por David Cañedo
Escárcega
La naturaleza del cambio
Una vez que hemos asumido que el
sistema socio político económico religioso cultural filosófico etcétera se está
cayendo en pedacitos podemos contemplar algunos de los cambios que se avecinan.
Sobre la naturaleza del cambio podemos decir que es inevitable, pero todo
depende de qué tanto comprendamos las circunstancias y causas por las que
ocurre y podamos prepararnos para sus efectos. Hay veces en que nos agarra
completamente desprevenidos; no nos damos cuenta ni nos queremos dar cuenta que
las cosas ya no son como las pensábamos y en tales casos puede suceder que nos
veamos rebasados por los eventos. A fin de cuentas no hay nada estático en el
universo, todo está en un constante proceso de flujo y transformación en el
espacio y en el tiempo, y ¿de veras creíamos que nuestra posición de privilegio
iba a durar eternamente? Los esquemas mejor montados se derrumban, imperios van
y vienen, civilizaciones duran lo que duran y desaparecen sin dejar rastro y en
este punto estamos en que nos tambaleamos al borde del abismo y seguimos
adelante con más ímpetu, porque tenemos prisa por llegar a donde sea que vamos.
Tan inmersos estamos en la sociedad
del espectáculo que nos quedamos embobados a medida que el sistema se desmorona
todo a nuestro alrededor como si fuera una producción de Hollywood. Por
nuestras pantallas llegan noticias e imágenes de ciclones y guerras, hambrunas
y refugiados, especies que desaparecen y accidentes industriales, de la
contaminación y derrames petroleros, invasiones y atentados, y los vemos como
si fueran hechos aislados y ajenos, que acontecen allá lejos y a otras
personas, y no les prestamos demasiada atención; rápido se pierden en el
diluvio de información que se ha convertido nuestra vida cotidiana.
En realidad, es el sistema entero el
que está fallando, y esto se manifiesta en múltiples disfuncionalidades. Así
es, todo está interconectado y si es la biósfera misma la que está
comprometida, nuestras estructuras también lo están, y de hecho son bastante
vulnerables. Esto sin embargo no lo queremos reconocer, y por eso nuestra
resistencia a tomar cualquier medida que nos incomode o rompa con la costra de
la costumbre.
Pero hay medidas que sí se pueden ir
tomando; al principio nos va a costar trabajo decidirnos y empezar a implementarlas,
pero en algún momento nos daremos cuenta que pueden hacernos la vida más fácil
a lo largo del camino. Si el sistema no funciona hay que pensar por fuera del
sistema y desechar los valores que nos impone. Seguir creyendo a estas alturas que
la acumulación de la riqueza está por encima del bien común es un suicidio
colectivo, y los que creen que se benefician del orden de las cosas y harán lo
que tengan que hacer para que sigan como están, pueden tener un brusco
encontronazo con la realidad. No se trata de hacer la revolución: el edificio
se está cayendo por su propio peso. Muchas cosas se podían haber hecho para
suavizar el impacto, pero nunca estuvimos muy convencidos de que ya era hora
para finalmente hacer algo, y henos en el presente predicamento.
Y pues un primer paso es que nos
hagamos la idea de que la orgía de consumo terminó y cada vez habrá menos
recursos y energía per cápita y es posible que eso se traduzca en menores
opciones, oportunidades y medios para ganarse la vida, así como inseguridad
alimentaria e intensificación de toda clase de conflictos. Recursos escasos con
una población creciente y la riqueza cada vez más concentrada es como un embudo
por el que se tapa la cloaca y las aguas negras se desbordan.
