por David Cañedo Escárcega
La mentalidad del rebaño
Algo se perdió en el proceso por el cual los seres humanos nos fuimos
“civilizando”. A medida que los pequeños grupos de cazadores y recolectores
empezaron a practicar la agricultura y se fueron sedentarizando, formando
aldeas que después se convirtieron en pueblos y finalmente en ciudades, tanto
la individualidad como el sentido de pertenencia a una comunidad y la capacidad
de toma de decisiones dentro de la comunidad se fueron diluyendo. Cuando la
gente vive en pequeños grupos en los que todo mundo se conoce y las decisiones
que se tomen los afectan a todos por igual, cada uno de ellos tiene derecho a
opinar y participar en las decisiones colectivas. Cada individuo es importante
y su personalidad se siente en la comunidad entera.
A medida que las poblaciones fueron creciendo y concentrándose, ya no era
posible seguir conociendo a toda la demás gente que habitaba en ese lugar;
todavía en poblados de unos pocos cientos de individuos es posible tener una
relación personal con cada uno de ellos, pero si son miles o decenas de miles
las relaciones se vuelven impersonales y anónimas, al surgir toda clase de
instituciones y burocracias cuyo objetivo es regular cada aspecto de la vida
cotidiana. Las sociedades se fueron haciendo cada vez más complejas, con miles
de personas conviviendo en espacios limitados, y era importante acatar normas
de conducta que actuaban como lubricante y permitían que la sociedad siguiera
funcionando. Algunas de estas normas terminaban siendo escritas, y así
surgieron los primeros códigos legales, y muchas otras nunca se escribían o ni
siquiera se mencionaban o se pensaba en ellas, pero toda la gente las conocía y
formaban parte del bagaje cultural colectivo. Cada niño al crecer absorbe e
interioriza las señales que la sociedad emite y aprende lo que está permitido y
lo que está prohibido, cómo debe relacionarse con las demás personas, hasta
donde puede llegar en la manifestación de su individualidad y sobre todo, el
papel que le corresponde en el orden social al que pertenece.
Por su misma naturaleza las civilizaciones tienden a la concentración de
poder y de manera inevitable se estratifican y jerarquizan. Toda sociedad
tiende a perpetuarse y para eso requiere de estabilidad, lo que significa que
el estatus quo se debe mantener, y así, el valor primordial que se necesita y
requiere de cada individuo es que se conforme a la masa. Que asuma los valores
colectivos, que se identifique con los símbolos sociales, que se integre por
completo al paradigma dominante y que no cuestione el orden de las cosas. Con
excepción de unos cuantos lideres que se arrogan la facultad de decidir por
todos los demás, el resto de la población no tiene acceso a la toma de
decisiones, y en la mayor parte de los casos jamás se les pregunta su opinión o
ni siquiera se les contempla como agentes activos en la creación de su propio
destino. Se vuelven y se les vuelve pasivos, y aquí hay que decir que todo
mundo involucrado parece estar satisfecho con esa situación.
A los que deciden les gusta decidir, aunque cometan los errores más
garrafales, eso no importa; lo que importa es tener el poder de hacerlo. Y los
que no deciden también están muy contentos de que otras personas lo hagan por
ellos; al parecer eso les quita un enorme peso de encima. Lo que sea con tal de
no tener que hacerse responsable; lo más fácil es simplemente hacer lo que el
líder nos diga. Es la mentalidad del rebaño, y es la que le da cohesión al
orden social y sin la cual no se explica ese fenómeno que se llama
civilización. Seguir al líder aunque nos lleve al matadero, y mandar a nuestros
hijos a matar o morir en guerras inútiles que no benefician a nadie más que a
una pequeña élite, y tolerar cuantos abusos de poder nos lluevan encima porque
así es y seguirá siendo. Es la que explica que sociedades enteras sigan
ciegamente los dictados del emperador, tlatoani, faraón o mandarín en turno,
aunque lleven a la sociedad al caos.
La civilización ha sido un retroceso social de primera magnitud: en lugar
de ser pastores nos convertimos en rebaño.
