martes, 16 de enero de 2018

Mimesis y Liderazgo


La génesis de las civilizaciones
Nos cuenta Arnold Toynbee en su Estudio de la Historia como las civilizaciones surgen en respuesta a los retos que plantea el entorno físico y humano. Cuando una sociedad se enfrenta a problemáticas graves e inminentes que ponen en riesgo su continuidad y supervivencia en ocasiones es capaz de actuar colaborativamente y en pos del bien común, y la gente coopera de manera natural y se sacrifica porque es la única manera de salir adelante. La coordinación es espontánea, y gira en torno a personalidades creativas y carismáticas que entienden la situación y son capaces de guiar y conseguir la adhesión de la gente porque son precursores. La mímesis colectiva va dirigida hacia estos líderes naturales que motivan a la gente a trabajar en conjunto, y la sociedad se pone en movimiento dinámico siguiendo un proceso de cambio y crecimiento. Con cada nuevo reto que es superado la cohesión social se hace más fuerte y la red de relaciones personales, políticas, económicas y culturales se vuelve más compleja.
La civilización egipcia se gestó durante milenios, desde el final de la última glaciación hace unos diez mil años cuando el clima cambió y el norte de África que hasta entonces era fértil y con abundante vegetación se desertificó al irse las lluvias hacia Europa donde actualmente es verde. El desierto del Sahara se formó no hace mucho tiempo, y de manera muy rápida; en tan solo dos o tres mil años sucedió. Durante la glaciación esa zona era poblada porque el clima era benigno, y al secarse la gente tuvo que emigrar. Unos pocos se quedaron y aprendieron a vivir en el desierto y bajo sus condiciones; otros se fueron hacia el norte cruzando el Mediterráneo donde ya no hacía tanto frío, y otros más se fueron hacia el Este, hasta llegar al río Nilo. El valle del río era una ciénaga impenetrable que representaba un medio ambiente hostil, mucho más duro para sobrevivir que sus anteriores pastos. Y poco a poco, en un esfuerzo de cientos de generaciones, se consiguió condicionar y transformar ese hábitat en terrenos agrícolas para sostener una población creciente.
Algo parecido sucedió con los sumerios que debido a la creciente desecación del Medio Oriente crearon su civilización en los pantanos selvosos del valle inferior del Tigris y el Éufrates, transformándolos en una red de canales y campos de cultivo que requerían constante atención y mantenimiento. Ni siquiera podemos comenzar a imaginar la cantidad de trabajo que eso requirió, a medida que se iba ganando terreno al entorno y se le hacía productivo para la agricultura. Muchas generaciones trabajaron sabiendo que el fruto de sus esfuerzos no los verían ellos mismos, sino sus descendientes, pero así era como tenía que ser. La alternativa era regresar al desierto. En el caso de los mayas el desafío fue la selva, a la que había que tener constantemente a raya, y que cuando creyeron que finalmente la habían dominado fue ella la que se cansó de su presencia y los terminó devorando. Para los polinesios el reto fue el mar y las enormes distancias que atravesaban en sus frágiles canoas abiertas, manteniendo un tráfico marítimo regular entre islas separadas cientos o miles de kilómetros.
En la génesis de cada civilización hay fuertes personalidades, individuos que por alguna razón u otra ven las cosas desde una perspectiva más amplia y entienden lo que se requiere en el momento; traen un mensaje y la gente los escucha. Predican con el ejemplo y la gente los sigue. La adhesión es voluntaria. La mímesis es un rasgo genérico de toda vida social. Aprendemos por mímesis; desde niños nuestra personalidad, ideología y puntos de vista son moldeados por las personas a las que admiramos e imitamos. La gente sigue a los líderes con los que se identifica o que le revelan su potencial y los motiva a luchar por alguna causa. Después los líderes se mueren y se convierten en parte de los mitos fundadores de la sociedad en cuestión; se les convierte en próceres, caudillos, sabios, profetas y hasta dioses encarnados. Lo que sea con tal de adorar a alguien, aunque por lo general el tipo lo único que hizo fue asumir la situación y levantarse a la altura de las circunstancias.

