jueves, 28 de septiembre de 2017

Un mundo que se volvió tóxico

                                 


por David Cañedo Escárcega

Il y avait un jardin
Esta es una canción para los niños que nacen y viven entre el acero, el betón y el asfalto y que no sabrán quizás nunca que la tierra era un jardín”. Así cantaba Georges Moustaki, gran trovador de nuestro tiempo. “Había un jardín que se llamaba la tierra, brillaba al sol como un fruto prohibido; no, no era el paraíso ni el infierno, ni nada de ya visto o escuchado”.
Hasta no hace mucho tiempo la tierra nos parecía grande y misteriosa. Y era de una exuberancia que nos es difícil imaginar ahora. Esos 60 millones de búfalos vagando libremente por las planicies de Norteamérica y los miles de millones de palomas migratorias que surcaban por el cielo todavía existían hace doscientos años. Los océanos estaban rebosantes de vida y hasta hace menos de cien años había unas 200,000 ballenas azules. (Ahora quedan 3000). Había más vida por todos lados, de insectos y mariposas a elefantes y rinocerontes. Y gusanos y lagartijas. No había la cantidad de basura que hay ahora. La basura es un fenómeno nuevo, no porque antes no aventáramos nuestros desperdicios a cualquier lado, sino por la cantidad de desperdicios que de repente empezamos a producir, hechos con materiales que no se degradan en siglos. A principios del siglo pasado el valle de México todavía era la región más transparente del aire, pero luego se llenó de gente, fábricas y automóviles y se convirtió en un desastre ambiental. Sus lagos se secaron y sobre la ciudad de México se instaló una nata permanente de partículas que seguramente estará generando mutaciones interesantes entre la fauna y flora local. (Nosotros formamos parte de la fauna).
En unas pocas décadas, a partir de mediados del siglo pasado, cuando entramos de lleno en lo que les da por llamar la gran aceleración, el jardín se fue deteriorando cada vez más rápido. Por aquí y por allá bosques, pantanales, arrecifes y toda clase de ecosistemas desaparecían o quedaban seriamente comprometidos. La contaminación se hizo omnipresente.
Agentes extraños entraron a nuestras vidas. Productos químicos que no se degradan fácilmente se integraron a nuestros hogares, centros de trabajo y medio ambiente, y se empezaron a filtrar hasta en los mismos tejidos de los seres vivos.
La dieta cambió. Con el surgimiento de la agroindustria y de redes de distribución cada vez más amplias y extensivas, nos acostumbramos a comer toda clase de cosas elaboradas que no existían previamente. Surgió el concepto del supermercado donde se vendían comida y productos que venían de muy lejos, del otro lado del país o del continente, hechos en fábricas gigantescas donde los alimentos se diseñan por ingeniería, desde las materias primas transgénicas hasta la cantidad de aditivos, conservadores, saborizantes y colorantes artificiales que se le agregan para darle el tono requerido; alimentos producidos en serie, por millones de unidades, se abrieron paso hasta nuestros estómagos. Gracias a la magia de la mercadotecnia se nos persuadió entre otras cosas que bebidas gaseosas con colores y sabores químicos eran mejores para nosotros que el agua pura, y slogans como la chispa de la vida o póngale lo sabroso eran suficientes para convencernos.
Agroindustria significa que se fuerza a la tierra a producir y seguir produciendo mediante ingentes cantidades de fertilizantes y pesticidas químicos, que permanecen en el medio ambiente décadas o siglos y en lugar de disolverse se acumulan contaminando mantos freáticos y tierra fértil y provocando enormes zonas muertas en las desembocaduras de los ríos, y cuyos residuos se encuentran en los granos, frutas y verduras que consumimos.
No olvidemos los millones de fábricas y mil millones de vehículos que andan por ahí, arrojando todos esos gases a la atmósfera, producto de la combustión de  los combustibles fósiles, así como las montañas y ríos de desechos sólidos y líquidos que la industria ha generado y liberado alegremente a la biósfera, sin preocuparse mucho por lo que suceda con ellos una vez que salen de la fábrica.
