La génesis de las civilizaciones
Nos cuenta Arnold Toynbee en su Estudio de la
Historia como las civilizaciones surgen en respuesta a los retos que plantea el
entorno físico y humano. Cuando una sociedad se enfrenta a problemáticas graves
e inminentes que ponen en riesgo su continuidad y supervivencia en ocasiones es
capaz de actuar colaborativamente y en pos del bien común, y la gente coopera
de manera natural y se sacrifica porque es la única manera de salir adelante.
La coordinación es espontánea, y gira en torno a personalidades creativas y
carismáticas que entienden la situación y son capaces de guiar y conseguir la
adhesión de la gente porque son precursores. La mímesis colectiva va dirigida
hacia estos líderes naturales que motivan a la gente a trabajar en conjunto, y
la sociedad se pone en movimiento dinámico siguiendo un proceso de cambio y
crecimiento. Con cada nuevo reto que es superado la cohesión social se hace más
fuerte y la red de relaciones personales, políticas, económicas y culturales se
vuelve más compleja.
La civilización egipcia se gestó durante
milenios, desde el final de la última glaciación hace unos diez mil años cuando
el clima cambió y el norte de África que hasta entonces era fértil y con
abundante vegetación se desertificó al irse las lluvias hacia Europa donde
actualmente es verde. El desierto del Sahara se formó no hace mucho tiempo, y
de manera muy rápida; en tan solo dos o tres mil años sucedió. Durante la
glaciación esa zona era poblada porque el clima era benigno, y al secarse la
gente tuvo que emigrar. Unos pocos se quedaron y aprendieron a vivir en el
desierto y bajo sus condiciones; otros se fueron hacia el norte cruzando el
Mediterráneo donde ya no hacía tanto frío, y otros más se fueron hacia el Este,
hasta llegar al río Nilo. El valle del río era una ciénaga impenetrable que
representaba un medio ambiente hostil, mucho más duro para sobrevivir que sus
anteriores pastos. Y poco a poco, en un esfuerzo de cientos de generaciones, se
consiguió condicionar y transformar ese hábitat en terrenos agrícolas para
sostener una población creciente.
Algo parecido sucedió con los sumerios que
debido a la creciente desecación del Medio Oriente crearon su civilización en
los pantanos selvosos del valle inferior del Tigris y el Éufrates,
transformándolos en una red de canales y campos de cultivo que requerían
constante atención y mantenimiento. Ni siquiera podemos comenzar a imaginar la
cantidad de trabajo que eso requirió, a medida que se iba ganando terreno al
entorno y se le hacía productivo para la agricultura. Muchas generaciones
trabajaron sabiendo que el fruto de sus esfuerzos no los verían ellos mismos,
sino sus descendientes, pero así era como tenía que ser. La alternativa era
regresar al desierto. En el caso de los mayas el desafío fue la selva, a la que
había que tener constantemente a raya, y que cuando creyeron que finalmente la
habían dominado fue ella la que se cansó de su presencia y los terminó
devorando. Para los polinesios el reto fue el mar y las enormes distancias que
atravesaban en sus frágiles canoas abiertas, manteniendo un tráfico marítimo
regular entre islas separadas cientos o miles de kilómetros.
En la génesis de cada civilización hay fuertes
personalidades, individuos que por alguna razón u otra ven las cosas desde una
perspectiva más amplia y entienden lo que se requiere en el momento; traen un
mensaje y la gente los escucha. Predican con el ejemplo y la gente los sigue.
La adhesión es voluntaria. La mímesis es un rasgo genérico de toda vida social.
Aprendemos por mímesis; desde niños nuestra personalidad, ideología y puntos de
vista son moldeados por las personas a las que admiramos e imitamos. La gente
sigue a los líderes con los que se identifica o que le revelan su potencial y
los motiva a luchar por alguna causa. Después los líderes se mueren y se
convierten en parte de los mitos fundadores de la sociedad en cuestión; se les
convierte en próceres, caudillos, sabios, profetas y hasta dioses encarnados.
Lo que sea con tal de adorar a alguien, aunque por lo general el tipo lo único que
hizo fue asumir la situación y levantarse a la altura de las circunstancias.