Lo malo de ser genio

No a todo mundo que viene con un mensaje se le escucha por supuesto. A la mayor parte no se les presta demasiada atención, por más relevante o urgente que sea lo que tengan que decir. La verdad es que la humanidad en conjunto somos bastante conservadores; nos acostumbramos muy rápidamente a cualquier realidad y queremos que así siga siendo. Nos creamos nuestras rutinas y somos felices con ellas. Tenemos nuestras cosas que hacemos de la misma manera cada día, semana o cada vez que se repiten y son como el ancla que nos permite fijarnos a una realidad que de por sí ya es demasiado caótica. Las rutinas, protocolos y tradiciones nos dan una estabilidad, o la ilusión de ella.
Y de repente llega alguien que nos dice que tenemos que cambiar nuestras maneras de ser y de actuar, que estamos en el error y habrá que enderezar el curso, y la gente se queda como que, ¿pero de qué nos estará hablando este señor? Se tarda un rato para que a un conjunto de personas le caiga el veinte de que hay una situación o que reconozcan que algo en lo que siempre se ha creído no es como se pensaba. Lo que sea con tal de no cambiar, por más equivocada que sea la creencia o disfuncional la situación.
Fue lo que le sucedió a Eratóstenes, la primera persona hasta donde sabemos que calculó el tamaño del planeta tierra. 200 años antes de la era común el tipo observó que en el solsticio de verano los objetos no producen sombra a mediodía en Asuán, al sur de Egipto, ya que el sol está exactamente en el cenit; pero el mismo día a la misma hora en Alejandría, donde él vivía, al norte de Egipto, los objetos producen sombra, ya que el sol tiene un ángulo de siete grados con respecto a la vertical. La única explicación posible para esta diferencia en la posición angular del sol en dos lugares distintos simultáneamente, es si la tierra tiene una curvatura; así, la tierra tenía que ser esférica y no plana como era la idea generalizada en aquel entonces. Con trigonometría básica y mucho ingenio dedujo que el perímetro de la tierra era de unos 40,000 kilómetros, lo que fue de una precisión extraordinaria para esa época.
Lamentablemente nadie le creyó. Eso es lo que suele sucederle a los genios, que nadie nos hace caso. Aunque a Eratóstenes se le consideraba un erudito y era director de la biblioteca de Alejandría la gente se le ha de haber quedado viendo y sospechado que se le había zafado un tornillo. Eso de decir que la tierra es una esfera cuando todo mundo sabe que es plana. Y los que están abajo ¿porqué no se caen? Y pasó más de un milenio para que esa percepción empezara a cambiar. Todavía a finales del siglo 15, cuando Cristóbal Colón se lanzó a sus aventuras para llegar a las Indias, se tenía la idea que la tierra era bastante menor a lo que realmente es. Ya se sabía que era esférica, pero se le calculaba un perímetro de unos 28,000 kilómetros. Fue por eso que Colón se decidió a atravesar el océano en sus cáscaras de nuez. Si hubiera tenido idea de la verdadera distancia que hay entre España y China yendo hacia el oeste nunca se hubiera atrevido a cruzar el océano. Claro que él no sabía que había otro continente de por medio, y terminó topándose con América. Para él fue un descubrimiento, aunque ciertamente no para los millones de personas que la habitaban en aquel entonces. Después llegó Américo Vespucio que fue el que dijo que ese tenía que ser otro continente y se vio que el planeta era más grande de lo que se creía.
Así que Eratóstenes sólo se adelantó 1700 años a su tiempo. Y no le fue tan mal; al parecer tan solo lo ignoraron. A otros les va peor, según la intolerancia y los intereses a los que se enfrenten, porque siempre hay intereses de por medio, y cuando se trata de romper algún esquema inevitablemente habrá resistencia. A muchos los han expulsado, perseguido, quemado en la hoguera, crucificado u obligado a retractarse. Es la maldición de Casandra, a la que se le había dado el don de la clarividencia y podía ver el futuro, pero con la condición que nunca nadie le iba a creer.