La violencia de la civilización
Conformarse a la masa no deja de tener sus ventajas, y una de las
principales es no llamar la atención. Hay un mecanismo sicológico por el que
las sociedades tienden a descargar sus tensiones acumuladas y su violencia
latente en los individuos o grupos de individuos que sobresalen del resto o que
por alguna razón no se integran plenamente al consenso social. Suelen ser
minorías que aunque hayan vivido por generaciones en algún lugar específico y
formen parte plena de la sociedad en la que viven, siguen siendo diferentes al
resto de la gente o se les percibe como tales. Quizás porque tienen su propia
lengua o conservan sus costumbres o porque el color de su piel es más claro u
oscuro que la de los demás, se convierten en el blanco perfecto para que la
sociedad establecida, lo que se da por llamar “las buenas conciencias”, puedan
proyectar sus frustraciones y tendencias más primitivas en un proceso del que
no siempre se es plenamente consciente, aunque la violencia generada es muy
real y devastadora.
Se le conoce como el síndrome del chivo expiatorio. Ocurre en pueblos,
comunidades o sociedades enteras que están bajo algún tipo de estrés como
pueden ser cambios demasiado rápidos en el entorno social que no han sido
asimilados, o una presión demográfica que implica una escasez creciente de
recursos y una disminución en los niveles de vida a los que la gente se ha
acostumbrado, o simplemente una angustia generalizada ante un futuro cada vez
más incierto. Las condiciones que permiten el surgimiento de la violencia son
muy variadas, pero una vez que se inicia el proceso es muy difícil detenerlo, y
por lo general sigue su curso hasta donde ya no puede hacerlo.
La violencia es mimética, contagiosa y cumulativa; es una histeria
colectiva que termina involucrando a todas las personas que se encuentran en el
entorno. Tanto víctimas como victimarios asumen el rol que les corresponde como
si fuera un guión decidido de antemano en una situación que a todo mundo le
queda demasiado grande y en la que la línea de menor resistencia es dejarse
llevar por las circunstancias.
Ha sucedido en cantidad de ocasiones en todo tipo de sociedades a lo
largo y ancho del planeta y en diferentes contextos históricos. El patrón que
surge es que mientras más “civilizada” se considere a sí misma una sociedad,
mayores son los niveles de violencia que se generan en su interior. La capa de
civilización con la que estamos embadurnados resultó ser demasiado frágil y con
cualquier contratiempo se fractura, aflorando la sombra colectiva que nunca
hemos podido tener muy bien bajo control.
Sucedió con los ciudadanos del imperio romano que acudían en masa a los
espectáculos del circo donde miles de prisioneros dejaron sus vidas para saciar
la sed de sangre de la horda de salvajes en que se convertía la gente común y
corriente que después regresaban a sus casas a cenar con la familia y comentar
los eventos del día; sucedió también entre los mayas, aztecas y otras
sociedades altamente sofisticadas de Mesoamérica en las que los sacrificios
humanos formaban parte integral del imaginario popular y permitían que el sol
pudiera volver a salir día con día; era también la actitud que tenían los
conquistadores europeos que se lanzaron alegremente a colonizar el resto del
planeta para llevar a cabo su “misión civilizatoria” que significó la rapiña,
explotación y masacre de cuanto pueblo se les puso enfrente; y más
recientemente fue también la fiebre que se apoderó de naciones supuestamente
“avanzadas” como Alemania o Japón que se dejaron llevar por el carisma de algún
líder que les hablaba del orgullo de la patria y que decidieron que la manera
de demostrar ese orgullo era dominando e imponiendo su voluntad sobre las
naciones vecinas, y de paso aniquilando a millones de personas en sus campos de
concentración.
Por ejemplos no paramos. Es la historia de nunca acabar. Y es también lo
que sucede en nuestro mundo contemporáneo, donde se cumplen con creces las
condiciones que permiten que surja la violencia, la que está llegando a niveles
insostenibles, con armas de una destructividad sin paralelo y recursos cada vez
más escasos y mal repartidos. En el proceso civilizatorio se nos olvidó vivir
en paz con nosotros mismos.
