lunes, 8 de octubre de 2018

Soñando la tecnología



por David Cañedo Escárcega

La civilización tecnológica en todo su esplendor

Al parecer no estamos muy bien programados para los cambios rápidos. Más vale malo conocido que bueno por conocer es la norma de nuestro comportamiento y nos aferramos a creencias y actitudes, acostumbrándonos a cualquier situación con tal que las cosas sigan igual que antes. Pero la vida fluye y el mundo se transforma de todas maneras, y cuando nos damos cuenta el panorama es distinto. Reconocer y aceptar las nuevas condiciones nos puede costar un poco de trabajo porque tenemos que salir de un molde antes que hayamos creado el siguiente, al que también en su momento nos vamos a aferrar. Si los cambios son de magnitud y bruscos, desbordando nuestra capacidad de adaptación, se genera mucho stress, y niveles de violencia que se habían mantenido adormecidos y latentes de repente se despiertan. Como ya sabemos la violencia tiene esa propiedad de ser mimética y muy fácilmente se propaga por estratos de una sociedad. Ya sabemos también que la violencia puede ser física o estructural, visible e invisible, y es la piedra angular en la que se basa toda esa estructura que llamamos civilización.

Hace doscientos años nos embarcamos en nuestra gran aventura de los combustibles fósiles y nadie podía imaginarse los derroteros por los que fuimos avanzando. Esa fuente inagotable de energía cambió por completo la ecuación y se introdujo hasta en el último resquicio de nuestras vidas. Nos hicimos completamente dependientes de ella y nos abandonamos con gusto en la abundancia que se materializó. A medida que le encontramos toda clase de usos el rumbo por el que íbamos dio un giro de muchos grados y nuestra misma cosmogonía (la interpretación que hacemos de la realidad), así como la manera de relacionarnos con el mundo y nuestros estilos de vida, fueron alterados irremediablemente, para bien o para mal.

Antes de que nos diéramos cuenta la tecnología había explotado a nuestro alrededor y se hizo omnipresente. En muy poco tiempo nos transformamos en una civilización tecnológica, como esas que soñamos que quizás haya en algún otro rincón del universo y con la que nos podríamos comunicar (y por eso mandamos sondas al espacio con mensajes en muchos idiomas pensando que nos van a entender). Nos dejamos seducir por el canto de las sirenas y no nos vamos a detener hasta averiguar qué es lo que hay del otro lado.

Esta civilización tecnológica aconteció muy rápido después de un largo período de gestación que lo podemos medir en miles, cientos de miles o millones de años de evolución hasta el punto en el que estamos. Como un capullo al hacerse flor o la metamorfosis de una oruga en mariposa ahí apareció en todo su esplendor antes de que pudiéramos decir “¿pero qué fue lo que pasó aquí?”. La tecnología llegó y se instaló; se apropió de todo el espacio y se hizo presencia permanente. El ritmo en el que esto sucedió se fue acelerando hasta convertirse en avalancha, y en los últimos 15 o 20 años terminó de rodearnos por todos lados y tomar el control de nuestras vidas. Nunca opusimos demasiada resistencia y nos creímos lo que básicamente es un espejismo en el desierto.

Es impresionante el grado en el que nos hemos enganchado a la matrix. Estamos clavados por horas a nuestras pantallas y no podemos imaginar vivir sin nuestros celulares y computadoras. La gente joven que no conoce otra realidad es particularmente vulnerable. Esto lo veo con mis alumnos de bachillerato, cuya adicción al celular es más prevalente cada año que pasa, y es un asunto que se tiene que tratar en reuniones académicas. Hace 30 o 40 años los niños todavía jugaban con baleros y canicas; ahora todos tienen un celular en la mano y la vida social se hace en línea.

Nos hemos convertido entonces en el instrumento de nuestros instrumentos: la tecnología tenía que haber sido nuestra sierva pero terminó siendo nuestra dueña. El efecto que esto provoca en nuestra psique es monumental y de largas consecuencias, y ni siquiera hemos comenzado a asimilarlas. El cambio ha sido demasiado rápido y genera estrés y tensiones que de mil maneras salen a la superficie. En algún momento nos espera un reajuste: nos hemos desfasado de la realidad y caminamos con un pie al aire. El momento histórico que nos tocó vivir es el de mayor auge de esa rareza en el universo que es una civilización tecnológica y que no puede durar mucho: la flor en todo su esplendor muy rápido se marchita.


El estrés postraumático que nos espera

La civilización tecnológica tiene el imperativo de seguir creciendo y avanzando, y una buena parte de la humanidad hemos caído firmemente bajo su embrujo. El poder aplicado de la ciencia nos tiene hipnotizados, y con cada nuevo aparato electrónico que incorporamos a nuestras vidas nos integramos al gran proyecto por el que homo sapiens se convirtió en el dueño de la creación. Cada vez que utilizamos una licuadora o prendemos la luz de la sala, andamos en una motoneta o volamos en un avión, descargamos música en el celular o vemos la televisión, o tantas otras maneras en las que la tecnología se manifiesta en nuestras vidas, participamos en el mismo proceso que ha mandado sondas al espacio exterior, puesto hombres en la luna y creado una red de telecomunicaciones satelitales que nos permite comunicarnos instantáneamente desde cualesquier puntos del planeta. También hemos penetrado en los resquicios del átomo y liberado su energía, quedándonos pasmados de nuestra inteligencia. No hay límites ni fronteras a nuestra curiosidad, creatividad y búsqueda de conocimiento, y actualmente estamos como niños con juguete nuevo explorando las posibilidades de manipular el genoma modificando la vida a nuestro antojo. También somos capaces de alterar el clima regional y global con geo ingeniería y hemos mostrado una gloriosa inventiva en el desarrollo de armas y herramientas de lo más sofisticadas para destruir y matar.

El talón de Aquiles de toda civilización tecnológica en cualquier punto del universo donde surja, es la enorme cantidad de recursos necesarios para mantener ese aparato. Tarde o temprano la abundancia se acaba, y si no hay suficientes recursos a la mano habrá que irlos a buscar a otro planeta. En las novelas de ciencia ficción se nos habla de civilizaciones intergalácticas que descubrieron la manera de recorrer las enormes distancias del universo en tiempos razonables, pero eso no va a suceder con nosotros. La crisis ya la tenemos encima y tanto la cuestión de los recursos como la de los desperdicios que se generan (lo que se llama contaminación), así como la belicosidad que mostramos tan fácilmente para resolver nuestras diferencias de opinión, hacen inminente e inevitable la pérdida del ímpetu que llevamos y una fractura en el espejismo de poder que creímos tener sobre nuestro destino.

Hay situaciones límite que por lo general nos toman por sorpresa y bruscamente nos sacan de nuestras zonas de confort: la realidad se quita el velo y se muestra cruda y descarnada a nuestros ojos. Algo sucede que nos remueve el tapete. Esto puede ser un accidente, catástrofe natural o alguna situación de violencia en la que se vea uno envuelto. Dependiendo de las circunstancias y de la manera como procesemos lo que sucedió, el evento será más o menos traumático. Algunos de ellos nos pueden dejar cicatrices de por vida. Individuos, comunidades o sociedades enteras pueden verse rebasados en su capacidad de asimilar el shock y sufrimiento causado por la pérdida de estabilidad en sus vidas y caer en un estado de depresión crónico conocido como trastorno de estrés postraumático, que es como una niebla oscura que se apodera del espíritu y nos impide conectarnos con la realidad a nuestro alrededor. Nos la pasamos rumiando sobre lo que pudo haber sido y no fue y sintiéndonos miserables y ajenos mientras la vida nos pasa de largo: la existencia se hace un absurdo y no podemos encontrar algo que le dé un sentido.

Algunas personas consiguen sublimar este estado y acceder a niveles de conciencia más profundos, pero muchos otros se quedan tirados en la cuneta y a algunos los puede llevar a la locura o al suicidio. Es importante recalcar que un mismo evento dramático puede producir respuestas muy diferentes en cada persona y no todo mundo será traumatizado de la misma manera. Hay eventos que se pueden anticipar y permiten prepararse sicológica y emocionalmente para aminorar su impacto.

El asunto es que hay una crisis en nuestro futuro, a medida que la civilización tecnológica empieza a tambalearse y llega al límite de sus posibilidades, ahogándose en sus propios desperdicios y produciendo toda clase de conflictos y violencia. Estamos tan dependientes de la tecnología que cuando falle nos vamos a quedar paralizados de terror de tener que aprender a vivir de nuevo sin ella. Este trauma colectivo nos acompañará durante generaciones y muy lentamente lo iremos depurando hasta que construyamos otra sociedad basada en premisas muy distintas.