Lo malo de ser genio
No a todo mundo que viene con un mensaje se le escucha por supuesto. A la
mayor parte no se les presta demasiada atención, por más relevante o urgente
que sea lo que tengan que decir. La verdad es que la humanidad en conjunto
somos bastante conservadores; nos acostumbramos muy rápidamente a cualquier
realidad y queremos que así siga siendo. Nos creamos nuestras rutinas y somos
felices con ellas. Tenemos nuestras cosas que hacemos de la misma manera cada
día, semana o cada vez que se repiten y son como el ancla que nos permite
fijarnos a una realidad que de por sí ya es demasiado caótica. Las rutinas,
protocolos y tradiciones nos dan una estabilidad, o la ilusión de ella.
Y de repente llega alguien que nos dice que
tenemos que cambiar nuestras maneras de ser y de actuar, que estamos en el
error y habrá que enderezar el curso, y la gente se queda como que, ¿pero de
qué nos estará hablando este señor? Se tarda un rato para que a un conjunto de
personas le caiga el veinte de que hay una situación o que reconozcan que algo
en lo que siempre se ha creído no es como se pensaba. Lo que sea con tal de no
cambiar, por más equivocada que sea la creencia o disfuncional la situación.
Fue lo que le sucedió a Eratóstenes, la
primera persona hasta donde sabemos que calculó el tamaño del planeta tierra.
200 años antes de la era común el tipo observó que en el solsticio de verano
los objetos no producen sombra a mediodía en Asuán, al sur de Egipto, ya que el
sol está exactamente en el cenit; pero el mismo día a la misma hora en Alejandría,
donde él vivía, al norte de Egipto, los objetos producen sombra, ya que el sol
tiene un ángulo de siete grados con respecto a la vertical. La única
explicación posible para esta diferencia en la posición angular del sol en dos
lugares distintos simultáneamente, es si la tierra tiene una curvatura; así, la
tierra tenía que ser esférica y no plana como era la idea generalizada en aquel
entonces. Con trigonometría básica y mucho ingenio dedujo que el perímetro de
la tierra era de unos 40,000 kilómetros, lo que fue de una precisión
extraordinaria para esa época.
Lamentablemente nadie le creyó. Eso es lo que
suele sucederle a los genios, que nadie nos hace caso. Aunque a Eratóstenes se
le consideraba un erudito y era director de la biblioteca de Alejandría la
gente se le ha de haber quedado viendo y sospechado que se le había zafado un
tornillo. Eso de decir que la tierra es una esfera cuando todo mundo sabe que
es plana. Y los que están abajo ¿porqué no se caen? Y pasó más de un milenio
para que esa percepción empezara a cambiar. Todavía a finales del siglo 15,
cuando Cristóbal Colón se lanzó a sus aventuras para llegar a las Indias, se
tenía la idea que la tierra era bastante menor a lo que realmente es. Ya se
sabía que era esférica, pero se le calculaba un perímetro de unos 28,000
kilómetros. Fue por eso que Colón se decidió a atravesar el océano en sus
cáscaras de nuez. Si hubiera tenido idea de la verdadera distancia que hay
entre España y China yendo hacia el oeste nunca se hubiera atrevido a cruzar el
océano. Claro que él no sabía que había otro continente de por medio, y terminó
topándose con América. Para él fue un descubrimiento, aunque ciertamente no
para los millones de personas que la habitaban en aquel entonces. Después llegó
Américo Vespucio que fue el que dijo que ese tenía que ser otro continente y se
vio que el planeta era más grande de lo que se creía.
Así que Eratóstenes sólo se adelantó 1700 años
a su tiempo. Y no le fue tan mal; al parecer tan solo lo ignoraron. A otros les
va peor, según la intolerancia y los intereses a los que se enfrenten, porque
siempre hay intereses de por medio, y cuando se trata de romper algún esquema
inevitablemente habrá resistencia. A muchos los han expulsado, perseguido,
quemado en la hoguera, crucificado u obligado a retractarse. Es la maldición de
Casandra, a la que se le había dado el don de la clarividencia y podía ver el
futuro, pero con la condición que nunca nadie le iba a creer.
