por David Cañedo Escárcega
La civilización tecnológica en todo su esplendor
Al parecer no
estamos muy bien programados para los cambios rápidos. Más vale malo conocido
que bueno por conocer es la norma de nuestro comportamiento y nos aferramos a
creencias y actitudes, acostumbrándonos a cualquier situación con tal que las
cosas sigan igual que antes. Pero la vida fluye y el mundo se transforma de
todas maneras, y cuando nos damos cuenta el panorama es distinto. Reconocer y
aceptar las nuevas condiciones nos puede costar un poco de trabajo porque
tenemos que salir de un molde antes que hayamos creado el siguiente, al que
también en su momento nos vamos a aferrar. Si los cambios son de magnitud y bruscos,
desbordando nuestra capacidad de adaptación, se genera mucho stress, y niveles
de violencia que se habían mantenido adormecidos y latentes de repente se
despiertan. Como ya sabemos la violencia tiene esa propiedad de ser mimética y
muy fácilmente se propaga por estratos de una sociedad. Ya sabemos también que
la violencia puede ser física o estructural, visible e invisible, y es la
piedra angular en la que se basa toda esa estructura que llamamos civilización.
Hace doscientos
años nos embarcamos en nuestra gran aventura de los combustibles fósiles y
nadie podía imaginarse los derroteros por los que fuimos avanzando. Esa fuente
inagotable de energía cambió por completo la ecuación y se introdujo hasta en
el último resquicio de nuestras vidas. Nos hicimos completamente dependientes
de ella y nos abandonamos con gusto en la abundancia que se materializó. A
medida que le encontramos toda clase de usos el rumbo por el que íbamos dio un
giro de muchos grados y nuestra misma cosmogonía (la interpretación que hacemos
de la realidad), así como la manera de relacionarnos con el mundo y nuestros
estilos de vida, fueron alterados irremediablemente, para bien o para mal.
Antes de que nos
diéramos cuenta la tecnología había explotado a nuestro alrededor y se hizo
omnipresente. En muy poco tiempo nos transformamos en una civilización
tecnológica, como esas que soñamos que quizás haya en algún otro rincón del
universo y con la que nos podríamos comunicar (y por eso mandamos sondas al
espacio con mensajes en muchos idiomas pensando que nos van a entender). Nos
dejamos seducir por el canto de las sirenas y no nos vamos a detener hasta
averiguar qué es lo que hay del otro lado.
Esta
civilización tecnológica aconteció muy rápido después de un largo período de
gestación que lo podemos medir en miles, cientos de miles o millones de años de
evolución hasta el punto en el que estamos. Como un capullo al hacerse flor o
la metamorfosis de una oruga en mariposa ahí apareció en todo su esplendor
antes de que pudiéramos decir “¿pero qué fue lo que pasó aquí?”. La tecnología
llegó y se instaló; se apropió de todo el espacio y se hizo presencia
permanente. El ritmo en el que esto sucedió se fue acelerando hasta convertirse
en avalancha, y en los últimos 15 o 20 años terminó de rodearnos por todos
lados y tomar el control de nuestras vidas. Nunca opusimos demasiada
resistencia y nos creímos lo que básicamente es un espejismo en el desierto.
Es impresionante
el grado en el que nos hemos enganchado a la matrix. Estamos clavados por horas
a nuestras pantallas y no podemos imaginar vivir sin nuestros celulares y
computadoras. La gente joven que no conoce otra realidad es particularmente
vulnerable. Esto lo veo con mis alumnos de bachillerato, cuya adicción al
celular es más prevalente cada año que pasa, y es un asunto que se tiene que
tratar en reuniones académicas. Hace 30 o 40 años los niños todavía jugaban con
baleros y canicas; ahora todos tienen un celular en la mano y la vida social se
hace en línea.
Nos hemos
convertido entonces en el instrumento de nuestros instrumentos: la tecnología
tenía que haber sido nuestra sierva pero terminó siendo nuestra dueña. El
efecto que esto provoca en nuestra psique es monumental y de largas
consecuencias, y ni siquiera hemos comenzado a asimilarlas. El cambio ha sido
demasiado rápido y genera estrés y tensiones que de mil maneras salen a la
superficie. En algún momento nos espera un reajuste: nos hemos desfasado de la
realidad y caminamos con un pie al aire. El momento histórico que nos tocó
vivir es el de mayor auge de esa rareza en el universo que es una civilización
tecnológica y que no puede durar mucho: la flor en todo su esplendor muy rápido
se marchita.