Una falla catastrófica del sistema

Con respecto a la civilización tecnológica que nos hemos creado hay varios problemas estructurales que nunca pudimos resolver y no es que nos hayamos preocupado demasiado por hacerlo; más bien preferimos ignorarlos y pretender que todo iba viento en popa incluso cuando empezó a soplar en nuestra contra. La injusta repartición de la riqueza que es la característica sobresaliente de las sociedades jerarquizadas solo se exacerbó con el advenimiento de la tecnología, que confiere un gran poder al que la controla. Se dice que la tecnología es neutra y que puede usarse para el bien o para el mal; en realidad desde el primer momento se utilizó como un instrumento del poder. La ciencia aplicada no es inocente, y aunque seguramente ha habido investigadores y científicos movidos por un auténtico afán de expandir el conocimiento que tenemos de la realidad, y quizás también hasta por altruismo y amor a la humanidad, a la hora de la hora, cuando se trata de llevar esos conocimientos a la práctica, son los intereses y la lógica del poder los que toman las riendas y deciden el curso de acción.

Entonces vemos como cualquier tecnología que tenga que ver con el arte de la guerra y la capacidad de matar a más gente eficientemente, va a tener prioridad sobre otras que no tengan esos objetivos. Se gastan miles de millones de dólares en desarrollar las armas más sofisticadas, como bombas nucleares compactas y misiles intercontinentales que pueden viajar miles de kilómetros y caer en el punto deseado con un margen de error de dos o tres metros; hemos inventado balas expansivas y minas fragmentarias, y recientemente descubrimos que los drones son un juguete de lo más divertido para mandarlos a acabar con bodas y funerales en Yemen o en Afganistán. Tecnologías como el sonar, el radar, Internet o el sistema de posicionamiento global se originaron en el ejército y después pasaron a la sociedad civil.

La tecnología se mueve en un medio que se llama capitalismo y las grandes corporaciones monopolizan el mercado, y ya sabemos que el único criterio que los anima es la ganancia máxima e inmediata para sus accionistas. Ese es el pathos que determina el rumbo por donde vamos.

En las últimas pocas décadas, a medida que la civilización tecnológica se manifestó en toda su magnificencia, la concentración de la riqueza ha llegado también a niveles grotescos, en los que un puñado de personas posee más que la masa de la humanidad en conjunto. Esta situación no es casual sino que es parte intrínseca del sistema. Las cosas están hechas para que sean de esa manera: desde la lógica del poder todo está funcionando a la perfección. Mil millones de personas pueden estar sufriendo de hambre crónica, y también son millones los desplazados por las guerras y sequías provocadas por el cambio climático, pero ¿a quién le importan? Son invisibles y no entran en el análisis de costos.

En realidad, los beneficios de la sociedad tecnológica tenían que haber salpicado parejo, o más equitativamente, y el hecho de que no sea así es nada menos que una falla catastrófica del sistema, que finalmente llevará a todo el castillo de naipes para abajo. De por sí el impacto de nuestras actividades en el medio ambiente hace ya un buen rato que se nos fue por completo de las manos, para que todavía hagamos de una mala situación algo mucho peor de lo que tenía que haber sido. Son los extremos de riqueza y de pobreza los principales agentes de degradación del medio ambiente: por una parte está el consumismo desbocado e irrefrenable de clases pudientes, con un apetito insaciable por todo tipo de recursos y productos terminados, y por otro la necesidad de sobrevivir de la gente en el otro extremo, la que se está muriendo de hambre, y por eso se talan bosques y se acaba con la biodiversidad.

¿Será el destino de toda civilización tecnológica acabar en un maelstrom de caos y violencia porque nunca aprendieron a vivir cooperando y compartiendo? El momento histórico que vivimos, con el auge y esplendor de la tecnología, es una rareza excepcional; diríamos: una singularidad cósmica. No puede durar indefinidamente, y cuando se vea en perspectiva quizás la conclusión a la que lleguen es que los buenos tiempos nunca fueron tan buenos como se pensaban y que el precio que tuvimos que pagar por el sueño de la tecnología fue demasiado alto.


Nuestra mayor vulnerabilidad

Y pues sí, la tecnología nos facilitó enormemente la vida. Todo empezó con el carbón y los telares y máquinas de vapor, y siguieron los ferrocarriles y el telégrafo, con los que aniquilamos la distancia. Parecía cosa de magia el poder mandar mensajes en cuestión de segundos de un extremo al otro del continente por medio de los hilos de hierro que llevan nuestra voz. Apenas estábamos comenzando; después vino el petróleo y la electricidad, y la noche se hizo de día. Por fin pudimos trascender los ritmos circadianos y decidimos que era bueno vivir sin depender demasiado de los ciclos naturales.

Vino el automóvil y nos gustó el hecho de poder transportarnos a cualquier parte del mundo sin cansarnos y sin mayor molestia. Eso de ir a pie, en mula, caballo o en carreta se volvió passé. Nos asombramos cuando vencimos a la gravedad y empezamos a movernos en el cielo y lo que antes nos llevaba meses de viaje ahora lo hacíamos en cuestión de horas. Las cosas se ven tan diferentes desde allá arriba, y una vez que aprendimos a volar de lo primero que hicimos fue utilizar a los aviones para echar bombas hacia abajo. Una vez que el Progreso echó a andar ya nadie lo detuvo y la humanidad se quedó pasmada el 20 de julio de 1969 cuando llegamos a la luna; durante días y semanas no se hablaba de otra cosa. Era una barrera tras otra la que estábamos franqueando, en todos los campos y aspectos del conocimiento. Vencimos enfermedades, manipulamos genes y moldeamos la realidad a nuestras necesidades, gustos y caprichos.

En algún momento se rompió la presa y la ciencia aplicada a la creación de objetos de consumo masivo se desbordó de cualquier cauce. De repente nos vimos inundados por toda clase de artefactos que hacían las cosas más maravillosas, como lavarnos la ropa o mantener refrigerada la comida evitando que se eche a perder. También hay aparatos para calentar, licuar, moler, batir o lo que se quiera hacer con los alimentos, y podemos barrer con la aspiradora y planchar la ropa escuchando la música que se nos antoje, y por supuesto radio y televisión se volvieron parte imprescindible en el paisaje.

Esta irrupción de la tecnología en nuestras vidas sucedió por los años cincuenta en las zonas desarrolladas del planeta y de ahí se irradió al resto del mundo. Los ingenieros sociales son muy efectivos, y aunque hemos sido manipulados en masa desde siempre, o por lo menos desde que nos empezamos a concentrar en grandes grupos, con cada nuevo avance o producto que sale al mercado han encontrado la manera de tenernos completamente bajo su control. Hacen con nosotros lo que quieren, y nos convirtieron en una humanidad de zombis cuyo único objetivo en la vida al parecer es consumir y consumir y seguir consumiendo, y se creó de la nada eso que llamamos la sociedad de consumo, en la que cualquier fulano está desesperado por ganar lo más que pueda, algunos tan solo para sobrevivir y otros, en la medida en que se beneficien del sistema, para ir a gastar hasta donde el dinero les alcance. Nos agarró una fiebre, o quizás una analogía más correcta es que nos convertimos en una plaga de langostas, y nos fuimos al último rincón de la biósfera a obtener la cantidad ilimitada de recursos que necesitamos para mantener nuestra adicción.

Queremos tener lo más nuevo y el aparatito que haga las más gracias y de cuarenta años para acá, a partir de la llamada revolución digital, computadoras y telecomunicaciones tomaron por asalto el escenario y la acción cobró momento y se fue disparada. Los cambios se suceden tan rápido que hemos perdido la capacidad de asombro; estamos como cuando uno entra por primera vez a un casino en las Vegas y va caminando fascinado por los pasillos agobiado de sobreexposición sensorial. Así estamos, embobados con el poder que tenemos a nuestro alcance con instrumentos que caben en nuestros bolsillos y que nos permiten comunicarnos instantáneamente y vernos y escucharnos como si estuviéramos cara a cara, a pesar de estar separados por miles de millas, como lo predijera Nicola Tesla hace casi un siglo.

Ciertamente todavía hay camino por recorrer a medida que nos adentramos en ingeniería genética e inteligencia artificial, así como cantidad de gadgets novedosos que se incrustarán en nuestro entorno, pero la completa y total dependencia física y sicológica que tiene la  sociedad moderna en la tecnología puede resultar ser nuestra mayor vulnerabilidad.


El intruso en nuestra sala

Es tanta la fe que tenemos de que la tecnología nos va a sacar de todos nuestros problemas que estamos dispuestos a jugarnos el futuro, cada vez más cercano, y seguir gozando mientras se pueda de los grandes privilegios que nos otorgó la diosa fortuna. Esa energía que nos encontramos enterrada la hemos utilizado pródigamente, y nuestra única preocupación ha sido gastarla lo más rápido posible encontrándole los usos más insospechados. Nos vamos a morir de una sobredosis de energía, pero mientras tanto es como si tuviéramos un ejército de esclavos a nuestra disposición haciendo todas esas labores que antes nos costaban trabajo y ahorrándonos tanto tiempo y esfuerzo. El simple hecho de tener electricidad en nuestras casas y vehículos automotores ahí afuera nos ha dado un nivel de vida impensable hace pocos siglos. Nunca tantos habían vivido tan bien como ahora. Por supuesto hay pobreza y mucha gente sufre para mantener los estilos de vida de otros; aun así hay un buen segmento de humanidad que conforma las llamadas clases medias que en mayor o menor grado vive mejor que reyes y faraones del pasado y de hecho que de la abrumadora mayoría de personas que han existido hasta la fecha. Se calcula que ha habido unos 108,000 millones de ejemplares de homo sapiens desde que surgió la versión “moderna” hace 50,000 años, y el 99 punto algo por ciento de ellos tuvieron vidas mucho más modestas y frugales que las que llevamos actualmente.