De todas maneras son estas personas
innovadoras y visionarias las que hacen que se rompa la costra de la rutina y
que la sociedad avance. Si el mensaje es pertinente y se adecua a la realidad,
puede llegar a captar la mimesis colectiva que siempre busca en quien fijarse.
Una
crisis de liderazgo
Todo organismo tiene que aprender a adaptarse
a las circunstancias cambiantes. La única constante es el cambio; cada ser vivo
y cada especie encuentra la mejor manera de vivir en donde se encuentre,
buscando el nicho ecológico que lo sostenga y desarrollando características
físicas particulares al medio. Pero nada es estático; todo está en un constante
proceso de cambio y transformación y las especies que no son capaces de
mantener el ritmo y vivir bajo las nuevas condiciones quedan fuera del juego.
Lo mismo sucede con las civilizaciones, que
surgen y crecen a medida que responden a los retos que les plantea el entorno,
hasta que ya no pueden hacerlo. En alguna parte del camino se les va la bolita
de las manos aunque siguen adelante creyendo todavía tenerla, y repitiendo
ritualmente los mismos movimientos a los que todo mundo ya está acostumbrado y
que conforman todo aquello que la gente ve como normal; por pura inercia se
pueden seguir así todavía un buen rato hasta que la falta de substancia se hace
cada vez más aparente, llegando el momento en que ya no puede sostenerse la
ilusión y todo el tinglado se viene para abajo.
Sucedió con todas las civilizaciones que
pasaron por ahí. Cada una de ellas se enfrentó a algún reto que resultó ser
determinante y al que ya no se pudo dar solución. Los detalles varían pero las
causas de fondo son remarcablemente similares. Siempre hay un trasfondo
ambiental: la incapacidad de vivir de acuerdo a los límites que les marca el
entorno. Así, la población tiende a crecer demasiado y los recursos empiezan a
escasear, además que terminan estando muy mal repartidos. La sociedad, en lugar
de adaptarse a las nuevas condiciones, insiste en mantener los esquemas que
hasta entonces le han funcionado pero que ya han sido rebasados por la
realidad. La incapacidad de reconocer este desfasamiento impide que se tomen
medidas adecuadas a la gravedad de la situación, y la población en conjunto no
se da cuenta hasta que la crisis está prácticamente encima.
Hay que entender que ante todo hay aquí una
crisis de liderazgo. Aquellos caudillos y profetas que alguna vez sirvieron de
inspiración a sus conciudadanos hace tiempo que se fueron, y sus sucesores
nunca pudieron llenar muy bien el hueco que dejaron. Sucede como en aquellas
familias en las que un tipo hace la fortuna, a costa de mucho trabajo,
perseverancia, colmillo y lo que se haya necesitado. El señor fundó un negocio
y lo conoce, atiende y está al tanto de las particularidades. A sus hijos los
enseña a hacerse cargo de la empresa, y aprenden a hacerse responsables de su
buen funcionamiento. Van a las buenas escuelas y se codean con otros chavos de
amplias oportunidades. El negocio prospera.
Son los nietos los que salen unos juniors.
Desde niños ya se acostumbraron a tenerlo todo, y no se cuestiona de donde
viene. Simplemente así es. Cualquier privilegio se ve como un derecho natural.
Les gusta darse la buena vida y descuidan el aspecto práctico de la
administración de los negocios. Tienen los conectes y la vida social, y la
fortuna todavía les sonríe. Son los hijos de éstos, los biznietos, los que
salen unos buenos para nada. Los negocios se están tambaleando, y su principal
preocupación es conservar el estilo de vida del que ya no pueden prescindir, o
por lo menos mantener las apariencias de que todo va viento en popa. Terminan
malbaratando las propiedades que todavía les quedan y al final se van a vivir a
algún lado donde nadie los conozca, para no dar lástima.
Algo así sucede con las civilizaciones, pero
en la gran escala. Y se lleva varias más generaciones. Una vez que se han
dilapidado los recursos otrora abundantes, en lugar de asumir que se tiene que
aprender a vivir más frugalmente, se le pisa el acelerador para terminar con lo
que todavía quede. Los líderes se han convertido en unos buenos para nada
incapaces de ver más allá de sus propios intereses y de responder adecuadamente
a las cambiantes circunstancias y nuevos retos a los que se enfrentan.