Una vez que aceptamos esta premisa,
que el sistema es insustentable y que lo que lo sostenía ya se acabó,
visualizamos un panorama muy distinto, y quizás entonces nos podemos ver
movidos a la acción. La tarea es enorme y no sabemos ni por donde abordarla:
nada más y nada menos que construir un sistema socio político económico
ecológico alternativo en un lapso de tiempo record. Todos y cada uno de
nosotros somos agentes de cambio pero tenemos primero que hacernos conscientes
de la situación. No se trata tampoco de ser alarmista, pero las cosas ya son lo
bastante graves para que sigamos indefinidamente enterrando la cabeza en la
arena. El futuro nos alcanzó y tenemos que salirle al paso.
Una sociedad demasiado compleja
Cuando decimos que el sistema se
está desmoronando es porque realmente lo está haciendo. Eso es, está perdiendo
cohesión y corre el riesgo de implosión. Un sistema es un conjunto de elementos
que se relacionan e interactúan entre sí, nada más. Y según la cantidad de
elementos y naturaleza de las interacciones puede ser más simple o más
complejo; hay sistemas que prefieren mantenerse en un estado muy simple y hay
otros que optan por hacerse cada vez más complejos. Las bacterias por ejemplo
pueden consistir de una sola célula, y aunque nos pueden parecer organismos
simples en realidad tienen una asombrosa capacidad de adaptación a los
ambientes más hostiles. Resisten temperaturas extremas de frío y calor y pueden
vivir en ausencia de oxígeno y en presencia de metano, azufre y desechos
radioactivos. Son los organismos más abundantes del planeta y están por todas
partes; se estima que hay un millón de células bacterianas en un mililitro de
agua dulce y 40 millones en un gramo de tierra. Las bacterias han estado aquí
desde hace cuatro mil millones de años, y van a seguir estando hasta el fin de
los tiempos porque este es su planeta. Hay millones de especies y resultaron
ser de lo más resilientes.
Entonces el hecho de ser organismos
simples les dio muchas otras ventajas evolutivas. Pero la vida también tiende a
formas más complejas, porque a la vida le gusta experimentar, y en el
laboratorio de la biósfera le dio vuelo a la imaginación y se manifestó en las
formas más variadas. La diversidad es la clave de la vida, (aunque es una
lástima que eso no lo hayamos entendido y estemos llevando despreocupadamente a
miles de especies a la extinción); en cualquier caso el cerebro humano es una
maravilla de complejidad evolutiva con sus cerca de cien mil millones de
neuronas comunicándose entre ellas e intercambiando información por medio de partículas
llamadas neurotransmisores en más de cien billones (1014) de espacios
sinápticos. Cada uno de estos espacios alberga un montón de sucesos a la vez y las
neuronas se activan siguiendo diferentes patrones de frecuencias. Al parecer
solo estamos aprovechando un pequeño porcentaje de las potencialidades del
cerebro.
El caso es que a nosotros, homo
sapiens, también nos dio por construir nuestros propios sistemas que nos dan
cohesión social, nos explican el significado del universo y median nuestra
percepción de la realidad. Estos sistemas empezaron siendo bastante simples,
como entre los pequeños clanes nómadas del pasado histórico que contaban con
códigos de conducta definidos por el imperativo de la sobrevivencia común, y
fueron desarrollándose a medida que nos sedentarizamos e inventamos la
civilización basada en la agricultura, la acumulación de los excedentes y
creación de jerarquías. Cada reino o imperio que pasó por ahí era una búsqueda
a fin de cuentas de mayor complejidad en el entramado de la sociedad, esto es,
en las relaciones entre cada uno de los participantes. Las poblaciones tendían
a crecer y necesitar cada vez más recursos, y surgieron inmensas burocracias
para atender las necesidades de la cotidianeidad y mantener un mínimo de
control y orden en el caos. Pero inevitablemente terminaban perdiendo la
batalla. Al final el caos siempre se impone y esto es por la ley física de la
entropía, en la que todo orden es temporal y no más que un paréntesis antes de
regresar al caos. Al agotarse los recursos el más elaborado esquema se viene
para abajo.