Eso fue la magia de la ciencia aplicada con cantidades inagotables de energía, y una vez que vimos las posibilidades nos dejamos enganchar y perdimos el sentido de la realidad. Ahora bien, ¿será inevitable que la tecnología se termine usando para manipularnos y tenernos bajo control? Digo, ¿lo mismo sucederá con toda civilización tecnológica que haya en cualquier otro rincón del universo? Porque eso es lo que ha sucedido aquí en el planeta tierra, y la tecnología ha servido para darle un enorme poder a un pequeñísimo grupo de personas sobre el resto de la población. Desde que nacemos hasta que morimos nos tienen completamente lavados del coco y nos hacen creer lo que se les antoja; los métodos de adoctrinamiento y conformación solo se han hecho más efectivos con cada nuevo desarrollo en los medios de transmitir información.

Con la incorporación de la radio y televisión en nuestras vidas más bien fuimos nosotros los que nos incorporamos a la matrix, y nos podíamos pasar horas en las salas de nuestras casas embobados tragándonos todo lo que nos sorrajaban en la caja idiota. Cientos de millones de personas se hicieron adictas a la visión trivializada de la existencia que nos ofrecía este nuevo medio de comunicación que llegó y se instaló, y lo único que se requería para abandonarse a sus placeres era dejar cualquier espíritu crítico en el fondo del armario e integrarse al consenso manufacturado que nos ofrecían. La televisión se convirtió en nuestra principal distracción y compañero inseparable, absorbiendo nuestro tiempo libre y convirtiéndose en eje de la vida social y familiar. ¿Cuántos niños no llegaban a su casa de la escuela y lo primero que hacían era prender la televisión? Las señoras veían todas las telenovelas y se sabían hasta el último detalle de la producción; la convivencia familiar era ver juntos el mismo programa, y no es que tenga nada de malo pero algo se fue perdiendo en el trayecto y no nos dimos cuenta.

El hecho de incorporar a un completo extraño en nuestra cotidianeidad de una manera tan preponderante implicó una revolución en la manera como percibimos la realidad y nos comunicamos. La televisión se convirtió en un mediador entre nosotros y el mundo pero nunca fue un mediador inocente o imparcial. Desde el primer momento se supo el potencial que tenía para influir en nuestras opiniones, gustos y decisiones y el arte de la manipulación se manifestó en toda su gama de posibilidades. Con la publicidad y mercadotecnia nos hacen creer que cosas que hace cinco minutos no sabíamos que existían ahora ya no podemos vivir sin ellas, y la propaganda abierta o subliminal permea hasta el último resquicio.

No por nada a los medios de comunicación se les llama el cuarto poder. Ejercen una influencia inusitada y los consorcios que monopolizan el discurso son parte fundamental de los vericuetos del poder. Su alcance es total, pero hay fisuras en el sistema y hay un momento en el que ya no puede seguir creando su propia realidad, o más bien que la realidad que crea ya no convence a nadie. Se rompió el hechizo.


Sumergidos en la realidad virtual

Las calculadoras portátiles empezaron a hacerse accesibles al público a mediados de la década de los mil novecientos setentas. Iba yo en la prepa cuando tuve mi primera, y era de lo más entretenido ponerse a hacer operaciones con un aparatito que cabía en la palma de la mano. Después vinieron los relojes digitales y las computadoras de escritorio, pero nadie sospechaba en aquel entonces que el mundo estaba a punto de transformarse por completo. Se percibía que íbamos para algún lado y que el futuro iba por ese rumbo, pero las posibilidades de la tecnología todavía nos eran muy ajenas. La gente no tenía ni idea de lo que sería el internet todavía en la década de los ochentas, apenas diez años antes de que se hiciera omnipresente. Vivíamos en un mundo análogo y era difícil entender lo que se quería decir con aquello de “revolución digital”. Simplemente no podíamos imaginarnos lo que significaban conceptos como páginas web, la nube, comercio en línea, redes sociales, correo electrónico, descargas, y otros que ahora forman parte de nuestra realidad cotidiana.

Los cambios llegaron como un tsunami para el cual no estábamos preparados, y empresas e industrias enteras se tambalearon o desaparecieron porque no pudieron adaptarse. Un caso notorio fue el de Kodak, la compañía fotográfica más importante. La digitalización de la fotografía los dejo paralizados, y antes de que se dieran cuenta ya habían quebrado. Lo mismo sucedió con la industria de la música, que de repente descubrieron que todo mundo estaba descargando y compartiendo canciones en el internet sin pagarles sus derechos de autor y creyeron que con llevar a juicio a algunos individuos iban a detener la avalancha.

Después de eso nadie se quiso quedar fuera y nos abalanzamos en masa al tren a toda marcha de la realidad virtual. El comercio se hizo en línea y podemos actualmente comprar y vender desde un alfiler a un trasatlántico, o el planeta entero. Negocios, educación, entretenimiento, comunicación y cada aspecto de la existencia se integraron a la red, y lo más impresionante es que cada uno de nosotros tiene acceso a un océano de información con aparatos tan pequeños que podemos sostener en la mano. Hace treinta años nadie se lo hubiera imaginado.

El problema con toda esta tecnología es que nos ha, por decirlo así, aletargado. ¿Y si a fin de cuentas todo no ha sido más que una distracción, algo que nos mantuvo entretenidos un rato para no tener que ver la realidad de frente? Porque tenemos una serie de crisis en cadena que al parecer ya son inevitables; van a venir una detrás de la otra y no vamos a saber ni por donde nos llegará la que sigue. Repetimos, si creemos que en la tecnología está la solución de nuestros problemas, resulta que la tecnología, tal como la hemos implementado, es parte del problema. Nos tiene atrapados en su embrujo; nos hizo consumistas, mucho más de lo que ya éramos, y se convirtió en el mejor medio por el que nos tienen controlados. También nos hizo soberbios y despreocupados de nuestro entorno.

El punto vital aquí es que para mantener una sociedad tecnológica de consumo masivo se necesita de una enorme cantidad de recursos con los que ya no contamos, y eso incluye agua y aire puros, bosques sanos y abundantes, la máxima diversidad de especies, y de paso también un clima estable. Asimismo se necesita energía barata y gran cantidad de metales, minerales y tierras raras. Con todo esto hemos acabado, y llegará un momento en que el tinglado ya no podrá sostenerse. Esto no significa que la tecnología desaparecerá de la noche a la mañana, pero su acceso se irá haciendo restringido. Empezó como un artículo de lujo y terminará como un artículo de lujo.

Si se consiguiera crear una sociedad más justa y equitativa que no esté basada en el crecimiento perpetuo, el consumo irracional, la acumulación y el motivo lucro, quizás la tecnología podría ser parte de nuestras vidas durante mucho tiempo, con avances que beneficien a la humanidad y a la vida en general, y no tan solo a los que tienen el poder. Hay espacio para una sociedad tecno ecológica pero primero tenemos que poner orden en nuestros asuntos y definir cuáles son nuestras prioridades. Si la prioridad es detener o reducir el proceso de deterioro ambiental y que la biósfera siga siendo habitable para todos los que vivimos en ella, entonces son otros los caminos por los que nos debemos aventurar.

domingo, 7 de octubre de 2018

Diseccionando a homo sapiens




por David Cañedo Escárcega


El sueño de ser dioses

¡Ah, el sueño de ser dioses! Vivir eternamente, por encima de las leyes del mundo natural, creando nuestra propia realidad e imponiendo nuestras reglas. Nos tomamos muy en serio nuestro papel y terminamos creyéndonos el personaje. Sí, definitivamente, somos dioses en la tierra y por eso hemos tomado posesión de ella, y dios allá arriba en el cielo es otro de los nuestros, a nuestra imagen y semejanza. Nos inventamos toda clase de creencias, tradiciones y justificaciones científicas, filosóficas y religiosas que nos colocaban en el centro de la creación: 4,500 millones de años de evolución que han culminado en el momento actual, con homo sapiens como la razón de ser no solo del planeta sino del universo. La especie que piensa que piensa. Los que somos “conscientes” de nuestra existencia y de la realidad, como si las demás especies no lo fueran. Pero nos hemos colocado muy por encima de ellas y les hemos negado agencia propia: los que tenemos derecho a existir somos nosotros y de aquí nos iremos a vivir al cielo o quién sabe dónde, porque hemos vencido nuestra mortalidad.