En muy poco tiempo nos hemos encargado de hacer de este planeta un lugar mucho más tóxico de lo que tenía que haber sido. Esa toxicidad no se va a ir a ningún lado y es parte de la herencia que dejamos a nuestros descendientes.

Lo que no se reintegra al ciclo
Contaminación es todo aquello que no se reintegra al ciclo. En el mundo natural nada se desperdicia: los desechos de un organismo son el alimento de otro. Un material como el plástico interrumpe el flujo y se queda ahí durante siglos. Acaba de salir un reporte que calcula que hasta la fecha se han producido 8,300 millones de toneladas de plástico, la mitad de las cuales en los últimos trece años. En 1950 la producción mundial fue de dos millones de toneladas y en 2015 más de 400 millones. A la mayor parte de todo el plástico que se produce se le da un uso muy limitado y se convierte rápidamente en basura. Tan sólo el 9% se recicla, el 12% se incinera y el 79 por ciento restante está por ahí. Por todos lados. Por donde quiera que volteemos. La veamos o no la veamos. Los océanos se han saturado de este extraño material que se encuentra en el estómago de noventa por ciento de las aves marinas (en 1960 era el cinco por ciento), cuyas poblaciones se han colapsado en dos terceras partes en los últimos 60 años, según otro estudio de National Geographic. Millones de toneladas están flotando libremente en el agua, formando giros del tamaño de continentes, y pronto habrá más plástico en el mar que peces.
No está mal para un producto con menos de cien años de haberse inventado. No solo es el plástico por supuesto sino todos los demás subproductos del petróleo, empezando por gasolina y combustibles que son los que nos dan energía y permiten nuestros estilos de vida. Lástima que ese carbono que estamos liberando resultara ser tan problemático e insista en querer causarnos dolores de cabeza. Tan a gusto que estábamos gozando de la vida lo mejor que podíamos mientras quemábamos esas reservas formadas durante cientos de millones de años con la mayor despreocupación y que al parecer vamos a seguir quemando hasta hacer el planeta inhabitable.
Otro dato interesante nos dice que en el año de 2011, fueron 38,200 millones de toneladas de dióxido de carbono las que se liberaron al aire por la quema de combustibles fósiles, lo que equivale a 1.1 millones de kilos cada segundo.
La atmósfera se volvió peligrosa y nos tenemos que cuidar del mismo aire que respiramos. Según la Organización Mundial de la Salud el 92 por ciento de la población mundial vive en áreas donde los niveles de contaminación del aire rebasan cierto límite considerado aceptable. Quién sabe cuáles sean los criterios para establecer ese límite pero el caso es que cada vez es más gente la que muere por enfermedades causadas por el aire que respira. Cada año más de ocho millones de personas en todo el mundo mueren prematuramente por condiciones médicas causadas y exacerbadas por lo que entra a sus pulmones, de los cuales el nueve por ciento, o 600,000, son niños menores de cinco años.
El jefe Seattle nos decía que “la visión de vuestras ciudades hace daño a los ojos del piel roja. Para nosotros, todas las cosas comparten un mismo aliento, las bestias, los árboles, el hombre, y por eso el aire es precioso. El hombre blanco no parece darse cuenta del aire que respira. Como un hombre que lleva días moribundo, ya no percibe su propio hedor”. Eso lo dijo en 1855, cuando todavía no se inventaba la gasolina ni el automóvil. Imagínense el patatús que le daría si se apareciera ahora en medio de la calzada de Tlalpan a cualquier hora del día o noche, y estuviera viendo pasar los vehículos por miles durante horas desde alguno de los puentes del Metro. Sería una realidad completamente incomprensible, peor que una pesadilla, y se regresaría corriendo a su tumba.
Pero no solo es el aire el que está contaminado sino la totalidad del medio ambiente.
La contaminación ambiental se ha convertido en la principal causa de muerte en los países subdesarrollados, y casi la cuarta parte de decesos en el mundo son causados por vivir y trabajar en lugares que se volvieron tóxicos pero que no lo eran hasta muy recientemente. Esta situación afecta sobre todo a los niños, a los pobres y a los ancianos. Los países ricos y “avanzados” ya se dieron cuenta que les conviene mantener sus territorios limpios y la industria la mandan fuera de sus fronteras, donde los controles ambientales son más laxos y los sueldos mucho más bajos.