El nivel de complejidad al que ha
llegado nuestra civilización industrial tecnológica vigente era inimaginable
hace un par de siglos. Hace apenas cincuenta años la sociedad se movía todavía
a otro ritmo. Y de repente el planeta se encogió, la economía se globalizó, nos
ahogamos en un mar de información, se nos convirtió en objetos o en datos
estadísticos, se nos sumergió en el más sofisticado aparato de control y
manipulación que se pudieron inventar, y las circunstancias de las que dependen
nuestras vidas escaparon por completo de nuestras manos. Ahora dependemos de
una bolsa de valores que está en Nueva York o de que algún sicópata en su
bunker no decida mandar un misil nuclear. Situaciones como el cambio climático
o el deterioro generalizado del medio ambiente son las fallas más críticas del
sistema y nos rebasan por completo; quizás por eso preferimos ignorarlas.
La sociedad se hizo demasiado
compleja para nuestro propio bien y demasiado rápido. Nuestra psique todavía no
lo asimila y es probable que cuando las fuerzas centrífugas empiecen a soplar
en serio nos quedemos azorados sin saber ni lo que esté pasando a nuestro
alrededor.
Reinventando México
Más vale que nos vayamos haciendo la
idea que la economía local, regional, estatal, nacional y global es un castillo
de naipes que en el momento menos pensado se viene para abajo, y que, así como
están las cosas, ya está haciendo agua por todos lados. Vemos al imperio dando
un traspié tras otro, embarcándose en guerras comerciales con aliados y
rivales: a China, que es su principal acreedor y al que le debe billones de
dólares, lo quiere estrangular con tarifas, cuando la economía china es más
grande que la gringa y cada vez más independiente. El día que se decida será
China la que le ponga un trancazo económico a Estados Unidos del que
probablemente no se pueda recuperar. Aunque son muy cautelosos: los chinos
saben que una fiera acorralada es peligrosa y prefieren darle tiempo al tiempo
y dejar que las cosas sigan su curso y el imperio se derrumbe por sí solo.
Los europeos ya no aguantan las
imposiciones y berrinches de su “socio”, que también les impone tarifas y les
prohíbe hacer negocios con Irán o Rusia; asimismo los obliga a aumentar el
presupuesto que le dedican a la OTAN y en general tienen que plegarse a lo que
se les diga. Pero ya no están tan contentos con la condición servil en la que
quedaron después de la última guerra mundial, y pareciera que Estados Unidos
estuviera haciendo lo posible por terminar de enajenarlos. Lo mismo hace con
Canadá y México, sus socios del TLC de Norteamérica. Se quiere imponer más que
de costumbre, y se hace sofocante. Se encajan demasiado y han renegociado ese
tratado para poder exprimirnos todavía más.
Da la impresión que nos aproximamos
a la fase terminal de esta charada que hemos estado jugando. Estados Unidos, o
el imperio, o el sistema, o la élite, según lo amplio o estrecho que lo
queramos ver, está desesperado aferrándose con las uñas para mantener hasta el
último de sus privilegios, incapaces siquiera de imaginar un futuro con un
status quo diferente. La situación ya se les fue de las manos, y a lo más que
pudieran aspirar en este momento es a un aterrizaje suavecito, pero en lugar de
frenar se lanzan con más fuerza. Van a terminar perdiendo más de lo que se
pudiera salvar de otra manera.
Tomando en cuenta estas
circunstancias y viendo que el imperio está desahuciado y sin manera de
reformarse, la imagen que un país como México debe proyectar ahora es distinta.
Imaginémonos una nación vasalla que decide no seguirle más el juego al capital
internacional y prefiere zafarse de la órbita imperial para formar parte de un
mundo multipolar. Esa nación ya se dio cuenta que el futuro con el imperio no
la va a llevar a ningún lado: la enfermedad es terminal y se va a llevar a
todos los que pueda por delante, así que por simple instinto de supervivencia
decide buscarle por otro lado, tratando de conformar una sociedad más
equitativa y sustentable. Esto no será nada fácil, por supuesto, y va a
enfrentar una resistencia feroz, como tantas otras naciones que lo intentaron y
fueron hechas trizas, pero es la única manera: la situación tal como está es
insostenible.