Esa fue la visión que nos sedujo; nos envolvió por completo y quisimos creer en ella con todas nuestras fuerzas. En el fondo por supuesto lo que nos movía era el terror a la muerte, que es lo que verdaderamente nos diferencía de las demás especies: la conciencia permanente de que algún día dejaremos de ser. Como dijera Carlos Fuentes, el hombre no tiene derecho a la eternidad pero cada uno de sus actos la reclama. Es esa angustia existencial que no hemos podido asimilar la que nos llevó a crecer ilimitadamente arrasando el mundo a nuestro paso y apropiándonos de la totalidad de la vida. Queremos vivir a costa de todo lo demás y se nos hizo muy cómodo olvidarnos de los límites. Nuestra obsesión por crecer es una fuga hacia adelante, huyendo de un vacío espantoso hacia otro más grande, como si la realidad nos persiguiera y tuviéramos pavor de que nos alcance.

Nos reprodujimos como células de cáncer y estamos chupando las energías vivas del sistema entero porque somos incapaces de hacer las paces con nuestra realidad última. Lo irónico del caso es que es ese terror irracional, profundo e inconsciente al no-ser, o al sinsentido del ser, lo que nos ha llevado a provocar un ecocidio que puede significar nuestra propia extinción.

Y surgieron las culturas y se construyeron civilizaciones, y las jerarquías también fueron inevitables. Es la búsqueda de la inmortalidad la que los llevó a adorar faraones y tlatoanis, y el derecho divino de los emperadores y la construcción de pirámides, templos y mausoleos; también la que llevó a glorificar la guerra como el método natural de apropiación de recursos para seguir creciendo.

Llegamos a la época actual y las tendencias solo se han acentuado. Hemos alcanzado el punto en que el planeta entero nos quedó chico. Ahora bien, vivimos en un medio ambiente y todo lo que hacemos en la vida está íntimamente relacionado y completamente dependiente de él. La tierra no es un objeto puesto ahí a nuestra disposición en el que nosotros hayamos llegado a instalarnos nada más porque sí; así es como la hemos tratado, como si fuéramos los dueños y pudiéramos hacer lo que queramos, cuando en el gran orden de las cosas el papel disruptivo que está jugando nuestra especie, una vez que cumpla su cometido, no nos dejará mucho lugar para seguir siendo. Nuestra especie puede ser solo una anomalía que fue útil para lo que haya sido, y la evolución del planeta seguirá su curso.

En este momento histórico que vivimos, en el que el proceso definitorio es la inexorable degradación ambiental que no estamos dispuestos todavía a atender, todos los que vivimos en este maravilloso planeta tenemos la responsabilidad de amarlo y cuidarlo, y ninguna industria, avance tecnológico o servicio que nos facilite la vida vale tanto la pena como para sacrificar el único lugar habitable que jamás llegaremos a tener. Confundimos el desarrollo material con el desarrollo espiritual y a la destrucción ambiental la llamamos “progreso”; sin embargo, en la trayectoria de homo sapiens la única alternativa posible al atolladero en el que nos encontramos es poner al planeta y las especies con las que coexistimos en la escala más alta de nuestros valores. El único futuro viable es reducir drásticamente cualquier tipo de impacto que tengamos en el medio ambiente incluyendo la tasa de natalidad y niveles de consumo, y construir una cultura cuyo principal enfoque sea la regeneración del entorno.


La obsolescencia planeada de homo sapiens

Homo sapiens entonces bien pudo ser un prototipo con una obsolescencia planeada y mecanismos de autodestrucción. Como en la industria en la que los objetos se fabrican para durar un cierto tiempo y después se empiezan a descomponer, así le puede suceder a nuestra especie. Ya sea que creamos que hay un designio detrás de todo o no, es exactamente así como se está jugando. Nos hemos vuelto disfuncionales, y no estamos funcionando en el gran ecosistema del planeta. Nuestra presencia es extremadamente disruptiva y francamente nos hemos convertido en un estorbo. La vida necesita vivirse y no la estamos dejando, y si nuestra función cósmica fue servir de agentes de cambio entre una era geológica y la siguiente, una vez cumplida no habrá más utilidad para nosotros. Como todos esos aparatos electrónicos que no duran más que un par de años y después sale más barato comprar uno nuevo que mandarlo a componer, una vez que nos volvamos obsoletos iremos rápido a dar al basurero de la evolución.

Y todo esto sucedió porque se nos ocurrió que una cultura patriarcal, basada en el culto al poder y con un infinito sentido de apropiación, era lo que nos convenía. La cultura que nos creamos era el reflejo de todas nuestras inseguridades, fobias, terrores y asuntos no resueltos. Éramos demasiado inmaduros como especie, y nos quedó grande el paquete. Eso de pensar se convirtió en una terrible carga y la solución fue embarcarnos en una misión para dominar el mundo. Al no poder aceptar la vida en sus términos nos hicimos crueles y caprichosos y la violencia se convirtió en clave de nuestras relaciones interespecie y con el resto de la creación. Lo importante ya no era ser, sino poseer y acumular. La guerra así como toda clase de mecanismos de explotación y sojuzgamiento se hicieron institucionales. Inventamos el racismo y el clasismo como perfectas excusas sicológicas para justificarnos, y todo lo empezamos a ver en blanco y negro.

Nos salió lo machos, y el machismo se hizo prevalente. Obedecer servilmente al que está arriba y pisotear al que está abajo fue la nueva norma a medida que nos fuimos civilizando.
A lo largo de varios milenios experimentamos con toda clase de formas de gobierno e ideologías políticas y económicas, unas menos peores que otras, y la que se terminó imponiendo fue el sistema vigente que se ha propagado por la totalidad del planeta y es la conclusión lógica de un proceso que al parecer no podía haber terminado de otra manera. Estamos en la fase más virulenta como ya se hace evidente, a pesar de la enorme capacidad que tenemos para no percibir las consecuencias de nuestros actos individuales o colectivos.

El llamado capitalismo surgió en Europa hace tres o cuatro siglos, producto de la fantástica riqueza que empezó a llegar de las Américas. Como por arte de magia les cayó una fortuna que no se habían ganado, basada en la apropiación, imposición y genocidio, y les gustó; una vez que contemplaron las posibilidades decidieron que lo mejor era seguirlo haciendo y se lanzaron alegremente a invadir África, Asia, y donde pudieron poner pie, montándose un esquema perfecto en su simplicidad y eficacia, por el que podían seguir gozando de su situación de privilegio y acaparando la riqueza de todos esos lados.

A este sistema se le llamó capitalismo y a la versión más reciente se le ha dado por llamarla neoliberalismo, que consiste en que el capital se ha concentrado a tal punto que no puede tolerar ninguna restricción a su imperiosa necesidad de seguirse acumulando. Cualquier cosa que tenga que ver con derechos humanos, laborales, ambientales, o con el bien común, se neutraliza y elimina. La economía se ha vuelto un casino en que la consigna es hacerse rico de la noche a la mañana y qué importa lo que pase después. Los gobiernos son agentes del sistema y a la gente se le condiciona desde niños a ser pasivos y fácilmente manipulables.

Este sistema no tiene absolutamente ningún futuro: ya agotó todas sus posibilidades y nos está llevando a múltiples catástrofes. El sistema se ha convertido en una camisa de fuerza que literalmente nos tiene paralizados física y mentalmente; somos incapaces de visualizar ninguna alternativa como si ésta fuera la única realidad posible. Alternativas sobran, pero hay ciertos supuestos básicos en la forma como llevamos nuestros asuntos que tienen que cambiar.


Un tremendo complejo de existir

El proceso por el que nos fuimos civilizando fue una costra que terminó por cubrir nuestra conciencia y nos divorció física, emocional y espiritualmente del flujo de vida a nuestro alrededor. Eso de creernos el centro del universo y pináculo de la creación tuvo toda clase de consecuencias imprevistas que determinaron la evolución de homo sapiens hasta la situación en la que nos encontramos actualmente, en el vórtice de un ecocidio que se nos fue por completo de las manos y ha adquirido vida propia. Hubo algún mecanismo sicológico muy retorcido que nos llevó a perder nuestra humanidad en el proceso, y yo supongo que eso tiene que ver con la sombra junguiana y el abismo de odio, egoísmo, miedo, inseguridad, culpa, vergüenza  e instintos más primitivos que conforman nuestra vida no vivida. El civilizarnos no significó trascender esos instintos sino que simplemente los reprimimos, pero nos salen continuamente hasta por los poros.

Socialmente evolucionamos para vivir en grupos pequeños en los que todo mundo se conocía y se establecían relaciones personales entre cada miembro; a medida que la población aumentó y se concentró en aldeas y ciudades, rápidamente llegamos a un límite de la cantidad de individuos que podemos incorporar a nuestras vidas y el resto se convierte en una abstracción. Nunca hemos abandonado la mentalidad del clan; el problema es que dividimos al mundo entre nosotros y ellos, y proyectamos en el Otro la suma de nuestras frustraciones y resentimientos hacia la vida y le negamos la misma condición de ser humano. El Otro es cualquier persona que no sea como nosotros, que se vea diferente, hable un idioma distinto, no tenga mi cultura o cuyo color de piel no sea el mío.