Una era geológica caracterizada por la contaminación
La razón de ser de la industria es producir por producir para que la gente consuma por consumir. No podía ser de otra manera: esos combustibles fósiles que nos encontramos había que utilizarlos de algún modo. Esa tremenda cantidad de energía que de repente estuvo a nuestra disposición y en la que nos terminamos ahogando fue una tentación demasiado grande y nos sobrepasó por completo. Nos convertimos en agentes de la entropía, y jugamos el papel cósmico que nos corresponde, que es liberar esa energía de nuevo al medio ambiente. Si alguien les hubiera dicho en cualquier momento desde hace 200 años que al quemar ese carbón y ese petróleo se iba a afectar la vida en el planeta entero provocando una catástrofe ambiental sin precedentes probablemente lo hubieran hecho con más empeño todavía, nada más para ver si de a de veras. Porque es lo que estamos haciendo ahora, y aunque ya sabemos que hay una situación vamos a seguir hasta que truene.
La industria surgió porque era inevitable que lo hiciera, como parte de una ideología y un sistema en el que el mundo está ahí para que lo utilicemos, desarrollando un apetito insaciable por toda clase de recursos y devorando todo a su paso para obtenerlos. Y la industria produjo todo lo que se pudo producir, y aún más, y cuando se producía más de lo que se podía consumir había guerras incrementalmente destructivas, pero servían para eliminar el exceso de producción y que las fábricas pudieran seguir funcionando. Y se inventó todo lo que se pudo inventar, y aún más; la revolución tecnológica se ha acelerado y parece no tener fin, dejándonos embobados con nuestros aparatos y convencidos de ser una especie muy lista.
La industria invadió todos los ámbitos de nuestra existencia. Actividades tan básicas y tradicionales como agricultura, pesca y ganadería, que desde siempre han permitido la sobrevivencia de la humanidad fueron absorbidas por este nuevo modelo centralizador y homogeneizante, cuya única preocupación son las ganancias inmediatas a costa de la sustentabilidad a largo plazo.
Un problema es que para producir todas esas cosas que compramos en las tiendas se necesita transformar las materias primas en cosas que nos puedan ser útiles, y eso se hace en las fábricas. Pero esas materias primas, que incluyen metales, minerales, derivados del petróleo, así como madera y enormes cantidades de agua, no se dejan trabajar tan fácilmente, y hay que utilizar toda clase de productos químicos sintéticos para hacerlos manejables. Existen por lo menos 143,000 formulaciones químicas utilizadas en toda clase de procesos industriales, las cuales nunca habían existido antes, y mil nuevos productos químicos se añaden cada año. Nadie sabe sus efectos a largo plazo. Tan solo una mínima parte han sido probados para ver si tienen propiedades cancerígenas o mutagénicas, y sin embargo se han integrado a nuestros hogares y nuestras vidas ya que se encuentran en toda clase de productos domésticos, tales como comida, cosméticos, medicinas, detergentes, pinturas, adhesivos, plásticos, así como en pesticidas y fertilizantes.
Una especie tan cochina como la nuestra nunca ha sabido qué hacer con sus desperdicios y lo más fácil siempre ha sido arrojarlos al aire, río, mar o a algún agujero. Cada año unos 700 millones de toneladas de desechos tóxicos provenientes de la industria química y petroquímica son liberados al medio ambiente en todo el mundo, y se van acumulando con los de los años anteriores porque esas substancias no se degradan, provocando una dispersión a bajo nivel que abarca el planeta entero. No la vemos pero ahí está, y se ha convertido en un elemento ubicuo, permanente y ajeno en el tejido de vida de los ecosistemas y de nuestros propios cuerpos. La contaminación se ha filtrado hasta la base misma de la cadena alimenticia, el plancton y todo eso, y aunque sus efectos no se manifiesten en seguida en algún momento no los podremos dejar de percibir, por más que insistamos en seguirlos ignorando.
Una de las razones por las que les ha dado por llamar a nuestra época el antropóceno es que el registro fósil mostrará un cambio repentino en la proporción de los elementos químicos que se encuentran en el medio ambiente, tal como queden atrapados en los estratos de roca.