La degradación ambiental a nuestro
alrededor y a cualquier escala, de local a global, es bien real y presente, por
más que nos esforcemos colectivamente en ignorarla a pesar de estar cruzando
puntos de ruptura que pueden ser irreversibles. A medida que nos despertamos a
la enormidad de la situación en la que nos encontramos el esfuerzo colectivo
por salvar lo que pueda ser salvado del mundo natural debe convertirse en
nuestra prioridad número uno, por encima de cualquier otra consideración
política y económica. México podría reinventarse: olvidarnos de mega
aeropuertos y otros proyectos faraónicos, así como del índice Dow y que si los
mercados subieron o bajaron, o de nuestra habilidad para atraer las inversiones
extranjeras. Todo eso forma parte del edificio financiero que se está
resquebrajando. Podríamos echar nuestra suerte a crear una sociedad
ecológicamente responsable, en la medida en que lo entendamos y tomando en
cuenta que la crisis ya la tenemos encima; esto implica una ruptura en un
tiempo extremadamente breve, quizás tan solo un par de décadas, en que todavía
tenemos margen de maniobra. Otras naciones ya lo están intentando.
Al principio parece que todo mundo
está esperando que alguien tome la iniciativa, pero una vez que se pasa cierto
umbral y masa crítica, el cambio se hace inevitable.
Dos días sin whatsapp
En las
sociedades civilizadas más o menos nos estamos pasando un promedio de seis
horas diarias enfrente de alguna pantalla. Eso es la cuarta parte del día.
Televisión, computadora y celulares se apropiaron de nuestras vidas y se
volvieron indispensables. Ni siquiera nos dimos cuenta de cómo sucedió, pero
fue muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos. Esto implica un giro evolutivo de
primera magnitud y podemos suponer que generará toda clase de mutaciones en
nuestro organismo, como no las había habido desde que descendimos de los
árboles. En aquel entonces los cambios eran lentos, y se llevó cientos de miles
de años terminar de desechar las colas que utilizábamos para movernos de rama
en rama, así como el pelo corporal que nos protegía del frío y que se volvió innecesario
al empezar a cubrirnos con pieles de otros animales. El cuerpo se adaptó a los
diferentes estímulos y desarrolló lo que le era más conveniente, y lo mismo
ocurre actualmente. Nos hemos vuelto sedentarios, comodinos, pasivos, y
completamente dependientes de la tecnología para funcionar día con día, y eso
significa que nuestros cuerpos se están volviendo más débiles, frágiles y
vulnerables. Es de suponer que el hecho de pasarse tantas horas al día
hipnotizados delante de una pantalla tendrá algún efecto en nuestro sentido de
la vista, y que los ojos se hagan más chicos o más grandes, y las retinas más
sensibles o insensibles, y la curvatura de la córnea o lo que sea; algún efecto
físico ya se estará manifestando.
En cuanto
a nuestras mentes, ¿qué efecto tienen esas pantallas en el desarrollo de eso
que llamamos inteligencia? Alguien podría argüir que las pantallas solo han
contribuido a nuestro embrutecimiento colectivo, como inevitablemente tenía que
haber sido, y que estamos tan absortos en la realidad virtual que nos hemos
olvidado de la realidad real. Queremos ser y estar entretenidos y nuestros
aparatos han sido una excelente distracción. Los amamos porque nos distraen de
la realidad y nos hacen creer en muchas cosas. ¡Cómo han hecho que la vida sea
conveniente y fácil de llevar! El celular se ha convertido en una verdadera
muleta sicológica para mucha gente, desde que despiertan hasta que se duermen,
y esto ocurrió en menos de una década.
