miércoles, 25 de septiembre de 2019

En la vorágine del cambio



por David Cañedo Escárcega

La naturaleza del cambio

Una vez que hemos asumido que el sistema socio político económico religioso cultural filosófico etcétera se está cayendo en pedacitos podemos contemplar algunos de los cambios que se avecinan. Sobre la naturaleza del cambio podemos decir que es inevitable, pero todo depende de qué tanto comprendamos las circunstancias y causas por las que ocurre y podamos prepararnos para sus efectos. Hay veces en que nos agarra completamente desprevenidos; no nos damos cuenta ni nos queremos dar cuenta que las cosas ya no son como las pensábamos y en tales casos puede suceder que nos veamos rebasados por los eventos. A fin de cuentas no hay nada estático en el universo, todo está en un constante proceso de flujo y transformación en el espacio y en el tiempo, y ¿de veras creíamos que nuestra posición de privilegio iba a durar eternamente? Los esquemas mejor montados se derrumban, imperios van y vienen, civilizaciones duran lo que duran y desaparecen sin dejar rastro y en este punto estamos en que nos tambaleamos al borde del abismo y seguimos adelante con más ímpetu, porque tenemos prisa por llegar a donde sea que vamos.

Tan inmersos estamos en la sociedad del espectáculo que nos quedamos embobados a medida que el sistema se desmorona todo a nuestro alrededor como si fuera una producción de Hollywood. Por nuestras pantallas llegan noticias e imágenes de ciclones y guerras, hambrunas y refugiados, especies que desaparecen y accidentes industriales, de la contaminación y derrames petroleros, invasiones y atentados, y los vemos como si fueran hechos aislados y ajenos, que acontecen allá lejos y a otras personas, y no les prestamos demasiada atención; rápido se pierden en el diluvio de información que se ha convertido nuestra vida cotidiana.

En realidad, es el sistema entero el que está fallando, y esto se manifiesta en múltiples disfuncionalidades. Así es, todo está interconectado y si es la biósfera misma la que está comprometida, nuestras estructuras también lo están, y de hecho son bastante vulnerables. Esto sin embargo no lo queremos reconocer, y por eso nuestra resistencia a tomar cualquier medida que nos incomode o rompa con la costra de la costumbre.

Pero hay medidas que sí se pueden ir tomando; al principio nos va a costar trabajo decidirnos y empezar a implementarlas, pero en algún momento nos daremos cuenta que pueden hacernos la vida más fácil a lo largo del camino. Si el sistema no funciona hay que pensar por fuera del sistema y desechar los valores que nos impone. Seguir creyendo a estas alturas que la acumulación de la riqueza está por encima del bien común es un suicidio colectivo, y los que creen que se benefician del orden de las cosas y harán lo que tengan que hacer para que sigan como están, pueden tener un brusco encontronazo con la realidad. No se trata de hacer la revolución: el edificio se está cayendo por su propio peso. Muchas cosas se podían haber hecho para suavizar el impacto, pero nunca estuvimos muy convencidos de que ya era hora para finalmente hacer algo, y henos en el presente predicamento.

Y pues un primer paso es que nos hagamos la idea de que la orgía de consumo terminó y cada vez habrá menos recursos y energía per cápita y es posible que eso se traduzca en menores opciones, oportunidades y medios para ganarse la vida, así como inseguridad alimentaria e intensificación de toda clase de conflictos. Recursos escasos con una población creciente y la riqueza cada vez más concentrada es como un embudo por el que se tapa la cloaca y las aguas negras se desbordan.

Una vez que aceptamos esta premisa, que el sistema es insustentable y que lo que lo sostenía ya se acabó, visualizamos un panorama muy distinto, y quizás entonces nos podemos ver movidos a la acción. La tarea es enorme y no sabemos ni por donde abordarla: nada más y nada menos que construir un sistema socio político económico ecológico alternativo en un lapso de tiempo record. Todos y cada uno de nosotros somos agentes de cambio pero tenemos primero que hacernos conscientes de la situación. No se trata tampoco de ser alarmista, pero las cosas ya son lo bastante graves para que sigamos indefinidamente enterrando la cabeza en la arena. El futuro nos alcanzó y tenemos que salirle al paso.