De todas maneras son estas personas innovadoras y visionarias las que hacen que se rompa la costra de la rutina y que la sociedad avance. Si el mensaje es pertinente y se adecua a la realidad, puede llegar a captar la mimesis colectiva que siempre busca en quien fijarse.

Una crisis de liderazgo
Todo organismo tiene que aprender a adaptarse a las circunstancias cambiantes. La única constante es el cambio; cada ser vivo y cada especie encuentra la mejor manera de vivir en donde se encuentre, buscando el nicho ecológico que lo sostenga y desarrollando características físicas particulares al medio. Pero nada es estático; todo está en un constante proceso de cambio y transformación y las especies que no son capaces de mantener el ritmo y vivir bajo las nuevas condiciones quedan fuera del juego.
Lo mismo sucede con las civilizaciones, que surgen y crecen a medida que responden a los retos que les plantea el entorno, hasta que ya no pueden hacerlo. En alguna parte del camino se les va la bolita de las manos aunque siguen adelante creyendo todavía tenerla, y repitiendo ritualmente los mismos movimientos a los que todo mundo ya está acostumbrado y que conforman todo aquello que la gente ve como normal; por pura inercia se pueden seguir así todavía un buen rato hasta que la falta de substancia se hace cada vez más aparente, llegando el momento en que ya no puede sostenerse la ilusión y todo el tinglado se viene para abajo.
Sucedió con todas las civilizaciones que pasaron por ahí. Cada una de ellas se enfrentó a algún reto que resultó ser determinante y al que ya no se pudo dar solución. Los detalles varían pero las causas de fondo son remarcablemente similares. Siempre hay un trasfondo ambiental: la incapacidad de vivir de acuerdo a los límites que les marca el entorno. Así, la población tiende a crecer demasiado y los recursos empiezan a escasear, además que terminan estando muy mal repartidos. La sociedad, en lugar de adaptarse a las nuevas condiciones, insiste en mantener los esquemas que hasta entonces le han funcionado pero que ya han sido rebasados por la realidad. La incapacidad de reconocer este desfasamiento impide que se tomen medidas adecuadas a la gravedad de la situación, y la población en conjunto no se da cuenta hasta que la crisis está prácticamente encima.
Hay que entender que ante todo hay aquí una crisis de liderazgo. Aquellos caudillos y profetas que alguna vez sirvieron de inspiración a sus conciudadanos hace tiempo que se fueron, y sus sucesores nunca pudieron llenar muy bien el hueco que dejaron. Sucede como en aquellas familias en las que un tipo hace la fortuna, a costa de mucho trabajo, perseverancia, colmillo y lo que se haya necesitado. El señor fundó un negocio y lo conoce, atiende y está al tanto de las particularidades. A sus hijos los enseña a hacerse cargo de la empresa, y aprenden a hacerse responsables de su buen funcionamiento. Van a las buenas escuelas y se codean con otros chavos de amplias oportunidades. El negocio prospera.
Son los nietos los que salen unos juniors. Desde niños ya se acostumbraron a tenerlo todo, y no se cuestiona de donde viene. Simplemente así es. Cualquier privilegio se ve como un derecho natural. Les gusta darse la buena vida y descuidan el aspecto práctico de la administración de los negocios. Tienen los conectes y la vida social, y la fortuna todavía les sonríe. Son los hijos de éstos, los biznietos, los que salen unos buenos para nada. Los negocios se están tambaleando, y su principal preocupación es conservar el estilo de vida del que ya no pueden prescindir, o por lo menos mantener las apariencias de que todo va viento en popa. Terminan malbaratando las propiedades que todavía les quedan y al final se van a vivir a algún lado donde nadie los conozca, para no dar lástima.