La
transferencia de la mimesis
En la guerra que hemos estado librando con la
biósfera es claro que la suerte ya está echada. Empezó en el momento aquel en
que decidimos que el objetivo de nuestra estancia en este planeta era dominarlo
y hacerlo a nuestra medida, y desde entonces nos aplicamos con esmero en esa
dirección. Nos inventamos toda clase de dioses y mitos para justificar nuestros
peores excesos, y le dimos rienda suelta a nuestro afán de poseer y controlar,
en la medida en que lo podíamos hacer. Nos llenamos de orgullo, y nosotros
mismos nos convertimos en dioses, dueños de nuestro propio destino y del de todos
los demás seres vivos. Nos adoramos con locura, aunque cuando vayamos a un
templo pretendamos adorar a algún dios.
Con el poder que encontramos en los
combustibles fósiles, el asalto al mundo natural adquirió un frenesí que se nos
fue por completo de las manos. Esa energía, producto de la actividad
fotosintética de millones de generaciones de seres vivos, se nos subió a la
cabeza y nos hizo perder el contacto con la realidad. Queríamos estar en
control y hubo un tiempo no muy lejano en el que llegamos a creer que habíamos
vencido.
En realidad, nunca estuvimos en control de
nada. A la tierra la tomamos por sorpresa; a escala geológica los últimos 50 o
200 años no son ni un abrir y cerrar de ojos. Pero en ese tiempo nos hemos
encargado de hacer un verdadero desmadre, alterando ciclos y equilibrios que
llevaron millones de años en gestarse.
Lo impresionante es lo rápido que el planeta
está respondiendo. Uno podría suponer que procesos como estos se llevan cientos
o miles de años, pero en cuestión de décadas la tierra nos va a hacer ver que
ya se está fastidiando. Al universo el destino de nuestra especie le es
completamente indiferente, y si nuestro único hogar decide hacerse un lugar muy
inhóspito para nosotros, nadie va a venir a sacarnos del apuro.
Y mientras tanto la sociedad sigue adelante
pretendiendo que no sucede nada o que con un poquito de suerte quizás a
nosotros ya no nos toque; lo que suceda en 50 o 100 años ya será problema de
los que vivan entonces. Nuestros líderes en particular están completamente al
margen de la situación, atrapados en su crecimiento económico a toda costa y en
su obsesivo afán de mayor poder y riqueza. Están como el dueño del Titanic, que
dio órdenes al capitán del barco para ir lo más rápido posible y así romper el
record de travesía del Atlántico, a pesar de que éste último le advirtió sobre
el peligro de los icebergs y sugería ser más prudente. Pero convencido como
estaba de que el barco era insumergible y que ni dios mismo lo podía hundir, le
echaron todo el carbón al fuego porque lo importante era demostrar el dominio
que tenían sobre los mares. A la mera hora el Titanic se fue al fondo en menos
de tres horas.
La crisis ambiental es lo que define a nuestra
época. Podemos discutir todo lo que queramos sobre la urgencia de la situación,
y si esos 50 o 100 años nos parecen muchos o pocos, pero se ha dejado pasar
demasiado tiempo y es muy poco lo que se ha hecho al respecto. A las personas
que desde hace décadas trataron de advertirnos sobre la destrucción de los
ecosistemas y las consecuencias de mandar todos esos gases a la atmósfera, así
como de la imposibilidad de crecer exponencialmente de manera indefinida, no se
les hizo mayor caso. Se les ignoró por completo. El sistema siguió adelante,
creciendo y devorando, y su continuidad no se cuestiona, por más disfuncional
que se haya vuelto para la mayor parte de la humanidad y del resto de la vida
en el planeta.
Lo que vamos a ver en las próximas pocas
décadas es el fenómeno de la transferencia de la mimesis, cuando una minoría
dominante que no es capaz de asumir la situación y ver la realidad de frente se
vuelve progresivamente irrelevante y la sociedad le retira su adhesión. El
liderazgo es algo muy frágil y cuando no es efectivo rápidamente es reemplazado
por alternativas que se perciban como más viables.