Una sociedad demasiado compleja

Cuando decimos que el sistema se está desmoronando es porque realmente lo está haciendo. Eso es, está perdiendo cohesión y corre el riesgo de implosión. Un sistema es un conjunto de elementos que se relacionan e interactúan entre sí, nada más. Y según la cantidad de elementos y naturaleza de las interacciones puede ser más simple o más complejo; hay sistemas que prefieren mantenerse en un estado muy simple y hay otros que optan por hacerse cada vez más complejos. Las bacterias por ejemplo pueden consistir de una sola célula, y aunque nos pueden parecer organismos simples en realidad tienen una asombrosa capacidad de adaptación a los ambientes más hostiles. Resisten temperaturas extremas de frío y calor y pueden vivir en ausencia de oxígeno y en presencia de metano, azufre y desechos radioactivos. Son los organismos más abundantes del planeta y están por todas partes; se estima que hay un millón de células bacterianas en un mililitro de agua dulce y 40 millones en un gramo de tierra. Las bacterias han estado aquí desde hace cuatro mil millones de años, y van a seguir estando hasta el fin de los tiempos porque este es su planeta. Hay millones de especies y resultaron ser de lo más resilientes.

Entonces el hecho de ser organismos simples les dio muchas otras ventajas evolutivas. Pero la vida también tiende a formas más complejas, porque a la vida le gusta experimentar, y en el laboratorio de la biósfera le dio vuelo a la imaginación y se manifestó en las formas más variadas. La diversidad es la clave de la vida, (aunque es una lástima que eso no lo hayamos entendido y estemos llevando despreocupadamente a miles de especies a la extinción); en cualquier caso el cerebro humano es una maravilla de complejidad evolutiva con sus cerca de cien mil millones de neuronas comunicándose entre ellas e intercambiando información por medio de partículas llamadas neurotransmisores en más de cien billones (1014) de espacios sinápticos. Cada uno de estos espacios alberga un montón de sucesos a la vez y las neuronas se activan siguiendo diferentes patrones de frecuencias. Al parecer solo estamos aprovechando un pequeño porcentaje de las potencialidades del cerebro.

El caso es que a nosotros, homo sapiens, también nos dio por construir nuestros propios sistemas que nos dan cohesión social, nos explican el significado del universo y median nuestra percepción de la realidad. Estos sistemas empezaron siendo bastante simples, como entre los pequeños clanes nómadas del pasado histórico que contaban con códigos de conducta definidos por el imperativo de la sobrevivencia común, y fueron desarrollándose a medida que nos sedentarizamos e inventamos la civilización basada en la agricultura, la acumulación de los excedentes y creación de jerarquías. Cada reino o imperio que pasó por ahí era una búsqueda a fin de cuentas de mayor complejidad en el entramado de la sociedad, esto es, en las relaciones entre cada uno de los participantes. Las poblaciones tendían a crecer y necesitar cada vez más recursos, y surgieron inmensas burocracias para atender las necesidades de la cotidianeidad y mantener un mínimo de control y orden en el caos. Pero inevitablemente terminaban perdiendo la batalla. Al final el caos siempre se impone y esto es por la ley física de la entropía, en la que todo orden es temporal y no más que un paréntesis antes de regresar al caos. Al agotarse los recursos el más elaborado esquema se viene para abajo.

El nivel de complejidad al que ha llegado nuestra civilización industrial tecnológica vigente era inimaginable hace un par de siglos. Hace apenas cincuenta años la sociedad se movía todavía a otro ritmo. Y de repente el planeta se encogió, la economía se globalizó, nos ahogamos en un mar de información, se nos convirtió en objetos o en datos estadísticos, se nos sumergió en el más sofisticado aparato de control y manipulación que se pudieron inventar, y las circunstancias de las que dependen nuestras vidas escaparon por completo de nuestras manos. Ahora dependemos de una bolsa de valores que está en Nueva York o de que algún sicópata en su bunker no decida mandar un misil nuclear. Situaciones como el cambio climático o el deterioro generalizado del medio ambiente son las fallas más críticas del sistema y nos rebasan por completo; quizás por eso preferimos ignorarlas.

La sociedad se hizo demasiado compleja para nuestro propio bien y demasiado rápido. Nuestra psique todavía no lo asimila y es probable que cuando las fuerzas centrífugas empiecen a soplar en serio nos quedemos azorados sin saber ni lo que esté pasando a nuestro alrededor.


