martes, 16 de enero de 2018

Percances del imperio


La enfermedad del militarismo
Las civilizaciones en su ocaso suelen caer en un militarismo virulento y una lucha descarnada por el poder. Agotan todas sus posibilidades y no les queda más que un suicidio colectivo. Se vuelven locos por el poder y cada quien se aferra a las migajas de las que se haya podido apropiar, llevándose a la sociedad entera por delante sin dedicarle un pensamiento. El poder saca lo patológico que hay en nuestra psique y no estamos preparados para resistirlo, no en este estado de nuestra evolución, inmaduros e irracionales como todavía lo somos.
En cualquier caso, en estas sociedades en decadencia los que se hacen del poder es por la fuerza de las armas, y es la casta militar la que se termina imponiendo; esa casta siempre fue parte de las altas esferas, pero en algún momento deciden que quieren el pastel completo y empiezan a hacer lo que quieren. Sucedió en Roma con la guardia pretoriana, que fundó Augusto en el año 27; Roma dejó de ser oficialmente una república y de manera abierta se convirtió en un imperio, con todo el poder concentrado en una sola persona que era él, el primer emperador. Pasaron varias generaciones y cien años después la guardia ya era el verdadero poder detrás del trono, y deponían y nombraban emperadores a su voluntad. A algunos los llegaron a asesinar y vendían el trono al mejor postor.
También sucedió con los abasidas durante el califato de Bagdad. El auge de la dinastía fue con Harun al-Rashid, por el año 800. Un siglo después los califas se habían convertido en marionetas de sus soldados turcos, que también los ponían y quitaban según su antojo. Según esto, en el 908 un califa gobernó tan sólo un día. Para el 935 el jefe de los soldados turcos se hacía llamar el comandante de comandantes y los califas se hicieron irrelevantes, meras figuras simbólicas para dar la cara y atender las ceremonias.
Es la naturaleza del poder; se les va de las manos y ni siquiera se dan cuenta.
Pues lo mismo ya sucedió en el gran imperio de nuestro tiempo, donde el poder está firmemente en manos del llamado complejo industrial militar. Son los que deciden la política interior y exterior de su país, y de todos los lugares a donde llegan sus tentáculos. Su objetivo es el control absoluto, full spectrum dominance, como dicen, y no pueden tolerar resistencia a sus designios. A Estados Unidos ya lo convirtieron en un estado policiaco en el que la policía más bien parece un ejército de ocupación disparando a la menor provocación, especialmente a negros, latinos y otras minorías. Los militares dieron un golpe de estado del que nadie se percató y se apropiaron de las riendas del imperio; se arrogan más del cincuenta por ciento del presupuesto federal y tienen dinero de sobra para hacer guerras, modernizar sus misiles nucleares y sembrar el caos. Las instituciones civiles se vuelven inefectivas y la clase política se pliega por completo.
Al pueblo le dan atole con el dedo y lo tienen bien hipnotizado haciéndole creer que yendo a votar cada cuatro años ya participan en la toma de decisiones y su país es una democracia. En realidad ellos quitan y ponen presidentes a su conveniencia, y a los que les estorban los matan como a Kennedy, o los quitan de en medio. Al que no se pliega lo quiebran. Cada gobernante se convierte en agente del sistema, o su carrera política no tiene mucho futuro. El presidente actual, Donaldo, es un buen representante de esta fase del proceso: el emperador bufón, ignorante, caprichoso, extravagante. Podemos pensar de él lo que queramos pero está cumpliendo su papel a la perfección; así como Ronald Reagan fue el gran comunicador, Trump es el gran distractor, que mantiene entretenido a su público con cada puntada con la que sale mientras el estado de sitio se cierra alrededor de la sociedad civil y el aparato industrial militar se posiciona para apropiarse hasta de la última riqueza y aferrarse al poder sin importar las consecuencias.
La enfermedad del militarismo con su concentración extrema de poder de hecho indica un grado avanzado de disolución social, un nihilismo mezclado de fatalidad que se propaga por todos los resquicios de una sociedad que hace un buen rato que perdió el rumbo.