La
supervivencia de la especie
Durante la larga noche de los tiempos en que
el homo sapiens fue emergiendo, la clave de la sobrevivencia fue el bien común.
No se podía vivir por fuera de la tribu y en ella cada quien tenía su lugar y
presencia. En grupos pequeños que se conocen de siempre la toma de decisiones
que los afectan a todos es una participación colectiva; cada quien opina y en
algún momento se ponen de acuerdo en lo que más les conviene. De repente hay
situaciones complicadas y puntos en los que no todos convergen, y puede suceder
que quizás la mayor parte de los miembros del grupo piensan de una manera pero
hay dos o tres que ven las cosas diferente y se les da la razón a estos
últimos, a pesar de no ser mayoría. Esto puede suceder porque esas dos o tres
personas tienen mayor experiencia de la vida y conocimiento de las
circunstancias y el grupo decide que eso es lo que más cuenta. Finalmente la
supervivencia y el bienestar común son los criterios que deciden. En esas
sociedades todos disfrutan de la vida o comparten las mismas penurias.
Así fue durante eones desde los albores de
nuestra especie, última representante del género homo y que ahora está bajo
riesgo de correr la suerte de sus predecesoras. Y después sucedió que nos
fuimos asentando e inventamos la agricultura; aparecieron aldeas, pueblos y
eventualmente las ciudades, y surgió eso que se da por llamar civilización;
cambiaron nuestras maneras de pensar y de ver las cosas, y pues no es lo mismo
que un grupo de 30 personas concuerden en algo a que lo hagan cientos o miles
de personas. Es la concentración de gente que ya no se pueden poner de acuerdo
sobre un asunto la que supongo que hizo inevitable las jerarquías y la
concentración de poder: quizás estoy peleado con mi vecino y nunca nos vamos a
reconciliar, pero si le tengo que besar el trasero a alguien que dice ser mi
superior lo voy a hacer, porque eso es lo que la sociedad exige de mí. Tanto
así cambió la manera de relacionarnos entre nosotros, y así vino a ser que un o
unos pocos individuos decidieran el destino de la comunidad entera.
Ha habido muchos experimentos con sistemas
políticos, que ultimadamente lo que resuelven es qué tan difuso o concentrado
está el poder y toma de decisiones, y qué tanto los beneficios que se obtienen
del esfuerzo colectivo se reparten o se acumulan. En muchos casos se ha caído
en totalitarismos de faraones, tlatoanis y monarcas absolutos con derecho de
vida o muerte sobre sus súbditos, en los que una pequeña minoría goza de
privilegios y estilos de vida completamente divorciados de los del resto de la
población que los mantiene. Estas formas de gobierno no son muy duraderas, por
más que en algún momento parezcan eternas e inamovibles. Todos los imperios que
optaron por ese camino se fueron rápido al basurero de la historia, acabando en
un estado de guerra permanente, y llevándose a la sociedad y al entorno por
delante.
El presente experimento en organización
política que se ha dado por llamar “democracia” no ha sido más efectivo en
resolver la cuestión de la concentración del poder y la riqueza que los
antiguos sistemas totalitarios. Es claro que una sociedad en la que seis o diez
personas tienen más riqueza que la mitad de la población del planeta y un
puñado de familias decide los destinos del resto de la humanidad, mientras mil
millones de individuos sufren de hambre crónica, no está funcionando como
debiera hacerlo.
Este modelo político ya pasó por su fecha de
caducidad, y se vuelve cada vez más disfuncional, fijado en las formas y vacío
de sustancia. La tendencia hacia la concentración de poder se sigue acelerando
y está llegando al punto en el que a todo mundo se le fue la bolita de las
manos y el poder los termina devorando. Algo así. Con una crisis ambiental que
ya tenemos encima que no va a dejar rincón del planeta que no sea afectado, más
nos valiera empezar a pensar de nuevo en términos del bienestar común y de la
supervivencia como especie. Como las tribus de hace cien mil años, no más que
ahora la especie entera es nuestra tribu, y todos flotamos o nos vamos para el
fondo. Son muchos los cambios que se avecinan.