El rollo de los fertilizantes y pesticidas
La idea de la agricultura industrial es producir la mayor cantidad de alimentos en el menor tiempo posible, y una vez que lo ha hecho, producir más una y otra vez. La producción tiene que aumentar, porque cada vez hay más gente en el mundo y hay todo un mercado allá afuera y los alimentos son un excelente negocio. Para conseguirlo se emplean enormes cantidades de combustibles fósiles, fertilizantes y pesticidas químicos, sin los cuales ese modelo no podría siquiera comenzar a funcionar.
La tierra solo es fértil hasta cierto punto; puede ser generosa mientras no se la sobreexplote y en algunos lugares se ha practicado la rotación de cultivos, dejando descansar las parcelas durante cierto tiempo antes de volverlas a sembrar. Hay un límite a lo que cada porción de terreno puede producir, pero si lo que se quiere es cada vez mayor producción, hay que utilizar fertilizantes. Estos se aplican generosamente en enormes extensiones de terreno donde se siembra un solo cultivo -como trigo, jitomate, naranjas o almendras-, ya que cuando una sola especie se cosecha en un mismo lugar el suelo pierde sus nutrientes y la fertilidad suele agotarse. Esos fertilizantes fuerzan a la tierra a producir artificialmente, y funcionan durante cierto tiempo, pero en el momento que se dejan de utilizar la tierra ya no produce nada. Los fertilizantes se vuelven indispensables para seguir produciendo, volviéndose los agricultores dependientes de ellos y de las compañías que los elaboran, pero va a llegar un momento en que ni así la tierra podrá seguir rindiendo. Además está el hecho de que no son solubles ni se reintegran al ciclo; se acumulan en el medio ambiente contaminando mantos acuíferos y creando enormes zonas muertas en las desembocaduras de los ríos.
Los fertilizantes sintéticos no son una solución a nada. Si el objetivo fuera aliviar el hambre en el mundo en lugar de producir la mayor ganancia económica inmediata para unas cuantas corporaciones y accionistas, empobreciendo el futuro de todos en el proceso, se harían las cosas de una manera muy distinta.
Y ni siquiera hemos empezado a hablar de los pesticidas. A alguien se le ocurrió la fabulosa idea de que para maximizar la producción y evitar pérdidas había que acabar con todo ser vivo que se encontrara en el terreno, porque esas sustancias no solo matan a las que consideramos plagas porque compiten contra “nuestro” alimento sino a todo bicho que se encuentra por ahí, incluyendo hormigas, gusanos, abejas y mariposas. Acaban con todo. Y pasan las avionetas rociando su spray o lo echan personas vestidas como buzos caminando por las filas. No queda un resquicio a donde no penetren además que los vientos y las corrientes oceánicas los han dispersado por todo el planeta y hoy están presentes hasta en los hielos polares. Millones de toneladas de pesticidas han sido dispersadas al medio ambiente y ahí siguen estando, encontrando su camino a todo lo largo de la cadena trófica y pasando sin barreras de un organismo a otro. En los insectos se acumula más que en las plantas, y en los predadores de los insectos todavía más, y así sucesivamente. Como no se disuelven en el agua los peces se lo tragan y sucede que peces grandes llevan en sus tejidos tanto pesticida que las aves que los comen se intoxican hasta morir.
Tampoco son efectivos más allá de unos cuantos años. Los insectos rápidamente desarrollan adaptaciones y se vuelven más resistentes y numerosos creando lo que ahora se conocen como superplagas. Entonces tienen que inventar pesticidas de nueva generación hasta que los insectos se adapten de nuevo y es la historia de nunca acabar.
Ha habido casos famosos como el DDT que una vez que se descubrió lo tóxico que era la compañía lo siguió produciendo todo lo que pudo, negando al principio la evidencia y pagando a sus propios equipos de expertos para sembrar la duda y prolongar lo más posible sus ganancias. Es el patrón que siempre siguen, y lo están haciendo ahora con el glifosato que es el agente activo del pesticida más vendido en el mundo y del que ya se sabe que es carcinogénico, pero lo van a seguir vendiendo hasta que ya no puedan.