El mitote de la democracia
Hace algunos años hubo elecciones municipales aquí en el pueblo donde vivo y el que se las daba de cacique local me platicó que le habían ofrecido la presidencia pero… “¿para qué la quiero? Si salgo de presidente voy a terminar quemado. Nunca le puedes dar gusto a todos, y siempre habrá gente descontenta. No me interesa dar la cara. En cambio, mira, si sale Fulano Pérez, es mi compadre; si sale Mengano González, también es mi compadre. El partido que gane, me da lo mismo; en cualquier caso yo hago mis negocios y nadie se mete conmigo.”
Y pues en eso consiste exactamente lo que nos da por llamar democracia: cada equis años cumplimos religiosamente con nuestro deber ciudadano y acudimos a depositar nuestro voto libre y secreto en la gran fiesta de las elecciones, todo para que los que tienen el poder lo sigan teniendo y los que están amolados lo sigan estando. Sí, cada gobernante tiene su propio estilo y se le da cierto margen para que pueda maniobrar dentro de límites perfectamente establecidos; también se le permite enriquecerse y que haga sus propios negocios mientras no llame la atención; presidentes y gobernadores representan intereses muy fuertes y si hacen un buen papel serán recompensados. El sistema de todas maneras se las arregla para que salgan los candidatos adecuados y hay toda clase de truquillos para influenciar los resultados. Se hace todo un circo cada vez que hay elecciones gastándose millonadas en publicidad durante meses, y el proceso se convierte en una faramalla que mantiene embobada a la gente en nuestra sociedad del espectáculo.
No mucho ha cambiado desde que la democracia supuestamente se inventó en Grecia hace 2500 años. El mito nos dice que los griegos desarrollaron esta forma avanzada de gobierno en que el pueblo decide su destino y cada ciudadano tiene voz y voto en la toma de decisiones que a todos les afectan y en la que se busca el bien común; en realidad la griega era una sociedad esclavista en la que la mayor parte de la gente, principalmente esclavos y mujeres, no tenía derechos políticos. Solo los hombres propietarios de terreno tenían derecho a votar, lo que la hacía una oligarquía. A fin de cuentas era una minoría la que decidía por todos, y a eso le llamaron democracia.
Algo sucede con la susodicha democracia que provoca un fervor cuasi religioso entre los que caen bajo su embrujo, y muy rápidamente se convencen de que su modelo no solo es el mejor sino el único posible y deciden que lo que más le conviene al resto del mundo es que se conviertan a la fe. Y da la casualidad histórica que precisamente aquellas naciones donde surge y se desarrolla esta forma de gobierno son las que se han lanzado alegremente a colonizar naciones más débiles para establecer sistemas de dominio y explotación y apropiarse de sus riquezas. Las naciones europeas, convencidas de que su cultura, civilización y organización política era vastamente superior a cualquier otra, se dividieron Asia, África, América y Oceanía, como si fuera un gran pastel e incluso después de que esos países recobraron su independencia ahí siguen metidos en lo que ahora es un colonialismo económico.
Actualmente los autoproclamados campeones de la democracia son por supuesto los Estados Unidos, que la han utilizado como bandera y justificación para invadir a medio mundo y cambiar los regímenes que no se alineen. También son los campeones de los derechos humanos, y con su responsabilidad por proteger se lanzan a intervenciones humanitarias donde lo consideren conveniente. El cinismo es impresionante. La realidad supera la ficción y 1984 de George Orwell ya fue rebasado: la guerra es la paz y se está en un estado permanente de conflicto.
El mito de la democracia les fue útil durante un tiempo pero ya no tienen necesidad de él y han decidido quitarse la máscara. Estados Unidos es un imperio y conceptos como democracia y derechos humanos se convierten en un estorbo cuando hay que tratar con las realidades desnudas del poder, como dijera uno de sus secretarios de estado allá por los años cincuentas. No es difícil imaginar que en un futuro no muy lejano alguna junta militar se haga abiertamente del poder como respuesta a una crisis real o inventada. Todo está en su sitio para que suceda.