Es tan fácil deshumanizar a las personas. Negarse a otorgarles el derecho a existir y ser como son; negarles también la capacidad de sufrir, sentir, pensar, opinar, decidir, y más bien en el momento que se hacen un estorbo los destruyo. Se convierten en objetos, como hemos convertido en objeto al resto del mundo orgánico e inorgánico en el que nos tocó vivir: si lo hacemos con todo lo que nos rodea, ¿por qué no lo íbamos a hacer entre nosotros?

Es por eso que desde aquellas primeras civilizaciones nos hicimos muy buenos para el genocidio. Homo sapiens civilitatis no tuvo respeto para otros de su misma especie y por gusto, deporte, placer estético o tan solo para desaburrirse se dedicó a matar a sus congéneres; de paso, apropiándose de sus tierras y bienes. El hombre civilizado necesitaba recursos y mano de obra barata que se podía obtener de donde fuera y los pueblos sojuzgados dejaban de ser humanos. Se les convertía en ganado y se vendían como esclavos, condición que era hereditaria y permanente. Guerra y esclavitud son inherentes al proyecto civilizatorio, y cientos de millones de personas han sufrido extrema violencia porque sus victimarios han sido incapaces de reconocer su humanidad.

La historia está repleta de toda clase de masacres a cual más grotesca. Como las montañas de cabezas que dejaban detrás de sí Gengis Khan, Tamerlán y tantos otros que no conocemos, o las plataformas sostenidas por la gente donde se subía el ejército Asirio aplastando a todos los que había debajo, o las hambrunas provocadas que mataban a millones de personas, como en India durante el Imperio Británico o la Unión Soviética de Stalin; o epidemias esparcidas intencionalmente, como los europeos hicieron en América con sus enfermedades. O los hornos crematorios, Hiroshima, Nagasaki y los misiles intercontinentales, así como los snipers disparándole a la gente o los que maniobran los drones que bombardean las bodas y funerales como si fuera un juego de vídeo. O como Pancho Villa cuando decía “mátenlos y después virigüen”, que es lo mismo que decían por otro lado: “Mátenlos a todos, dios reconocerá a los suyos”. Esto es, con el mayor desprecio hacia la vida ajena.

También es cierto que cuando no hay recursos suficientes para todos la gente se mata más fácilmente y la guerra y genocidio han sido métodos de reducción de población, provocados y manipulados por algunos que se otorgan más derecho de existir que otros, y ciertamente los privilegios a los que ya se acostumbraron no los sueltan. El género humano tiene al parecer un tremendo complejo de existir que nos sale por medio de la violencia, pero al deshumanizar al Otro perdemos nuestra propia humanidad.


La epifanía colectiva en nuestro futuro

A medida que nos fuimos civilizando las ínfulas que nos dimos se nos subieron a la cabeza y terminamos por desarrollar un fenomenal sentido de apropiación: todo se vale con tal de apropiarse. De poseer. A la gente civilizada le gustó el poder, y el culto del poder colectivo se convirtió en el eje definitorio de ese nuevo tipo de sociedad que surgió en las ciudades. Poder es la capacidad de hacer que la gente haga lo que YO considero conveniente que haga, y hay varias razones por las que eso puede suceder así. Una de ellas es porque tengo carisma y la gente acepta mi liderazgo y me sigue voluntariamente. Pero ya sabemos que ese carisma rápido se pierde y por eso se han inventado toda clase de esquemas para mantener a la masa enganchada por inercia. Con una creatividad asombrosa y sin dejar resquicio se elaboró una amplísima gama de sistemas de sometimiento, manipulación, condicionamiento y coerción para que las cosas fueran como fueran y siguieran estando como estaban. Es la masa la que da el poder y mientras más gente más poder.

Entonces ya comenzamos mal desde ahí. Algo se distorsionó en nuestra psique con ese asunto del poder, el control y la deshumanización: como que nos fuimos por la tangente y se tergiversó nuestra escala de valores. En realidad, los faraones no son dioses ni nadie tiene realmente el derecho de consumir por encima de lo que le corresponde, pero ya no lo empezamos a ver así. Las sociedades igualitarias más libres que había previamente a la civilización se estratificaron e hicieron rígidas, con códigos de leyes que regulan hasta el último aspecto de nuestra vida material y decretos divinos que se ocupan del aspecto espiritual. La variedad de dioses que nos hemos inventado también es amplia y de lo más folclórica. Nos hemos dado gusto inventando lo que se nos ha ocurrido y todo con el fin de tener bien controlada a la gente.

Entonces fue toda una camisa de fuerza en la que nos fuimos metiendo de manera inadvertida, o en la medida en la que se advertía se consideraba inevitable. Nos podemos adaptar a lo que sea, incluso a la destrucción de nuestro mundo, con tal de estar cómodos un ratito más.

Es impresionante la facilidad con la que una persona, grupo de personas o sociedades enteras que han sido sojuzgadas, oprimidas, perseguidas y explotadas desde siempre, en el momento que se hacen del poder se convierten a su vez en victimarios de otras personas que no tienen nada que ver con sus antiguos opresores. Es una necesidad de desquitarse con quien se pueda, liberando la rabia, frustración e impotencia acumuladas previamente. Como los traumas de nuestra infancia, cuando fuimos objeto de una situación de violencia o injusticia que no supimos asimilar y que después se nos olvidó pero se quedó ahí debajo de la alfombra, en lo profundo del subconsciente, pateando y removiéndose y buscando cada oportunidad para aflorar a la superficie. Las experiencias de nuestra infancia nos condicionan para toda la vida y de hecho la mayor parte de nuestros miedos, terrores, ansiedades, creencias, prejuicios y posturas, nos los transmitimos de generación en generación, perpetuando el condicionamiento a la cultura de la violencia que nos ha traído al borde del precipicio.

A veces sucede que se deshumaniza a una persona o grupo de personas de los que viven a nuestro alrededor y nos acostumbramos a verlas y tratarlas como si fueran ganado u objetos decorativos que están ahí simplemente en función de nuestras necesidades o caprichos; y también puede ocurrir que espontáneamente por alguna razón de repente descubrimos que no son objetos sino seres humanos como nosotros, y esta epifanía puede ser una verdadera sorpresa e incluso un shock. Los israelíes por ejemplo algún día se darán cuenta de que los palestinos comparten la humanidad y tienen los mismos derechos que ellos, así como los alemanes eventualmente se dieron cuenta que los judíos y gitanos a los que habían mandado a los hornos crematorios también eran humanos que deseaban seguir existiendo.

Llevamos miles de años de matarnos entre nosotros con las más banales justificaciones y para apropiarnos de lo que se pueda, mientras cometemos seppuku colectivo. Nos distraemos con nuestras guerras y tenemos las armas más sofisticadas para destruir mientras la crisis ambiental gana momento. Hay una epifanía colectiva en nuestro futuro, y más vale que nos llegue pronto, porque solo cooperando entre individuos, pueblos y naciones, y con una amplia medida de justicia social, podemos hacer lo mejor de una mala situación.


Los dos baúles

Va a tener que ser que si queremos sobrevivir como especie tendremos que aprender a pensar como especie. La capacidad destructiva que hemos desarrollado en tan poco tiempo es asombrosa y homo sapiens está armado hasta los dientes con un arsenal de armas de todo tipo, incluyendo químicas, biológicas y nucleares, y no ha dudado en utilizarlas cuando se ha presentado la ocasión. Nuestras tecnologías pueden hacer un serio daño en aquello que llamamos biósfera y que es todo lo que nos rodea; tenemos maquinaria pesada con la que realizamos prodigios inimaginables hace 200 o 300 años, y que hubieran parecido sobrenaturales. Un pequeño grupo de personas puede talar un bosque entero en cuestión de horas, y de hecho los bosques están desapareciendo por todos lados. Nos asfixiamos en nuestros propios desperdicios y la gente muere de enfermedades como cáncer o cardiovasculares que se han convertido en parte de nuestros estilos de vida.

Estamos en una situación en la que literalmente estamos acabando con todo porque necesitamos cada vez más recursos, mientras la población se duplica en cuarenta años y la salud de los ecosistemas se desvanece como por arte de magia. No hay rincón del planeta que no esté comprometido, desde los océanos hasta la atmósfera, de los microbios al clima, en todos los niveles y por donde sea que nos fijemos. Al mismo tiempo, estamos atrapados en un paradigma que insiste en que somos el centro de la creación y todo aquí está para nuestro uso y abuso, y en el que lo único que realmente importa es nuestro beneficio inmediato y personal. Nos hemos convencido que este arreglo es el mejor posible y puede durar indefinidamente, y lo llamamos progreso.