La estructura piramidal de la sociedad
En el devenir de nuestra especie, homo sapiens sapiens, se calcula que
han existido más de cien mil millones de individuos. Todos ellos, al morir,
regresaron a la tierra. Supongo que entre nuestros ancestros cazadores y
recolectores, al ir vagando por el mundo y tener una defunción de alguno de los
miembros del grupo, simplemente lo abandonaban ahí donde estuvieran. Quizás lo
enterraban o no, y quizás le hacían alguna pequeña ceremonia, y eso era todo.
El grupo tenía que moverse y no podían perder demasiado tiempo con los que se
habían ido para el otro rumbo. Después de que surgió la agricultura hace unos
diez mil años y aparecieron los primeros asentamientos permanentes la gente
tenía aún que saber lo que hacer con sus muertos, y es posible suponer que en
cada una de esas nuevas aldeas y pueblos que fueron apareciendo se designaba
algún terreno no demasiado alejado que cumplía las funciones de lo que actualmente
conocemos como camposanto. Podemos suponer también que la abrumadora mayoría de
la gente que ha existido tuvo entierros muy simples en su reencuentro con la
tierra.
Pasaron varios miles de años y surgieron las civilizaciones en diferentes
partes del planeta: en Medio Oriente, Egipto, India, China, Mesoamérica, y de
ahí se fueron extendiendo a otros lados. Estas civilizaciones traían una nueva
manera de ver la vida y de relacionarse con el mundo; las sociedades se
estratificaron y la humanidad le encontró un gusto al culto del poder
concentrado. El poder del ser humano cuando trabaja colectivamente y en
coordinación mueve montañas, y cuando ese poder se acumula y se concentra en
manos de un individuo o pequeño grupo de individuos, eso les permite a esas personas
decidir los destinos de toda la comunidad que genera el poder, beneficiándose
inmensamente y gozando de toda clase de privilegios en el proceso. En lugares y
contextos históricos tan diferentes como Sumeria o Tenochtitlán, Angkor Wat o
Chang’An, Menfis o Harappa, Samarcanda o Bagdad, lo que todas estas
civilizaciones tienen en común es el poder total que ejercía el Gran Jefe sobre
sus súbditos.
Y paseando nuestra mirada por el panorama de la historia de repente nos topamos
con la pirámide de Keops, en el valle de Giza, Egipto; la tumba más grande que
se haya construido, una obra portentosa realizada hace 4,600 años en una escala
que no se ha vuelto a igualar, con excepción de la muralla china. La pirámide
de Keops consta de dos millones y medio de bloques de piedra de más de dos
metros por lado, pesando cada una en promedio dos y media toneladas, que se
tomaron de canteras situadas a muchos kilómetros de distancia; algunas de tan
lejos como el actual Aswan, 800 kilómetros al sur, y que se transportaban en
barco por el río Nilo.
En total se movieron seis y medio millones de toneladas de roca para
construir la pirámide, requiriendo el trabajo de unos cien mil hombres durante
tres décadas aproximadamente. Quién sabe cuántos no habrán dejado sus vidas
entre esas rocas. Y todo para que un solo individuo pudiera tener su tumba. Y
para que el señor no se sintiera solo en su viaje al más allá, enterraban vivos
con él a su séquito y sirvientes; y para que nadie se fuera a robar los tesoros
que se llevaba a ultratumba, también enterraban a los ingenieros, capataces y
obreros que conocían el secreto de las trampas. Esto fue el culto a la
personalidad llevado a sus últimas consecuencias: el faraón era dios encarnado
y su figura le daba cohesión a la sociedad entera, que aparentemente no podría
funcionar un solo día sin la mediación que él hacía entre las fuerzas del más
allá y del más acá.
Y pues uno se pregunta, ¿cómo fue que sucedió esto? ¿Qué fue lo que le
pasó a la humanidad en el transcurso de unos cuantos milenios que decidió
abandonar la responsabilidad por sus propias vidas para que otra persona se
hiciera cargo de ellas? Seguramente el cambio fue demasiado gradual para que la
mayor parte de la gente se diera cuenta que las circunstancias básicas de sus
vidas estaban cambiando, aunque tuvo que haber personas perceptivas que se
dieron cuenta de lo que la creciente concentración de poder implicaba.
La pirámide de Keops es el símbolo perfecto de las sociedades
estratificadas en extremo que surgieron hace seis mil años y que llamamos
civilización.
