por David Cañedo Escárcega
El petróleo barato ya se terminó
México solía ser uno de los
diez principales productores de petróleo en el mundo. El petróleo era la
industria más importante del país y la principal fuente de divisas. Durante los
años de la abundancia llegamos a producir hasta 3,5 millones de barriles
diarios y el consumo interno no llegaba a los dos millones de barriles; el
excedente se exportaba y fue lo que permitió la bonanza de las últimas décadas.
Pero nada es eterno al parecer y esos combustibles fósiles resultaron ser finitos;
eso significa que una vez que nos los acabamos, se acabaron para siempre. Así como están las
cosas, la producción va en picada; Cantarell ya bajó de tres millones a
doscientos mil barriles diarios y tenemos que importar la mitad de nuestra
gasolina. Al mismo tiempo la demanda va en aumento; la población crece y cada
vez hay más automóviles e industria y hemos llegado al punto en el que la curva
de la demanda en aumento se cruza con la curva de la producción en picada; a
partir de aquí somos incapaces de satisfacer nuestras propias necesidades de
energía y dependemos de agentes externos para proporcionárnosla.
Si el petróleo era la
principal fuente de divisas y ya se nos secó esa fuente supongo que eventualmente
no vamos a tener ni para pagar el crudo que importemos; cómo le vamos a hacer
para mantener las presentes tazas de consumo, quién sabe; ya hasta el
presidente nos anunció que se acabó la gallina de los huevos de oro, y eso debe
de significar que en algún momento nos vamos a tener que empezar a apretar el
cinturón.
Esta situación por cierto ya
se ve venir desde hace algún tiempo; no es que nos tome por sorpresa, aunque
nunca se ha hecho nada realmente para preparar a la nación o a la población
para el inevitable momento en el que la gasolina empiece a escasear.
Simplemente hemos seguido adelante suponiendo que el espejismo iba a durar
eternamente.
El caso es que la gasolina
sube de precio un veinte por ciento y se arma la gorda; hay protestas, bloqueos
y plantones por todos lados, porque la gente cree que la gasolina barata es un
derecho divino y que el estado tiene la obligación de subsidiar indefinidamente
los precios. Y pues uno se pregunta, ¿qué es lo que va a pasar cuando la gasolina
aumente de un día para el otro en un cincuenta por ciento? ¿Y qué es lo que va
a pasar cuando aumente en un cien por ciento? ¿Y qué es lo que va a pasar
cuando aumente lo que aumente no haya suficiente gasolina para todos y se tenga
que empezar a racionar? No es difícil imaginarse un futuro no muy lejano en el
que se nos dé nuestro carnet de racionamiento y solo se nos permita adquirir 20
litros por semana, por decir algo. Que después van a ser 10 litros y cada vez
serán menos. El punto aquí es que en algún momento la gasolina empezará a
escasear y no hay nada que nos esté preparando para esa eventualidad.
Esto es inevitable que suceda.
Las reservas de petróleo accesible ya nos las acabamos y ahora hay que irlo a
buscar al fondo del océano y ni así alcanza. Los principales países productores
de petróleo en el mundo todavía tienen reservas para algún rato pero uno por
uno también va a empezar a fallar su producción y llegará un momento en el que
no lo podrán seguir vendiendo. El famoso pico del petróleo ya se nos está viniendo encima, y ya va siendo
hora de que suceda, porque por otro lado ya sabemos que todos esos combustibles
fósiles que seguimos quemando despreocupadamente están provocando una
catástrofe ambiental sin precedentes y que no tenemos ni idea de cómo se va a
poner. Lo que sí sabemos es que tenemos que dejar de quemar esos combustibles
cuanto antes.
En algún momento vamos a tener
que empezar a asumir que la era del petróleo barato ya se terminó y que tendremos
que reducir drásticamente la cantidad de energía que estamos utilizando per
cápita y colectivamente.