El telón sobre el imperio
Y vemos como el telón cae sobre el imperio de nuestra época. Su máximo poder aparente lo tuvo durante la última década del siglo veinte, cuando oficialmente terminó la Guerra Fría y se deshicieron del último estorbo que se les ponía enfrente. A la Unión Soviética la mandaron al basurero de la historia, y a Rusia y los otros países que la conformaban los llevaron a la quiebra. Como buitres se abalanzaron sobre ellos, integrándolos a la economía de “mercado”, eufemismo que significa que se convertían en arca abierta para que las corporaciones y el gran capital pudieran crear un ambiente propicio para los negocios.
Era la época del triunfalismo efervescente, cuando se hablaba del nuevo siglo americano y del fin de la historia, de la nación indispensable y del full spectrum dominance. Se les subieron los humos y se fueron solos en su viaje, convencidos de que el planeta entero les pertenecía y que el imperio duraría eternamente, o algo así. Su doctrina en política exterior es impedir que naciones que pudieran no estar de acuerdo con su estatus de colonia coalescan en alguna alianza en potencia problemática, particularmente en Eurasia. La única manera de mantener este estado de las cosas es gastando billones en armamento, y cada año le gastan más, para mantenerse a la vanguardia y desarrollar las armas de destrucción y muerte más sofisticadas y efectivas.
También resulta que el armamentismo es un excelente negocio y mueve muchísimo dinero, de hecho mueve a la economía entera, y en este punto Estados Unidos necesita de un estado de guerra permanente para que su economía no se venga para abajo. Realmente está en bancarrota; su deuda externa es de 30 billones de dólares y el 5% del presupuesto federal es tan solo para pagar los intereses; más de la mitad de ese presupuesto es para armarse hasta los dientes y mantener un ejército con mil bases por todo el mundo. El país se sigue endeudando porque gasta más de lo que gana y el dólar se ha convertido en una moneda de fantasía que se puede imprimir todo lo que se quiera aunque no haya nada que lo respalde.
Socialmente Estados Unidos también se está cayendo en pedacitos. A la minoría dominante no le es posible asumir que la riqueza de la que se apropiaron pudiera alcanzar para muchas personas más, y tenemos la situación que unas cuantas familias poseen más que el resto de la población en conjunto. El racismo y la violencia que siempre han formado parte conspicua de su carácter nacional están levantando de nuevo la cabeza; la sociedad está saturada de armas, cualquiera puede adquirirlas y portarlas, y con harta frecuencia escuchamos de masacres colectivas en que alguien pierde la chaveta y se pone a disparar indiscriminadamente. Ese país ya se convirtió en un estado policiaco y represivo con tres millones de personas en el bote -más que cualquier otro país en números absolutos y en porcentaje de la población-, la mayor parte de las cuales por transgresiones menores a leyes absurdas. En realidad mantener a las personas en la cárcel es otro buen negocio, así como gran solución para mantener al exceso de población indeseada fuera de circulación.
Hay una lucha que se está librando entre las clases sociales, pero como dijera Warren Buffet, uno de los del selecto club de dueños del planeta, “la guerra la hacemos los ricos contra los pobres, y estamos ganando”. Los billonarios ya se hicieron abiertamente del poder y su objetivo es apañarse todo, cambiando leyes para explotar mejor los recursos, contaminar sin preocuparse por controles ambientales, y de paso pagar menos impuestos. Su voracidad es insaciable; lo tienen todo y quieren más, y se han convertido en verdaderas lapas que se chupan la sangre del anfitrión hasta acabar con él. La clase media que alguna vez gozó de los privilegios del imperio se encuentra en vías de extinción, o por lo menos dándose cuenta que las expectativas que tenían para la vejez y futuro de sus hijos se erosionan rápidamente.
A medida que la situación se deteriore, la gente, por más indoctrinada, condicionada y lavada del cerebro que se encuentre, creyendo desde niños que sus estilos de vida eran lo normal y su privilegio, empezarán a ver detrás de la máscara y en algún momento les caerá el veinte que quizás les vieron la cara, que la nueva realidad no es lo que ellos esperaban, y que cualquier otra alternativa no puede ser peor.