Una catástrofe de épicas proporciones
La agricultura industrial resultó ser una catástrofe de épicas proporciones. Es una parte fundamental del proceso de deterioro ambiental en estado avanzado que ya abarca la totalidad del planeta. Gaia era un jardín de vida tendiente hacia un estado de equilibrio homeostático que de hecho es muy frágil y empezó a craquearse por diferentes lados desde hace diez o doce mil años cuando surgió la agricultura. El impacto al principio fue lento pero se fue acelerando exponencialmente y lo que antes llevaba milenios después se tardaba siglos, luego décadas y finalmente unos cuantos años. Se dice que en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más este planeta que en toda la historia previa de la humanidad. Se nos botó la chaveta y como aprendices de brujo nos lanzamos alegremente a dar vida a todas nuestras fantasías, como aquellas de que el mundo entero nos pertenece y podemos hacer con él lo que queramos.
Con el método industrial aplicado a la agricultura, cuyo único enfoque es la maximización de producción a costa de todo lo demás, se está en completo control a lo largo del proceso. O por lo menos eso es lo que creemos. En algún momento nos daremos cuenta que ese control no resultó ser más que una ilusión. Mientras tanto este método se ha encargado de destruir a la agricultura tradicional que como quiera que sea le dio de comer a la humanidad durante miles de años, llevando a cientos o miles de millones de campesinos en todo el mundo a abandonar sus tierras y emigrar a las ciudades. La diversidad de los cultivos de subsistencia fue reemplazada por monocultivos que son desiertos ecológicos donde se impone la homogeneización y solo se permite que se desarrollen productos con ciertas características genéticas que satisfagan las necesidades del mercado. En México por ejemplo docenas de variedades de maíz se han perdido y así en todo el mundo miles de plantas y granos que daban de comer a la gente se está dejando que se pierdan. Con tan solo treinta o cuarenta productos conformando la casi totalidad de nuestra dieta, lo que se ganó en “eficiencia” nos ha colocado en una situación mucho más frágil y vulnerable.
La industrialización masiva de la agricultura no sucedió nada más porque sí. Hay un designio, e intereses muy fuertes de por medio. El que controla los alimentos controla a la gente, como bien lo saben el puñado de corporaciones que monopolizan cada aspecto de su elaboración y distribución. Estos consorcios no son hermanas de la caridad y la cuestión del hambre en el mundo les tiene completamente sin cuidado, por más que siempre la mencionen en sus discursos. En realidad lo único que los mueve es una ambición y ansia de poder sin límites. Digo, ya tienen todo el dinero que quieren, ¿en qué posiblemente lo pueden seguir gastando? Pero los accionistas de estas compañías son insaciables, y tienen a los gobiernos en sus bolsillos. La política oficial del gobierno federal de Estados Unidos es imponer este modelo en todas las naciones del mundo, o las que se dejen. Ya hasta patentaron las semillas, y sacaron sus modelos Terminator, que solo sirven para una cosecha enganchando a los agricultores de por vida a seguirles comprando las semillas a ellos, junto con el plaguicida que lo vende la misma compañía.
Y tenemos una situación en la que la contaminación producida por estos elementos tóxicos utilizados en gran escala en la agricultura se ha extendido por todos lados, dando lugar al colapso de las poblaciones de abejas, mariposas, y toda clase de bichos que no vemos pero que son afectados. El medio ambiente absorbió lo que pudo pero rápidamente llegó a un punto de saturación que se está saliendo por los bordes. Afecta a todos los seres vivos que se mueven por el planeta, con excepción quizás de los que se encuentran en el fondo de las fosas oceánicas a diez mil metros de profundidad. Quizás ahí no ha llegado todavía, pero en la comida de todas las demás creaturas del aire, agua y tierra hay restos de pesticidas y fertilizantes químicos, incluyendo la que llega a nuestros platos. La tierra fértil, el agua pura, la salud de los ecosistemas, todos se han visto comprometidos. Este modelo cuyo único criterio que lo mueve es la eficiencia económica, no es sustentable por ningún lado que se le vea.