Algo así sucede con las civilizaciones, pero en la gran escala. Y se lleva varias más generaciones. Una vez que se han dilapidado los recursos otrora abundantes, en lugar de asumir que se tiene que aprender a vivir más frugalmente, se le pisa el acelerador para terminar con lo que todavía quede. Los líderes se han convertido en unos buenos para nada incapaces de ver más allá de sus propios intereses y de responder adecuadamente a las cambiantes circunstancias y nuevos retos a los que se enfrentan.

La transferencia de la mimesis
En la guerra que hemos estado librando con la biósfera es claro que la suerte ya está echada. Empezó en el momento aquel en que decidimos que el objetivo de nuestra estancia en este planeta era dominarlo y hacerlo a nuestra medida, y desde entonces nos aplicamos con esmero en esa dirección. Nos inventamos toda clase de dioses y mitos para justificar nuestros peores excesos, y le dimos rienda suelta a nuestro afán de poseer y controlar, en la medida en que lo podíamos hacer. Nos llenamos de orgullo, y nosotros mismos nos convertimos en dioses, dueños de nuestro propio destino y del de todos los demás seres vivos. Nos adoramos con locura, aunque cuando vayamos a un templo pretendamos adorar a algún dios.
Con el poder que encontramos en los combustibles fósiles, el asalto al mundo natural adquirió un frenesí que se nos fue por completo de las manos. Esa energía, producto de la actividad fotosintética de millones de generaciones de seres vivos, se nos subió a la cabeza y nos hizo perder el contacto con la realidad. Queríamos estar en control y hubo un tiempo no muy lejano en el que llegamos a creer que habíamos vencido.
En realidad, nunca estuvimos en control de nada. A la tierra la tomamos por sorpresa; a escala geológica los últimos 50 o 200 años no son ni un abrir y cerrar de ojos. Pero en ese tiempo nos hemos encargado de hacer un verdadero desmadre, alterando ciclos y equilibrios que llevaron millones de años en gestarse.
Lo impresionante es lo rápido que el planeta está respondiendo. Uno podría suponer que procesos como estos se llevan cientos o miles de años, pero en cuestión de décadas la tierra nos va a hacer ver que ya se está fastidiando. Al universo el destino de nuestra especie le es completamente indiferente, y si nuestro único hogar decide hacerse un lugar muy inhóspito para nosotros, nadie va a venir a sacarnos del apuro.
Y mientras tanto la sociedad sigue adelante pretendiendo que no sucede nada o que con un poquito de suerte quizás a nosotros ya no nos toque; lo que suceda en 50 o 100 años ya será problema de los que vivan entonces. Nuestros líderes en particular están completamente al margen de la situación, atrapados en su crecimiento económico a toda costa y en su obsesivo afán de mayor poder y riqueza. Están como el dueño del Titanic, que dio órdenes al capitán del barco para ir lo más rápido posible y así romper el record de travesía del Atlántico, a pesar de que éste último le advirtió sobre el peligro de los icebergs y sugería ser más prudente. Pero convencido como estaba de que el barco era insumergible y que ni dios mismo lo podía hundir, le echaron todo el carbón al fuego porque lo importante era demostrar el dominio que tenían sobre los mares. A la mera hora el Titanic se fue al fondo en menos de tres horas.
La crisis ambiental es lo que define a nuestra época. Podemos discutir todo lo que queramos sobre la urgencia de la situación, y si esos 50 o 100 años nos parecen muchos o pocos, pero se ha dejado pasar demasiado tiempo y es muy poco lo que se ha hecho al respecto. A las personas que desde hace décadas trataron de advertirnos sobre la destrucción de los ecosistemas y las consecuencias de mandar todos esos gases a la atmósfera, así como de la imposibilidad de crecer exponencialmente de manera indefinida, no se les hizo mayor caso. Se les ignoró por completo. El sistema siguió adelante, creciendo y devorando, y su continuidad no se cuestiona, por más disfuncional que se haya vuelto para la mayor parte de la humanidad y del resto de la vida en el planeta.