El estrés postraumático que nos espera
La civilización
tecnológica tiene el imperativo de seguir creciendo y avanzando, y una buena
parte de la humanidad hemos caído firmemente bajo su embrujo. El poder aplicado
de la ciencia nos tiene hipnotizados, y con cada nuevo aparato electrónico que
incorporamos a nuestras vidas nos integramos al gran proyecto por el que homo
sapiens se convirtió en el dueño de la creación. Cada vez que utilizamos una
licuadora o prendemos la luz de la sala, andamos en una motoneta o volamos en
un avión, descargamos música en el celular o vemos la televisión, o tantas
otras maneras en las que la tecnología se manifiesta en nuestras vidas,
participamos en el mismo proceso que ha mandado sondas al espacio exterior,
puesto hombres en la luna y creado una red de telecomunicaciones satelitales
que nos permite comunicarnos instantáneamente desde cualesquier puntos del
planeta. También hemos penetrado en los resquicios del átomo y liberado su
energía, quedándonos pasmados de nuestra inteligencia. No hay límites ni
fronteras a nuestra curiosidad, creatividad y búsqueda de conocimiento, y actualmente
estamos como niños con juguete nuevo explorando las posibilidades de manipular
el genoma modificando la vida a nuestro antojo. También somos capaces de
alterar el clima regional y global con geo ingeniería y hemos mostrado una
gloriosa inventiva en el desarrollo de armas y herramientas de lo más
sofisticadas para destruir y matar.
El talón de
Aquiles de toda civilización tecnológica en cualquier punto del universo donde
surja, es la enorme cantidad de recursos necesarios para mantener ese aparato.
Tarde o temprano la abundancia se acaba, y si no hay suficientes recursos a la
mano habrá que irlos a buscar a otro planeta. En las novelas de ciencia ficción
se nos habla de civilizaciones intergalácticas que descubrieron la manera de
recorrer las enormes distancias del universo en tiempos razonables, pero eso no
va a suceder con nosotros. La crisis ya la tenemos encima y tanto la cuestión
de los recursos como la de los desperdicios que se generan (lo que se llama
contaminación), así como la belicosidad que mostramos tan fácilmente para
resolver nuestras diferencias de opinión, hacen inminente e inevitable la
pérdida del ímpetu que llevamos y una fractura en el espejismo de poder que
creímos tener sobre nuestro destino.
Hay situaciones
límite que por lo general nos toman por sorpresa y bruscamente nos sacan de
nuestras zonas de confort: la realidad se quita el velo y se muestra cruda y
descarnada a nuestros ojos. Algo sucede que nos remueve el tapete. Esto puede
ser un accidente, catástrofe natural o alguna situación de violencia en la que
se vea uno envuelto. Dependiendo de las circunstancias y de la manera como
procesemos lo que sucedió, el evento será más o menos traumático. Algunos de
ellos nos pueden dejar cicatrices de por vida. Individuos, comunidades o
sociedades enteras pueden verse rebasados en su capacidad de asimilar el shock
y sufrimiento causado por la pérdida de estabilidad en sus vidas y caer en un
estado de depresión crónico conocido como trastorno de estrés postraumático,
que es como una niebla oscura que se apodera del espíritu y nos impide
conectarnos con la realidad a nuestro alrededor. Nos la pasamos rumiando sobre
lo que pudo haber sido y no fue y sintiéndonos miserables y ajenos mientras la
vida nos pasa de largo: la existencia se hace un absurdo y no podemos encontrar
algo que le dé un sentido.
Algunas personas
consiguen sublimar este estado y acceder a niveles de conciencia más profundos,
pero muchos otros se quedan tirados en la cuneta y a algunos los puede llevar a
la locura o al suicidio. Es importante recalcar que un mismo evento dramático
puede producir respuestas muy diferentes en cada persona y no todo mundo será
traumatizado de la misma manera. Hay eventos que se pueden anticipar y permiten
prepararse sicológica y emocionalmente para aminorar su impacto.
El asunto es que
hay una crisis en nuestro futuro, a medida que la civilización tecnológica
empieza a tambalearse y llega al límite de sus posibilidades, ahogándose en sus
propios desperdicios y produciendo toda clase de conflictos y violencia.
Estamos tan dependientes de la tecnología que cuando falle nos vamos a quedar
paralizados de terror de tener que aprender a vivir de nuevo sin ella. Este
trauma colectivo nos acompañará durante generaciones y muy lentamente lo iremos
depurando hasta que construyamos otra sociedad basada en premisas muy
distintas.