El vertedero de nuestros desperdicios
La industria en general nunca se distinguió por su alto sentido de responsabilidad social o ambiental. Con eso de que las ganancias son privadas pero los costos son públicos, y que la idea es producir por producir para seguir produciendo, la intención siempre fue crecer y expandirse hasta ya no poder hacerlo. Los millones de fábricas que surgieron por doquier desde el primer momento adoptaron la política de arrojar alegremente sus desperdicios al arroyo, mar, pantanal o terreno baldío, donde sea que no estorbe, sin tomar mucho en cuenta la opinión de la gente que habitaba por el rumbo. Supongo que no todos estarían de acuerdo en que el agua que hasta entonces les llegaba limpia de repente viniera con espuma o que la lluvia ácida arruinara sus bosques, aunque a muchos otros no les ha de haber importado demasiado y quizás pensaron que el bosque podía desaparecer y las aguas contaminarse pero era el precio que se tenía que pagar para progresar y vivir en un mundo moderno. Aquí regresamos al meme del progreso, esa curiosa idea de que tenemos que llegar al futuro lo más rápido posible y por eso vamos como en una locomotora a toda velocidad y sin frenos arrasando con todo a nuestro paso, y creyendo que eso lo podemos hacer indefinidamente en un mundo finito que ya nos quedó diminuto.
Un caso típico de lo que sucede con la industria fue lo que ocurrió en Minamata, Japón, en 1956. Una planta química empezó a arrojar desperdicio con mercurio en cantidades masivas a la bahía, y los peces se contaminaron y la gente que los comió empezó a morirse en racimos. Casi mil murieron y varios miles más sufrieron diferentes consecuencias. Aunque todo mundo ya sabía que lo que sucedía era por la fábrica, no se podía hablar de eso porque la empresa era la principal proveedora de empleos en la región y estaba muy bien conectada en todos los niveles hasta llegar al gobierno nacional. Pasaron tres años para que empezaran a investigar, y solo porque hubo un motín de pescadores, y otros doce años en los que la gente se siguió muriendo, para admitir la causa y dejar de verter sus desechos tóxicos.
Uno de los accidentes industriales más graves ocurrió en Bhopal, India, en 1984 cuando hubo una fuga de 45 toneladas de gas tóxico en una zona densamente poblada. Miles murieron en cuestión de horas y muchos siguieron después, más de 15 mil en total. Medio millón de personas fueron afectadas, desarrollando toda clase de disfunciones corporales y malformaciones de nacimiento. A pesar de la magnitud de la tragedia la fábrica de la empresa Union Carbide siguió funcionando y produciendo pesticidas, provocando una segunda evacuación masiva de la zona que los obligó a detenerse. Los dirigentes de la compañía evadieron responsabilidad legal diciendo que no estaban bajo jurisdicción india, y huyeron del país. Marchas y demostraciones de solidaridad con las víctimas fueron objeto de violenta represión por parte del gobierno y la policía.
Impresionante. Empezamos a ver un patrón aquí. Algo similar ocurre con los hidroflorocarbonos (HFC), que sustituyeron a los cloroflorocarbonos (CFC) como refrigerantes y propelentes en los aerosoles, ya que se comprobó que estos últimos estaban provocando un agujero en la capa de ozono que protege al planeta de los rayos ultravioleta. Cuando ya no les fue posible seguir negando la evidencia por fin se sometieron a los acuerdos del Protocolo de Montreal en 1987, en los que se contemplaba su eliminación total para el 2010. Y sí, efectivamente, se les dejo de utilizar, el problema es que fueron sustituidos por los HFC que aunque no destruyen tanto la capa de ozono son entre mil y doce mil veces más potentes que el dióxido de carbono como gas de efecto invernadero. Eso significa que un kilo de HFC equivale a 1.7 toneladas de dióxido de carbono.
O sea que si no es por un lado es por el otro. Ahora ya no destruyen el ozono sino el clima. Estos ejemplos son típicos de la total despreocupación con la que se contemplan -o dejan de hacerlo- los efectos que producen sus venenos y desechos tóxicos en el medio ambiente, en los seres vivos y en la gente, tanto los que vivimos ahora como las futuras generaciones, que de hecho son los principales afectados. Ha habido innumerables otros casos, quizás no tan sonados o dramáticos, pero que comparten la misma amoralidad y negligencia criminal que implica tratar al mundo natural como vertedero de nuestros desperdicios.