Lo que vamos a ver en las próximas pocas décadas es el fenómeno de la transferencia de la mimesis, cuando una minoría dominante que no es capaz de asumir la situación y ver la realidad de frente se vuelve progresivamente irrelevante y la sociedad le retira su adhesión. El liderazgo es algo muy frágil y cuando no es efectivo rápidamente es reemplazado por alternativas que se perciban como más viables.

La supervivencia de la especie
Durante la larga noche de los tiempos en que el homo sapiens fue emergiendo, la clave de la sobrevivencia fue el bien común. No se podía vivir por fuera de la tribu y en ella cada quien tenía su lugar y presencia. En grupos pequeños que se conocen de siempre la toma de decisiones que los afectan a todos es una participación colectiva; cada quien opina y en algún momento se ponen de acuerdo en lo que más les conviene. De repente hay situaciones complicadas y puntos en los que no todos convergen, y puede suceder que quizás la mayor parte de los miembros del grupo piensan de una manera pero hay dos o tres que ven las cosas diferente y se les da la razón a estos últimos, a pesar de no ser mayoría. Esto puede suceder porque esas dos o tres personas tienen mayor experiencia de la vida y conocimiento de las circunstancias y el grupo decide que eso es lo que más cuenta. Finalmente la supervivencia y el bienestar común son los criterios que deciden. En esas sociedades todos disfrutan de la vida o comparten las mismas penurias.
Así fue durante eones desde los albores de nuestra especie, última representante del género homo y que ahora está bajo riesgo de correr la suerte de sus predecesoras. Y después sucedió que nos fuimos asentando e inventamos la agricultura; aparecieron aldeas, pueblos y eventualmente las ciudades, y surgió eso que se da por llamar civilización; cambiaron nuestras maneras de pensar y de ver las cosas, y pues no es lo mismo que un grupo de 30 personas concuerden en algo a que lo hagan cientos o miles de personas. Es la concentración de gente que ya no se pueden poner de acuerdo sobre un asunto la que supongo que hizo inevitable las jerarquías y la concentración de poder: quizás estoy peleado con mi vecino y nunca nos vamos a reconciliar, pero si le tengo que besar el trasero a alguien que dice ser mi superior lo voy a hacer, porque eso es lo que la sociedad exige de mí. Tanto así cambió la manera de relacionarnos entre nosotros, y así vino a ser que un o unos pocos individuos decidieran el destino de la comunidad entera.
Ha habido muchos experimentos con sistemas políticos, que ultimadamente lo que resuelven es qué tan difuso o concentrado está el poder y toma de decisiones, y qué tanto los beneficios que se obtienen del esfuerzo colectivo se reparten o se acumulan. En muchos casos se ha caído en totalitarismos de faraones, tlatoanis y monarcas absolutos con derecho de vida o muerte sobre sus súbditos, en los que una pequeña minoría goza de privilegios y estilos de vida completamente divorciados de los del resto de la población que los mantiene. Estas formas de gobierno no son muy duraderas, por más que en algún momento parezcan eternas e inamovibles. Todos los imperios que optaron por ese camino se fueron rápido al basurero de la historia, acabando en un estado de guerra permanente, y llevándose a la sociedad y al entorno por delante.
El presente experimento en organización política que se ha dado por llamar “democracia” no ha sido más efectivo en resolver la cuestión de la concentración del poder y la riqueza que los antiguos sistemas totalitarios. Es claro que una sociedad en la que seis o diez personas tienen más riqueza que la mitad de la población del planeta y un puñado de familias decide los destinos del resto de la humanidad, mientras mil millones de individuos sufren de hambre crónica, no está funcionando como debiera hacerlo.
Este modelo político ya pasó por su fecha de caducidad, y se vuelve cada vez más disfuncional, fijado en las formas y vacío de sustancia. La tendencia hacia la concentración de poder se sigue acelerando y está llegando al punto en el que a todo mundo se le fue la bolita de las manos y el poder los termina devorando. Algo así. Con una crisis ambiental que ya tenemos encima que no va a dejar rincón del planeta que no sea afectado, más nos valiera empezar a pensar de nuevo en términos del bienestar común y de la supervivencia como especie. Como las tribus de hace cien mil años, no más que ahora la especie entera es nuestra tribu, y todos flotamos o nos vamos para el fondo. Son muchos los cambios que se avecinan.