El hombre enfermo del mundo
No es difícil percibir las grandes tendencias geopolíticas del momento. Estados Unidos va en picada, y cualquier liderazgo que haya tenido se está evaporando como por arte de magia. Las naciones del mundo se están despertando a la idea de que el arreglo que los gringos les ofrecen no les conviene, y están buscando la manera de hacer sus asuntos y resolver sus problemas, que de por sí son graves, sin que todavía vengan a decirles cómo hacerlo e imponerles tratos ventajosos. China y Rusia ya se hicieron los grandes amigos y el proyecto que tienen de unificar Eurasia en una nueva ruta de la seda tiene el gran atractivo de que la riqueza que se genere se queda ahí mismo en lugar de irse a pagar deudas perpetuas a algún fondo monetario internacional. La idea es que todos y cada uno de los participantes se beneficie. Ya veremos cómo se desarrolla esto en la realidad pero por lo pronto están construyendo todo un entramado de gasoductos, trenes de alta velocidad y puertos de gran calado; invierten fuerte en infraestructura y, más importante, están creando su propio sistema monetario independiente del dólar.
Esto es precisamente lo que Estados Unidos no puede permitir, porque si el dólar pierde su estatus de moneda de reserva internacional el imperio se colapsa, incapaz de seguir pagando sus deudas y mantener ese enorme aparato militar. Y por eso están haciendo su berrinche y se van a meter donde nadie los ha llamado, provocando guerras, desestabilización y golpes de estado, rodeando al continente de bases militares, y metido como una cuña ahí en medio cuando ya nadie en Asia los aguanta y no ven la hora de que finalmente se vayan a atender sus propios asuntos en su rincón del mundo y los dejen en paz. Quizás todavía no haya llegado a ese punto pero para allá va.
Lo que ocurre es que se está conformando un mundo multipolar el cual es inevitable que suceda, pero la insistencia de los que dirigen el destino de ese país en seguir actuando como el poder hegemónico, excepcional e indispensable, basados únicamente en la fuerza de las armas, ya no convence a nadie, y se buscan alternativas.
La pérdida de liderazgo de Estados Unidos va mucho más profundo. Lo que sucede es que los tiempos cambiaron y no se dieron cuenta. Siguen aferrados a su modelo obsoleto, que les funcionó durante siglo y medio pero ha quedado rebasado por la realidad. Lo que hizo de Estados Unidos un imperio fue el control del petróleo y el uso masivo que le dieron en todos los ámbitos de la existencia, desarrollando un sistema socioeconómico de apropiación de los recursos y explotación a escala global. Este sistema ha crecido y crecido y el problema es que ha llegado al límite de sus posibilidades, y el límite es el planeta entero. Hemos provocado una crisis ambiental sin precedentes, que se define como la gran problemática de nuestra época, y que va a requerir un esfuerzo colectivo también sin precedentes simplemente para atenuar los peores efectos del trancazo. Esto ya no es ningún secreto, se está viendo, y el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, contaminación y deterioro general del gran ecosistema no los podemos seguir ignorando.
Y la respuesta que han tenido los dirigentes del imperio ha sido aferrarse a sus combustibles fósiles, y los van a ir a sacar hasta la última gota que se pueda, aduciendo que el cambio climático no es real ni provocado por nosotros; negarse a reducir sus emisiones de carbono e integrarse a los acuerdos internacionales que así lo piden, por más insuficientes que sean esos acuerdos; bloquear el uso y desarrollo de energías alternativas; condenar a priori cualquier cosa que huela a justicia social o comercio equitativo, y en general seguir a toda marcha con su modelo de consumo y acumulación que termina por consumirse a sí mismo.
La negativa de Estados Unidos de asumir el liderazgo en la cuestión más grave a la que se enfrenta la humanidad lo ha aislado, y progresivamente se verá como un paria y un estorbo para la sobrevivencia de los otros pueblos. Hasta sus mismas naciones aliadas y vasallas ya lo piensan y se dan cuenta que cuando el imperio caiga en pedacitos se los va a llevar a ellos por delante. Así como el imperio otomano en su decadencia era el hombre enfermo de Europa, el imperio actual se ha convertido en el hombre enfermo del mundo.