Que fragilidad
Un reporte reciente dice que la contaminación en Europa y otras zonas industriales del hemisferio norte contribuyó a una de las peores sequías en India, destruyendo las vidas de millones de personas. Las emisiones de dióxido de sulfuro, producido principalmente en las plantas termoeléctricas a base de carbón, provocaron un alarmante descenso en la cantidad de lluvia que cae en el noroeste de India. Ya se sabía que ese gas tiene toda clase de efectos nocivos, como provocar lluvia ácida, afectar el crecimiento de las plantas y enfermedades de corazón y pulmones, pero ahora descubrieron que también provoca sequías, ya que absorbe y refleja la radiación solar alterando las propiedades de la cubierta de nubes y la circulación de los vientos que llevan el monzón. Como en muchas otras partes del mundo, el clima se ha visto alterado y ya no llueve lo mismo que antes. El caso es que en el estado de Andhra Pradesh las temperaturas han roto records y cientos de personas murieron al perder sus cosechas y miles más han emigrado a buscarse la vida a otro lado.
El reporte llama la atención al hecho de que la contaminación en una parte del mundo puede tener un efecto significativo en otra situada a miles o decenas de miles de kilómetros de distancia. Esto ya se sabía; en Suecia por ejemplo hace más de cuarenta años se dieron cuenta que sus bosques estaban siendo carcomidos por la lluvia ácida proveniente de las fábricas de Inglaterra, y ¿qué se puede hacer en una situación de esas? ¿Se le pide al país que contamina que deje de hacerlo? ¿Y si se trata de un accidente? La nube radioactiva que salió de Chernóbil se extendió por muchos otros países de Escandinavia y Europa del este, y los millones de litros de agua radiada que han salido de la central de Fukushima se están propagando por la totalidad del Océano Pacífico.
Para la contaminación no hay fronteras. Visto desde el espacio el planeta ha de parecer tan pequeño que cualquier punto está cercano a cualquier otro. Para los astronautas que pasan algún tiempo en órbita todo ese concepto de fronteras en algún momento les empieza a parecer absurdo.
Así que ésta resultó ser la verdadera globalización. Como suele suceder los que menos culpa tienen son los que más sufren las consecuencias. En los países del tercer mundo la contaminación es la principal causa de muertes, por encima de cualquier otra enfermedad como malaria o sida. Algunas naciones más desarrolladas presumen que han reducido sus niveles de contaminación pero esto es porque de hecho la exportan, y sus fábricas más sucias las echan para fuera, a lugares donde los controles ambientales son más laxos y los sueldos más bajos. En realidad esas naciones desarrolladas son las que más contaminan, aunque ya no tengan la industria en su territorio.
Tan solo para mantener los estilos de vida a los que la gente ya se acostumbró y con absolutamente todo mundo condicionados para aceptar esta realidad como inevitable no nos damos cuenta que básicamente nos hemos convertido en conejillos de indias de un gran experimento que se les fue de las manos. Nadie tiene el control sobre la situación, ni siquiera los que se creen los dueños del planeta, que aunque se refugien en sus enclaves bien lejos de sus fábricas también son afectados.
¿Qué tan grave es realmente la situación? Lo suficiente para que nos empezáramos a dar cuenta que estamos viviendo en un estado de desequilibrio que es antinatural y lo que va contra  natura no puede durar mucho tiempo. Hemos roto un equilibrio y ya no hay manera de que regresemos al estado anterior. Hemos llevado este proceso demasiado lejos y estamos llegando al punto en el que el péndulo gira y se va al otro extremo. Nuestra posición es bastante más vulnerable de lo que creemos.
Mencionábamos la canción de Moustaki en la que nos decía que la tierra era un jardín pero que los niños de ahora quizás nunca lo sabrán. Viene ahora a la mente una canción que canta Mercedes Sosa: “Aquellos que han nacido en un mundo así, no olviden su fragilidad. Lloras tu y lloro yo, y el cielo también. Lloras tu y lloro yo, que fragilidad”.