La era de los proyectos faraónicos
Una vez que nos hacemos la
idea de que el petróleo es finito e inevitablemente se va a agotar en un futuro
cercano toda clase de escenarios se abren ante nuestros ojos. La expresión
clave aquí es ’una vez que nos hacemos
la idea’, porque de hecho es lo que no está sucediendo. Pensamos y actuamos
como si nos siguiéramos creyendo el mito ese del progreso infinito y
crecimiento perpetuo, y probablemente nos quedemos en ese estado de negación de
la realidad hasta el momento mismo en que el planeta se esté cayendo en
pedacitos a nuestro alrededor. Esta incapacidad de ver y planear hacia el
futuro más allá de nuestras narices es una falla de nuestro instinto colectivo
de supervivencia que se pierde entre las ramas y es incapaz de ver los árboles,
o ve la espuma de las olas sin distinguir el tsunami que está detrás.
Es un poco como estar
discutiendo si vamos a llegar a Nueva York en 18 o en 24 horas cuando vamos en
el Titanic y el iceberg está ahí enfrente. Estamos en una situación en la que a
un imperio como Estados Unidos no le importa provocar una tercera guerra
mundial con tal de aferrarse a su poder y privilegios aunque sea por un ratito
más, mientras ese poder se está socavando por debajo de sus propios pies. Es
curioso cómo mientras más tenemos una crisis encima más nos refugiamos en
nuestro mundo de fantasía, como los habitantes de la isla de Pascua que cuando
ya habían convertido en un páramo lo que anteriormente había sido un paraíso
tropical, y que era su único hogar en la inmensidad del océano, se ponían a
construir las estatuas más grandes, algunas de las cuales se quedaron sin
terminar en la cantera donde las estaban labrando. Lo mismo sucedió en el
antiguo Egipto, cuyos obeliscos más altos los erigían justo antes de que alguna
dinastía se viniera para abajo, como si que esas obras descomunales les
proporcionaran una ilusión de estabilidad en medio de un caos creciente.
En nuestra propia sociedad y
tiempo no somos ajenos a los proyectos faraónicos. Un buen ejemplo es el nuevo
aeropuerto de la ciudad de México, el cual será uno de los más grandes del
mundo y en su primera etapa (2020) tendrá tres pistas y capacidad para atender 68 millones de pasajeros en 540,500 operaciones
anuales, lo que equivale a 1500 vuelos diarios o en promedio uno cada minuto.
Para el año 2060 el aeropuerto funcionará a máxima capacidad con seis pistas,
120 millones de pasajeros y un millón de vuelos anuales, o dos por minuto.
Pero… ¿alguien creerá realmente
que en el año 2060 la aviación comercial siga siendo viable económicamente?
Para ese entonces el precio de los vuelos va a estar por las nubes y la época
del turismo masivo a todos los rincones del planeta hace tiempo que se habrá
convertido en un lejano recuerdo. Simple y sencillamente, la aviación será un
artículo de lujo del que solo se podrá hacer uso en contadas ocasiones; es
posible suponer que todavía habrá vuelos intercontinentales y que la tecnología
va a seguir estando ahí, lo que no va a estar es el petróleo que mueva a esos
aviones. Repetimos, es inevitable que el petróleo se termine, y no hay ninguna
energía alternativa que pueda mover esos armatostes por el cielo, que resultan
ser extremadamente ineficientes en el uso de energía. La aviación es un
producto de la era del petróleo barato y abundante, y como muchas otras cosas
que forman parte de aquello que consideramos lo normal, una vez que cambien
ciertas circunstancias básicas van a resultar que no son tan normales.
Es muy posible que ese mega
proyecto del aeropuerto se convierta en un elefante blanco incluso antes de que
se empiecen a dar cuenta; y se va a quedar ahí como un monumento a la idea del
progreso hasta el infinito en un mundo con recursos cada vez más escasos y un
medio ambiente cada vez más hostil. Es posible que la gente que vea sus restos
dilapidados se pregunte, pero, ¿en qué pensaban esas personas cuando se
decidieron a construir semejante cosa?
Adictos a la electricidad
En tan solo cien años la
electricidad transformó por completo
nuestras vidas así como la manera como nos relacionamos con el mundo, y moldeó
la sociedad y cultura que nos hemos creado. Nos hicimos adictos a la energía
eléctrica al punto que nuestra civilización industrial no podría funcionar un
día sin ella. La dependencia es física y sicológica, y el día que se va la luz
de repente descubrimos que no sabemos qué hacer de nuestras vidas, o casi.
