y 15 por ciento de peces. Es decir, hemos acabado con más de las cuatro quintas partes de la biomasa de leones, elefantes, ballenas, morsas, jirafas, pumas, canguros, armadillos, conejos, ardillas, murciélagos, ratones o cualquier otro animal que viva en estado natural, así como con la mitad de la cubierta vegetal que durante millones de años pobló la biósfera.
Es impresionante y sobre todo por lo rápido que sucedió. A los estromatolitos les llevó dos mil millones de años cambiar la composición química de la atmósfera; a nosotros nos llevó un par de siglos. Tuvimos demasiado éxito, y ese éxito necesariamente conlleva nuestra perdición. El problema es que nos enfrascamos en un proceso que ya no podemos detener, tal es la inercia que arrastra. Es por eso que el 17 por ciento restante de biomasa de mamíferos no va a durar mucho, y veremos cómo se irá reduciendo a un diez, cinco y tres por ciento en las próximas pocas décadas. Parece también que estamos empeñados en acabar hasta con la última selva o rincón de bosque y lo único verde que quede serán enclaves protegidos.
El desequilibrio que eso provoca es inconmensurable. Y, ¿qué parte juegan bacterias y microorganismos en todo esto? Ya vimos que conforman el 13 por ciento de biomasa y homo sapiens .01, o sea que por cada kilo de masa humana hay 1300 kilos de bacterias. La mayor parte se encuentra bajo el suelo, hasta ciertas profundidades de la corteza terrestre, pero con las que están acá arriba es más que suficiente y en el momento que quieran nos hacen añicos.
De hecho, la batalla contra enfermedades infecciosas la estamos perdiendo, a medida que virus y microbios se hacen resistentes a antibióticos de los que hemos abusado durante décadas y que han visto disminuida su eficacia. La Organización Mundial de la Salud ha advertido que muchos de los grandes avances en medicina del siglo pasado podrían perderse debido al aumento de resistencia microbial, y enfermedades infecciosas previamente tratables como tuberculosis, malaria y pulmonía, pueden suplantar al cáncer y diabetes como principales agentes de muerte. Se estima que para 2050, millones de personas en todo el mundo perecerán de esas enfermedades que se creían relegadas a la historia y que regresarán con más fuerza.
Asimismo advierten que el aumento de temperatura provocado por el calentamiento global permitirá la propagación de bacterias como E.coli y virus como Ebola o Zika a áreas anteriormente libres. También se ha comprobado que concentraciones grandes de gente en ciudades están asociadas con un incremento en resistencia antibiótica de diversos filamentos, y no podemos dejar de mencionar el uso masivo de antibióticos que se hace en la industria ganadera, cuya única racional es producir ganancias rápidas, y que ha conseguido crear adaptaciones supermonstruos.
En fin. Por donde quiera que le veamos la situación es delicada. Ya era para que empezáramos a hacer las paces con el mundo natural y le frenáramos a nuestra avanzada. Hemos jugado la parte agresiva durante demasiado tiempo pero cuando la suerte cambie somos nosotros los que tendremos que pedir tregua, y no es seguro que se nos otorgue. Con el planeta nos pasó como con la burra, que no era arisca pero la hicieron a palos. Este era un planeta benigno, y así es como se tenía que haber quedado.

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