Colapso
en cámara lenta
De las cosas que se perdieron a medida que nos
fuimos embarrando de civilización fue el sentido de la comunidad como unidad
básica de supervivencia y como razón de ser e identidad. Mientras más
civilizados nos hicimos nos empezamos a olvidar del bien colectivo y en algún
momento surgió este culto al individuo que es parte esencial del paradigma
actual. Fue cuando nos llenamos de orgullo y nos convencimos de ser el pináculo
de la creación: el universo entero había sido hecho para nuestro uso y abuso.
Ni nos dimos cuenta y de repente todo giraba a nuestro alrededor; nos
inventamos toda clase de mitos y dioses a nuestra imagen y semejanza, y
aparecieron textos sagrados que explicaban cómo del caos original había surgido
el Hombre y se nos urgía a crecer, multiplicarnos y tomar posesión de todo. En
esos cultos y religiones finalmente nos estamos adorando a nosotros mismos.
Cambió completamente nuestra manera de
relacionarnos con la vida y con el mundo que nos rodea, así como entre
nosotros. El Individuo se sobrepuso a la comunidad y empezó a implementar sus
propias reglas. El culto a la personalidad se convirtió en eje de las
relaciones sociales, políticas, económicas y culturales que regían los destinos
de la población, que empezó a ver este orden de las cosas como normal. Solo así
se explican las enormes concentraciones de poder que sucedieron así no más con
este asunto de la civilización. Esas concentraciones de poder ocurren solo
porque se ven como lo normal, y en el momento que dejan de verse así
desaparecen. Es la legitimidad o la apariencia de ésta la que las sostiene.
En nuestra sociedad actual se ve como normal
que una persona tenga mil o 50 mil millones de dólares mientras la masa de la
sociedad sobrevive al día. Desarrollamos un sistema socio económico en el que
todo está diseñado para que así sea y siga siendo. La carrera hacia el
individualismo extremo llegó a sus lógicas consecuencias: el bien común
desapareció sin dejar rastro y en su lugar quedaron toda clase de esquemas para
apropiarse de la riqueza que antes era de todos.
Y el problema con la situación actual es que
de por sí ya es bastante grave pero las personas que deciden nuestros destinos
colectivos están completamente atrapados en su ego trip convencidos de que el objetivo de la vida es acumular
poder y riqueza, y de ahí no los vas a sacar. El sistema es insaciable, y
necesita seguir creciendo. Nunca es suficiente y no se puede detener. A su paso
genera guerras, caos y conflicto, que se intensifican a medida que recursos
críticos empiezan a escasear. E inevitablemente está basado en la destrucción
del medio ambiente, ya sea para explotar recursos o como tiradero de
desperdicios. A estas alturas del partido las fisuras del sistema son
evidentes, como lo es el hecho de que no puede seguir creciendo indefinidamente
y muy rápido nos acercamos a puntos de ruptura.
Pero los individuos que señalan el rumbo y
deciden las políticas del planeta están cegadas a esa realidad y se van a
aferrar hasta las últimas consecuencias a su culto de sí mismos y a su modelo
de crecimiento y acumulación, al que ven como el único posible; esto únicamente
consigue que las cosas se hagan peor de lo que tenían que haber sido.
Como ya dijimos, aquí hay una crisis de
liderazgo, en que se es incapaz de reconocer la gravedad de una situación y las
respuestas que se dan son equivocadas o insuficientes. Toynbee nos decía que
las civilizaciones se colapsan cuando se enfrentan a un reto al que no se le
encuentra solución y son rebasados por la realidad. Es lo que está sucediendo
actualmente: el colapso de una civilización en cámara lenta, con cada día que
pasa y cada especie que desaparece, con los millones de toneladas de gases que
seguimos echando fuera, y el impacto de todas nuestras actividades que va en
aumento. Cuando uno lo vive el proceso parece lento pero en perspectiva la
gente se asombrará de lo rápido que sucedió y se preguntará porque hicimos tan
poco para impedirlo.