Cuesta trabajo imaginar que algún día pudiéramos acostumbrarnos a vivir de
nuevo como los abuelos, que se alumbraban con velas y se despertaban al
amanecer para aprovechar el día; ahora, hemos trascendido el ciclo del día y la
noche y tenemos luz a nuestra disposición con tan solo apretar un botón. La
electricidad nos ha dado todos los gadgets
con los que estamos tan absortos, como el celular, la computadora y la
televisión, y los aparatos electrodomésticos que nos facilitan tanto la vida.
En México la primera planta
termoeléctrica se inauguró en León, Guanajuato, en 1879, y en 1898 se estaba
inaugurando el alumbrado público en la ciudad de México y otras ciudades
importantes. En 1900 ya se contaba con tranvías eléctricos, y de ahí pa’l real.
La infraestructura se fue ampliando y el servicio extendiendo de las ciudades a
todos los rincones de provincia. Para 1930 la tercera parte de la población del
país contaba con energía eléctrica, y para el año 2000 ya era el 95 por ciento.
Aquí en el pueblo donde vivo,
en la sierra otomí tepehua, la electricidad llegó en la década de los setentas,
y al principio nada más eran unos cuantos negocios en el centro los que tenían
un foquito que medio alumbraba. En algún momento todas las casas empezaron a
tener su propia conexión y luego fueron las comunidades aledañas, y a medida
que se fue expandiendo el servicio sucedió lo mismo que en todos lados, que
cuando la gente se acostumbra a tener la luz eléctrica ya no puede vivir de
otra manera.
El problema con la
electricidad es que en la cantidad en que la necesitamos, que cada vez es
mayor, la única manera de producirla es quemando tremendas cantidades de los
mentados combustibles fósiles, lo que contribuye en una buena parte al cambio
climático que ya está sucediendo. Las centrales termoeléctricas donde se quema
el carbón, petróleo o gas natural, son extremadamente contaminantes y están
arrojando nubes de gases tóxicos a la atmósfera las 24 horas del día. En todo
el mundo alrededor del 70 por ciento de la electricidad se produce en estas
centrales termoeléctricas, y casi un 20 por ciento se produce en centrales
hidroeléctricas (presas) que son menos contaminantes pero también son altamente
disruptivas de los ecosistemas donde se encuentren. Quizás un diez por ciento
se produce en centrales nucleares y menos del cinco por ciento se produce con
las llamadas energías alternativas (solar, eólica, geotérmica, biomasa).
O sea que volvemos a lo mismo:
estamos completamente dependientes de los combustibles fósiles, y cada vez
necesitamos más. Se habla de hacer una transición a fuentes más limpias de
energía, pero eso transición no llega, y probablemente nunca lo haga. En
realidad, todas las llamadas energías alternativas juntas son incapaces de
sustituir a los combustibles fósiles como motor y principal fuente de energía
de nuestra sociedad industrial. Hay que recordar que el petróleo, carbón y gas
natural es la energía del sol atrapada por las plantas y otros organismos
fotosintéticos y acumulada durante cientos de millones de años y que de repente
estuvo ahí a nuestra disposición y procedimos a derrocharla con una liberalidad
asombrosa.
No hay vuelta de hoja: vamos a
tener que aprender a vivir con un menor uso de energía. Las energías
alternativas tienen un papel que jugar que cada vez será más importante, pero a
fin de cuentas serán incapaces de mover los mil millones de vehículos de motor
y los millones de fábricas que hay en el planeta, que conforman la base de la
economía industrial. Sin el petróleo la industria se viene para abajo.
La cuestión nuclear
A medida que la civilización
industrial se fue expandiendo la necesidad de energía se hizo cada vez mayor.