En la órbita imperial
México, como el resto de Latinoamérica, rápidamente se convirtió en el patio trasero del imperio. Todo empezó cuando los WASP (protestantes blancos anglosajones) que llegaron de Europa a América del Norte decidieron que el territorio que se habían apropiado de los indígenas no era suficiente y querían más. Lo querían todo y cuando vieron la abundancia y riqueza que había en estas tierras se cegaron de ambición; de alguna manera se convencieron que Dios se los había otorgado a ellos solos y que tenían un destino manifiesto para apropiárselo por completo y a expensas de todos los demás. A la gente que había vivido en este continente desde hacía milenios la exterminaron, y a los que no pudieron matar los mandaron lejos a reservaciones asimilándolos como ciudadanos de segunda.
Luego inventaron su guerra en la que nos invadieron por tres partes y tomaron la ciudad de México; no se fueron hasta que nos convencieron de cederles aquellos territorios del Norte, que de todas maneras estaban bien lejos de la capital. Se los regalamos. Estaban empeñados en llevarse también la península de Baja California, pero finalmente la pudimos conservar. Desde entonces hemos estado firmemente en la órbita imperial. Quizás en ocasiones nos dejaban un poco tranquilos porque tenían otras preocupaciones, como cuando tuvieron su guerra de secesión o se iban a pelear en las guerras mundiales, pero luego se acordaban de nuestra existencia y no podían resistir la tentación de venirse a meter en nuestros asuntos.
Bien lo dijo don Porfirio: pobres de nosotros, tan lejos de dios y tan cerca de Estados Unidos. Fue durante su mandato cuando el gran capital vino a instalarse y crear un ambiente agradable para las operaciones de las grandes corporaciones que estaban surgiendo. Ya sabemos cómo terminó el Porfiriato, pero es importante decir que la guerra civil se hubiera quizás podido evitar o ser menos violenta si a Madero se le hubiera dado la oportunidad de llevar a cabo sus reformas, pero fueron precisamente los Estados Unidos los que le dieron el visto bueno a Huerta para que diera su golpe de estado y se hiciera del poder, lo que provocó que una revolución que hasta entonces había sido pacífica y que ya había conseguido su objetivo de mandar al dictador al destierro se convirtiera en una lucha de todos contra todos.
Y así ha sido desde entonces. El imperio se fue expandiendo y terminó por meterse en todos lados con una agenda específica, que desde hace dos siglos plasmaron en la doctrina Monroe: América para los americanos, que son ellos. Los gringos se auto nombran americanos, como si el resto de los habitantes del continente no lo fuéramos. Ya desde fines del siglo 19 habían extendido su yugo por todo el hemisferio, y no han dudado en provocar guerras, golpes de estado, desestabilización, insurrecciones, fraudes electorales, o lo que se haya necesitado para asegurarse de que los regímenes en cada nación fueran de su agrado.
Pero después resultó que el continente entero les quedó chico, y a partir del fin de la primera guerra mundial, cuando se vio que los imperios europeos no tardarían en colapsarse, fue que la élite dominante de los Estados Unidos se hizo la idea de aceptar su vocación de nuevos dueños del planeta, el primer imperio a escala global. Siguieron utilizando los mismos métodos que les funcionaron tan bien en otros lados, y se hicieron expertos en el arte de influir en las elecciones y toma de decisiones de aquellos países donde tienen intereses comerciales, que prácticamente son todos. Esto lo han hecho abierta y descaradamente, como cuando mandan a su ejército a intervenir en algún lado, o de maneras más encubiertas, y tienen sus organizaciones que se dedican a hacer ese trabajo sucio. Resulta surrealista ver el mitote que hacen porque supuestamente Rusia influyó en sus elecciones, cuando eso es lo que ellos hacen continuamente, por doquier, como si fuera una prerrogativa que no se cuestiona.
Es esa burbuja que los separa de la realidad lo que viene a ser el talón de Aquiles de los imperios. Terminan creyéndose la historia que ellos mismos inventaron del destino manifiesto y superioridad racial, y a medida que se genera resistencia responden aferrándose a su control y armándose hasta los dientes. Sin embargo, el militarismo desbocado no es una señal de fuerza, sino de debilidad. Es el miedo el que los impulsa, el terror de perder su preponderancia y volver a ser una nación como las otras, sin privilegios ni relaciones asimétricas de poder.