Por estos
últimos días se vino el frente frío con helada aquí en la huasteca hidalguense
donde vivo y cantidad de ramas y árboles se cayeron por todos lados provocando
deslaves y bloqueando la carretera, dejando la región incomunicada. También se
cayeron los postes de luz y horror de horrores nos quedamos aislados y sin
electricidad durante dos días. El primer día la tortillería funcionó con una
planta de gasolina y había una cola de una cuadra para comprar tortillas; el
segundo día se descompuso la planta y la gente se quedó sin tortillas.
Todo
mundo aquí estamos tan adictos como cualquiera a nuestra luz eléctrica y los
aparatitos de toda clase de los que nos hayamos podido procurar. Los chavos y
no tan chavos ya no pueden vivir sin su celular, es la verdad simple y
sencilla. ¿Cómo sería la vida sin whatsapp? Pues durante dos días la gente tuvo
que sobrevivir sin su dosis. Mis sobrinas dicen que de repente descubrieron que
convivían con otras personas en la misma casa y empezaron a hablarse en lugar
de mandarse mensajes. Y las noches estrelladas. Tenía tiempo que no se veían
tantas estrellas en el cielo nocturno, y es posible que algunas personas se
hayan percatado de ellas por primera vez, con eso que las noches ya no son
oscuras por la contaminación de luz que emana del pueblo.
O sea que
quedarse sin luz no dejó de tener sus ventajas. Los jóvenes tuvieron una
probada de lo que la vida era antes de que la tecnología llegara y se
instalara, y finalmente decidieron que la vida es mucho mejor ahora que tenemos
Facebook y demás redes sociales; la comunicación instantánea se ha convertido
tanto en la nueva normal que no se pueden imaginar sin ella.
Los dos
días se fueron rápido pero ya todos estaban deseando que regresara la luz. De
prolongarse más, eso hubiera tomado tintes de crisis, empezando porque en algún
momento habrían faltado alimentos.
Finalmente
regresamos a la normalidad. Ya todo está bien y tan sólo nos queda esperar que
esta normalidad dure todavía mucho tiempo. No es difícil imaginar una situación
en un futuro no muy lejano cuando las fallas eléctricas se hagan crónicas y
Tenango y tantos otros pueblos como él se encuentren aislados y con problemas
para mantenerse.
Confrontando una situación
Y pues
sí, es muy fácil decir que la economía tiene que decrecer eliminando todo lo
superfluo, pero en la práctica ¿cómo lo haces? Nadie quiere una crisis
económica, y si algún candidato se postula con una plataforma de cerrar
fábricas y eliminar fuentes de empleo es posible que no se le tome mucho en
cuenta. Estamos en medio de la fiebre, y queremos más y mejores servicios,
aeropuertos nuevos y súper trenes, redes inalámbricas de alta velocidad y lo
último en aparatitos, haciéndonos adictos a estilos de vida con exagerado uso
de energía. Se nos habla de una transición a una economía más “verde”, pero
nadie está dispuesto a vivir con menos energía. Se hacen acuerdos
internacionales para reducir las emisiones de carbono que rápidamente se
olvidan mientras gobiernos e industria petrolera están desesperados por
encontrar otros pozos petroleros que sustituyan a los que se han agotado. La
demanda va en aumento, y la oferta lucha por seguirle el paso. Vamos por
supuesto a quemar hasta la última gota de petróleo que encontremos, al mismo
tiempo que las concentraciones de CO2 en la atmósfera llegan a niveles que no
se habían visto en varios millones de años. Estamos fritos: el cambio climático
ya nadie lo detiene, aunque aún se pueden hacer muchas cosas para mitigar sus
peores consecuencias, si tan solo pudiéramos comenzar a decidirnos.