Cuando la humanidad descubrió el tremendo poder almacenado en el interior del
átomo y que era posible liberar por medio del proceso de fisión nuclear,
básicamente se le botó la canica. Nos lanzamos de lleno y precipitadamente a la
era nuclear, sin pensar demasiado en las implicaciones o consecuencias. El
problema es que nunca aprendimos realmente a manejar ese terrible poder
concentrado y desde el primer momento se nos fue la bolita de las manos.
Los primeros resultados de
nuestra incursión en este terreno prohibido fueron impresionantes, y el planeta
se quedó boquiabierto al ver la capacidad destructiva de las bombas atómicas
que arrasaron Hiroshima y Nagasaki, lo que de hecho fue el efecto esperado y la
razón de utilizarlas. Al gobierno y ejército de Estados Unidos le interesaba
demostrar quién era el papá de los pollitos y lo que le sucedería a cualquiera
que se le pusiera enfrente. Durante las siguientes décadas las potencias
nucleares se embarcaron en una carrera armamentista y en la actualidad tenemos
una situación en la que hay unas 20,000 ojivas nucleares de las cuales unas
2000 están en estado de alta alerta operativa, o sea, listas para ser lanzadas
en cuestión de minutos después de haberse recibido la orden.
Para qué se necesitan todas
esas armas, quién sabe, pero no están dispuestos a deshacerse de ellas, y los
intentos que se han hecho por parte de la sociedad civil para reducir ese
tremendo arsenal no han dado mucho resultado. Al contrario, le están dedicando
billones de dólares para modernizar su equipo, al mismo tiempo que se le
recorta el presupuesto a educación, salud pública, infraestructura y programas
de tipo social. Hay algo profundamente inmoral en el hecho de desviar tantos
recursos para armarse hasta los dientes cuando con una fracción de ese dinero
se podrían atender tantos otros problemas.
No es muy tranquilizador saber
que los que tienen el control de las armas nucleares en Estados Unidos son unos
sicópatas convencidos de que el planeta les pertenece y que pueden ir a armar
guerras y sembrar el caos donde se les antoje porque su nación es excepcional e
indispensable y porque la guerra es un gran negocio y necesitan apropiarse de
los recursos de otros pueblos. Y también están convencidos de poder ganarle una
guerra nuclear a China y a Rusia con un daño colateral de tan solo unos cuantos
miles de millones de muertos que al parecer a nadie le importan. A lo mejor
estos señores piensan que desde la seguridad de sus bunkers pueden librar un
invierno nuclear que haría inhabitable la mayor parte del planeta.
Las armas nucleares son una
puerta falsa que por el simple hecho de tenerlas ponen en riesgo el futuro de
la humanidad. Esas armas no le dan seguridad a nadie, ni siquiera a los países
que las poseen. Ha habido varias ocasiones en que han estado a punto de ser
usadas, y la creciente tensión en las relaciones internacionales da pauta a que
por error o por designio sean utilizadas. El riesgo de una guerra nuclear
“limitada” o no es presente y real; el sistema económico no puede seguir
creciendo demasiado y a medida que llega al fin de sus posibilidades la
tentación de hacer uso de esas armas entre los círculos del poder va a ir en
aumento.
Los problemas que afectan a la
humanidad son de una complejidad sin precedentes. Entre el cambio climático y
la degradación de los ecosistemas, pasando por la pérdida masiva de
biodiversidad y la contaminación de ríos, lagos y océanos, la deforestación y
pérdida de tierra fértil, así como los movimientos migratorios de millones de
personas que se ven obligados a abandonar sus hogares ancestrales por sequías,
hambre o guerras, es una aberración seguir manteniendo ese arsenal de armas
nucleares. La única manera en que la humanidad podrá hacerle frente a las
grandes problemáticas de nuestra época es renunciando al militarismo desbocado
y aprendiendo a colaborar entre los diferentes pueblos y naciones. La extrema
concentración de poder que representa la tecnología nuclear debe de ser
desmantelada por completo.
