abril 2020
Las cosas
siempre regresan a lo normal, pero es la normal la que cambió. De veras
creíamos que iba a durar eternamente la era de la abundancia? Los últimos 50
años han sido una anomalía histórica, por no decir una singularidad cósmica.
Nos pusimos a derrochar energía de la forma más grotesca posible, cocinando al
planeta entero en nuestras emisiones y asfixiando a la totalidad de la biosfera
en nuestros desperdicios, pero conseguimos crear una civilización tecnológica
que nos ha proporcionado niveles de bienestar que hubieran parecido cosa de
magia hace unos cuantos siglos. Nos gustó vivir bien y se nos hizo fácil darle
rienda suelta a nuestras fantasías; no nos hemos privado de ningún capricho.
Hemos moldeado este planeta a nuestras exigencias; llegamos y nos instalamos y
creímos que todos los demás estaban ahí para servirnos.
La
esencia de esta civilización tecnológica es que la realidad que ha creado está
completamente divorciada de la realidad del mundo natural que la rodea, de la
que se ha vuelto parasitaria y de la que está chupando todas sus energías
vivas. Ese bienestar del que gozamos está inevitablemente ligado a la
destrucción de la naturaleza, no puede ser de otra manera. Pero hay un límite
al daño que se le puede hacer a algún ecosistema antes de que este pierda
cohesión y se desintegre.
La teoría
general de los sistemas nos dice que los sistemas empiezan siendo simples y su
metabolismo los lleva por una fase inicial de expansión anabólica en la que los
recursos son abundantes y las posibilidades amplias, y empieza a aumentar en
complejidad. En algún momento pasa por una crisis de mantenimiento, que es
cuando se empieza a hacer demasiado complejo para su propio bien y la
utilización de recursos rebasa a los que se reponen. Se entra entonces a una
fase catabólica de contracción a medida que recursos críticos para su
funcionamiento se hacen escasos y la producción de desperdicios supera la
capacidad del sistema de asimilarlos.
El
sistema pierde complejidad en una serie de etapas que se suceden una a la otra
en lapsos de tiempo más o menos largos, sin que se tenga al parecer el menor
control sobre el curso de los eventos. Al volverse inestable cualquier hecho
aparentemente banal y fortuito puede desencadenar efectos de impredecibles
consecuencias. Lo que antes se consideraba como normal resulta que ya no lo es
tanto y nunca sabes de por dónde te va a llegar el siguiente trancazo.
A estas
alturas del partido es claro que transitamos hacia un nuevo paradigma en el que
tendremos que desarrollar una actitud completamente diferente hacia el mundo
que nos rodea. La sociedad se empieza a despertar a la idea de que vamos a
tener que aprender a vivir con bastante menos de lo que estábamos
acostumbrados. Ese sueño del consumismo irresponsable en el que se nos
condicionó desde pequeños se está viendo como lo que es: una fantasía que se ha
convertido en amenaza a nuestra supervivencia.
En
realidad, la vida no nos debe absolutamente nada y el planeta no tiene por qué
seguir aguantando nuestros excesos. El coronavirus nos ha abierto los ojos a lo
precario de la situación en la que nos encontramos; nuestra posición es mucho
más frágil de lo que podríamos considerar cómodo.
Hay una
crisis ambiental que se nos viene encima. No sólo es un cambio climático, es
todo. Hay un estado de degradación avanzado de la totalidad de la biosfera,
porque hemos sido incapaces de frenar nuestra obsesión por el crecimiento
económico. Se nos metió la fiebre de crecer y poseer y nos quisimos comer el
pastel entero.
Ahora
bien, con la pandemia la actividad económica mundial se ha reducido hasta ahora
aproximadamente en un veinte por ciento, medida en energía (de 100 millones a
80 millones de barriles diarios de petróleo), lo que ha permitido que en muchos
lados se vean las estrellas en la noche de nuevo, pero no es suficiente para
frenar un cambio climático que ya se nos fue de las manos. Se dice que para
limitar el aumento de temperatura a 1.5 ó 2 grados es necesario reducir las
emisiones de carbono en 50 por ciento para el 2030.
Entonces
en lugar de estar deseando que las cosas regresen a lo normal y la economía se
recupere y siga creciendo, más bien deberíamos estar pensando cómo le vamos a
hacer para que se contraiga de una manera planeada. De que se va a contraer de
forma espectacular es inevitable, pero idealmente podríamos ejercer un cierto
control sobre los eventos antes de que el caos nos coma el mandado.
La contracción de la economía por supuesto implica disrupciones sociales, políticas y económicas masivas que no se pueden resolver dentro del paradigma social vigente, entonces nos corresponde ni más ni menos crear un orden social radicalmente distinto, con otra escala de valores y una visión distinta de nuestra función aquí en la tierra.
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