Cuando
vemos las cosas desde el punto de vista de la crisis ambiental que tenemos
encima, de repente la idea de decrecer la economía ya no suena tan absurda, y
podemos suponer que en unos diez o a lo mucho veinte años habrá candidatos cuya
plataforma será precisamente esa, y mientras más urgente su propuesta más caso
les hará la gente. Así como van las cosas, con un medio ambiente en proceso
generalizado de deterioro observable en el transcurso de nuestras vidas, y un
polvorín social a medida que recursos críticos se hacen más difíciles de
obtener, en veinte años ya notaremos una diferencia con las condiciones en las
que vivimos actualmente, para los que nos pongamos a recordar con nostalgia los
viejos tiempos. A medida que el mundo que nos hemos creado se resquebraja
seremos movidos a la acción, como cuando te despiertas de un letargo y te das
cuenta que si no te apuras se te va el tren.
Entonces,
¿qué pasos prácticos se pueden dar desde ahora para suavizar el trancazo? Bueno
pues se puede empezar desde muchas partes y una de ellas es asegurar que todos
y cada uno tengan suficiente para comer y vivir decorosamente. Esto significa
un ingreso mínimo garantizado para todo ciudadano y habitante de una región. En
un escenario de crisis económica o de decrecimiento voluntario de la economía,
en el que la industria irá cerrando progresivamente sus puertas y segmentos de
la población se quedarán sin trabajo, la única manera de tenerlos sosegados es
que no se estén muriendo de hambre. La gente es capaz de hacer muchos
sacrificios si comprende la necesidad de hacerlos y ve que los demás jalan
parejo. Esto implica necesariamente una repartición de la riqueza. Si nada más
se le pide al pueblo que se apriete el cinturón mientras las clases
privilegiadas se encierran en sus enclaves imponiendo estados de sitio y
distopias militarizadas, ya no está funcionando el asunto. De hecho es lo que
sucede, y si la situación se va por ese rumbo corre el riesgo de terminar muy
mal, con represión, violencia, hambrunas y guerras por recursos con armas
nucleares.
Si las
élites que se creen dueñas del planeta pudieran comprender que el sentido de la
vida no es acumular poder y riqueza y que su sobrevivencia está ligada a la
sobrevivencia del cuerpo social y el medio ambiente al que pertenecen, quizás
decidirían que a partir de cierto punto la acumulación de bienes ya no hace
sentido y que a todo mundo le conviene que no haya extremos de riqueza o de
pobreza.
Es el
sistema económico el que tiene que cambiar, y a estas alturas la única manera
de hacerlo que no implique excesos de violencia es que la misma gente que se
beneficia del sistema participe en su desmantelamiento. Con su cooperación se
avanzaría mucho más rápido en lugar de tener que esperar hasta que el edificio
caiga por su propio peso, cuando ya no quede mucho por salvar. Si esto lo
entienden, quizás entre todos podamos buscar alternativas y hacerle frente a
una situación que de por sí ya es lo suficientemente grave.
Reduciendo las emisiones
La
humanidad en conjunto arrojó 54 gigatones de emisiones de dióxido de carbono a
la atmósfera en el año 2017. Esto está muy por encima de lo que el mundo
natural puede absorber por sí solo, principalmente por medio de bosques y
océanos, y que se calcula alrededor de los 21 gigatones. Es decir, hay un
exceso de 33 gigatones de gases que estamos quemando alegre y
despreocupadamente, y que se van acumulando allá arriba haciendo que desde que
empezó la revolución industrial hace dos siglos la concentración de CO2 haya
aumentado de 280 partes por millón (ppm) a 412 en la actualidad, lo que es el
nivel más alto que se había visto en 800,000 años. La concentración sigue
aumentando a razón de 2.25 ppm al año en promedio, lo que significa que de aquí
a 15 años le vamos a estar pegando a las 450 ppm, lo que al parecer ya hace
inevitable un aumento de dos grados en la temperatura global, provocando
deshielos, inundaciones, mega tormentas, sequías y millones de refugiados en el
mundo. El proceso se puede hacer muy caótico, de por sí nadie tiene el control
de nada, y la sociedad entera está basada en supuestos que solo funcionan
dentro de ciertas condiciones. Si estas cambian, la sociedad se verá desbordada
rápidamente en su capacidad de adaptarse y surgirán todos los monstruos que
normalmente nos gusta creer que tenemos sosegados. En realidad nada más están esperando
su oportunidad de manifestarse.