Una tecnología fallida
Si con el petróleo le vendimos
el alma al diablo, con la energía nuclear se la regalamos. No es que no se nos
hubiera advertido; desde el principio ya Einstein nos lo decía: “La liberación
del poder del átomo ha cambiado todo, excepto nuestra manera de pensar, y así
nos dirigimos hacia catástrofes sin paralelo. De haberlo sabido mejor me
hubiera dedicado a fabricar relojes.” Y pues sí, lo que tenía que haber
cambiado era nuestra manera de pensar; quizás hacernos más humildes y que
hubiéramos madurado un poco como especie y nos diéramos cuenta que el planeta
realmente no nos pertenece ni podemos hacer con él lo que queramos. Pero todavía
nos falta para llegar a ese punto; así como sucedieron las cosas con la energía
nuclear nos creímos dioses y desde el primer momento se convirtió en un
instrumento de dominio y control. No podía ser de otra manera, en un orden
social basado en las jerarquías y el culto del poder concentrado.
Y como niños con juguete nuevo
se pusieron alegremente a lanzar sus fuegos artificiales, y hasta la fecha se han
realizado más de 2000 detonaciones nucleares, atmosféricas y subterráneas, y a
pesar de que en 1963 se firmó un tratado para limitar la cantidad de pruebas éstas
continuaron.
Entre 1945 y 1992, Estados
Unidos realizó un total de 1054 pruebas nucleares, además de los dos ataques
nucleares contra Japón. Porqué necesitaban hacer tantas pruebas, es otro
misterio; básicamente las hicieron simplemente porque podían hacerlas, en
lugares como Nevada o las islas Marshall, donde se ordenaba a los pobladores
que cedieran sus lugares de origen para hacer las pruebas por 'el bien de toda
la humanidad'. A esas poblaciones se les trataba como a conejillos de indias y
representaban una excelente oportunidad para medir los efectos a largo plazo de
la radiación residual, y sí, como era de esperarse, mucha gente desarrolló
cánceres y mutaciones genéticas.
En algún momento se desarrolló
la tecnología para producir electricidad a partir de la fisión del átomo y se
pensó que la energía nuclear iba a resolver todas nuestras necesidades de
energía. En una sociedad industrial de consumo que para poder sostenerse
necesita constantemente seguir creciendo, no se podía dejar pasar de largo esa
fabulosa fuente de energía encerrada en el núcleo de los átomos. Al principio
hasta se pensó que la electricidad producida de esta manera iba a ser tan
barata y abundante que ni necesidad habría de medirla; sería prácticamente
gratis.
Fue en la década de los
setentas y los ochentas cuando las centrales nucleares empezaron a salir por
todos lados como hongos después de la lluvia. Actualmente hay alrededor de 500
reactores produciendo energía en más de treinta países a lo largo y ancho del
planeta. Estados Unidos tiene más de 100 reactores; Francia produce el 80 por
ciento de su electricidad de esta manera, y México cuenta con dos reactores en
la central de Laguna Verde.
Y sin embargo, ya se sabe que
la tecnología es fallida. Los riesgos son demasiado grandes. Ha habido
accidentes muy graves, como Chernóbil y Fukushima, que por cierto hasta la
fecha no pueden contener. En Fukushima la central estaba construida para
resistir terremotos de hasta 8 grados Richter, y tsunamis de diez metros de
altura. Pero se vino un terremoto de 8.9 grados, y una ola de 30 metros, y como
dice la ley de Murphy, todo lo que pudo haber pasado mal pasó mal. Cada día esa
central sigue filtrando 300 toneladas de material radioactivo (principalmente
agua radiada) hacia el océano, y lo va a seguir haciendo indefinidamente porque
la fuga no puede ser sellada ya que es inaccesible para los humanos y para los
robots debido a las temperaturas extremadamente altas.
El gobierno de Japón está
desesperado por proyectar una imagen de que aquí nada pasó, y se preparan para
la olimpiada de 2020 pretendiendo que ya todo se compuso y regresó a la
normalidad, pero no hay nada normal sobre esa situación. Fukushima es
probablemente el desastre industrial más grave en la historia del planeta y la
totalidad de sus efectos apenas comienza a manifestarse.