Colapso en cámara lenta
De las cosas que se perdieron a medida que nos fuimos embarrando de civilización fue el sentido de la comunidad como unidad básica de supervivencia y como razón de ser e identidad. Mientras más civilizados nos hicimos nos empezamos a olvidar del bien colectivo y en algún momento surgió este culto al individuo que es parte esencial del paradigma actual. Fue cuando nos llenamos de orgullo y nos convencimos de ser el pináculo de la creación: el universo entero había sido hecho para nuestro uso y abuso. Ni nos dimos cuenta y de repente todo giraba a nuestro alrededor; nos inventamos toda clase de mitos y dioses a nuestra imagen y semejanza, y aparecieron textos sagrados que explicaban cómo del caos original había surgido el Hombre y se nos urgía a crecer, multiplicarnos y tomar posesión de todo. En esos cultos y religiones finalmente nos estamos adorando a nosotros mismos.
Cambió completamente nuestra manera de relacionarnos con la vida y con el mundo que nos rodea, así como entre nosotros. El Individuo se sobrepuso a la comunidad y empezó a implementar sus propias reglas. El culto a la personalidad se convirtió en eje de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales que regían los destinos de la población, que empezó a ver este orden de las cosas como normal. Solo así se explican las enormes concentraciones de poder que sucedieron así no más con este asunto de la civilización. Esas concentraciones de poder ocurren solo porque se ven como lo normal, y en el momento que dejan de verse así desaparecen. Es la legitimidad o la apariencia de ésta la que las sostiene.
En nuestra sociedad actual se ve como normal que una persona tenga mil o 50 mil millones de dólares mientras la masa de la sociedad sobrevive al día. Desarrollamos un sistema socio económico en el que todo está diseñado para que así sea y siga siendo. La carrera hacia el individualismo extremo llegó a sus lógicas consecuencias: el bien común desapareció sin dejar rastro y en su lugar quedaron toda clase de esquemas para apropiarse de la riqueza que antes era de todos.
Y el problema con la situación actual es que de por sí ya es bastante grave pero las personas que deciden nuestros destinos colectivos están completamente atrapados en su ego trip convencidos de que el objetivo de la vida es acumular poder y riqueza, y de ahí no los vas a sacar. El sistema es insaciable, y necesita seguir creciendo. Nunca es suficiente y no se puede detener. A su paso genera guerras, caos y conflicto, que se intensifican a medida que recursos críticos empiezan a escasear. E inevitablemente está basado en la destrucción del medio ambiente, ya sea para explotar recursos o como tiradero de desperdicios. A estas alturas del partido las fisuras del sistema son evidentes, como lo es el hecho de que no puede seguir creciendo indefinidamente y muy rápido nos acercamos a puntos de ruptura.
Pero los individuos que señalan el rumbo y deciden las políticas del planeta están cegadas a esa realidad y se van a aferrar hasta las últimas consecuencias a su culto de sí mismos y a su modelo de crecimiento y acumulación, al que ven como el único posible; esto únicamente consigue que las cosas se hagan peor de lo que tenían que haber sido.
Como ya dijimos, aquí hay una crisis de liderazgo, en que se es incapaz de reconocer la gravedad de una situación y las respuestas que se dan son equivocadas o insuficientes. Toynbee nos decía que las civilizaciones se colapsan cuando se enfrentan a un reto al que no se le encuentra solución y son rebasados por la realidad. Es lo que está sucediendo actualmente: el colapso de una civilización en cámara lenta, con cada día que pasa y cada especie que desaparece, con los millones de toneladas de gases que seguimos echando fuera, y el impacto de todas nuestras actividades que va en aumento. Cuando uno lo vive el proceso parece lento pero en perspectiva la gente se asombrará de lo rápido que sucedió y se preguntará porque hicimos tan poco para impedirlo.