Las religiones de la civilización
Los imperios por supuesto siempre tienen a los dioses de su lado. La religión juega un papel muy importante en todo esto, así como la faramalla de los ritos y procesiones, la pompa y circunstancia. Podemos imaginarnos el poder que tenían los sacerdotes mayas o aztecas cuando le sacaban el corazón a un ser humano desde lo alto de la pirámide y con eso le aseguraban al populacho que el sol saldría al día siguiente. En algunas regiones de Medio Oriente la gente podía sacrificar a sus propios hijos primogénitos para apaciguar a los dioses, que parecían tener un apetito insaciable por todo tipo de sacrificios.
La religión que trajeron a América los invasores europeos no fue menos sangrienta, y se utilizó para justificar los peores excesos. Normalizó el desprecio absoluto que se tenía por la cultura, las costumbres, la manera de vivir y de pensar de la gente que vivía por estos rumbos, a los que solo se les dejó la opción de doblegarse y acomodarse a las nuevas maneras. En algunas regiones como Mesoamérica o los Andes encontraron culturas fuertes con las que llegó a haber fusión de ideas y costumbres, pero en muchas otras la población local fue exterminada o asimilada por completo. Hay que entender el proceso de evangelización como parte primordial de la política oficial en las colonias, y las misiones como avanzadas en terreno inhóspito.
La gran diferencia entre la colonización de Hispanoamérica y Angloamérica es que los soldados españoles y portugueses que llegaron a la conquista eran hombres solos que venían a hacer fortuna con la esperanza de arricar y regresar a la madre patria a pasar sus últimos años; tenían necesidades físicas e inevitablemente hubo mezcla con la población local. Los anglosajones que llegaron un siglo después estaban huyendo de las penurias y la hambruna y venían las familias enteras y si podían hasta con el perico porque ya no tenían intenciones de regresar nunca más a Europa. Venían a establecerse y hacer su vida y tuvieron muy poca necesidad o gusto de relacionarse con la gente nativa, a la que más bien vieron como un estorbo y una presencia indeseable. La vertiente del cristianismo que trajeron los puritanos anglosajones resultó ser particularmente intransigente, con un dios tiránico, celoso e inflexible que niega la humanidad de otras razas y pueblos. Esa creencia de ser excepcionales e indispensables no es nada nuevo, siempre lo han tenido bien latente.
Recuerdo que durante la primera guerra del Golfo, en 1991, salió en el noticiero la misa solemne que llevaron a cabo en alguna catedral los mandarines del imperio, incluyendo al presidente Bush el viejo y sus secretarios de estado, para pedir la protección de Dios poco antes de empezar las hostilidades. Esa guerra fue una matazón en la que cientos de miles de soldados y civiles iraquíes murieron y el ejército gringo les disparaba como si estuvieran cazando pavos en la famosa carretera de la muerte, pero estaban ahí muy devotos comulgando los mandamases convencidos de tener el monopolio de dios y de sus bendiciones. Uno se pregunta qué parte de No Matarás fue la que no entendieron.
En la jerarquía social las castas religiosas siempre han estado cerca de la cima, gravitando alrededor de los círculos de poder y otorgando legitimidad al orden de las cosas. Indudablemente en cada religión ha habido individuos movidos por altruismo y un genuino amor a la humanidad y a la creación del dios en el que creen, pero la institución en sí ha sido utilizada demasiado frecuentemente como parte de un sistema de control y manipulación para tener sometidas a las masas.
Las religiones son creaciones de la civilización, muy diferentes a la espiritualidad de pueblos indígenas que viven en estrecho contacto con el mundo natural. Es posible suponer que cuando nuestra propia civilización industrial moderna llegue al límite de sus posibilidades, como ya lo está haciendo, y dependiendo de lo grave que sean las crisis que se nos vengan encima, haya un abandono colectivo de los viejos dioses que fueron incapaces de sacarnos del apuro y surjan otras creencias y esquemas religiosos mejor adaptados a las nuevas circunstancias.