Devorados por la energía
Una tecnología fallida es
aquella que crea más problemas de los que supuestamente está resolviendo. Eso
sucedió con la energía nuclear: el problema que se resolvería sería nuestra
necesidad insaciable de energía, pero los que terminó creando fueron de un
orden de magnitud inconmensurablemente mayor. Empezando por el hecho de que los
desechos de la industria se mantienen radiactivos durante miles o millones de
años, y durante todo ese tiempo se deben de mantener aislados del resto de la
vida. Cualquier forma de vida que sea expuesta incluso a pequeñas dosis de
radiación puede sufrir estragos en su organismo, como canceres, envenenamiento
de la sangre o anormalidades genéticas.
Más de 100,000 toneladas de
material radioactivo de reactores nucleares civiles se han producido, y
aumentando 2000 toneladas en promedio cada año, y nunca se ha sabido qué hacer
con él. Hubo un tiempo en que se metía en contenedores y se arrojaban al mar.
Así. Había barcos mercenarios que por equis cantidad se los llevaban y
aventaban donde les pareciera bueno, o los abandonaban en playas desiertas de África
o países tercermundistas. Podemos suponer que la totalidad de esos contenedores
eventualmente se oxidaron y desintegraron liberando su contenido al medio
ambiente.
Finalmente se prohibió la
práctica, y se pensó que una buena idea sería mandarlos en cohetes al espacio
exterior, aunque nunca se decidieron a hacerlo, afortunadamente, porque siempre
existe el riesgo de fallas técnicas y accidentes que pudieran dispersar ese
material por enormes extensiones de terreno. Entonces se decidió que la solución
era enterrar esos contenedores, en lugares por allá bien lejos de todo, como en
Yucca Mountain en el desierto de Nevada, pero resulta que siempre termina
habiendo filtraciones hacia los mantos acuíferos y no había presupuesto para
mantenerlos, así que esos proyectos se mantienen en un limbo y mientras tanto
los desechos radiactivos se siguen acumulando y por lo general se mantienen en
depósitos de agua en las mismas centrales nucleares donde se producen.
La mayor parte de las
centrales nucleares en el mundo son de hace tres o cuatro décadas, lo que al
parecer ya las hace viejas, e incurren en enormes gastos de mantenimiento para
poder seguir funcionando, gastos que se cubren únicamente gracias a subsidios
masivos por parte del Estado de los países donde se encuentran ubicadas. La
tecnología ni siquiera resultó ser viable económicamente, y está en proceso de
ser abandonada. Son pocas las centrales nuevas que se están construyendo y
muchas de las existentes esperan su turno para ser decomisionadas, lo que también
presenta toda clase de problemas.
Mientras tanto, muchas de
ellas son accidentes esperando suceder, o blancos perfectos en caso de guerra o
atentados terroristas, y lo mejor será cuando las naciones del mundo decidan
que es mejor obtener la energía de otra manera. Hay algo profundamente
equivocado con el hecho de que para satisfacer las enormes necesidades de
energía que requiere el mundo moderno que nos hemos creado tengamos que hacer
este planeta más tóxico de lo que tenía que haber sido. Ese material radiactivo
es parte de la herencia que dejamos a las futuras generaciones, y que se las
arreglen como puedan. Nosotros gozamos de los beneficios, por un lapso de
tiempo extremadamente breve, pero la toxicidad que estamos liberando va a
seguir causando problemas durante miles y cientos de miles de años.
La tecnología nuclear resultó
ser una reducción al absurdo, y en algún futuro se la verá como una aberración
más de una civilización absorta en sí misma, incapaz de conectarse con las
fuerzas vivas del planeta, y que deja a su paso un mundo seriamente disminuido
y deteriorado. Lo mismo por supuesto puede decirse de todas las demás
tecnologías basadas en el uso de los combustibles fósiles, que vienen a ser
parte de la misma historia: de cómo con estas fuentes de energía nos quisimos
creer los dueños del planeta, y nos abalanzamos sobre ellas, y las devoramos, y
en el proceso fue la energía la que nos terminó devorando.