Este progreso se apoderó de nuestras vidas y el problema es que ya no lo podemos detener, tan encarrerado que va. Queremos llegar tan lejos como podamos, no más para ver lo que encontramos. La tecnología nos sedujo y nos hizo bajar la guardia; se nos adormeció el instinto de supervivencia y nos dedicamos a destruir el medio ambiente del que dependemos, lo que suele ser un error fatal. Nuestra inteligencia, al parecer, no nos sirvió para entender lo que tantas otras especies saben por instinto: que su vida depende de un entorno sano.

En algún momento tendremos que decidir que a estas alturas nuestra única opción es hacer un frente común y detener el sistema socio económico que nos hemos creado, porque por sí solo no se va a detener hasta que acabe con todo. El capitalismo es una bestia viciosa que se niega a irse, y se aferra hasta con las uñas cuando su tiempo de expiración pasó hace ya un buen rato y empieza a oler a podrido. La lógica del sistema es impecable: simplemente crecer y acumular. No será nada fácil detener este sistema, pero si de todas maneras se está cayendo en pedacitos quizás alcancemos a salvar algo.

¿Cómo se le hace para detener la maquinaria de la guerra? ¿Y si los billones de dólares que se gastan en armamento se utilizaran para otras cosas? Como mitigar el hambre en el mundo y llevar agua potable y salud pública a donde no se tiene; nadie necesita pasar hambre cuando la tercera parte de los alimentos que se producen se desperdician. Sí, estamos hablando de una distribución de la riqueza: es la única manera cómo podemos afrontar el predicamento en el que nos encontramos con un poco de gracia. Tanto la concentración de recursos por un lado como su escasez por otro, son factores determinantes de la crisis ambiental.

Ante la magnitud de los problemas que nos acosan hay varias respuestas posibles. La de la inercia nos lleva al fascismo, sociedades militarizadas y conflictos cada vez más cruentos, con riesgo de guerra mundial y terminal, mientras la riqueza y el poder se siguen concentrando hasta el último momento. Es un sistema patológico. O lo hacemos a un lado y lo mandamos al baúl de la historia, o será la historia la que nos rebase y nos mande al baúl de la extinción. Homo sapiens quizás pueda aprender a vivir de una manera sustentable, pero nos está costando mucho trabajo empezar a decidimos. Nos esperan cambios portentosos, y no es mucho el margen de maniobra que tenemos para poder aún hacer alguna diferencia.


Espejismos de todos los tamaños

Ya decidimos entonces que la humanidad en conjunto estamos actuando de manera bastante irresponsable, por ponerlo suavemente. Somos muy ingenuos y nos tragamos toda clase de cuentos con una facilidad  asombrosa. Como las indulgencias papales que vendía la iglesia de Roma en el siglo dieciséis, en las que cualquier pecado, crimen o desviación se negociaba en cuotas establecidas según lo grave de la falta. La absolución por un asesinato en lugar público se fijaba en 15 libras, o 4 sueldos, y si el asesino daba muerte a dos o más hombres, pagaría como si hubiese asesinado a uno solo, si liquidaba la cuenta el mismo día. Por matar a un hermano, hermana, madre o padre, se pagaban 17 libras o 5 sueldos. Un obispo o alto prelado salía más caro: 131 libras. El eclesiástico que cometiera un pecado carnal, con monjas, primas, sobrinas o ahijadas suyas, o en fin, con cualquiera mujer, sería absuelto con el pago de 67 libras; si el pecado de fornicación era contra natura con niños la cuota subía a 131 libras y si era con bestias a 219.

Y así por el estilo. La gente pagaba lo que fuera y se podía obtener el perdón por los pecados cometidos, o comprarlo anticipadamente para los pecados por cometer, a modo de licencia. Había indulgencias para disminuir diferentes períodos de tiempo del que se pasaría en el purgatorio antes de entrar al cielo, y con el dinero suficiente cualquiera tenía asegurada la salvación eterna. A los fieles les encantaba creer en estas cosas y había un comercio robusto de reliquias y objetos religiosos por las que se solían pagar grandes sumas de dinero. Pedazos de vestimentas y residuos corporales de los santos eran muy solicitados y existían suficientes trozos de la madera de la verdadera cruz donde fue crucificado Cristo como para construir un barco.

Cualquier lidercillo que tenga cierto carisma puede hacerle creer a sus seguidores lo que quiera y nada más porque lo dice él, como si ellos mismos no tuvieran el menor criterio. Por ejemplos no paramos; uno particularmente dramático fue el suicidio colectivo de más de 900 personas en Guyana en 1978, cuando su Mesías Jim Jones decidió que la muerte solo era el tránsito a otro nivel y que aquello no era un suicidio, sino un acto revolucionario.

Entonces tenemos por un lado toda variedad de creencias a cual más absurda, y por el otro a suficiente gente que está dispuesta a creerlas y a seguir como borregos el camino que les marcan. Esa es la tragedia de nuestra especie, la que nos está llevando hacia el abismo, desde que empezamos a congregarnos en súper enjambres diluyendo nuestra individualidad en la masa colectiva.

Cada época se hace sus propios mitos que generaciones posteriores contemplan con curiosidad y asombro de cómo podía la gente suponer que esas cosas fueran ciertas. Como los panteones repletos de dioses de egipcios y babilonios, griegos e hindús, aztecas, mayas y tantos otros; deidades que eran tan parecidas a nosotros y también se la pasaban peleando entre ellos todo el tiempo. Con las primeras civilizaciones surgió la institución de la guerra y hasta la fecha no hemos podido superar el fetichismo que hacemos de las armas. Nuestros dioses actualmente son el dinero, el progreso y la tecnología, a los que otorgamos las mismas cualidades sobrenaturales que en algún momento se daban a las bulas papales. Al Dinero le sacrificamos el planeta entero, el Progreso es el sentido de la sociedad y es imparable, y la Tecnología es la que nos va a sacar de todos nuestros problemas. Por supuesto que esto es puro pensamiento mágico y dentro de mil años a nuestros descendientes (los que queden) les será difícil concebir que nosotros hayamos podido basar nuestras vidas y sellado nuestro destino bajo esas premisas.

La sociedad que nos hemos creado es una inmensa villa Potemkin como esas que se construían en Rusia para que la zarina Catalina se llevara una buena impresión de sus dominios, y que presentaban un aspecto idílico cuando en realidad no era más que la pura fachada de las casas en bastidores desmontables que se volvían a utilizar a lo largo del camino; la zarina regresaba a la corte convencida de que las políticas eran correctas y llevaban bienestar al pueblo mientras la gente se estaba muriendo de hambre.

Pues sí, nos inventamos espejismos de todos los tamaños y lo único que pedimos es que la realidad no intruya y nos eche a perder el momento, tan cómodo que es seguir viviendo en la ilusión.


La violencia en la que nos cocinamos

Hay personas que ven la realidad por detrás del espejo y no se dejan engañar tan fácilmente, y los llamamos profetas y visionarios. Se dan cuenta de cómo está la situación y perciben que la sociedad en la que viven, en la que han nacido y que es la única que conocen no es la totalidad de las cosas, sino que la vida es más amplia y tiene sus propios caminos independientes de los nuestros.

Perciben también que nuestra manera de hacer las cosas quizás no sea la más apropiada y hay cambios que definitivamente valdría la pena implementar antes de que la realidad nos los imponga, y eso se lo tratan de comunicar al resto de la gente, que por lo general no va a entender muy bien de lo que les hablan y no verá la necesidad de modificar sus maneras y estilos de vida nada más porque algún fulano se los dice. La masa lo va a ignorar pero habrá algunos que presten atención a sus palabras y se conviertan en sus seguidores o sus detractores. Si su voz tiene eco y muchos lo empiezan a escuchar inevitablemente chocará con intereses creados, ya que la sociedad está estructurada alrededor de intereses que se fueron formando quién sabe cómo pero de repente están ahí y ya no los quitas; tienen tendencias a eternizarse y se defienden hasta con las uñas haciendo lo que se tenga que hacer para mantenerse.

Por eso a muchos visionarios y activistas les va como en feria; en la medida en que el sistema los perciba como una amenaza se va a mover para neutralizarlos. A Martin Luther King lo mataron en 1968 por andarle diciendo sus verdades al Poder, que ya estaba fastidiado que este señor existiera. Un negro diciéndole a los blancos que las enfermedades de la pobreza, racismo y militarismo, eran formas de violencia que existían en un círculo vicioso y de cómo el gobierno de Estados Unidos era el mayor proveedor de violencia en el mundo. “No es suficiente con tan solo hablar sobre la guerra y la paz; la opción ya no es entre la violencia y la no-violencia, sino entre la no-violencia y la no-existencia.” Esto lo dijo en un sermón la noche antes de su muerte.