La fiebre que le dio a la humanidad
Una manera de ver las cosas es que a la humanidad le dio una fiebre.
Bueno, algo bastante más grave que una fiebre. Somos una especie relativamente
joven. Doscientos mil años no son muchos, y se ha dicho que estamos apenas en
la adolescencia de nuestra evolución. Desde que surgimos como especie
diferenciada, los sujetos homo sapiens tenían un volumen craneal y un potencial
intelectual equivalente al actual, pero para que se activara tal potencial tuvieron
que pasar decenas de milenios; fue un largo proceso por el que empezamos a
hacernos conscientes de nosotros mismos y apenas estamos dando los primeros
pasos. Se dice que utilizamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral;
hace 100 o 200 mil años quizás nada más haya sido un dos o tres por ciento y,
si la humanidad sobrevive a la presente fase de autodestrucción en la que nos
hemos embarcado, quizás dentro de otros 100 o 200 mil años hayamos aprendido a
utilizar un veinte o treinta por ciento de esa capacidad. Las cien mil millones
de neuronas que conforman el cerebro, interconectadas y actuando holísticamente
para regular las funciones del organismo y sintonizarnos con la energía que
fluye a nuestro alrededor, aún están esperando que las empecemos a utilizar.
En cualquier caso, a medida que las posibilidades de la conciencia se
empezaron a abrir ante nuestros ojos, en algún momento es como si nos hubiera
dado un vértigo; nos asomamos al abismo y no comprendimos lo que vimos; nos
echamos para atrás despavoridos y en lugar de asumir la responsabilidad que la
conciencia nos confería nos clavamos en un rollo de ego, poder y control que no
hemos podido superar. Tal como los adolescentes que una vez que dejan atrás la
inocencia de la niñez y aún no tienen el dominio sobre sus pasiones que llega
con la madurez, y pasan por una etapa en la que se sienten invencibles y creen
que el mundo gira alrededor de ellos, así nos pasó a la humanidad en conjunto.
De repente nos empezamos a sentir invencibles, y nos convencimos que
éramos los dueños de la creación. Y que el universo entero había sido creado
exclusivamente para nosotros. Dios mismo nos lo había dado y nos dio las
instrucciones de “creced y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; mandad
en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y alimañas y
en todo animal que serpea sobre la tierra”. Nos vimos diferentes al resto del
mundo natural y creímos que lo normal era dominarlo, porque nosotros éramos
superiores y tenemos esa cosa que los animales y las plantas no tienen, que es
conciencia.
Así como sucedieron las cosas, esa conciencia resultó ser demasiado
estrecha, y con ese criterio nos enfrascamos en una verdadera guerra con el
resto de la creación, a la que dejamos de comprender y respetar para poder
controlarla y poseerla. Ese fue el verdadero pecado original de las historias y
mitos fundadores, el creer que la tierra nos pertenecía. Este cambio de actitud
no sucedió nada más porque sí; fue, como dijimos, una fiebre que le dio a la
humanidad provocada por su inmadurez y comenzó a gestarse hace unos diez mil
años con el surgimiento de la agricultura y el crecimiento poblacional que ésta
permitió y que se empezó a concentrar en asentamientos permanentes. Unos pocos
miles de años después, cuando surgen las primeras civilizaciones, la suerte ya
estaba echada. El cambio había sido completo y la patología se había instalado
firmemente.
Desde entonces, la historia de la humanidad no ha sido más que una
búsqueda constante de mayor poder y dominio sobre el mundo que nos rodea y
sobre la gente con la que convivimos. La situación actual en nuestra propia
sociedad con sus concentraciones inimaginables de poder y de riqueza, su
necesidad insaciable de recursos y crecimiento económico, y el ecocidio que
estamos provocando a escala global, es la culminación lógica de un proceso que
nos terminó envolviendo por completo, como una matrix en la que ya no podemos
ver la realidad que hay detrás, y que sin embargo se está desmoronando a
nuestro alrededor.
Cuando la fiebre pase, y de las ruinas de lo que quede, surgirá un nuevo
estado de conciencia y una nueva manera de relacionarnos con el mundo.