Los fenómenos de la mimesis
El liderazgo es algo que se tiene o no se tiene, pero así como se tiene también se puede perder. Un líder lo es porque la gente lo sigue voluntariamente, al despertar en ellos el entusiasmo por participar en algún esfuerzo colectivo que será de beneficio de todos. Pero a veces el líder no salió tan bueno como se pensaba, o a lo mejor tuvo su momento pero se le fue, o quizás ya no es él sino sus sucesores; el caso es que no se da cuenta que la realidad ha cambiado y es incapaz de responder a las nuevas necesidades del grupo. Surgen entonces alguna o algunas otras personas que cuestionan el orden vigente y deciden hacer las cosas de otra manera; entonces puede ocurrir el fenómeno de la rivalidad mimética, en el que individuos o grupos de individuos se enfrascan en una competencia feroz por el poder y por ser los nuevos machos alfa de la sociedad. Lo de mimético significa que las reacciones son instintivas y no se está plenamente consciente de lo que sucede o de sus implicaciones; simplemente hacen lo que tienen que hacer en su afán por predominar sobre los demás. Todo tiene que ver con el poder, por supuesto, y con la influencia que se tiene sobre la gente.
Según como se jueguen las cosas, el péndulo se va para un lado o para el otro, y puede suceder este otro fenómeno del cambio de roles, en el que el poder de una facción se desvanece como por arte de magia y se transfiere a la otra, y nadie se dio cuenta de cómo sucedió. A todo mundo se le fue la bolita de las manos y cuando se despabilan ya es otro el orden social. Es la adhesión de la gente la que cambió; el grupo decidió que el antiguo liderazgo no le aportaba nada y que cualquier otra alternativa no podía ser peor, y ocurre la transferencia de la mímesis de la que ya hemos hablado, en la que se rompe el hechizo por un lado y se cae bajo un nuevo embrujo por el otro, por ponerlo de esa manera.
Esto puede suceder muy rápido. Por lo general son situaciones que se han ido gestando durante cierto tiempo y se siguen por inercia, porque la realidad se sigue por inercia hasta que ya no puede hacerlo. Las situaciones se mantienen todo lo que aguantan, pero algún hecho fortuito y que de otra manera sería irrelevante desencadena una serie de eventos que un poco antes nadie hubiera creído posibles. Los imperios se desvanecen en un instante. Sic transit gloria mundis, como dijera alguien cuando vio las ruinas de Roma después de haber sido saqueada por los vándalos.
Puede suceder también otro fenómeno, igualmente relacionado con la mimesis, que es el sacrificio ritual del antiguo orden social, o de sus representantes. La muerte del líder, que representa lo que ya no funciona y que es necesario eliminar para que la sociedad pueda seguir su camino. Es el equivalente a la muerte del padre de la que nos hablan los sicoanalistas, en la que el adolescente tiene que destruir la figura paterna que ha idealizado desde niño para poder madurar y plantarse sobre sus propios pies.
Por ejemplos no paramos, a lo largo de la historia. Uno bastante dramático fue lo que le pasó a Ceaucescu, en Rumania, cuando cayó el muro de Berlín y se llevó de paso a los gobiernos totalitarios de Europa del Este. El señor estaba convencido de tener bien firmes las riendas del poder una semana antes de que lo fusilaran.  No vio ni por donde le llegó.

Otro ejemplo que viene a la mente fue lo que sucedió con Asiria, el gran imperio de su lugar y tiempo, temido por su crueldad y militarismo desbocado, y que se supo ganar el odio de todas las poblaciones a las que subyugaba. Consiguió lo que no hubiera sido posible de otra manera: unir a todos esos pueblos que previamente habían estado peleando entre ellos, esta vez en su contra. Cuando el telón cayó finalmente para Asiria, en el año 612 antes de nuestra era, significó la destrucción total del Estado así como el exterminio de su población. Su capital, Nínive, quedó borrada del mapa. Del momento del máximo poderío aparente del imperio a su desaparición no habían pasado más de quince años.

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