Reinventando México

Más vale que nos vayamos haciendo la idea que la economía local, regional, estatal, nacional y global es un castillo de naipes que en el momento menos pensado se viene para abajo, y que, así como están las cosas, ya está haciendo agua por todos lados. Vemos al imperio dando un traspié tras otro, embarcándose en guerras comerciales con aliados y rivales: a China, que es su principal acreedor y al que le debe billones de dólares, lo quiere estrangular con tarifas, cuando la economía china es más grande que la gringa y cada vez más independiente. El día que se decida será China la que le ponga un trancazo económico a Estados Unidos del que probablemente no se pueda recuperar. Aunque son muy cautelosos: los chinos saben que una fiera acorralada es peligrosa y prefieren darle tiempo al tiempo y dejar que las cosas sigan su curso y el imperio se derrumbe por sí solo.

Los europeos ya no aguantan las imposiciones y berrinches de su “socio”, que también les impone tarifas y les prohíbe hacer negocios con Irán o Rusia; asimismo los obliga a aumentar el presupuesto que le dedican a la OTAN y en general tienen que plegarse a lo que se les diga. Pero ya no están tan contentos con la condición servil en la que quedaron después de la última guerra mundial, y pareciera que Estados Unidos estuviera haciendo lo posible por terminar de enajenarlos. Lo mismo hace con Canadá y México, sus socios del TLC de Norteamérica. Se quiere imponer más que de costumbre, y se hace sofocante. Se encajan demasiado y han renegociado ese tratado para poder exprimirnos todavía más.

Da la impresión que nos aproximamos a la fase terminal de esta charada que hemos estado jugando. Estados Unidos, o el imperio, o el sistema, o la élite, según lo amplio o estrecho que lo queramos ver, está desesperado aferrándose con las uñas para mantener hasta el último de sus privilegios, incapaces siquiera de imaginar un futuro con un status quo diferente. La situación ya se les fue de las manos, y a lo más que pudieran aspirar en este momento es a un aterrizaje suavecito, pero en lugar de frenar se lanzan con más fuerza. Van a terminar perdiendo más de lo que se pudiera salvar de otra manera.

Tomando en cuenta estas circunstancias y viendo que el imperio está desahuciado y sin manera de reformarse, la imagen que un país como México debe proyectar ahora es distinta. Imaginémonos una nación vasalla que decide no seguirle más el juego al capital internacional y prefiere zafarse de la órbita imperial para formar parte de un mundo multipolar. Esa nación ya se dio cuenta que el futuro con el imperio no la va a llevar a ningún lado: la enfermedad es terminal y se va a llevar a todos los que pueda por delante, así que por simple instinto de supervivencia decide buscarle por otro lado, tratando de conformar una sociedad más equitativa y sustentable. Esto no será nada fácil, por supuesto, y va a enfrentar una resistencia feroz, como tantas otras naciones que lo intentaron y fueron hechas trizas, pero es la única manera: la situación tal como está es insostenible.

La degradación ambiental a nuestro alrededor y a cualquier escala, de local a global, es bien real y presente, por más que nos esforcemos colectivamente en ignorarla a pesar de estar cruzando puntos de ruptura que pueden ser irreversibles. A medida que nos despertamos a la enormidad de la situación en la que nos encontramos el esfuerzo colectivo por salvar lo que pueda ser salvado del mundo natural debe convertirse en nuestra prioridad número uno, por encima de cualquier otra consideración política y económica. México podría reinventarse: olvidarnos de mega aeropuertos y otros proyectos faraónicos, así como del índice Dow y que si los mercados subieron o bajaron, o de nuestra habilidad para atraer las inversiones extranjeras. Todo eso forma parte del edificio financiero que se está resquebrajando. Podríamos echar nuestra suerte a crear una sociedad ecológicamente responsable, en la medida en que lo entendamos y tomando en cuenta que la crisis ya la tenemos encima; esto implica una ruptura en un tiempo extremadamente breve, quizás tan solo un par de décadas, en que todavía tenemos margen de maniobra. Otras naciones ya lo están intentando.

Al principio parece que todo mundo está esperando que alguien tome la iniciativa, pero una vez que se pasa cierto umbral y masa crítica, el cambio se hace inevitable.