Los
fenómenos de la mimesis
El liderazgo es algo que se tiene o no se
tiene, pero así como se tiene también se puede perder. Un líder lo es porque la
gente lo sigue voluntariamente, al despertar en ellos el entusiasmo por
participar en algún esfuerzo colectivo que será de beneficio de todos. Pero a
veces el líder no salió tan bueno como se pensaba, o a lo mejor tuvo su momento
pero se le fue, o quizás ya no es él sino sus sucesores; el caso es que no se
da cuenta que la realidad ha cambiado y es incapaz de responder a las nuevas
necesidades del grupo. Surgen entonces alguna o algunas otras personas que
cuestionan el orden vigente y deciden hacer las cosas de otra manera; entonces
puede ocurrir el fenómeno de la rivalidad mimética, en el que individuos o
grupos de individuos se enfrascan en una competencia feroz por el poder y por
ser los nuevos machos alfa de la sociedad. Lo de mimético significa que las
reacciones son instintivas y no se está plenamente consciente de lo que sucede
o de sus implicaciones; simplemente hacen lo que tienen que hacer en su afán
por predominar sobre los demás. Todo tiene que ver con el poder, por supuesto,
y con la influencia que se tiene sobre la gente.
Según como se jueguen las cosas, el péndulo se
va para un lado o para el otro, y puede suceder este otro fenómeno del cambio
de roles, en el que el poder de una facción se desvanece como por arte de magia
y se transfiere a la otra, y nadie se dio cuenta de cómo sucedió. A todo mundo
se le fue la bolita de las manos y cuando se despabilan ya es otro el orden
social. Es la adhesión de la gente la que cambió; el grupo decidió que el
antiguo liderazgo no le aportaba nada y que cualquier otra alternativa no podía
ser peor, y ocurre la transferencia de la mímesis de la que ya hemos hablado,
en la que se rompe el hechizo por un lado y se cae bajo un nuevo embrujo por el
otro, por ponerlo de esa manera.
Esto puede suceder muy rápido. Por lo general
son situaciones que se han ido gestando durante cierto tiempo y se siguen por
inercia, porque la realidad se sigue por inercia hasta que ya no puede hacerlo.
Las situaciones se mantienen todo lo que aguantan, pero algún hecho fortuito y
que de otra manera sería irrelevante desencadena una serie de eventos que un
poco antes nadie hubiera creído posibles. Los imperios se desvanecen en un
instante. Sic transit gloria mundis,
como dijera alguien cuando vio las ruinas de Roma después de haber sido
saqueada por los vándalos.
Puede suceder también otro fenómeno,
igualmente relacionado con la mimesis, que es el sacrificio ritual del antiguo
orden social, o de sus representantes. La muerte del líder, que representa lo
que ya no funciona y que es necesario eliminar para que la sociedad pueda
seguir su camino. Es el equivalente a la muerte del padre de la que nos hablan
los sicoanalistas, en la que el adolescente tiene que destruir la figura
paterna que ha idealizado desde niño para poder madurar y plantarse sobre sus
propios pies.
Por ejemplos no paramos, a lo largo de la
historia. Uno bastante dramático fue lo que le pasó a Ceaucescu, en Rumania,
cuando cayó el muro de Berlín y se llevó de paso a los gobiernos totalitarios
de Europa del Este. El señor estaba convencido de tener bien firmes las riendas
del poder una semana antes de que lo fusilaran.
No vio ni por donde le llegó.
Otro ejemplo que viene a la mente fue lo que
sucedió con Asiria, el gran imperio de su lugar y tiempo, temido por su
crueldad y militarismo desbocado, y que se supo ganar el odio de todas las
poblaciones a las que subyugaba. Consiguió lo que no hubiera sido posible de
otra manera: unir a todos esos pueblos que previamente habían estado peleando
entre ellos, esta vez en su contra. Cuando el telón cayó finalmente para
Asiria, en el año 612 antes de nuestra era, significó la destrucción total del
Estado así como el exterminio de su población. Su capital, Nínive, quedó
borrada del mapa. Del momento del máximo poderío aparente del imperio a su
desaparición no habían pasado más de quince años.
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