Entonces
es imperativo reducir esas emisiones lo antes posible. Ahora bien, no todo
mundo contamina de la misma manera por supuesto, y si dividiéramos esos 21
gigatones que el mundo natural puede absorber entre los 7 mil y tantos millones
de personas que hay en el planeta nos tocarían 3 toneladas de CO2 por persona
al año, con lo que se puede hacer bastante si aprendiéramos a administrarnos.
En la práctica son los países “desarrollados” y las clases acomodadas las que se
han acostumbrado a derrochar energía para darse la gran vida, y así vemos que
en Estados Unidos la persona promedio produce 17 toneladas de CO2 al año,
contra 5.3 en Italia, 1.7 en India y 0.1 en Mali.
Un dato
curioso es que en la combustión cada átomo de carbono se combina con dos átomos
de oxígeno, lo que hace que un kilo de combustible fósil al quemarse se
convierta en 3.7 kilos de dióxido de carbono.
Entonces
tenemos que reducir esas emisiones a un paso gigantesco y la única manera de
hacerlo es consiguiendo la cooperación de las clases pudientes en el
desmantelamiento del sistema que los beneficia. La industria se ha convertido
en una carga que está poniendo en juego nuestra propia supervivencia y
tendremos que dejarla atrás. Eso incluye los modelos industriales de producción
de alimentos, tanto en agricultura como ganadería y pesca. Incluye los millones
de fábricas que producen toda clase de objetos superfluos que atiborran los
estantes de los supermercados; incluye también al complejo militar industrial
que se dedica a producir algunos de los objetos más inútiles que nos podamos
imaginar, que son las armas. La institución de la guerra tiene que desaparecer,
así como las condiciones sociales que la hacen necesaria. La movilidad de la
que gozamos actualmente será vista como una anomalía histórica: qué cómodo es
tomar un avión y en cuestión de horas estar en cualquier parte del mundo, pero
eso es un lujo del que no siempre vamos a seguir gozando. También tendremos que
reducir sustancialmente el uso del automóvil y dejar de creer que la tecnología
nos va a sacar de nuestros problemas.
Para los
que piensen que es irrealista y utópico suponer que este cambio será voluntario
es posible que tengan razón. Si vemos el registro histórico no hay muchas
posibilidades de que eso suceda. Cada civilización que ha fallado es porque
estaba atrapada en una inercia paralizante, y se siguió adelante hasta que ya
no se pudo seguirlo haciendo. Si aprendiéramos de la experiencia ajena, pero
eso tampoco sucede. Como en una tragedia griega en la que el destino está
decidido de antemano así vamos, atrincherados en nuestras zonas de confort y
con un fastidio enorme de tener que ver la realidad de frente.
En fin.
Así es como está la situación. No tenemos mucho margen de acción y lo que
hagamos o dejemos de hacer en los próximos 20 años tendrá largas consecuencias.
El deterioro ambiental es imparable; quizás todavía alcancemos a frenarlo un
poco.
Desarrollar una cultura de vida
Entonces
estamos viendo cuales son las posibilidades de que podamos sobrevivir a la
presente debacle, y si lo conseguimos en qué estado nos encontraremos. Nos
hemos metido en un agujero y seguimos cavando con todas nuestras fuerzas; nunca
aprendimos a cambiar el curso y seguimos la línea de menor resistencia hacia la
singularidad que nos espera ahí adelante, cada vez más visible y conspicua. La
humanidad está enferma: empezó con una fiebre que se convirtió en pulmonía que
pinta para terminal. Nos hinchamos, empezamos a sudar y nos terminamos ahogando
en nuestros efluvios y desperdicios. Esto no tenía por qué haber sido de esta
manera, pero así se jugó la partida y aquí es donde estamos. Quizás tuvimos la
opción de hacer las cosas diferente o quizás no; ciertamente nos faltó visión y
nos equivocamos en nuestras prioridades. El objetivo de la vida no era
adorarnos a nosotros mismos sino vivir en armonía con el resto de la creación.