La falsa solución de las energías alternativas
Los pueblos y naciones del
mundo se están despertando a la idea de que la extrema dependencia de nuestra
sociedad de consumo en los combustibles fósiles no es sana ni puede durar
eternamente. Por un lado la explotación
de esos combustibles se hace cada vez más extrema; los depósitos fácilmente
accesibles ya se agotaron y hay que ir al fondo del océano a buscar el resto,
al mismo tiempo que la situación geopolítica se torna inestable por el control
que las potencias desean tener sobre las reservas que quedan. Y por el otro
está el hecho de que tenemos que reducir sustancialmente las emisiones de
carbono si queremos que esta roca en la que vivimos siga teniendo una atmósfera
respirable. En las cumbres internacionales se hacen compromisos para reducir
esas emisiones aunque en la práctica no son muchas las medidas efectivas que se
están tomando para conseguirlo.
En este contexto las llamadas
energías alternativas juegan un papel cada vez más importante. Se está buscando
hacer la transición hacia energías más limpias y sustentables y son muchas las
inversiones que se hacen en este campo. En todo el mundo casi la cuarta parte
del consumo total de energía corresponde a fuentes renovables y la proporción
va en aumento. En México la nueva Ley de Transición Energética propone que para
el año 2024 el 35% de la electricidad se genere a través de fuentes limpias y
que ese porcentaje aumente a 60% para el 2050. Son objetivos ambiciosos, pero
es lo que las circunstancias requieren. Otros países también le están apostando
fuerte a reducir el uso de los fósiles; Islandia, por ejemplo, que cuenta con
amplia actividad geotérmica obtiene casi toda su energía del calor interno de
la tierra. Dinamarca y Alemania están fuertes en el desarrollo de la energía
eólica y China se ha convertido en líder en la fabricación de paneles y
tecnología solar.
La tendencia es hacia la
generación local y descentralizada de energía. Los sistemas energéticos
gigantescos y altamente concentrados basados en combustibles fósiles se han
vuelto inviables y obsoletos y en el transcurso de las próximas décadas serán
progresivamente abandonados.
El problema con las energías
alternativas es que no hay manera en que ninguna de ellas o todas ellas juntas
puedan sustituir las tremendas cantidades de petróleo que estamos utilizando
actualmente. Mientras se siga creyendo que el objetivo de nuestra estancia aquí
en la tierra es crecer económicamente y que tan solo es cuestión de cambiar una
fuente de energía “sucia” por otra más limpia que no arroje tanto humo al aire,
no vamos a llegar a ningún lado. Vamos a seguir dando palos de ciego y
destruyendo el medio ambiente del que dependemos por completo.
En realidad el impacto que
estamos teniendo en el planeta tierra no se reduce a los gases invernadero que
están convirtiendo a la atmósfera en temascal, por más grave que sea esa
situación, sino que es un estado de deterioro generalizado y creciente en el
que ya no hay rincón del planeta que no se vea afectado. Son los continentes de
basura flotando libremente en los océanos progresivamente desprovistos de vida,
en los que ya hay más plástico que peces; es la cantidad de especies animales y
vegetales que desaparecen por todos lados, en lo que se está convirtiendo en
una avalancha de extinciones, conformando una pérdida de riqueza y diversidad
biológica producto de millones de años de evolución; es la contaminación
omnipresente, encontrándose restos de pesticidas en la leche materna de los
pingüinos del polo sur o de las mujeres esquimales de Alaska, arrojando
millones de toneladas de residuos tóxicos que tardarán miles de años en
degradarse; es la deforestación masiva en la que en un lapso de dos o tres
generaciones hemos acabado con la mitad de los bosques y selvas que solía haber
en algún tiempo.
El planeta resultó no ser tan
grande como pensábamos o hubiéramos querido, y ya nos salimos por los bordes;
hay un límite a lo que la economía puede seguir creciendo en un mundo finito, y
ese límite hace un buen rato que ya lo cruzamos. Las energías alternativas
tienen un papel que jugar, por supuesto que lo tienen, pero por ellas mismas no
nos van a salvar de la situación en la que nos encontramos. Se necesitan
cambios más profundos.