Ha pasado medio siglo y la espiral de la violencia se ha acelerado. La economía global depende de un estado permanente de guerra y el aparato militar mueve billones de dólares. La lucha por mercados y recursos se intensifica; poderosas corporaciones desesperadas por crecer perpetuamente avanzan arrasando todo a su paso creando conflictos y tremendas desigualdades sociales a medida que la riqueza se concentra al punto de ruptura. Al mismo tiempo la población se multiplica exponencialmente y buena parte de ella se ha visto afectada por la patología del consumismo, en la que cada quien pone de su parte para que el sistema depredador siga avanzando.

La guerra es un excelente negocio y genera enormes beneficios para los que saben encontrarle el modo, y por eso si no las hay se inventan. Aquí se aprovechan de la belicosidad natural de la gente y de lo fácil que es convencerlos de que les conviene irse a matar o morir para defender los intereses de otros. Cada pequeña o grande guerra que hay por ahí produce millones de muertos, refugiados y otros daños colaterales y estos niveles de violencia de alguna manera se ven ya como lo normal. Sale en las noticias pero entre tantas otras preocupaciones no prestamos demasiada atención. Todo mundo que puede se arma hasta los dientes y tenemos la tecnología para provocar un invierno nuclear alterando dramáticamente las condiciones de vida en la totalidad del planeta. Y por si fuera poco tenemos también un cambio climático y una crisis ambiental a la vuelta de la esquina.

Por donde le veamos la situación es preocupante. La opción entre la no-violencia y la no-existencia de la que nos hablaba Luther King se ha hecho solo más urgente y puede ser que hayamos atravesado el Rubicón y la suerte esté echada. Le bajamos a esa violencia en la que nos estamos cocinando o nos espera un futuro muy no de nuestro agrado. A estas alturas la única manera de evitar un suicidio colectivo por sobredosis de violencia es eliminando por completo el factor lucro en nuestras relaciones interespecie, por utópico que suene.


miércoles, 3 de octubre de 2018

Un futuro disfuncional



por David Cañedo Escárcega

El futuro es local
Lo que sí ya sabemos es que el futuro es local. Esas redes globales de producción y distribución de mercancía y alimentos de las que dependemos por completo se irán haciendo disfuncionales y en algún momento se desvanecerán en el aire. Esto puede suceder muy rápido, como en el caso de una guerra. La situación estando como está, con recursos cada vez más escasos para una población creciendo exponencialmente; un imperio desbocado que está convencido de salir victorioso en un intercambio nuclear y que insiste en imponer su voluntad a otras naciones que tienen la capacidad de responder a sus provocaciones; un sistema económico que no reconoce límites e insiste en crecer y devorar todo a su paso; una élite supranacional que se cree la dueña del planeta y se va a aferrar hasta con las uñas al orden establecido; y si sumamos a esto la irracionalidad de los tiempos en que vivimos, el nihilismo que nos atrapó colectivamente y la fascinación con la que avanzamos a nuestro destino, pues sí, es posible suponer que habrá conflictos, y algunos de estos se pueden poner feos.
Hay gente muy loca que no le importaría desatar una catástrofe nuclear “contenida” con tres o cinco mil millones de muertos, que de todas maneras a quién le importan, mientras ellos ven el espectáculo desde la seguridad de sus bunkers. Esperemos que no llegue a eso; que haya a tiempo una reacción de cordura y a la gente que decide y tiene la capacidad de hacer esas guerras las recluyan en un asilo de sicópatas viciosos que es donde pertenecen.
En cualquier caso, la situación es inestable. La verdad desnuda y simple es que el petróleo es el combustible de nuestra civilización y en el momento que la producción no pueda satisfacer a la demanda y empiece a escasear van a cambiar muchas de las cosas a las que estamos acostumbrados. Organismos gigantescos e ineficientes se harán obsoletos y estorbosos; eso incluye a la nación estado y grandes corporaciones, que no pueden funcionar sin dosis masivas de energía; el comercio globalizado y turismo internacional se irán haciendo vestigios del pasado y a medida que la crisis avance industria tras industria caerán como fichas de dominó.
Imaginemos que empieza a haber desempleo en serio. La economía no puede seguir creciendo al ritmo en el que aumenta la población y cada año hay cientos de miles de graduados de toda clase de universidades, desde las top class hasta las patito, y no hay trabajo para todos. Varios de mis ex alumnos de bachillerato que ahora son pasantes o licenciados no encuentran chamba de lo que estudiaron y terminan trabajando de lo que sea. Esto siempre ha sido así, pero como que se empieza a notar más. Hay carreras que están saturadas o que pertenecen a una economía que ya se va.
Yo les digo a mis alumnos de ecología que las carreras del futuro son cualquier cosa relacionada con el medio ambiente: la crisis ambiental no se va a ir a ningún lado como estamos empezando a darnos cuenta, y todo aquello que tenga que ver con producción orgánica de alimentos, energías alternativas, aprovechamiento racional y sustentable de riquezas naturales, conservación de fauna y flora, y que tengan una visión hacia una sociedad en la que el consumo de energía en conjunto y per cápita será sustancialmente menor y la necesidad de proteger el medio ambiente mayor, tendrá auge en esta etapa de transición a la que nos acercamos. Si no quieren estudiar una carrera que aprendan un oficio; hay algunos que les podrán ser más útiles que diplomas que solo sirven para colgarlos en la sala.
El caso es que el futuro es local. Tendremos que arreglárnoslas con lo que tenemos a la mano y en algún momento también nos daremos cuenta que la cooperación tiene mayor probabilidad de supervivencia que la competencia y el conflicto; las comunidades que se sepan organizar y hacerse autosuficientes en la medida que puedan hacerlo serán el modelo que moverán a las demás. En las ciudades, será en barrios y cuadras donde se produzcan alimentos y energía y a algunos les irá mejor que a otros.
Fue el excedente de alimentos el que permitió el desarrollo de eso que llamamos “civilización”. Cuando deja de haber ese excedente el edificio se desquebraja y tendemos a regresar a estructuras más pequeñas y tribales que de hecho son para las que evolucionamos.

El destino de los anasazi
Las fisuras del sistema se hacen aparentes. Social, económica, cultural, ambiental o espiritualmente, la situación se ha vuelto interesante. Como en la maldición china: que vivas en tiempos interesantes; pues son los que nos tocaron. La concentración extrema de riqueza a la que hemos llegado, en la que un puñado de personas posee más que la masa de la población en conjunto, la cual por cierto no deja de crecer y es incapaz de estabilizarse; con recursos que ya no son tan abundantes como solían serlo y de los que la dependencia es absoluta y de hecho va en aumento; y con élites completamente divorciadas de la realidad incapaces de descender de la nube allá arriba donde viven; son todas éstas claras señales de que algo no funciona y el castillo de naipes empieza a tambalearse.
Sucedió con los anasazi del cañón del Chaco, en el actual Nuevo México. La tribu se infectó con el virus de la jerarquía, y a diferencia de otros pueblos de por aquel rincón del mundo que aprendieron a vivir de manera más igualitaria y con respeto al mundo al que pertenecían, éstos se clavaron en el rollo del poder concentrado y terminaron siguiendo el guión desde el principio hasta el final, como tantas otras civilizaciones.
La suya fue de las más sofisticadas de Norteamérica en su momento, con entre 10,000 y 20,000 aldeas agrícolas y docenas de ciudades espectaculares, con edificios de hasta cinco pisos de altura y cientos de habitaciones, que fueron las mayores construcciones en América del Norte hasta tiempos muy recientes, cuando se empezaron a construir los rascacielos de acero. Tenían una red de 650 kilómetros de caminos de entre 3.5 y 9 metros de ancho, bien trazados y mantenidos, para comunicarse y traer los árboles que necesitaban para sus construcciones. La demanda de madera era insaciable y la tenían que traer de distancias cada vez mayores. Acabaron con los bosques de una amplia región lo que provocó un cambio en el régimen de lluvias y sequías recurrentes. La población creciendo y la tierra que ya no rendía, eso degeneró muy rápido y todo el aparato social y cultural que armaron durante siglos se desmoronó en unas pocas décadas.
La respuesta de la élite a la crisis fue meterle al acelerador y acabar con todo. Al principio se pensó que el malestar social era reflejo de la economía y tan solo era cuestión de “revitalizarla”. La fórmula fue más caminos, más rituales y más casas. Justo antes del colapso se clavaron en un frenesí de construcción con los edificios más grandiosos, y tenían que ir por la madera a bosques lejanos. En esta sociedad estratificada la suerte del campesino era trabajar duro y el producto de su esfuerzo se iba en su mayor parte como tributo o impuestos. La clase dominante estaba mejor alimentada y medía en promedio cinco centímetros de altura más que el pueblo, y con una tasa de mortalidad infantil tres veces menor.
Todo un esquema que se habían montado entonces, y que les permitía a unos vivir bien y a otros irla mal pasando; todo esto por supuesto se sostenía por medio del pensamiento mágico y la creencia en dioses, ordenes establecidos y destinos manifiestos, con rituales elaborados y cultos de personalidad. Para mantener un estado de las cosas en que unos pocos viven del esfuerzo de los demás también se necesita de coerción, y así es como surgen castas guerreras y militares que se encargan de que el estatus se mantenga.
Y pues sí, cantidad de otras veces que ha sucedido. Una situación como estas se sigue por inercia, porque todo mundo se acomoda o se resigna, o porque las cosas son como son y para qué buscarle. Los anasazi se dejaron seducir por la ilusión del poder y al parecer no se dieron cuenta que socavaban las bases de su propio modus vivendi. ¿Qué pensaban cuando acabaron con todos esos bosques, que hasta la fecha 800 años después no han podido regenerarse? Seguramente hubo algunos que se dieron cuenta que ya no llovía igual que antes y lo conectaron con la tala de árboles, pero nadie les hizo el menor caso. Les agarró la fiebre del crecimiento y la seducción de creerse dueños de su propio destino, y se hicieron vulnerables. Al final cayeron por su propio peso.
Justo lo que sucede actualmente.