Una falla catastrófica del sistema
Con respecto a la civilización
tecnológica que nos hemos creado hay varios problemas estructurales que nunca
pudimos resolver y no es que nos hayamos preocupado demasiado por hacerlo; más
bien preferimos ignorarlos y pretender que todo iba viento en popa incluso
cuando empezó a soplar en nuestra contra. La injusta repartición de la riqueza
que es la característica sobresaliente de las sociedades jerarquizadas solo se
exacerbó con el advenimiento de la tecnología, que confiere un gran poder al
que la controla. Se dice que la tecnología es neutra y que puede usarse para el
bien o para el mal; en realidad desde el primer momento se utilizó como un instrumento
del poder. La ciencia aplicada no es inocente, y aunque seguramente ha habido
investigadores y científicos movidos por un auténtico afán de expandir el
conocimiento que tenemos de la realidad, y quizás también hasta por altruismo y
amor a la humanidad, a la hora de la hora, cuando se trata de llevar esos
conocimientos a la práctica, son los intereses y la lógica del poder los que
toman las riendas y deciden el curso de acción.
Entonces vemos como cualquier tecnología
que tenga que ver con el arte de la guerra y la capacidad de matar a más gente
eficientemente, va a tener prioridad sobre otras que no tengan esos objetivos.
Se gastan miles de millones de dólares en desarrollar las armas más
sofisticadas, como bombas nucleares compactas y misiles intercontinentales que
pueden viajar miles de kilómetros y caer en el punto deseado con un margen de
error de dos o tres metros; hemos inventado balas expansivas y minas
fragmentarias, y recientemente descubrimos que los drones son un juguete de lo
más divertido para mandarlos a acabar con bodas y funerales en Yemen o en
Afganistán. Tecnologías como el sonar, el radar, Internet o el sistema de
posicionamiento global se originaron en el ejército y después pasaron a la
sociedad civil.
La tecnología se mueve en un medio que se
llama capitalismo y las grandes corporaciones monopolizan el mercado, y ya
sabemos que el único criterio que los anima es la ganancia máxima e inmediata
para sus accionistas. Ese es el pathos que determina el rumbo por donde vamos.
En las últimas pocas décadas, a medida
que la civilización tecnológica se manifestó en toda su magnificencia, la
concentración de la riqueza ha llegado también a niveles grotescos, en los que
un puñado de personas posee más que la masa de la humanidad en conjunto. Esta
situación no es casual sino que es parte intrínseca del sistema. Las cosas
están hechas para que sean de esa manera: desde la lógica del poder todo está
funcionando a la perfección. Mil millones de personas pueden estar sufriendo de
hambre crónica, y también son millones los desplazados por las guerras y
sequías provocadas por el cambio climático, pero ¿a quién le importan? Son
invisibles y no entran en el análisis de costos.
En realidad, los beneficios de la
sociedad tecnológica tenían que haber salpicado parejo, o más equitativamente,
y el hecho de que no sea así es nada menos que una falla catastrófica del
sistema, que finalmente llevará a todo el castillo de naipes para abajo. De por
sí el impacto de nuestras actividades en el medio ambiente hace ya un buen rato
que se nos fue por completo de las manos, para que todavía hagamos de una mala
situación algo mucho peor de lo que tenía que haber sido. Son los extremos de
riqueza y de pobreza los principales agentes de degradación del medio ambiente:
por una parte está el consumismo desbocado e irrefrenable de clases pudientes,
con un apetito insaciable por todo tipo de recursos y productos terminados, y
por otro la necesidad de sobrevivir de la gente en el otro extremo, la que se
está muriendo de hambre, y por eso se talan bosques y se acaba con la
biodiversidad.
¿Será el destino de toda civilización
tecnológica acabar en un maelstrom de caos y violencia porque nunca aprendieron
a vivir cooperando y compartiendo? El momento histórico que vivimos, con el
auge y esplendor de la tecnología, es una rareza excepcional; diríamos: una
singularidad cósmica. No puede durar indefinidamente, y cuando se vea en
perspectiva quizás la conclusión a la que lleguen es que los buenos tiempos
nunca fueron tan buenos como se pensaban y que el precio que tuvimos que pagar
por el sueño de la tecnología fue demasiado alto.