La esencia de nuestra civilización
Y resulta que apenas estamos arañando la superficie del problema. Nos podemos ir tan profundo como queramos: ahí también hay contaminación. Otro reporte interesante, de los muchos que salen últimamente sobre cuestiones ambientales, dice que el 83 por ciento de las muestras de agua potable tomadas en doce países de los cinco continentes contenían diferentes proporciones de fibras de plástico microscópicas, cuyos orígenes y efectos apenas están empezando a estudiarse. Estas fibras se encuentran presentes en toda clase de objetos de uso cotidiano y se liberan continuamente por el desgaste y la erosión. Por ejemplo, la ropa de fibras sintéticas como poliéster o nylon “emite miles de partículas cada vez que se lava”; la pintura utilizada en casas, barcos y señales de tránsito contribuye en más de un diez por ciento a la contaminación por microplásticos en los océanos, y los más de diez millones de toneladas de plástico que se vierten a los mares cada año, degradándose en fragmentos cada vez más pequeños, pero duraderos y omnipresentes. O sea que estas fibras ya se incorporaron al ciclo del agua, y están presentes en la que llega a nuestras casas o la que beben los animales silvestres.
También están las nanopartículas, 50 mil veces más pequeñas que un cabello, cuyos efectos tampoco se han investigado mucho pero se sabe que traspasan fácilmente las barreras fisiológicas. “Cuando una sustancia extraña se inmiscuye en el seno de una célula podemos suponer que habrá daños o desarreglos en ella” dicen los autores del estudio, reprochando a la industria su falta de vigilancia y rigor. Estas se encuentran en aditivos como E171 o dióxido de titanio, empleado con frecuencia en la industria agroalimentaria y cosmética para colorear caramelos, platos preparados y dentífricos.
Un lugar muy importante en esta cámara de horrores lo ocupan las más de 100 000 toneladas de material radioactivo de reactores nucleares civiles que se han producido y no se sabe qué hacer con ellas. El uranio 238 tiene una vida media de 4.5 millones de años y el plutonio 239 tan solo 240,000 años y deben ser aislados del resto de la vida por ese tiempo. 1 curie de radiación puede causar anormalidades genéticas. En Estados Unidos hasta el año 2000 se habían acumulado 42 mil millones de curies. Quién sabe cuántos lleven ahora.
Y pues uno se pregunta, ¿cómo fue que sucedió esto? ¿Cómo dejamos que esto sucediera? No nos dimos cuenta ni quisimos darnos cuenta, y el mundo se empezó a hacer tóxico a nuestro alrededor. Llenamos la atmósfera de gases provocando un efecto invernadero; los océanos se están acidificando; montañas de basura se genera cada día y se desperdiga a los cuatro vientos; ríos, lagos y cuerpos de agua saturados de desechos industriales; residuos radioactivos propagándose por el éter; constantes derrames de petróleo; pesticidas por millones de toneladas; nanopartículas, microplásticos, organismos genéticamente modificados, colorantes, saborizantes y muchos otros agentes químicos en nuestros alimentos y objetos de uso personal y doméstico,…, la lista es larga. Y todo eso lo vemos como normal.
La contaminación está por todos lados, a todos los niveles, por fuera y por dentro, desde el fondo del océano hasta la estratósfera y el espacio exterior que también ya se llenó de basura y escombros todo a nuestro alrededor. Saturamos al planeta de ruido, de iluminación artificial y de desperdicios, desbordando los ciclos de reciclado natural y acumulándose exponencialmente. Esto está afectando a la totalidad de la vida en el planeta. No hay rincón del mundo ni especie que no sea afectada, y muchas están desapareciendo por esa toxicidad que exudamos alegre y despreocupadamente. Nos sale hasta por los poros. Es la esencia de la civilización que nos hemos creado, nuestro legado a la posteridad: el haber hecho de este mundo un lugar más tóxico de lo que tenía que haber sido.

Esa toxicidad eventualmente va a desaparecer. El mundo natural la terminará absorbiendo en algunos cientos, miles, decenas o cientos de miles de años. Al final no quedará nada de eso, más que algunas marcas en los registros fósiles. El planeta se va a recuperar, pero será otra la normal. Y no es seguro que haya un espacio para nosotros en esa nueva realidad, ciertamente no así cómo vamos.

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