A medida que la riqueza se concentra
La clase pudiente está aterrorizada de cualquier cosa que le suene a populista y que implique en lo más mínimo una repartición de la riqueza que tanto le costó ganar y ¿por qué la tenemos que compartir con esa bola de zánganos? A los líderes de cualquier parte del mundo que no lo entienden e insisten en hablar e implementar políticas que afecten a sus intereses rápidamente se les pone en su lugar. Se les demoniza, ridiculiza, se les mete al bote como a Lula en Brasil, se les roban las elecciones, se les arman golpes de estado o los asesinan.
Hay que ver el disgusto que tiene esta gente por el hecho de que algún candidato esté diciendo que va a regalar dinero a los pobres estableciendo programas de asistencia social y aumentando los impuestos que pagan los ricos. Bueno, independientemente de lo difícil que es llevarlas a la práctica, en realidad propuestas como estas merecen toda nuestra consideración. La situación social no puede sino seguirse deteriorando y hay varias crisis en el horizonte. Y si quieres suavizar un poco el trancazo hay que tener a la gente tranquila.
Aquí por ejemplo en el pueblo donde vivo la mayor parte de los chavos que van a la escuela tienen beca. Eso incluye a las dos universidades que hay por el rumbo. También están los setenta y más, las despensas, y lo que sea. Que la gente no se muera de hambre.
Denle su dinero a los ninis, y ¿qué con eso? En otros lados ya están manejando el concepto de ingreso básico garantizado a todo mundo aunque no trabajen. Es la solución a cantidad de problemas sociales, tomando en cuenta que el sistema entero se está cayendo en pedacitos. Por supuesto que una política como estas da pauta a abusos y mucho depende de la manera como se implemente, pero para la mayor parte de los beneficiados esa ayuda económica va a hacer la diferencia entre irla pasando y aguantando o estarse de plano muriendo de hambre y pensando en armar disturbios.
La clase pudiente que no lo ve de esta manera y es aparentemente incapaz de soltar ni las migajas debería de entender que es de beneficio para todo mundo que la riqueza esté un poco mejor repartida, incluso para ellos mismos.
Entonces por un lado tenemos un futuro distópico en el que la riqueza se sigue concentrando de manera inevitable y los intereses se atrincheran detrás de barreras infranqueables al tiempo que las contradicciones del sistema explotan en conflictos feroces por mercados y recursos que disminuyen. Ya lo estamos viendo con todas estas guerras sectarias, conflictos étnicos, intervenciones “humanitarias” e invasiones. Las potencias ya se posicionaron y por el momento están peleando sus guerras proxy en Siria, Ucrania, Asia Central y Medio Oriente, pero ninguna va a ceder un ápice; hay una nación, o grupo de poder, empeñada en imponer su voluntad al resto del planeta, y hay otras naciones que no se dejan y ya no le temen. La situación internacional es compleja y delicada pero se reduce a la cuestión de los recursos y mercados.
Dentro de cada nación los extremos de riqueza y pobreza también se han acentuado y a medida que las tajadas del pastel se hacen más pequeñas y ya no alcanza para todos, algunas personas empezaran a mostrar su descontento de diferentes formas, y no podemos descartar escenarios de guerrilla urbana en megalópolis rodeadas de cinturones de miseria donde viven millones de personas. En Estados Unidos en particular donde todo mundo tiene armas en sus casas y los veteranos de las guerras llegan luego muy dañados e incapaces de adaptarse, podría suceder que fueran ellos mismos los que organizaran una insurgencia, y de algo les servirían los conocimientos de táctica y estrategia que adquirieron en el campo de batalla. En México y otros países, son mafias, carteles y paramilitares las que dirigen el show.
En fin, toda clase de escenarios a cual más sombrío, y lo que todos tienen en común es que la riqueza se concentra inexorablemente a medida que recursos críticos se hacen escasos. Lo mismo sucedió con los anasazi, mayas, Roma, Sumeria, olmecas, Khmer, el que se nos ocurra. Todos siguieron el guión a la perfección. Nosotros también, y vamos a llegar al mismo punto a donde ellos llegaron. Todavía hay algunos que insisten en que esta vez “las cosas son diferente”. Pues sí, y la diferencia sería tan solo la escala que ahora manejamos.

Hacia una elusiva sustentabilidad

En este futuro disfuncional que estamos elaborando, en algún momento nos daremos cuenta que la degradación ambiental, el cambio climático, la contaminación, deforestación, extinción masiva de especies, pérdida de biodiversidad, alteraciones en los ciclos del agua, carbono, nitrógeno y fósforo, y otras gracias más de las que nos hemos encargado, son reales y existen en el mundo real, no nada más en los noticieros y a través de la información mediatizada por la que nos enteramos de lo que sucede allá afuera, si es que nos enteramos.
Por supuesto nos daremos cuenta solo cuando nos empiece a afectar personalmente; tenemos una capacidad impresionante para vivir, adaptarnos y desarrollarnos en un estado de profunda negación de la realidad y cada uno de nosotros nos vamos a aferrar hasta el último momento a la noción de que el mundo tal como lo conocemos continuará indefinidamente mientras seguimos progresando. Las sequías en Siria, los ciclones del Caribe, el monzón en Bangladesh, los incendios en California, las hambrunas en Sudán y los millones de refugiados climáticos que ya existen son abstracciones que le suceden a otra gente pero no a mí. Ni siquiera los bochornos que ya se sienten y que no se sentían hace 15 o 20 años nos van a sacar de nuestro estado de complacencia. Esos bochornos por cierto podemos suponer que de aquí a otros 15 o 20 años sean más intensos y duraderos. Después viene la época de lluvias y se nos olvida, pero el planeta efectivamente se está calentando, y rápido.
Y pues inevitablemente terminaremos por asimilar la idea que estamos en una situación que no se había previsto y que no podemos seguir ignorando. No nos vaya a pasar como les pasó en Cuba durante el período especial cuando se quedaron colgados de la brocha y tuvieron que ponerse a sembrar hortalizas hasta en el último resquicio. Escenarios donde crisis alimentarias ocurren espontánea e imprevisiblemente en diversos rincones del país y del planeta deben de ser contemplados, y más asumiendo que cualquier medida que se tome para mitigar una situación así lleva años y décadas en implementarse y producir fruto.
No es nada fácil hacerse autosuficiente en alimentos.  Aquí en México la población aumenta millón y medio al año e importamos la mitad de lo que comemos. No es seguro que pudiéramos trascender esa dependencia incluso si lo quisiéramos y como sociedad en conjunto nos lo propusiéramos. Menos cuando no existe la voluntad política ni presión social para moverse en esa dirección. Además, por supuesto, hay enormes intereses de por medio que son los que deciden las políticas oficiales y tienen a su gente en los cargos públicos. México, como muchos otros países, está atrapado en la órbita de las corporaciones y este hueso no lo sueltan. Controla los alimentos y controlas a la gente. Es cuestión de poder y dinero y de una agenda que insiste en esa cuestión del control.
Así, implementan sus tratados de libre comercio que han llevado a millones de campesinos a abandonar sus tierras, en un esfuerzo concertado para acabar con la agricultura tradicional. Empresas como Monsanto que ya se fusionó en Bayer nos enjaretan sus semillas terminator, pesticidas y granos transgénicos; otras empresas de apropian del agua y de mantos acuíferos: el agrobusiness vino para instalarse y no se va a ir a ningún lado.
Bueno, hasta que no se caiga por su propio peso, dejando detrás un desastre ambiental con tierras estériles saturadas en glifosato y otros venenos, y poblaciones de insectos que han descendido entre 50 y 80 por ciento a nivel mundial. Eso es lo que nos deja la agricultura industrial, y cuanto antes terminemos con ella mejor será para el resto de los seres vivos que habitamos este planeta y que no somos accionistas de esas empresas.
Eso sí, son muy buenos en relaciones públicas, manipular opiniones y crear consensos, y han montado todo un teatro para imponerse y parecer indispensables, pero no es más que un esquema. En realidad, ya va siendo hora de hacerlos completamente a un lado y desarrollar alternativas que promuevan la producción local y orgánica de alimentos en busca de esa elusiva sustentabilidad.