Dos días sin whatsapp

En las sociedades civilizadas más o menos nos estamos pasando un promedio de seis horas diarias enfrente de alguna pantalla. Eso es la cuarta parte del día. Televisión, computadora y celulares se apropiaron de nuestras vidas y se volvieron indispensables. Ni siquiera nos dimos cuenta de cómo sucedió, pero fue muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos. Esto implica un giro evolutivo de primera magnitud y podemos suponer que generará toda clase de mutaciones en nuestro organismo, como no las había habido desde que descendimos de los árboles. En aquel entonces los cambios eran lentos, y se llevó cientos de miles de años terminar de desechar las colas que utilizábamos para movernos de rama en rama, así como el pelo corporal que nos protegía del frío y que se volvió innecesario al empezar a cubrirnos con pieles de otros animales. El cuerpo se adaptó a los diferentes estímulos y desarrolló lo que le era más conveniente, y lo mismo ocurre actualmente. Nos hemos vuelto sedentarios, comodinos, pasivos, y completamente dependientes de la tecnología para funcionar día con día, y eso significa que nuestros cuerpos se están volviendo más débiles, frágiles y vulnerables. Es de suponer que el hecho de pasarse tantas horas al día hipnotizados delante de una pantalla tendrá algún efecto en nuestro sentido de la vista, y que los ojos se hagan más chicos o más grandes, y las retinas más sensibles o insensibles, y la curvatura de la córnea o lo que sea; algún efecto físico ya se estará manifestando.
En cuanto a nuestras mentes, ¿qué efecto tienen esas pantallas en el desarrollo de eso que llamamos inteligencia? Alguien podría argüir que las pantallas solo han contribuido a nuestro embrutecimiento colectivo, como inevitablemente tenía que haber sido, y que estamos tan absortos en la realidad virtual que nos hemos olvidado de la realidad real. Queremos ser y estar entretenidos y nuestros aparatos han sido una excelente distracción. Los amamos porque nos distraen de la realidad y nos hacen creer en muchas cosas. ¡Cómo han hecho que la vida sea conveniente y fácil de llevar! El celular se ha convertido en una verdadera muleta sicológica para mucha gente, desde que despiertan hasta que se duermen, y esto ocurrió en menos de una década.

Por estos últimos días se vino el frente frío con helada aquí en la huasteca hidalguense donde vivo y cantidad de ramas y árboles se cayeron por todos lados provocando deslaves y bloqueando la carretera, dejando la región incomunicada. También se cayeron los postes de luz y horror de horrores nos quedamos aislados y sin electricidad durante dos días. El primer día la tortillería funcionó con una planta de gasolina y había una cola de una cuadra para comprar tortillas; el segundo día se descompuso la planta y la gente se quedó sin tortillas.

Todo mundo aquí estamos tan adictos como cualquiera a nuestra luz eléctrica y los aparatitos de toda clase de los que nos hayamos podido procurar. Los chavos y no tan chavos ya no pueden vivir sin su celular, es la verdad simple y sencilla. ¿Cómo sería la vida sin whatsapp? Pues durante dos días la gente tuvo que sobrevivir sin su dosis. Mis sobrinas dicen que de repente descubrieron que convivían con otras personas en la misma casa y empezaron a hablarse en lugar de mandarse mensajes. Y las noches estrelladas. Tenía tiempo que no se veían tantas estrellas en el cielo nocturno, y es posible que algunas personas se hayan percatado de ellas por primera vez, con eso que las noches ya no son oscuras por la contaminación de luz que emana del pueblo.

O sea que quedarse sin luz no dejó de tener sus ventajas. Los jóvenes tuvieron una probada de lo que la vida era antes de que la tecnología llegara y se instalara, y finalmente decidieron que la vida es mucho mejor ahora que tenemos Facebook y demás redes sociales; la comunicación instantánea se ha convertido tanto en la nueva normal que no se pueden imaginar sin ella.

Los dos días se fueron rápido pero ya todos estaban deseando que regresara la luz. De prolongarse más, eso hubiera tomado tintes de crisis, empezando porque en algún momento habrían faltado alimentos.

Finalmente regresamos a la normalidad. Ya todo está bien y tan sólo nos queda esperar que esta normalidad dure todavía mucho tiempo. No es difícil imaginar una situación en un futuro no muy lejano cuando las fallas eléctricas se hagan crónicas y Tenango y tantos otros pueblos como él se encuentren aislados y con problemas para mantenerse.