Condicionándonos a ser esclavos
Y nos hicimos muy buenos en las artes de la manipulación. Una sociedad
basada en la concentración de poder no puede funcionar sin altos grados de
control social. De lo que se trata es de crear un consenso, un patrón de
conducta y pensamiento que la gente acepte como lo normal, sin que tenga que
pensar en eso o preguntarse de donde vino o cómo fue que sucedió. Desde niños
se nos condiciona para aceptar la realidad que nos rodea como la única posible,
y el orden establecido como el natural de las cosas. Simplemente no hay
alternativa, como dijera Margaret Thatcher refiriéndose al liberalismo
económico. Algo parecido han de haber dicho allá en Sumeria o Tikal o La Venta
o en Knossos o dondequiera que hayan surgido este tipo de estructuras sociales.
Al principio las técnicas de condicionamiento y control eran muy crudas,
por lo menos para los estándares de ahora, aunque ciertamente han de haber
parecido sofisticadas en su momento. Una buena parte de ese control se ha
mantenido siempre por la fuerza, por medio de lo que se llama la violencia
institucionalizada: es el Estado el que tiene el monopolio de la violencia y lo
ejerce a discreción, ya sea organizando guerras de conquista para apropiarse de
los recursos de los pueblos vecinos -y eso incluye a los esclavos necesarios
para levantar las obras monumentales en las capitales del imperio y que son los
que hacen todos los trabajos pesados que los ciudadanos ya no quieren hacer-,
así como para reprimir a esos mismos ciudadanos cuando las cosas ya no marchan
como antes y empieza a haber descontento entre la población.
La tendencia del orden establecido (el llamado status quo) es a
perpetuarse, pero como ya hemos visto anteriormente, cuando los recursos
necesarios para el funcionamiento del sistema empiezan a escasear al mismo
tiempo que lo que queda se sigue concentrando en la cima de la pirámide, tarde
o temprano va a haber problemas y llega un momento en que la única manera de
seguir manteniendo el orden es por medio de dosis cada vez mayores de
violencia.
Pero con mucho las técnicas de control social más efectivas no dependen
de la coerción física, que ultimadamente siempre genera resistencia, sino que
son procesos de condicionamiento por los que nuestras creencias, opiniones y
actitudes se conforman a los parámetros existentes o deseados para nosotros.
Algunos de estos procesos tienen que ver con los usos y costumbres de la
tierra: cada sociedad se forma sus valores, normas y prejuicios, y eso hace que
la gente viva o muera de cierta manera, y vaya ciertos días a ciertos lugares
para hacer ciertos ritos a ciertos dioses, y festejen en las fechas
establecidas, y paguen sus tributos y vayan a las guerras a las que los manden,
y se llenen de orgullo cuando algún objeto físico como puede ser una piedra de
cierta forma o un trapo de ciertos colores les recuerda su pertenencia al
superclan, y se forma todo un entramado en el que nos perdemos por completo y
como no conocemos otra cosa lo vemos como la totalidad de la realidad.
La cultura es algo que se mama desde que salimos del vientre; ni siquiera
nos damos cuenta. Solo cuando alguien sale de su tierra natal y conoce culturas
diferentes, en otras partes del mundo, puede ver su propia cultura en
perspectiva y se da cuenta que muchas cosas que siempre tomó por dadas, como la
forma natural de hacer las cosas, no son tan normales para otros grupos de
gente.
Si no se tiene la perspectiva para ver las cosas desde afuera y se tiene
una visión demasiado estrecha de la realidad, se es mucho más susceptible a ser
manipulado y condicionado por los poderes que son, como bien rápido se dieron
cuenta los ingenieros sociales que empezaron a salir desde los albores de la
civilización. Ellos comprendieron que no hay mejores esclavos que los que
aceptan su condición de esclavos, o mejor aún, los que ni siquiera se dan
cuenta que son esclavos.
Todo depende del montaje que se armen. Los esquemas más sofisticados son
prácticamente invisibles.