El cambio más profundo
Y hablábamos de los escenarios
que se abren ante nuestros ojos una vez que asumimos que el planeta tierra no
tiene la obligación de suministrarnos energía barata a perpetuidad y en las
cantidades a las que nos hemos acostumbrado. La transición hacia un régimen de
menor uso de energía es inminente e inevitable, pero puede suceder de
diferentes maneras; podemos suponer que algunas partes del proceso serán
bruscas y repentinas y nos tomarán completamente por sorpresa, y otras serán
paulatinas y graduales y nos darán cierto margen de adaptación. El proceso
podrá prolongarse durante varias décadas a lo largo de las cuales la cantidad
de energía total disponible a la sociedad en conjunto y per cápita se verá
dramáticamente reducida y eso implicará enormes dislocaciones en nuestros
estilos de vida a medida que empecemos a prescindir de todo aquello que es
superfluo y nos concentremos simplemente en satisfacer nuestras necesidades más
básicas.
Sucedió en Cuba durante el
período especial de la década de los noventas, cuando a raíz del colapso de la
Unión Soviética se quedaron sin su principal socio comercial y de repente se
dieron cuenta que no tenían petróleo ni siquiera para producir alimentos, y fue
cuando se pusieron a sembrar hortalizas en azoteas, camellones, parques
públicos y cualquier espacio disponible. Dicen que todo mundo perdió varios
kilos de peso, pero la sociedad sobrevivió, y a partir de ahí decidieron que no
podían seguir dependiendo de nadie y tenían que hacerse autosuficientes en la
producción de alimentos. Todavía no lo consiguen por completo, pero su
agricultura se volvió más orgánica y sin depender de tanto pesticida y
fertilizante químico como en la agricultura industrial.
Algo así va a pasar con
nosotros y va a terminar sucediendo en muchas otras partes del mundo, a medida
que los sistemas gigantescos y altamente centralizados que rigen nuestras vidas
se desmoronan a nuestro alrededor.
El sistema socio económico
vigente, el llamado capitalismo, es otro producto de la era de los combustibles
fósiles, y ya cumplió su función histórica, cualquiera que haya sido; el
sistema resultó ser un callejón sin salida, creció todo lo que pudo y ahora
está haciendo agua por todos lados; básicamente se está llevando al planeta
entero por delante. Un sistema insustentable no se puede sostener
indefinidamente, y a medida que llega al límite de sus posibilidades y empieza
la etapa de implosión tendremos que explorar alternativas viables. No sabemos
exactamente la forma que estas alternativas tomarán pero un factor determinante
será la disponibilidad de energía; la tendencia será hacia la producción
localizada y descentralizada tanto de energía como de alimentos, y a lo largo
del proceso cada pueblo, centro urbano y comunidad descubrirá que tendrá que
hacerse autosuficiente en la medida en que lo pueda hacer.
La crisis energética que se ve
venir en el horizonte implicará necesariamente una crisis económica y social, y
tan graves como éstas se vengan no serán sin embargo más que manifestaciones de
una crisis más profunda, la crisis ambiental de nuestra época, que terminará
definiendo nuestro tiempo y nuestras vidas. Son muchos los cambios que hay que
hacer, algunos de los cuales los haremos voluntariamente y otros serán forzados
por las circunstancias, pero el cambio más profundo de todos es la actitud que
tenemos hacia el mundo que nos rodea.
En el modelo vigente, el que
está haciendo agua por todos lados, nos seguimos creyendo los dueños del
planeta y que tenemos el control y dominio sobre el resto de la vida y de paso
también sobre los procesos naturales de la biósfera que se llevaron miles de
millones de años en desarrollarse; ya hasta nos declaramos en la era del
antropoceno. Nos creemos el pináculo de la evolución, y hemos decretado que en
este mundo no hay espacio para las especies que no nos sirvan, o a las que no
se les puede sacar algún beneficio económico. Todo lo hemos convertido en una
mercancía; para nuestra cultura no hay nada sagrado, excepto el dinero. Con esa
mentalidad hemos convertido un planeta vivo y abundante en un mundo de escasez,
guerras y miseria; es claro que si la humanidad tiene planes de mantenerse en
este planeta todavía durante algún tiempo es esa actitud la que tiene que
cambiar, y rápido.
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