Esto que es tan obvio no lo hemos aprendido y como divas seguimos creyendo que
el mundo gira a nuestro alrededor. A homo sapiens le hace falta una zarandeada,
algo que nos despabile. Como en los saunas finlandeses que la gente sale
encuerada a revolcarse en la nieve y de repente como que despiertan, nos hace
falta una terapia choque que nos haga sentirnos vivos de nuevo.
Las
noticias suenan inquietantes: por ejemplo tenemos este dato fresquecito que
dice que el hielo del océano ártico se está fundiendo a un ritmo de 14 mil
toneladas por segundo. Esos son 14 millones de litros; el ritmo es exponencial
y se ha triplicado en los últimos 20 años. Antártida también se está fundiendo
un poco más lentamente, tan solo 6 800 toneladas por segundo. Apenas está
agarrando vuelo y en algún momento sobrepasará al Ártico y a Groenlandia por la
cantidad de hielo que se derrita. Al perderse la cubierta de hielo, los rayos
del sol son absorbidos por el agua en lugar de reflejarse hacia el espacio
exterior, creando un proceso de retroalimentación por el que el planeta se
sobrecalienta. Un peligro inminente es que los depósitos de gas metano
congelados en el permafrost de la tundra nórdica se liberen en un eructo
espontáneo, aumentando bruscamente un par de grados la temperatura global.
Esto es
lo que nos dicen los científicos, pero la sociedad en conjunto al parecer no se
ha enterado. No hay voluntad social ni política para alterar el sistema
económico que nos tiene secuestrados, basado en la destrucción del medio
ambiente y en el más estrecho de los criterios para gozar de los beneficios en
el corto plazo. Las personas que se han despertado a esta situación luchan
contra la corriente; por un lado están las estructuras fosilizadas de poder que
no pueden tolerar ninguna amenaza a sus intereses creados y por el otro la
apatía, condicionamiento, ignorancia e indiferencia del resto de la población.
Sí, hay
cambios que podemos hacer en nuestros estilos de vida, cada uno de nosotros
individualmente, y que si el suficiente número de nosotros los hiciera podrían
llegar a hacer alguna diferencia. Algunos de ellos son reducir radicalmente la
cantidad de carne que comemos, así como el consumo de bienes y servicios que no
sean necesarios o indispensables y que giren en torno a nuestro ego personal.
El uso del automóvil y los vuelos en avión los debemos limitar al máximo y las
jóvenes parejas deben sujetarse voluntariamente a una política del hijo único;
a estas alturas ya no se puede tener más hijos. Hay que minimizar desperdicios
y aprovechar los materiales con los que contemos; reciclar lo que se pueda y
prescindir de lujos. Las clases medias tienen que jalar parejo y aquellos que
no estén dispuestos a poner de su parte y reducir sus niveles de consumo se les
tendrá que marginalizar y señalarlos como parias.
Pero los
cambios individuales no son suficientes; hemos dejado pasar demasiado tiempo y
ante una crisis del sistema es el sistema el que tiene que cambiar y con él
nuestra escala de valores. En esta coyuntura existencial para sobrevivir se
necesita encontrarle un gusto y reverencia a la vida, como alguna vez lo
tuvimos y dejamos que se perdiera. La sociedad de consumo es un culto colectivo
a la muerte en el que transformamos las fuerzas vivas en productos muertos como
el dinero, el plástico, gases de invernadero o desechos radiactivos. Entonces
tenemos que aprender a vivir y desarrollar una cultura en la que la vida, en toda
su grandiosa diversidad, pueda desarrollarse y expandirse a sus anchas.