La sociedad del espectáculo
Como decían los romanos: pan y circo. No se necesita mucho para tener a
la masa de la población dócil y sumisa. Con darles sus despensas para que no se
mueran de hambre y tenerlos bien entretenidos con sus telenovelas, programas de
concursos y partidos de futbol es más que suficiente. Bueno, eso es en la
actualidad, aunque cada cultura en cada época se ha creado toda clase de
ingeniosas maneras de distraer al público. Estaban esos circos romanos, que han
de haber sido todo un alucine. Entre las fieras exóticas que se mataban entre
ellas y los seres humanos que se mataban entre ellos, y las fieras que mataban
a los seres humanos y toda clase de combinaciones, el populacho era feliz. Cada
ciudad del imperio que contaba para algo tenía su propia arena y con
regularidad la utilizaba. Así como las corridas de toros de ahora. En
Mesoamérica tenían sus juegos de pelota que culminaban con el sacrificio de los
perdedores. En Europa el Santísimo Oficio de la Inquisición organizaba sus
ceremonias increíbles en que se quemaban docenas o hasta cientos de herejes en
la plaza pública, para la edificación de todos los presentes.
El chiste era tener a la gente entretenida y darles algo de qué hablar.
Pero además de proporcionar distracción y esparcimiento al público estos
eventos cumplían muchas otras funciones. Principalmente eran una demostración
de poder: el poder de vida o muerte que tenía el Estado, el Emperador o el
Poder Establecido sobre sus súbditos. Hay un morbo que cala muy profundo en los
lugares donde corre sangre y la violencia se convierte en espectáculo; es como
que la gente se siente feliz de seguir viva, mientras son otros los que mueren.
Es un hechizo colectivo, sin duda vestigios del cerebro reptiliano y de nuestra
incapacidad de aceptar la vida por el terror que le tenemos a la muerte.
En cualquier caso, la gente estaba contenta, y el sistema funcionaba. El
espectáculo era el lubricante que permitía que la rueda siguiera girando.
Y pasó el tiempo y nos fuimos “civilizando”. Dejamos de ser tan salvajes,
o por lo menos nos hemos querido convencer de eso. Pero el espectáculo sigue
ejerciendo su hechizo sobre nuestras vidas. De hecho empezó a ejercer un papel
todavía más dominante con el advenimiento de la era de la comunicación masiva y
la cultura popular que ha generado. En otros tiempos, yo supongo, el
espectáculo duraba unas pocas horas o quizás en ocasiones especiales algunos
cuantos días, y después la gente regresaba a sus ocupaciones cotidianas que
básicamente eran trabajar la tierra, la artesanía o el pequeño comercio, y no
tenían otras distracciones.
Con el advenimiento de la tecnología a partir de hace siglo y medio,
empezando con la circulación de largo tiraje de periódicos y revistas, la
propagación del cine, radio y televisión, y llegando al internet y las
comunicaciones instantáneas, nos sumergimos de lleno en la sociedad del
espectáculo. Empezó a permear cada aspecto de nuestras vidas hasta el punto en
que todo se convirtió en imagen. Estamos siendo bombardeados las 24 horas del
día por imágenes que nos llegan de todas partes, que nos incitan a comprar
objetos, actuar de cierta manera o votar por equis partido, que relajan o
sobreexcitan nuestras mentes, que nos divierten, instruyen, entretienen o nos
hacen perder el tiempo, y que nos han hecho creer que la imagen es más
importante que la sustancia o que la forma es más importante que el contenido.
Todo es estatus y apariencia.
Y estamos absortos en nuestras pantallas. Esas pantallas se han
convertido en un vórtice que devora nuestra atención desasociándola del mundo
alrededor. La familia entera puede estar comiendo juntos y cada quien con su
celular en la mano. Varias personas están conversando y alguien prende la
televisión y la conversación desaparece. Es impresionante el vacío que se
genera en un cuarto cuando una televisión se prende. O veinte personas pueden
estar compartiendo un espacio juntos durante horas y no dirigirse una palabra
porque cada quien está enfrente de una pantalla, navegando un diferente rincón
del universo.
Esto es nuevo en la historia de la humanidad. Cuando las pantallas se
apropiaron de nuestras vidas.