Confrontando una situación

Y pues sí, es muy fácil decir que la economía tiene que decrecer eliminando todo lo superfluo, pero en la práctica ¿cómo lo haces? Nadie quiere una crisis económica, y si algún candidato se postula con una plataforma de cerrar fábricas y eliminar fuentes de empleo es posible que no se le tome mucho en cuenta. Estamos en medio de la fiebre, y queremos más y mejores servicios, aeropuertos nuevos y súper trenes, redes inalámbricas de alta velocidad y lo último en aparatitos, haciéndonos adictos a estilos de vida con exagerado uso de energía. Se nos habla de una transición a una economía más “verde”, pero nadie está dispuesto a vivir con menos energía. Se hacen acuerdos internacionales para reducir las emisiones de carbono que rápidamente se olvidan mientras gobiernos e industria petrolera están desesperados por encontrar otros pozos petroleros que sustituyan a los que se han agotado. La demanda va en aumento, y la oferta lucha por seguirle el paso. Vamos por supuesto a quemar hasta la última gota de petróleo que encontremos, al mismo tiempo que las concentraciones de CO2 en la atmósfera llegan a niveles que no se habían visto en varios millones de años. Estamos fritos: el cambio climático ya nadie lo detiene, aunque aún se pueden hacer muchas cosas para mitigar sus peores consecuencias, si tan solo pudiéramos comenzar a decidirnos.

Cuando vemos las cosas desde el punto de vista de la crisis ambiental que tenemos encima, de repente la idea de decrecer la economía ya no suena tan absurda, y podemos suponer que en unos diez o a lo mucho veinte años habrá candidatos cuya plataforma será precisamente esa, y mientras más urgente su propuesta más caso les hará la gente. Así como van las cosas, con un medio ambiente en proceso generalizado de deterioro observable en el transcurso de nuestras vidas, y un polvorín social a medida que recursos críticos se hacen más difíciles de obtener, en veinte años ya notaremos una diferencia con las condiciones en las que vivimos actualmente, para los que nos pongamos a recordar con nostalgia los viejos tiempos. A medida que el mundo que nos hemos creado se resquebraja seremos movidos a la acción, como cuando te despiertas de un letargo y te das cuenta que si no te apuras se te va el tren.

Entonces, ¿qué pasos prácticos se pueden dar desde ahora para suavizar el trancazo? Bueno pues se puede empezar desde muchas partes y una de ellas es asegurar que todos y cada uno tengan suficiente para comer y vivir decorosamente. Esto significa un ingreso mínimo garantizado para todo ciudadano y habitante de una región. En un escenario de crisis económica o de decrecimiento voluntario de la economía, en el que la industria irá cerrando progresivamente sus puertas y segmentos de la población se quedarán sin trabajo, la única manera de tenerlos sosegados es que no se estén muriendo de hambre. La gente es capaz de hacer muchos sacrificios si comprende la necesidad de hacerlos y ve que los demás jalan parejo. Esto implica necesariamente una repartición de la riqueza. Si nada más se le pide al pueblo que se apriete el cinturón mientras las clases privilegiadas se encierran en sus enclaves imponiendo estados de sitio y distopias militarizadas, ya no está funcionando el asunto. De hecho es lo que sucede, y si la situación se va por ese rumbo corre el riesgo de terminar muy mal, con represión, violencia, hambrunas y guerras por recursos con armas nucleares.

Si las élites que se creen dueñas del planeta pudieran comprender que el sentido de la vida no es acumular poder y riqueza y que su sobrevivencia está ligada a la sobrevivencia del cuerpo social y el medio ambiente al que pertenecen, quizás decidirían que a partir de cierto punto la acumulación de bienes ya no hace sentido y que a todo mundo le conviene que no haya extremos de riqueza o de pobreza.

Es el sistema económico el que tiene que cambiar, y a estas alturas la única manera de hacerlo que no implique excesos de violencia es que la misma gente que se beneficia del sistema participe en su desmantelamiento. Con su cooperación se avanzaría mucho más rápido en lugar de tener que esperar hasta que el edificio caiga por su propio peso, cuando ya no quede mucho por salvar. Si esto lo entienden, quizás entre todos podamos buscar alternativas y hacerle frente a una situación que de por sí ya es lo suficientemente grave.