El último imperio
“Robar, saquear y matar, a esto lo denominan imperio; y donde hacen una desolación, le llaman paz”. Así lo dijo Tácito, cronista de su época, hace dos mil años, durante la larga decadencia de Roma. Y fue una desolación la que dejo detrás el imperio romano: a Europa le llevó casi un milenio recuperarse. Al norte de África le fue peor: las planicies costeras que se habían convertido en el granero de Roma fueron sometidas a tanto abuso que muchas regiones terminaron por desertificarse. Los bosques de todo el Mediterráneo y de tan lejos como Crimea desaparecieron en la vorágine.
Eso es lo que hace un imperio, acabar con todos los recursos a los que puede echarles mano, porque cada vez necesita más y más para mantener los estilos de vida de una población creciente que parece nunca tener suficiente, empezando por las élites que le agarran el gusto al confort y los privilegios y no pueden siquiera imaginar empezar a vivir con menos.
El caso es que siempre necesitan más recursos y cuando se acaban los del territorio en el que viven se lanzan alegremente a invadir todo lo que pueden y tan lejos como la tecnología de la época se los permita. Imponen tributo y arreglos abusivos a los pueblos sojuzgados, e implantan regímenes dóciles y cooperativos. De lo que se trata es de apropiarse de la riqueza, y durante un tiempo lo consiguen. Pero eventualmente la entropía prevalece y es físicamente imposible seguir generando una riqueza que ya no existe, por más draconianas que sean las condiciones que se impongan o poderosos los ejércitos que se utilicen. La riqueza se acabó. Hay un límite a lo que la tierra produce y a la capacidad portativa para nuestra especie.
Los imperios son inherentemente insustentables. Pueden crecer hasta cierto punto, y de ahí no pasan. Al no poder seguir creciendo implotan, y su sed insaciable de recursos cada vez más escasos se convierte en un callejón sin salida. Son organismos parasitarios que viven de sembrar el caos y chupar las energías vivas de su entorno, hasta que el caos agarra vida propia y los termina devorando.
Pero cualquier devastación que hayan provocado los anteriores imperios, por más grave que haya sido en su rincón del planeta, no se compara con lo que está sucediendo ahora. El auge del imperio americano coincide con el asalto final a la biósfera, como si estuvieran decididos a no dejar nada a las generaciones futuras. Ya llegó al punto patológico, obsesivo-compulsivo, en que son incapaces de detenerse y la pura inercia los está empujando hacia el abismo. Este es el último imperio, efectivamente, porque después de éste no habrá manera de que surja otro, no en mucho tiempo y no en esta escala. Como ya ha sucedido en muchas otras ocasiones, la última fase de una civilización en estado avanzado de descomposición la representa un Estado Universal, que esta vez lo quiso ser Estados Unidos, aunque no le duró mucho el gusto. Otros imperios han durado más tiempo, pero los ritmos se han acelerado, y estamos llegando muy rápidamente a límites y puntos de inflexión.
En esta etapa final el imperio todavía puede hacer mucho daño, y lo va a hacer; es grotesca la manera como insiste en imponer su voluntad en cualquier circunstancia. Como tigre acorralado da zarpazos a diestra y siniestra, y este tigre está armado hasta los dientes con armas terriblemente destructivas. Las grandes corporaciones trasnacionales están desatadas, golosas y voraces, imponiendo tratados de libre comercio cada vez más ventajosos, y con un aparato militar respaldándolos en los casos reticentes. Las guerras por el petróleo y otros recursos están provocando millones de refugiados y ya son muchos los estados en Medio Oriente y África que solían ser prósperos y ahora son fallidos, después de la intervención de los Poderes que Son. Y ni siquiera hemos empezado a hablar de la disrupción que ya está provocando el cambio climático y deterioro ambiental, y que solo se puede ir acelerando.

El panorama es sombrío. En la fase terminal del imperio el poder se ha concentrado a tal extremo que ya no pueden manejarlo. Es cuando empiezan a decir que para qué quieren armas nucleares si no las pueden utilizar. Enceguecidos por la soberbia y la ambición se desconectaron de las fuerzas de la vida y se olvidaron de nuestra humanidad común.

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