El cisma con la realidad
Y la era digital descendió sobre nosotros. No vimos ni por donde nos
llegó; cuando nos dimos cuenta estaba en todos lados. Como una esponja que
absorbe la humedad hasta quedar completamente saturada, de repente estábamos
nadando en un mar de información. Empezó con las computadoras personales a
fines de los setentas, que todavía eran caras y ocupaban todo el escritorio
pero se fueron haciendo cada vez más prácticas, versátiles y accesibles. Los
celulares se popularizaron en la década de los noventas; al principio eran
teléfonos portátiles para hablar y recibir llamadas, luego empezaron a tener
juegos, tomar fotos y hacer toda clase de gracias hasta llegar a los de ahora,
con los que se está permanentemente conectado a la red mandando y recibiendo
mensajes y enterándonos de lo que sucede en el mundo. Podemos bajar toda clase
de aplicaciones y ya no podemos vivir un día sin ellos. ¿Un día? Más bien los
chavos de ahora ya no pueden estar un instante sin ellos. Están en clase, en el
autobús o en el baño con el celular en la mano, o caminando por la calle como
zombis entre el mundo real y el virtual.
Un día nos despertamos y resulta que ya todo mundo estaba en facebook, y
era adonde había que ir para enterarse de los chismes y la trivia. Y salieron
las laptops y las tablets con las que puedes hacer más que con las computadoras
de primera generación que ocupaban un cuarto entero, y que se convirtieron en
la manera de manejar toda la información en nuestras vidas, incluyendo
noticias, música, imágenes, videos, y para todo lo relacionado con la escuela,
el trabajo o simple distracción. Televisión, computadoras y celulares se
hicieron ubicuos y parte integral de nuestra cotidianeidad.
Todo esto sucedió muy rápido, tan rápido que los jóvenes de ahora ya no
conocen otra cosa. La realidad virtual nos envolvió en su manto protector, como
el soma de un mundo feliz que aletarga los sentidos y nos desconecta del mundo
real.
Porque hay un mundo real allá afuera y se nos olvidó que existía. El
mundo natural hace tiempo que se convirtió en un telón de fondo, como los
protectores de pantalla de nuestras computadoras. Vemos esas imágenes de
montañas, playas, selvas o desiertos y se ven bonitas, y hasta ahí. Eso es el
mundo natural para nosotros: lo que aparece en la pantalla. Fuera de eso es
algo nebuloso, abstracto, que no tiene mayor relevancia en nuestras vidas.
Bueno sí, sabemos que de allá afuera obtenemos toda clase de recursos para
vivir en nuestras casas con las comodidades del mundo moderno, pero estamos
completamente enajenados intelectual, emocional y espiritualmente, individual y
colectivamente, del medio ambiente que nos rodea. Este fenómeno no solo sucede
en las ciudades; hasta en los pequeños pueblos. Atrapados como estamos en
nuestras rutinas y ocupaciones, en la necesidad de ganarnos la vida día con día
y en nuestras distracciones, intereses y zonas de confort, así como en la
matrix de un paradigma socio económico cultural que así lo exige, el mundo
natural está desapareciendo a nuestro alrededor y no nos damos cuenta, o en la
medida en que lo hacemos no lo asimilamos o lo relacionamos con nuestra realidad. Como si fueran cosas
aisladas.
O como si pudiéramos vivir eternamente en nuestra burbuja de cristal.
Actuamos como si fuera de nuestras tablets y celulares no existiera nada,
cuando hay un bello planeta lleno de hermosas especies que están sufriendo una
hecatombe masiva por el impacto de nuestras actividades en este hogar de todos.
Ya no respetamos nuestra morada y pensamos que nadie más de nosotros siente o
tiene el derecho de existir. Olvidamos nuestros orígenes, lo que somos en
realidad: monos desnudos tan delicados y frágiles que con el mínimo esfuerzo de
la naturaleza podemos desaparecer.
Y seguimos adelante en nuestra búsqueda de significado creyendo que lo
vamos a encontrar en la tecnología y el progreso hasta el infinito, o en el
culto que hacemos del poder y sus jerarquías, mientras el cisma entre el mundo natural
y el que nos hemos fabricado se hace más grande y corre el riesgo de que nos
caigamos en la brecha. La realidad tiene su manera de imponerse, como
finalmente lo entenderemos cuando se nos venga encima.
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