Reduciendo las emisiones

La humanidad en conjunto arrojó 54 gigatones de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera en el año 2017. Esto está muy por encima de lo que el mundo natural puede absorber por sí solo, principalmente por medio de bosques y océanos, y que se calcula alrededor de los 21 gigatones. Es decir, hay un exceso de 33 gigatones de gases que estamos quemando alegre y despreocupadamente, y que se van acumulando allá arriba haciendo que desde que empezó la revolución industrial hace dos siglos la concentración de CO2 haya aumentado de 280 partes por millón (ppm) a 412 en la actualidad, lo que es el nivel más alto que se había visto en 800,000 años. La concentración sigue aumentando a razón de 2.25 ppm al año en promedio, lo que significa que de aquí a 15 años le vamos a estar pegando a las 450 ppm, lo que al parecer ya hace inevitable un aumento de dos grados en la temperatura global, provocando deshielos, inundaciones, mega tormentas, sequías y millones de refugiados en el mundo. El proceso se puede hacer muy caótico, de por sí nadie tiene el control de nada, y la sociedad entera está basada en supuestos que solo funcionan dentro de ciertas condiciones. Si estas cambian, la sociedad se verá desbordada rápidamente en su capacidad de adaptarse y surgirán todos los monstruos que normalmente nos gusta creer que tenemos sosegados. En realidad nada más están esperando su oportunidad de manifestarse.

Entonces es imperativo reducir esas emisiones lo antes posible. Ahora bien, no todo mundo contamina de la misma manera por supuesto, y si dividiéramos esos 21 gigatones que el mundo natural puede absorber entre los 7 mil y tantos millones de personas que hay en el planeta nos tocarían 3 toneladas de CO2 por persona al año, con lo que se puede hacer bastante si aprendiéramos a administrarnos. En la práctica son los países “desarrollados” y las clases acomodadas las que se han acostumbrado a derrochar energía para darse la gran vida, y así vemos que en Estados Unidos la persona promedio produce 17 toneladas de CO2 al año, contra 5.3 en Italia, 1.7 en India y 0.1 en Mali.

Un dato curioso es que en la combustión cada átomo de carbono se combina con dos átomos de oxígeno, lo que hace que un kilo de combustible fósil al quemarse se convierta en 3.7 kilos de dióxido de carbono.

Entonces tenemos que reducir esas emisiones a un paso gigantesco y la única manera de hacerlo es consiguiendo la cooperación de las clases pudientes en el desmantelamiento del sistema que los beneficia. La industria se ha convertido en una carga que está poniendo en juego nuestra propia supervivencia y tendremos que dejarla atrás. Eso incluye los modelos industriales de producción de alimentos, tanto en agricultura como ganadería y pesca. Incluye los millones de fábricas que producen toda clase de objetos superfluos que atiborran los estantes de los supermercados; incluye también al complejo militar industrial que se dedica a producir algunos de los objetos más inútiles que nos podamos imaginar, que son las armas. La institución de la guerra tiene que desaparecer, así como las condiciones sociales que la hacen necesaria. La movilidad de la que gozamos actualmente será vista como una anomalía histórica: qué cómodo es tomar un avión y en cuestión de horas estar en cualquier parte del mundo, pero eso es un lujo del que no siempre vamos a seguir gozando. También tendremos que reducir sustancialmente el uso del automóvil y dejar de creer que la tecnología nos va a sacar de nuestros problemas.

Para los que piensen que es irrealista y utópico suponer que este cambio será voluntario es posible que tengan razón. Si vemos el registro histórico no hay muchas posibilidades de que eso suceda. Cada civilización que ha fallado es porque estaba atrapada en una inercia paralizante, y se siguió adelante hasta que ya no se pudo seguirlo haciendo. Si aprendiéramos de la experiencia ajena, pero eso tampoco sucede. Como en una tragedia griega en la que el destino está decidido de antemano así vamos, atrincherados en nuestras zonas de confort y con un fastidio enorme de tener que ver la realidad de frente.

En fin. Así es como está la situación. No tenemos mucho margen de acción y lo que hagamos o dejemos de hacer en los próximos 20 años tendrá largas consecuencias. El deterioro ambiental es imparable; quizás todavía alcancemos a frenarlo un poco. 