Nuestra
mayor vulnerabilidad
Y pues sí, la tecnología nos facilitó
enormemente la vida. Todo empezó con el carbón y los telares y máquinas de
vapor, y siguieron los ferrocarriles y el telégrafo, con los que aniquilamos la
distancia. Parecía cosa de magia el poder mandar mensajes en cuestión de
segundos de un extremo al otro del continente por medio de los hilos de hierro
que llevan nuestra voz. Apenas estábamos comenzando; después vino el petróleo y
la electricidad, y la noche se hizo de día. Por fin pudimos trascender los
ritmos circadianos y decidimos que era bueno vivir sin depender demasiado de
los ciclos naturales.
Vino el automóvil y nos gustó el hecho de
poder transportarnos a cualquier parte del mundo sin cansarnos y sin mayor
molestia. Eso de ir a pie, en mula, caballo o en carreta se volvió passé. Nos asombramos cuando vencimos a
la gravedad y empezamos a movernos en el cielo y lo que antes nos llevaba meses
de viaje ahora lo hacíamos en cuestión de horas. Las cosas se ven tan
diferentes desde allá arriba, y una vez que aprendimos a volar de lo primero
que hicimos fue utilizar a los aviones para echar bombas hacia abajo. Una vez
que el Progreso echó a andar ya nadie lo detuvo y la humanidad se quedó pasmada
el 20 de julio de 1969 cuando llegamos a la luna; durante días y semanas no se
hablaba de otra cosa. Era una barrera tras otra la que estábamos franqueando,
en todos los campos y aspectos del conocimiento. Vencimos enfermedades,
manipulamos genes y moldeamos la realidad a nuestras necesidades, gustos y
caprichos.
En algún momento se rompió la presa y la
ciencia aplicada a la creación de objetos de consumo masivo se desbordó de
cualquier cauce. De repente nos vimos inundados por toda clase de artefactos
que hacían las cosas más maravillosas, como lavarnos la ropa o mantener
refrigerada la comida evitando que se eche a perder. También hay aparatos para
calentar, licuar, moler, batir o lo que se quiera hacer con los alimentos, y
podemos barrer con la aspiradora y planchar la ropa escuchando la música que se
nos antoje, y por supuesto radio y televisión se volvieron parte imprescindible
en el paisaje.
Esta irrupción de la tecnología en
nuestras vidas sucedió por los años cincuenta en las zonas desarrolladas del
planeta y de ahí se irradió al resto del mundo. Los ingenieros sociales son muy
efectivos, y aunque hemos sido manipulados en masa desde siempre, o por lo
menos desde que nos empezamos a concentrar en grandes grupos, con cada nuevo
avance o producto que sale al mercado han encontrado la manera de tenernos
completamente bajo su control. Hacen con nosotros lo que quieren, y nos convirtieron
en una humanidad de zombis cuyo único objetivo en la vida al parecer es
consumir y consumir y seguir consumiendo, y se creó de la nada eso que llamamos
la sociedad de consumo, en la que cualquier fulano está desesperado por ganar
lo más que pueda, algunos tan solo para sobrevivir y otros, en la medida en que
se beneficien del sistema, para ir a gastar hasta donde el dinero les alcance.
Nos agarró una fiebre, o quizás una analogía más correcta es que nos
convertimos en una plaga de langostas, y nos fuimos al último rincón de la
biósfera a obtener la cantidad ilimitada de recursos que necesitamos para
mantener nuestra adicción.
Queremos tener lo más nuevo y el
aparatito que haga las más gracias y de cuarenta años para acá, a partir de la
llamada revolución digital, computadoras y telecomunicaciones tomaron por
asalto el escenario y la acción cobró momento y se fue disparada. Los cambios
se suceden tan rápido que hemos perdido la capacidad de asombro; estamos como
cuando uno entra por primera vez a un casino en las Vegas y va caminando
fascinado por los pasillos agobiado de sobreexposición sensorial. Así estamos,
embobados con el poder que tenemos a nuestro alcance con instrumentos que caben
en nuestros bolsillos y que nos permiten comunicarnos instantáneamente y vernos
y escucharnos como si estuviéramos cara a cara, a pesar de estar separados por
miles de millas, como lo predijera Nicola Tesla hace casi un siglo.
Ciertamente todavía hay camino por
recorrer a medida que nos adentramos en ingeniería genética e inteligencia
artificial, así como cantidad de gadgets
novedosos que se incrustarán en nuestro entorno, pero la completa y total
dependencia física y sicológica que tiene la
sociedad moderna en la tecnología puede resultar ser nuestra mayor
vulnerabilidad.
El
intruso en nuestra sala
Es tanta la fe que tenemos de que la
tecnología nos va a sacar de todos nuestros problemas que estamos dispuestos a
jugarnos el futuro, cada vez más cercano, y seguir gozando mientras se pueda de
los grandes privilegios que nos otorgó la diosa fortuna. Esa energía que nos
encontramos enterrada la hemos utilizado pródigamente, y nuestra única
preocupación ha sido gastarla lo más rápido posible encontrándole los usos más
insospechados. Nos vamos a morir de una sobredosis de energía, pero mientras
tanto es como si tuviéramos un ejército de esclavos a nuestra disposición
haciendo todas esas labores que antes nos costaban trabajo y ahorrándonos tanto
tiempo y esfuerzo. El simple hecho de tener electricidad en nuestras casas y vehículos
automotores ahí afuera nos ha dado un nivel de vida impensable hace pocos
siglos. Nunca tantos habían vivido tan bien como ahora. Por supuesto hay
pobreza y mucha gente sufre para mantener los estilos de vida de otros; aun así
hay un buen segmento de humanidad que conforma las llamadas clases medias que
en mayor o menor grado vive mejor que reyes y faraones del pasado y de hecho
que de la abrumadora mayoría de personas que han existido hasta la fecha. Se
calcula que ha habido unos 108,000 millones de ejemplares de homo sapiens desde
que surgió la versión “moderna” hace 50,000 años, y el 99 punto algo por ciento
de ellos tuvieron vidas mucho más modestas y frugales que las que llevamos
actualmente.
Eso fue la magia de la ciencia aplicada
con cantidades inagotables de energía, y una vez que vimos las posibilidades
nos dejamos enganchar y perdimos el sentido de la realidad. Ahora bien, ¿será
inevitable que la tecnología se termine usando para manipularnos y tenernos
bajo control? Digo, ¿lo mismo sucederá con toda civilización tecnológica que
haya en cualquier otro rincón del universo? Porque eso es lo que ha sucedido
aquí en el planeta tierra, y la tecnología ha servido para darle un enorme
poder a un pequeñísimo grupo de personas sobre el resto de la población. Desde
que nacemos hasta que morimos nos tienen completamente lavados del coco y nos
hacen creer lo que se les antoja; los métodos de adoctrinamiento y conformación
solo se han hecho más efectivos con cada nuevo desarrollo en los medios de
transmitir información.
Con la incorporación de la radio y
televisión en nuestras vidas más bien fuimos nosotros los que nos incorporamos
a la matrix, y nos podíamos pasar horas en las salas de nuestras casas
embobados tragándonos todo lo que nos sorrajaban en la caja idiota. Cientos de
millones de personas se hicieron adictas a la visión trivializada de la
existencia que nos ofrecía este nuevo medio de comunicación que llegó y se
instaló, y lo único que se requería para abandonarse a sus placeres era dejar
cualquier espíritu crítico en el fondo del armario e integrarse al consenso
manufacturado que nos ofrecían. La televisión se convirtió en nuestra principal
distracción y compañero inseparable, absorbiendo nuestro tiempo libre y
convirtiéndose en eje de la vida social y familiar. ¿Cuántos niños no llegaban
a su casa de la escuela y lo primero que hacían era prender la televisión? Las
señoras veían todas las telenovelas y se sabían hasta el último detalle de la
producción; la convivencia familiar era ver juntos el mismo programa, y no es
que tenga nada de malo pero algo se fue perdiendo en el trayecto y no nos dimos
cuenta.
El hecho de incorporar a un completo
extraño en nuestra cotidianeidad de una manera tan preponderante implicó una
revolución en la manera como percibimos la realidad y nos comunicamos. La
televisión se convirtió en un mediador entre nosotros y el mundo pero nunca fue
un mediador inocente o imparcial. Desde el primer momento se supo el potencial
que tenía para influir en nuestras opiniones, gustos y decisiones y el arte de
la manipulación se manifestó en toda su gama de posibilidades. Con la
publicidad y mercadotecnia nos hacen creer que cosas que hace cinco minutos no
sabíamos que existían ahora ya no podemos vivir sin ellas, y la propaganda abierta
o subliminal permea hasta el último resquicio.
No por nada a los medios de comunicación
se les llama el cuarto poder. Ejercen una influencia inusitada y los consorcios
que monopolizan el discurso son parte fundamental de los vericuetos del poder.
Su alcance es total, pero hay fisuras en el sistema y hay un momento en el que
ya no puede seguir creando su propia realidad, o más bien que la realidad que
crea ya no convence a nadie. Se rompió el hechizo.
Sumergidos
en la realidad virtual
Las calculadoras portátiles empezaron a
hacerse accesibles al público a mediados de la década de los mil novecientos
setentas. Iba yo en la prepa cuando tuve mi primera, y era de lo más
entretenido ponerse a hacer operaciones con un aparatito que cabía en la palma
de la mano. Después vinieron los relojes digitales y las computadoras de
escritorio, pero nadie sospechaba en aquel entonces que el mundo estaba a punto
de transformarse por completo. Se percibía que íbamos para algún lado y que el
futuro iba por ese rumbo, pero las posibilidades de la tecnología todavía nos
eran muy ajenas. La gente no tenía ni idea de lo que sería el internet todavía
en la década de los ochentas, apenas diez años antes de que se hiciera
omnipresente. Vivíamos en un mundo análogo y era difícil entender lo que se
quería decir con aquello de “revolución digital”. Simplemente no podíamos
imaginarnos lo que significaban conceptos como páginas web, la nube, comercio
en línea, redes sociales, correo electrónico, descargas, y otros que ahora
forman parte de nuestra realidad cotidiana.
Los cambios llegaron como un tsunami para
el cual no estábamos preparados, y empresas e industrias enteras se tambalearon
o desaparecieron porque no pudieron adaptarse. Un caso notorio fue el de Kodak,
la compañía fotográfica más importante. La digitalización de la fotografía los
dejo paralizados, y antes de que se dieran cuenta ya habían quebrado. Lo mismo
sucedió con la industria de la música, que de repente descubrieron que todo
mundo estaba descargando y compartiendo canciones en el internet sin pagarles
sus derechos de autor y creyeron que con llevar a juicio a algunos individuos
iban a detener la avalancha.
Después de eso nadie se quiso quedar
fuera y nos abalanzamos en masa al tren a toda marcha de la realidad virtual.
El comercio se hizo en línea y podemos actualmente comprar y vender desde un
alfiler a un trasatlántico, o el planeta entero. Negocios, educación,
entretenimiento, comunicación y cada aspecto de la existencia se integraron a
la red, y lo más impresionante es que cada uno de nosotros tiene acceso a un
océano de información con aparatos tan pequeños que podemos sostener en la
mano. Hace treinta años nadie se lo hubiera imaginado.
El problema con toda esta tecnología es
que nos ha, por decirlo así, aletargado. ¿Y si a fin de cuentas todo no ha sido
más que una distracción, algo que nos mantuvo entretenidos un rato para no
tener que ver la realidad de frente? Porque tenemos una serie de crisis en
cadena que al parecer ya son inevitables; van a venir una detrás de la otra y
no vamos a saber ni por donde nos llegará la que sigue. Repetimos, si creemos
que en la tecnología está la solución de nuestros problemas, resulta que la
tecnología, tal como la hemos implementado, es parte del problema. Nos tiene
atrapados en su embrujo; nos hizo consumistas, mucho más de lo que ya éramos, y
se convirtió en el mejor medio por el que nos tienen controlados. También nos
hizo soberbios y despreocupados de nuestro entorno.
El punto vital aquí es que para mantener
una sociedad tecnológica de consumo masivo se necesita de una enorme cantidad
de recursos con los que ya no contamos, y eso incluye agua y aire puros,
bosques sanos y abundantes, la máxima diversidad de especies, y de paso también
un clima estable. Asimismo se necesita energía barata y gran cantidad de
metales, minerales y tierras raras. Con todo esto hemos acabado, y llegará un
momento en que el tinglado ya no podrá sostenerse. Esto no significa que la
tecnología desaparecerá de la noche a la mañana, pero su acceso se irá haciendo
restringido. Empezó como un artículo de lujo y terminará como un artículo de
lujo.
Si se consiguiera crear una sociedad más
justa y equitativa que no esté basada en el crecimiento perpetuo, el consumo
irracional, la acumulación y el motivo lucro, quizás la tecnología podría ser
parte de nuestras vidas durante mucho tiempo, con avances que beneficien a la
humanidad y a la vida en general, y no tan solo a los que tienen el poder. Hay
espacio para una sociedad tecno ecológica pero primero tenemos que poner orden
en nuestros asuntos y definir cuáles son nuestras prioridades. Si la prioridad
es detener o reducir el proceso de deterioro ambiental y que la biósfera siga
siendo habitable para todos los que vivimos en ella, entonces son otros los
caminos por los que nos debemos aventurar.