Desarrollar una cultura de vida

Entonces estamos viendo cuales son las posibilidades de que podamos sobrevivir a la presente debacle, y si lo conseguimos en qué estado nos encontraremos. Nos hemos metido en un agujero y seguimos cavando con todas nuestras fuerzas; nunca aprendimos a cambiar el curso y seguimos la línea de menor resistencia hacia la singularidad que nos espera ahí adelante, cada vez más visible y conspicua. La humanidad está enferma: empezó con una fiebre que se convirtió en pulmonía que pinta para terminal. Nos hinchamos, empezamos a sudar y nos terminamos ahogando en nuestros efluvios y desperdicios. Esto no tenía por qué haber sido de esta manera, pero así se jugó la partida y aquí es donde estamos. Quizás tuvimos la opción de hacer las cosas diferente o quizás no; ciertamente nos faltó visión y nos equivocamos en nuestras prioridades. El objetivo de la vida no era adorarnos a nosotros mismos sino vivir en armonía con el resto de la creación. Esto que es tan obvio no lo hemos aprendido y como divas seguimos creyendo que el mundo gira a nuestro alrededor. A homo sapiens le hace falta una zarandeada, algo que nos despabile. Como en los saunas finlandeses que la gente sale encuerada a revolcarse en la nieve y de repente como que despiertan, nos hace falta una terapia choque que nos haga sentirnos vivos de nuevo.

Las noticias suenan inquietantes: por ejemplo tenemos este dato fresquecito que dice que el hielo del océano ártico se está fundiendo a un ritmo de 14 mil toneladas por segundo. Esos son 14 millones de litros; el ritmo es exponencial y se ha triplicado en los últimos 20 años. Antártida también se está fundiendo un poco más lentamente, tan solo 6 800 toneladas por segundo. Apenas está agarrando vuelo y en algún momento sobrepasará al Ártico y a Groenlandia por la cantidad de hielo que se derrita. Al perderse la cubierta de hielo, los rayos del sol son absorbidos por el agua en lugar de reflejarse hacia el espacio exterior, creando un proceso de retroalimentación por el que el planeta se sobrecalienta. Un peligro inminente es que los depósitos de gas metano congelados en el permafrost de la tundra nórdica se liberen en un eructo espontáneo, aumentando bruscamente un par de grados la temperatura global.

Esto es lo que nos dicen los científicos, pero la sociedad en conjunto al parecer no se ha enterado. No hay voluntad social ni política para alterar el sistema económico que nos tiene secuestrados, basado en la destrucción del medio ambiente y en el más estrecho de los criterios para gozar de los beneficios en el corto plazo. Las personas que se han despertado a esta situación luchan contra la corriente; por un lado están las estructuras fosilizadas de poder que no pueden tolerar ninguna amenaza a sus intereses creados y por el otro la apatía, condicionamiento, ignorancia e indiferencia del resto de la población.

Sí, hay cambios que podemos hacer en nuestros estilos de vida, cada uno de nosotros individualmente, y que si el suficiente número de nosotros los hiciera podrían llegar a hacer alguna diferencia. Algunos de ellos son reducir radicalmente la cantidad de carne que comemos, así como el consumo de bienes y servicios que no sean necesarios o indispensables y que giren en torno a nuestro ego personal. El uso del automóvil y los vuelos en avión los debemos limitar al máximo y las jóvenes parejas deben sujetarse voluntariamente a una política del hijo único; a estas alturas ya no se puede tener más hijos. Hay que minimizar desperdicios y aprovechar los materiales con los que contemos; reciclar lo que se pueda y prescindir de lujos. Las clases medias tienen que jalar parejo y aquellos que no estén dispuestos a poner de su parte y reducir sus niveles de consumo se les tendrá que marginalizar y señalarlos como parias.

Pero los cambios individuales no son suficientes; hemos dejado pasar demasiado tiempo y ante una crisis del sistema es el sistema el que tiene que cambiar y con él nuestra escala de valores. En esta coyuntura existencial para sobrevivir se necesita encontrarle un gusto y reverencia a la vida, como alguna vez lo tuvimos y dejamos que se perdiera. La sociedad de consumo es un culto colectivo a la muerte en el que transformamos las fuerzas vivas en productos muertos como el dinero, el plástico, gases de invernadero o desechos radiactivos. Entonces tenemos que aprender a vivir y desarrollar una cultura en la que la vida, en toda su grandiosa diversidad, pueda desarrollarse y expandirse a sus anchas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario