jueves, 28 de septiembre de 2017

Un mundo que se volvió tóxico

                                 


por David Cañedo Escárcega

Il y avait un jardin
Esta es una canción para los niños que nacen y viven entre el acero, el betón y el asfalto y que no sabrán quizás nunca que la tierra era un jardín”. Así cantaba Georges Moustaki, gran trovador de nuestro tiempo. “Había un jardín que se llamaba la tierra, brillaba al sol como un fruto prohibido; no, no era el paraíso ni el infierno, ni nada de ya visto o escuchado”.
Hasta no hace mucho tiempo la tierra nos parecía grande y misteriosa. Y era de una exuberancia que nos es difícil imaginar ahora. Esos 60 millones de búfalos vagando libremente por las planicies de Norteamérica y los miles de millones de palomas migratorias que surcaban por el cielo todavía existían hace doscientos años. Los océanos estaban rebosantes de vida y hasta hace menos de cien años había unas 200,000 ballenas azules. (Ahora quedan 3000). Había más vida por todos lados, de insectos y mariposas a elefantes y rinocerontes. Y gusanos y lagartijas. No había la cantidad de basura que hay ahora. La basura es un fenómeno nuevo, no porque antes no aventáramos nuestros desperdicios a cualquier lado, sino por la cantidad de desperdicios que de repente empezamos a producir, hechos con materiales que no se degradan en siglos. A principios del siglo pasado el valle de México todavía era la región más transparente del aire, pero luego se llenó de gente, fábricas y automóviles y se convirtió en un desastre ambiental. Sus lagos se secaron y sobre la ciudad de México se instaló una nata permanente de partículas que seguramente estará generando mutaciones interesantes entre la fauna y flora local. (Nosotros formamos parte de la fauna).
En unas pocas décadas, a partir de mediados del siglo pasado, cuando entramos de lleno en lo que les da por llamar la gran aceleración, el jardín se fue deteriorando cada vez más rápido. Por aquí y por allá bosques, pantanales, arrecifes y toda clase de ecosistemas desaparecían o quedaban seriamente comprometidos. La contaminación se hizo omnipresente.
Agentes extraños entraron a nuestras vidas. Productos químicos que no se degradan fácilmente se integraron a nuestros hogares, centros de trabajo y medio ambiente, y se empezaron a filtrar hasta en los mismos tejidos de los seres vivos.
La dieta cambió. Con el surgimiento de la agroindustria y de redes de distribución cada vez más amplias y extensivas, nos acostumbramos a comer toda clase de cosas elaboradas que no existían previamente. Surgió el concepto del supermercado donde se vendían comida y productos que venían de muy lejos, del otro lado del país o del continente, hechos en fábricas gigantescas donde los alimentos se diseñan por ingeniería, desde las materias primas transgénicas hasta la cantidad de aditivos, conservadores, saborizantes y colorantes artificiales que se le agregan para darle el tono requerido; alimentos producidos en serie, por millones de unidades, se abrieron paso hasta nuestros estómagos. Gracias a la magia de la mercadotecnia se nos persuadió entre otras cosas que bebidas gaseosas con colores y sabores químicos eran mejores para nosotros que el agua pura, y slogans como la chispa de la vida o póngale lo sabroso eran suficientes para convencernos.
Agroindustria significa que se fuerza a la tierra a producir y seguir produciendo mediante ingentes cantidades de fertilizantes y pesticidas químicos, que permanecen en el medio ambiente décadas o siglos y en lugar de disolverse se acumulan contaminando mantos freáticos y tierra fértil y provocando enormes zonas muertas en las desembocaduras de los ríos, y cuyos residuos se encuentran en los granos, frutas y verduras que consumimos.
No olvidemos los millones de fábricas y mil millones de vehículos que andan por ahí, arrojando todos esos gases a la atmósfera, producto de la combustión de  los combustibles fósiles, así como las montañas y ríos de desechos sólidos y líquidos que la industria ha generado y liberado alegremente a la biósfera, sin preocuparse mucho por lo que suceda con ellos una vez que salen de la fábrica.
En muy poco tiempo nos hemos encargado de hacer de este planeta un lugar mucho más tóxico de lo que tenía que haber sido. Esa toxicidad no se va a ir a ningún lado y es parte de la herencia que dejamos a nuestros descendientes.

Lo que no se reintegra al ciclo
Contaminación es todo aquello que no se reintegra al ciclo. En el mundo natural nada se desperdicia: los desechos de un organismo son el alimento de otro. Un material como el plástico interrumpe el flujo y se queda ahí durante siglos. Acaba de salir un reporte que calcula que hasta la fecha se han producido 8,300 millones de toneladas de plástico, la mitad de las cuales en los últimos trece años. En 1950 la producción mundial fue de dos millones de toneladas y en 2015 más de 400 millones. A la mayor parte de todo el plástico que se produce se le da un uso muy limitado y se convierte rápidamente en basura. Tan sólo el 9% se recicla, el 12% se incinera y el 79 por ciento restante está por ahí. Por todos lados. Por donde quiera que volteemos. La veamos o no la veamos. Los océanos se han saturado de este extraño material que se encuentra en el estómago de noventa por ciento de las aves marinas (en 1960 era el cinco por ciento), cuyas poblaciones se han colapsado en dos terceras partes en los últimos 60 años, según otro estudio de National Geographic. Millones de toneladas están flotando libremente en el agua, formando giros del tamaño de continentes, y pronto habrá más plástico en el mar que peces.
No está mal para un producto con menos de cien años de haberse inventado. No solo es el plástico por supuesto sino todos los demás subproductos del petróleo, empezando por gasolina y combustibles que son los que nos dan energía y permiten nuestros estilos de vida. Lástima que ese carbono que estamos liberando resultara ser tan problemático e insista en querer causarnos dolores de cabeza. Tan a gusto que estábamos gozando de la vida lo mejor que podíamos mientras quemábamos esas reservas formadas durante cientos de millones de años con la mayor despreocupación y que al parecer vamos a seguir quemando hasta hacer el planeta inhabitable.
Otro dato interesante nos dice que en el año de 2011, fueron 38,200 millones de toneladas de dióxido de carbono las que se liberaron al aire por la quema de combustibles fósiles, lo que equivale a 1.1 millones de kilos cada segundo.
La atmósfera se volvió peligrosa y nos tenemos que cuidar del mismo aire que respiramos. Según la Organización Mundial de la Salud el 92 por ciento de la población mundial vive en áreas donde los niveles de contaminación del aire rebasan cierto límite considerado aceptable. Quién sabe cuáles sean los criterios para establecer ese límite pero el caso es que cada vez es más gente la que muere por enfermedades causadas por el aire que respira. Cada año más de ocho millones de personas en todo el mundo mueren prematuramente por condiciones médicas causadas y exacerbadas por lo que entra a sus pulmones, de los cuales el nueve por ciento, o 600,000, son niños menores de cinco años.
El jefe Seattle nos decía que “la visión de vuestras ciudades hace daño a los ojos del piel roja. Para nosotros, todas las cosas comparten un mismo aliento, las bestias, los árboles, el hombre, y por eso el aire es precioso. El hombre blanco no parece darse cuenta del aire que respira. Como un hombre que lleva días moribundo, ya no percibe su propio hedor”. Eso lo dijo en 1855, cuando todavía no se inventaba la gasolina ni el automóvil. Imagínense el patatús que le daría si se apareciera ahora en medio de la calzada de Tlalpan a cualquier hora del día o noche, y estuviera viendo pasar los vehículos por miles durante horas desde alguno de los puentes del Metro. Sería una realidad completamente incomprensible, peor que una pesadilla, y se regresaría corriendo a su tumba.
Pero no solo es el aire el que está contaminado sino la totalidad del medio ambiente.
La contaminación ambiental se ha convertido en la principal causa de muerte en los países subdesarrollados, y casi la cuarta parte de decesos en el mundo son causados por vivir y trabajar en lugares que se volvieron tóxicos pero que no lo eran hasta muy recientemente. Esta situación afecta sobre todo a los niños, a los pobres y a los ancianos. Los países ricos y “avanzados” ya se dieron cuenta que les conviene mantener sus territorios limpios y la industria la mandan fuera de sus fronteras, donde los controles ambientales son más laxos y los sueldos mucho más bajos.

Una era geológica caracterizada por la contaminación
La razón de ser de la industria es producir por producir para que la gente consuma por consumir. No podía ser de otra manera: esos combustibles fósiles que nos encontramos había que utilizarlos de algún modo. Esa tremenda cantidad de energía que de repente estuvo a nuestra disposición y en la que nos terminamos ahogando fue una tentación demasiado grande y nos sobrepasó por completo. Nos convertimos en agentes de la entropía, y jugamos el papel cósmico que nos corresponde, que es liberar esa energía de nuevo al medio ambiente. Si alguien les hubiera dicho en cualquier momento desde hace 200 años que al quemar ese carbón y ese petróleo se iba a afectar la vida en el planeta entero provocando una catástrofe ambiental sin precedentes probablemente lo hubieran hecho con más empeño todavía, nada más para ver si de a de veras. Porque es lo que estamos haciendo ahora, y aunque ya sabemos que hay una situación vamos a seguir hasta que truene.
La industria surgió porque era inevitable que lo hiciera, como parte de una ideología y un sistema en el que el mundo está ahí para que lo utilicemos, desarrollando un apetito insaciable por toda clase de recursos y devorando todo a su paso para obtenerlos. Y la industria produjo todo lo que se pudo producir, y aún más, y cuando se producía más de lo que se podía consumir había guerras incrementalmente destructivas, pero servían para eliminar el exceso de producción y que las fábricas pudieran seguir funcionando. Y se inventó todo lo que se pudo inventar, y aún más; la revolución tecnológica se ha acelerado y parece no tener fin, dejándonos embobados con nuestros aparatos y convencidos de ser una especie muy lista.
La industria invadió todos los ámbitos de nuestra existencia. Actividades tan básicas y tradicionales como agricultura, pesca y ganadería, que desde siempre han permitido la sobrevivencia de la humanidad fueron absorbidas por este nuevo modelo centralizador y homogeneizante, cuya única preocupación son las ganancias inmediatas a costa de la sustentabilidad a largo plazo.
Un problema es que para producir todas esas cosas que compramos en las tiendas se necesita transformar las materias primas en cosas que nos puedan ser útiles, y eso se hace en las fábricas. Pero esas materias primas, que incluyen metales, minerales, derivados del petróleo, así como madera y enormes cantidades de agua, no se dejan trabajar tan fácilmente, y hay que utilizar toda clase de productos químicos sintéticos para hacerlos manejables. Existen por lo menos 143,000 formulaciones químicas utilizadas en toda clase de procesos industriales, las cuales nunca habían existido antes, y mil nuevos productos químicos se añaden cada año. Nadie sabe sus efectos a largo plazo. Tan solo una mínima parte han sido probados para ver si tienen propiedades cancerígenas o mutagénicas, y sin embargo se han integrado a nuestros hogares y nuestras vidas ya que se encuentran en toda clase de productos domésticos, tales como comida, cosméticos, medicinas, detergentes, pinturas, adhesivos, plásticos, así como en pesticidas y fertilizantes.
Una especie tan cochina como la nuestra nunca ha sabido qué hacer con sus desperdicios y lo más fácil siempre ha sido arrojarlos al aire, río, mar o a algún agujero. Cada año unos 700 millones de toneladas de desechos tóxicos provenientes de la industria química y petroquímica son liberados al medio ambiente en todo el mundo, y se van acumulando con los de los años anteriores porque esas substancias no se degradan, provocando una dispersión a bajo nivel que abarca el planeta entero. No la vemos pero ahí está, y se ha convertido en un elemento ubicuo, permanente y ajeno en el tejido de vida de los ecosistemas y de nuestros propios cuerpos. La contaminación se ha filtrado hasta la base misma de la cadena alimenticia, el plancton y todo eso, y aunque sus efectos no se manifiesten en seguida en algún momento no los podremos dejar de percibir, por más que insistamos en seguirlos ignorando.
Una de las razones por las que les ha dado por llamar a nuestra época el antropóceno es que el registro fósil mostrará un cambio repentino en la proporción de los elementos químicos que se encuentran en el medio ambiente, tal como queden atrapados en los estratos de roca.

El rollo de los fertilizantes y pesticidas
La idea de la agricultura industrial es producir la mayor cantidad de alimentos en el menor tiempo posible, y una vez que lo ha hecho, producir más una y otra vez. La producción tiene que aumentar, porque cada vez hay más gente en el mundo y hay todo un mercado allá afuera y los alimentos son un excelente negocio. Para conseguirlo se emplean enormes cantidades de combustibles fósiles, fertilizantes y pesticidas químicos, sin los cuales ese modelo no podría siquiera comenzar a funcionar.
La tierra solo es fértil hasta cierto punto; puede ser generosa mientras no se la sobreexplote y en algunos lugares se ha practicado la rotación de cultivos, dejando descansar las parcelas durante cierto tiempo antes de volverlas a sembrar. Hay un límite a lo que cada porción de terreno puede producir, pero si lo que se quiere es cada vez mayor producción, hay que utilizar fertilizantes. Estos se aplican generosamente en enormes extensiones de terreno donde se siembra un solo cultivo -como trigo, jitomate, naranjas o almendras-, ya que cuando una sola especie se cosecha en un mismo lugar el suelo pierde sus nutrientes y la fertilidad suele agotarse. Esos fertilizantes fuerzan a la tierra a producir artificialmente, y funcionan durante cierto tiempo, pero en el momento que se dejan de utilizar la tierra ya no produce nada. Los fertilizantes se vuelven indispensables para seguir produciendo, volviéndose los agricultores dependientes de ellos y de las compañías que los elaboran, pero va a llegar un momento en que ni así la tierra podrá seguir rindiendo. Además está el hecho de que no son solubles ni se reintegran al ciclo; se acumulan en el medio ambiente contaminando mantos acuíferos y creando enormes zonas muertas en las desembocaduras de los ríos.
Los fertilizantes sintéticos no son una solución a nada. Si el objetivo fuera aliviar el hambre en el mundo en lugar de producir la mayor ganancia económica inmediata para unas cuantas corporaciones y accionistas, empobreciendo el futuro de todos en el proceso, se harían las cosas de una manera muy distinta.
Y ni siquiera hemos empezado a hablar de los pesticidas. A alguien se le ocurrió la fabulosa idea de que para maximizar la producción y evitar pérdidas había que acabar con todo ser vivo que se encontrara en el terreno, porque esas sustancias no solo matan a las que consideramos plagas porque compiten contra “nuestro” alimento sino a todo bicho que se encuentra por ahí, incluyendo hormigas, gusanos, abejas y mariposas. Acaban con todo. Y pasan las avionetas rociando su spray o lo echan personas vestidas como buzos caminando por las filas. No queda un resquicio a donde no penetren además que los vientos y las corrientes oceánicas los han dispersado por todo el planeta y hoy están presentes hasta en los hielos polares. Millones de toneladas de pesticidas han sido dispersadas al medio ambiente y ahí siguen estando, encontrando su camino a todo lo largo de la cadena trófica y pasando sin barreras de un organismo a otro. En los insectos se acumula más que en las plantas, y en los predadores de los insectos todavía más, y así sucesivamente. Como no se disuelven en el agua los peces se lo tragan y sucede que peces grandes llevan en sus tejidos tanto pesticida que las aves que los comen se intoxican hasta morir.
Tampoco son efectivos más allá de unos cuantos años. Los insectos rápidamente desarrollan adaptaciones y se vuelven más resistentes y numerosos creando lo que ahora se conocen como superplagas. Entonces tienen que inventar pesticidas de nueva generación hasta que los insectos se adapten de nuevo y es la historia de nunca acabar.
Ha habido casos famosos como el DDT que una vez que se descubrió lo tóxico que era la compañía lo siguió produciendo todo lo que pudo, negando al principio la evidencia y pagando a sus propios equipos de expertos para sembrar la duda y prolongar lo más posible sus ganancias. Es el patrón que siempre siguen, y lo están haciendo ahora con el glifosato que es el agente activo del pesticida más vendido en el mundo y del que ya se sabe que es carcinogénico, pero lo van a seguir vendiendo hasta que ya no puedan.

Una catástrofe de épicas proporciones
La agricultura industrial resultó ser una catástrofe de épicas proporciones. Es una parte fundamental del proceso de deterioro ambiental en estado avanzado que ya abarca la totalidad del planeta. Gaia era un jardín de vida tendiente hacia un estado de equilibrio homeostático que de hecho es muy frágil y empezó a craquearse por diferentes lados desde hace diez o doce mil años cuando surgió la agricultura. El impacto al principio fue lento pero se fue acelerando exponencialmente y lo que antes llevaba milenios después se tardaba siglos, luego décadas y finalmente unos cuantos años. Se dice que en los últimos 50 o 60 años hemos transformado más este planeta que en toda la historia previa de la humanidad. Se nos botó la chaveta y como aprendices de brujo nos lanzamos alegremente a dar vida a todas nuestras fantasías, como aquellas de que el mundo entero nos pertenece y podemos hacer con él lo que queramos.
Con el método industrial aplicado a la agricultura, cuyo único enfoque es la maximización de producción a costa de todo lo demás, se está en completo control a lo largo del proceso. O por lo menos eso es lo que creemos. En algún momento nos daremos cuenta que ese control no resultó ser más que una ilusión. Mientras tanto este método se ha encargado de destruir a la agricultura tradicional que como quiera que sea le dio de comer a la humanidad durante miles de años, llevando a cientos o miles de millones de campesinos en todo el mundo a abandonar sus tierras y emigrar a las ciudades. La diversidad de los cultivos de subsistencia fue reemplazada por monocultivos que son desiertos ecológicos donde se impone la homogeneización y solo se permite que se desarrollen productos con ciertas características genéticas que satisfagan las necesidades del mercado. En México por ejemplo docenas de variedades de maíz se han perdido y así en todo el mundo miles de plantas y granos que daban de comer a la gente se está dejando que se pierdan. Con tan solo treinta o cuarenta productos conformando la casi totalidad de nuestra dieta, lo que se ganó en “eficiencia” nos ha colocado en una situación mucho más frágil y vulnerable.
La industrialización masiva de la agricultura no sucedió nada más porque sí. Hay un designio, e intereses muy fuertes de por medio. El que controla los alimentos controla a la gente, como bien lo saben el puñado de corporaciones que monopolizan cada aspecto de su elaboración y distribución. Estos consorcios no son hermanas de la caridad y la cuestión del hambre en el mundo les tiene completamente sin cuidado, por más que siempre la mencionen en sus discursos. En realidad lo único que los mueve es una ambición y ansia de poder sin límites. Digo, ya tienen todo el dinero que quieren, ¿en qué posiblemente lo pueden seguir gastando? Pero los accionistas de estas compañías son insaciables, y tienen a los gobiernos en sus bolsillos. La política oficial del gobierno federal de Estados Unidos es imponer este modelo en todas las naciones del mundo, o las que se dejen. Ya hasta patentaron las semillas, y sacaron sus modelos Terminator, que solo sirven para una cosecha enganchando a los agricultores de por vida a seguirles comprando las semillas a ellos, junto con el plaguicida que lo vende la misma compañía.
Y tenemos una situación en la que la contaminación producida por estos elementos tóxicos utilizados en gran escala en la agricultura se ha extendido por todos lados, dando lugar al colapso de las poblaciones de abejas, mariposas, y toda clase de bichos que no vemos pero que son afectados. El medio ambiente absorbió lo que pudo pero rápidamente llegó a un punto de saturación que se está saliendo por los bordes. Afecta a todos los seres vivos que se mueven por el planeta, con excepción quizás de los que se encuentran en el fondo de las fosas oceánicas a diez mil metros de profundidad. Quizás ahí no ha llegado todavía, pero en la comida de todas las demás creaturas del aire, agua y tierra hay restos de pesticidas y fertilizantes químicos, incluyendo la que llega a nuestros platos. La tierra fértil, el agua pura, la salud de los ecosistemas, todos se han visto comprometidos. Este modelo cuyo único criterio que lo mueve es la eficiencia económica, no es sustentable por ningún lado que se le vea.

El vertedero de nuestros desperdicios
La industria en general nunca se distinguió por su alto sentido de responsabilidad social o ambiental. Con eso de que las ganancias son privadas pero los costos son públicos, y que la idea es producir por producir para seguir produciendo, la intención siempre fue crecer y expandirse hasta ya no poder hacerlo. Los millones de fábricas que surgieron por doquier desde el primer momento adoptaron la política de arrojar alegremente sus desperdicios al arroyo, mar, pantanal o terreno baldío, donde sea que no estorbe, sin tomar mucho en cuenta la opinión de la gente que habitaba por el rumbo. Supongo que no todos estarían de acuerdo en que el agua que hasta entonces les llegaba limpia de repente viniera con espuma o que la lluvia ácida arruinara sus bosques, aunque a muchos otros no les ha de haber importado demasiado y quizás pensaron que el bosque podía desaparecer y las aguas contaminarse pero era el precio que se tenía que pagar para progresar y vivir en un mundo moderno. Aquí regresamos al meme del progreso, esa curiosa idea de que tenemos que llegar al futuro lo más rápido posible y por eso vamos como en una locomotora a toda velocidad y sin frenos arrasando con todo a nuestro paso, y creyendo que eso lo podemos hacer indefinidamente en un mundo finito que ya nos quedó diminuto.
Un caso típico de lo que sucede con la industria fue lo que ocurrió en Minamata, Japón, en 1956. Una planta química empezó a arrojar desperdicio con mercurio en cantidades masivas a la bahía, y los peces se contaminaron y la gente que los comió empezó a morirse en racimos. Casi mil murieron y varios miles más sufrieron diferentes consecuencias. Aunque todo mundo ya sabía que lo que sucedía era por la fábrica, no se podía hablar de eso porque la empresa era la principal proveedora de empleos en la región y estaba muy bien conectada en todos los niveles hasta llegar al gobierno nacional. Pasaron tres años para que empezaran a investigar, y solo porque hubo un motín de pescadores, y otros doce años en los que la gente se siguió muriendo, para admitir la causa y dejar de verter sus desechos tóxicos.
Uno de los accidentes industriales más graves ocurrió en Bhopal, India, en 1984 cuando hubo una fuga de 45 toneladas de gas tóxico en una zona densamente poblada. Miles murieron en cuestión de horas y muchos siguieron después, más de 15 mil en total. Medio millón de personas fueron afectadas, desarrollando toda clase de disfunciones corporales y malformaciones de nacimiento. A pesar de la magnitud de la tragedia la fábrica de la empresa Union Carbide siguió funcionando y produciendo pesticidas, provocando una segunda evacuación masiva de la zona que los obligó a detenerse. Los dirigentes de la compañía evadieron responsabilidad legal diciendo que no estaban bajo jurisdicción india, y huyeron del país. Marchas y demostraciones de solidaridad con las víctimas fueron objeto de violenta represión por parte del gobierno y la policía.
Impresionante. Empezamos a ver un patrón aquí. Algo similar ocurre con los hidroflorocarbonos (HFC), que sustituyeron a los cloroflorocarbonos (CFC) como refrigerantes y propelentes en los aerosoles, ya que se comprobó que estos últimos estaban provocando un agujero en la capa de ozono que protege al planeta de los rayos ultravioleta. Cuando ya no les fue posible seguir negando la evidencia por fin se sometieron a los acuerdos del Protocolo de Montreal en 1987, en los que se contemplaba su eliminación total para el 2010. Y sí, efectivamente, se les dejo de utilizar, el problema es que fueron sustituidos por los HFC que aunque no destruyen tanto la capa de ozono son entre mil y doce mil veces más potentes que el dióxido de carbono como gas de efecto invernadero. Eso significa que un kilo de HFC equivale a 1.7 toneladas de dióxido de carbono.
O sea que si no es por un lado es por el otro. Ahora ya no destruyen el ozono sino el clima. Estos ejemplos son típicos de la total despreocupación con la que se contemplan -o dejan de hacerlo- los efectos que producen sus venenos y desechos tóxicos en el medio ambiente, en los seres vivos y en la gente, tanto los que vivimos ahora como las futuras generaciones, que de hecho son los principales afectados. Ha habido innumerables otros casos, quizás no tan sonados o dramáticos, pero que comparten la misma amoralidad y negligencia criminal que implica tratar al mundo natural como vertedero de nuestros desperdicios.

Que fragilidad
Un reporte reciente dice que la contaminación en Europa y otras zonas industriales del hemisferio norte contribuyó a una de las peores sequías en India, destruyendo las vidas de millones de personas. Las emisiones de dióxido de sulfuro, producido principalmente en las plantas termoeléctricas a base de carbón, provocaron un alarmante descenso en la cantidad de lluvia que cae en el noroeste de India. Ya se sabía que ese gas tiene toda clase de efectos nocivos, como provocar lluvia ácida, afectar el crecimiento de las plantas y enfermedades de corazón y pulmones, pero ahora descubrieron que también provoca sequías, ya que absorbe y refleja la radiación solar alterando las propiedades de la cubierta de nubes y la circulación de los vientos que llevan el monzón. Como en muchas otras partes del mundo, el clima se ha visto alterado y ya no llueve lo mismo que antes. El caso es que en el estado de Andhra Pradesh las temperaturas han roto records y cientos de personas murieron al perder sus cosechas y miles más han emigrado a buscarse la vida a otro lado.
El reporte llama la atención al hecho de que la contaminación en una parte del mundo puede tener un efecto significativo en otra situada a miles o decenas de miles de kilómetros de distancia. Esto ya se sabía; en Suecia por ejemplo hace más de cuarenta años se dieron cuenta que sus bosques estaban siendo carcomidos por la lluvia ácida proveniente de las fábricas de Inglaterra, y ¿qué se puede hacer en una situación de esas? ¿Se le pide al país que contamina que deje de hacerlo? ¿Y si se trata de un accidente? La nube radioactiva que salió de Chernóbil se extendió por muchos otros países de Escandinavia y Europa del este, y los millones de litros de agua radiada que han salido de la central de Fukushima se están propagando por la totalidad del Océano Pacífico.
Para la contaminación no hay fronteras. Visto desde el espacio el planeta ha de parecer tan pequeño que cualquier punto está cercano a cualquier otro. Para los astronautas que pasan algún tiempo en órbita todo ese concepto de fronteras en algún momento les empieza a parecer absurdo.
Así que ésta resultó ser la verdadera globalización. Como suele suceder los que menos culpa tienen son los que más sufren las consecuencias. En los países del tercer mundo la contaminación es la principal causa de muertes, por encima de cualquier otra enfermedad como malaria o sida. Algunas naciones más desarrolladas presumen que han reducido sus niveles de contaminación pero esto es porque de hecho la exportan, y sus fábricas más sucias las echan para fuera, a lugares donde los controles ambientales son más laxos y los sueldos más bajos. En realidad esas naciones desarrolladas son las que más contaminan, aunque ya no tengan la industria en su territorio.
Tan solo para mantener los estilos de vida a los que la gente ya se acostumbró y con absolutamente todo mundo condicionados para aceptar esta realidad como inevitable no nos damos cuenta que básicamente nos hemos convertido en conejillos de indias de un gran experimento que se les fue de las manos. Nadie tiene el control sobre la situación, ni siquiera los que se creen los dueños del planeta, que aunque se refugien en sus enclaves bien lejos de sus fábricas también son afectados.
¿Qué tan grave es realmente la situación? Lo suficiente para que nos empezáramos a dar cuenta que estamos viviendo en un estado de desequilibrio que es antinatural y lo que va contra  natura no puede durar mucho tiempo. Hemos roto un equilibrio y ya no hay manera de que regresemos al estado anterior. Hemos llevado este proceso demasiado lejos y estamos llegando al punto en el que el péndulo gira y se va al otro extremo. Nuestra posición es bastante más vulnerable de lo que creemos.
Mencionábamos la canción de Moustaki en la que nos decía que la tierra era un jardín pero que los niños de ahora quizás nunca lo sabrán. Viene ahora a la mente una canción que canta Mercedes Sosa: “Aquellos que han nacido en un mundo así, no olviden su fragilidad. Lloras tu y lloro yo, y el cielo también. Lloras tu y lloro yo, que fragilidad”.

La esencia de nuestra civilización
Y resulta que apenas estamos arañando la superficie del problema. Nos podemos ir tan profundo como queramos: ahí también hay contaminación. Otro reporte interesante, de los muchos que salen últimamente sobre cuestiones ambientales, dice que el 83 por ciento de las muestras de agua potable tomadas en doce países de los cinco continentes contenían diferentes proporciones de fibras de plástico microscópicas, cuyos orígenes y efectos apenas están empezando a estudiarse. Estas fibras se encuentran presentes en toda clase de objetos de uso cotidiano y se liberan continuamente por el desgaste y la erosión. Por ejemplo, la ropa de fibras sintéticas como poliéster o nylon “emite miles de partículas cada vez que se lava”; la pintura utilizada en casas, barcos y señales de tránsito contribuye en más de un diez por ciento a la contaminación por microplásticos en los océanos, y los más de diez millones de toneladas de plástico que se vierten a los mares cada año, degradándose en fragmentos cada vez más pequeños, pero duraderos y omnipresentes. O sea que estas fibras ya se incorporaron al ciclo del agua, y están presentes en la que llega a nuestras casas o la que beben los animales silvestres.
También están las nanopartículas, 50 mil veces más pequeñas que un cabello, cuyos efectos tampoco se han investigado mucho pero se sabe que traspasan fácilmente las barreras fisiológicas. “Cuando una sustancia extraña se inmiscuye en el seno de una célula podemos suponer que habrá daños o desarreglos en ella” dicen los autores del estudio, reprochando a la industria su falta de vigilancia y rigor. Estas se encuentran en aditivos como E171 o dióxido de titanio, empleado con frecuencia en la industria agroalimentaria y cosmética para colorear caramelos, platos preparados y dentífricos.
Un lugar muy importante en esta cámara de horrores lo ocupan las más de 100 000 toneladas de material radioactivo de reactores nucleares civiles que se han producido y no se sabe qué hacer con ellas. El uranio 238 tiene una vida media de 4.5 millones de años y el plutonio 239 tan solo 240,000 años y deben ser aislados del resto de la vida por ese tiempo. 1 curie de radiación puede causar anormalidades genéticas. En Estados Unidos hasta el año 2000 se habían acumulado 42 mil millones de curies. Quién sabe cuántos lleven ahora.
Y pues uno se pregunta, ¿cómo fue que sucedió esto? ¿Cómo dejamos que esto sucediera? No nos dimos cuenta ni quisimos darnos cuenta, y el mundo se empezó a hacer tóxico a nuestro alrededor. Llenamos la atmósfera de gases provocando un efecto invernadero; los océanos se están acidificando; montañas de basura se genera cada día y se desperdiga a los cuatro vientos; ríos, lagos y cuerpos de agua saturados de desechos industriales; residuos radioactivos propagándose por el éter; constantes derrames de petróleo; pesticidas por millones de toneladas; nanopartículas, microplásticos, organismos genéticamente modificados, colorantes, saborizantes y muchos otros agentes químicos en nuestros alimentos y objetos de uso personal y doméstico,…, la lista es larga. Y todo eso lo vemos como normal.
La contaminación está por todos lados, a todos los niveles, por fuera y por dentro, desde el fondo del océano hasta la estratósfera y el espacio exterior que también ya se llenó de basura y escombros todo a nuestro alrededor. Saturamos al planeta de ruido, de iluminación artificial y de desperdicios, desbordando los ciclos de reciclado natural y acumulándose exponencialmente. Esto está afectando a la totalidad de la vida en el planeta. No hay rincón del mundo ni especie que no sea afectada, y muchas están desapareciendo por esa toxicidad que exudamos alegre y despreocupadamente. Nos sale hasta por los poros. Es la esencia de la civilización que nos hemos creado, nuestro legado a la posteridad: el haber hecho de este mundo un lugar más tóxico de lo que tenía que haber sido.

Esa toxicidad eventualmente va a desaparecer. El mundo natural la terminará absorbiendo en algunos cientos, miles, decenas o cientos de miles de años. Al final no quedará nada de eso, más que algunas marcas en los registros fósiles. El planeta se va a recuperar, pero será otra la normal. Y no es seguro que haya un espacio para nosotros en esa nueva realidad, ciertamente no así cómo vamos.

lunes, 14 de agosto de 2017

En busca de significado


por David Cañedo Escárcega
La mentalidad del rebaño
Algo se perdió en el proceso por el cual los seres humanos nos fuimos “civilizando”. A medida que los pequeños grupos de cazadores y recolectores empezaron a practicar la agricultura y se fueron sedentarizando, formando aldeas que después se convirtieron en pueblos y finalmente en ciudades, tanto la individualidad como el sentido de pertenencia a una comunidad y la capacidad de toma de decisiones dentro de la comunidad se fueron diluyendo. Cuando la gente vive en pequeños grupos en los que todo mundo se conoce y las decisiones que se tomen los afectan a todos por igual, cada uno de ellos tiene derecho a opinar y participar en las decisiones colectivas. Cada individuo es importante y su personalidad se siente en la comunidad entera.
A medida que las poblaciones fueron creciendo y concentrándose, ya no era posible seguir conociendo a toda la demás gente que habitaba en ese lugar; todavía en poblados de unos pocos cientos de individuos es posible tener una relación personal con cada uno de ellos, pero si son miles o decenas de miles las relaciones se vuelven impersonales y anónimas, al surgir toda clase de instituciones y burocracias cuyo objetivo es regular cada aspecto de la vida cotidiana. Las sociedades se fueron haciendo cada vez más complejas, con miles de personas conviviendo en espacios limitados, y era importante acatar normas de conducta que actuaban como lubricante y permitían que la sociedad siguiera funcionando. Algunas de estas normas terminaban siendo escritas, y así surgieron los primeros códigos legales, y muchas otras nunca se escribían o ni siquiera se mencionaban o se pensaba en ellas, pero toda la gente las conocía y formaban parte del bagaje cultural colectivo. Cada niño al crecer absorbe e interioriza las señales que la sociedad emite y aprende lo que está permitido y lo que está prohibido, cómo debe relacionarse con las demás personas, hasta donde puede llegar en la manifestación de su individualidad y sobre todo, el papel que le corresponde en el orden social al que pertenece.
Por su misma naturaleza las civilizaciones tienden a la concentración de poder y de manera inevitable se estratifican y jerarquizan. Toda sociedad tiende a perpetuarse y para eso requiere de estabilidad, lo que significa que el estatus quo se debe mantener, y así, el valor primordial que se necesita y requiere de cada individuo es que se conforme a la masa. Que asuma los valores colectivos, que se identifique con los símbolos sociales, que se integre por completo al paradigma dominante y que no cuestione el orden de las cosas. Con excepción de unos cuantos lideres que se arrogan la facultad de decidir por todos los demás, el resto de la población no tiene acceso a la toma de decisiones, y en la mayor parte de los casos jamás se les pregunta su opinión o ni siquiera se les contempla como agentes activos en la creación de su propio destino. Se vuelven y se les vuelve pasivos, y aquí hay que decir que todo mundo involucrado parece estar satisfecho con esa situación.
A los que deciden les gusta decidir, aunque cometan los errores más garrafales, eso no importa; lo que importa es tener el poder de hacerlo. Y los que no deciden también están muy contentos de que otras personas lo hagan por ellos; al parecer eso les quita un enorme peso de encima. Lo que sea con tal de no tener que hacerse responsable; lo más fácil es simplemente hacer lo que el líder nos diga. Es la mentalidad del rebaño, y es la que le da cohesión al orden social y sin la cual no se explica ese fenómeno que se llama civilización. Seguir al líder aunque nos lleve al matadero, y mandar a nuestros hijos a matar o morir en guerras inútiles que no benefician a nadie más que a una pequeña élite, y tolerar cuantos abusos de poder nos lluevan encima porque así es y seguirá siendo. Es la que explica que sociedades enteras sigan ciegamente los dictados del emperador, tlatoani, faraón o mandarín en turno, aunque lleven a la sociedad al caos.
La civilización ha sido un retroceso social de primera magnitud: en lugar de ser pastores nos convertimos en rebaño.

La violencia de la civilización
Conformarse a la masa no deja de tener sus ventajas, y una de las principales es no llamar la atención. Hay un mecanismo sicológico por el que las sociedades tienden a descargar sus tensiones acumuladas y su violencia latente en los individuos o grupos de individuos que sobresalen del resto o que por alguna razón no se integran plenamente al consenso social. Suelen ser minorías que aunque hayan vivido por generaciones en algún lugar específico y formen parte plena de la sociedad en la que viven, siguen siendo diferentes al resto de la gente o se les percibe como tales. Quizás porque tienen su propia lengua o conservan sus costumbres o porque el color de su piel es más claro u oscuro que la de los demás, se convierten en el blanco perfecto para que la sociedad establecida, lo que se da por llamar “las buenas conciencias”, puedan proyectar sus frustraciones y tendencias más primitivas en un proceso del que no siempre se es plenamente consciente, aunque la violencia generada es muy real y devastadora.
Se le conoce como el síndrome del chivo expiatorio. Ocurre en pueblos, comunidades o sociedades enteras que están bajo algún tipo de estrés como pueden ser cambios demasiado rápidos en el entorno social que no han sido asimilados, o una presión demográfica que implica una escasez creciente de recursos y una disminución en los niveles de vida a los que la gente se ha acostumbrado, o simplemente una angustia generalizada ante un futuro cada vez más incierto. Las condiciones que permiten el surgimiento de la violencia son muy variadas, pero una vez que se inicia el proceso es muy difícil detenerlo, y por lo general sigue su curso hasta donde ya no puede hacerlo.
La violencia es mimética, contagiosa y cumulativa; es una histeria colectiva que termina involucrando a todas las personas que se encuentran en el entorno. Tanto víctimas como victimarios asumen el rol que les corresponde como si fuera un guión decidido de antemano en una situación que a todo mundo le queda demasiado grande y en la que la línea de menor resistencia es dejarse llevar por las circunstancias.
Ha sucedido en cantidad de ocasiones en todo tipo de sociedades a lo largo y ancho del planeta y en diferentes contextos históricos. El patrón que surge es que mientras más “civilizada” se considere a sí misma una sociedad, mayores son los niveles de violencia que se generan en su interior. La capa de civilización con la que estamos embadurnados resultó ser demasiado frágil y con cualquier contratiempo se fractura, aflorando la sombra colectiva que nunca hemos podido tener muy bien bajo control.
Sucedió con los ciudadanos del imperio romano que acudían en masa a los espectáculos del circo donde miles de prisioneros dejaron sus vidas para saciar la sed de sangre de la horda de salvajes en que se convertía la gente común y corriente que después regresaban a sus casas a cenar con la familia y comentar los eventos del día; sucedió también entre los mayas, aztecas y otras sociedades altamente sofisticadas de Mesoamérica en las que los sacrificios humanos formaban parte integral del imaginario popular y permitían que el sol pudiera volver a salir día con día; era también la actitud que tenían los conquistadores europeos que se lanzaron alegremente a colonizar el resto del planeta para llevar a cabo su “misión civilizatoria” que significó la rapiña, explotación y masacre de cuanto pueblo se les puso enfrente; y más recientemente fue también la fiebre que se apoderó de naciones supuestamente “avanzadas” como Alemania o Japón que se dejaron llevar por el carisma de algún líder que les hablaba del orgullo de la patria y que decidieron que la manera de demostrar ese orgullo era dominando e imponiendo su voluntad sobre las naciones vecinas, y de paso aniquilando a millones de personas en sus campos de concentración.
Por ejemplos no paramos. Es la historia de nunca acabar. Y es también lo que sucede en nuestro mundo contemporáneo, donde se cumplen con creces las condiciones que permiten que surja la violencia, la que está llegando a niveles insostenibles, con armas de una destructividad sin paralelo y recursos cada vez más escasos y mal repartidos. En el proceso civilizatorio se nos olvidó vivir en paz con nosotros mismos.

La estructura piramidal de la sociedad
En el devenir de nuestra especie, homo sapiens sapiens, se calcula que han existido más de cien mil millones de individuos. Todos ellos, al morir, regresaron a la tierra. Supongo que entre nuestros ancestros cazadores y recolectores, al ir vagando por el mundo y tener una defunción de alguno de los miembros del grupo, simplemente lo abandonaban ahí donde estuvieran. Quizás lo enterraban o no, y quizás le hacían alguna pequeña ceremonia, y eso era todo. El grupo tenía que moverse y no podían perder demasiado tiempo con los que se habían ido para el otro rumbo. Después de que surgió la agricultura hace unos diez mil años y aparecieron los primeros asentamientos permanentes la gente tenía aún que saber lo que hacer con sus muertos, y es posible suponer que en cada una de esas nuevas aldeas y pueblos que fueron apareciendo se designaba algún terreno no demasiado alejado que cumplía las funciones de lo que actualmente conocemos como camposanto. Podemos suponer también que la abrumadora mayoría de la gente que ha existido tuvo entierros muy simples en su reencuentro con la tierra.
Pasaron varios miles de años y surgieron las civilizaciones en diferentes partes del planeta: en Medio Oriente, Egipto, India, China, Mesoamérica, y de ahí se fueron extendiendo a otros lados. Estas civilizaciones traían una nueva manera de ver la vida y de relacionarse con el mundo; las sociedades se estratificaron y la humanidad le encontró un gusto al culto del poder concentrado. El poder del ser humano cuando trabaja colectivamente y en coordinación mueve montañas, y cuando ese poder se acumula y se concentra en manos de un individuo o pequeño grupo de individuos, eso les permite a esas personas decidir los destinos de toda la comunidad que genera el poder, beneficiándose inmensamente y gozando de toda clase de privilegios en el proceso. En lugares y contextos históricos tan diferentes como Sumeria o Tenochtitlán, Angkor Wat o Chang’An, Menfis o Harappa, Samarcanda o Bagdad, lo que todas estas civilizaciones tienen en común es el poder total que ejercía el Gran Jefe sobre sus súbditos.
Y paseando nuestra mirada por el panorama de la historia de repente nos topamos con la pirámide de Keops, en el valle de Giza, Egipto; la tumba más grande que se haya construido, una obra portentosa realizada hace 4,600 años en una escala que no se ha vuelto a igualar, con excepción de la muralla china. La pirámide de Keops consta de dos millones y medio de bloques de piedra de más de dos metros por lado, pesando cada una en promedio dos y media toneladas, que se tomaron de canteras situadas a muchos kilómetros de distancia; algunas de tan lejos como el actual Aswan, 800 kilómetros al sur, y que se transportaban en barco por el río Nilo.
En total se movieron seis y medio millones de toneladas de roca para construir la pirámide, requiriendo el trabajo de unos cien mil hombres durante tres décadas aproximadamente. Quién sabe cuántos no habrán dejado sus vidas entre esas rocas. Y todo para que un solo individuo pudiera tener su tumba. Y para que el señor no se sintiera solo en su viaje al más allá, enterraban vivos con él a su séquito y sirvientes; y para que nadie se fuera a robar los tesoros que se llevaba a ultratumba, también enterraban a los ingenieros, capataces y obreros que conocían el secreto de las trampas. Esto fue el culto a la personalidad llevado a sus últimas consecuencias: el faraón era dios encarnado y su figura le daba cohesión a la sociedad entera, que aparentemente no podría funcionar un solo día sin la mediación que él hacía entre las fuerzas del más allá y del más acá.
Y pues uno se pregunta, ¿cómo fue que sucedió esto? ¿Qué fue lo que le pasó a la humanidad en el transcurso de unos cuantos milenios que decidió abandonar la responsabilidad por sus propias vidas para que otra persona se hiciera cargo de ellas? Seguramente el cambio fue demasiado gradual para que la mayor parte de la gente se diera cuenta que las circunstancias básicas de sus vidas estaban cambiando, aunque tuvo que haber personas perceptivas que se dieron cuenta de lo que la creciente concentración de poder implicaba.
La pirámide de Keops es el símbolo perfecto de las sociedades estratificadas en extremo que surgieron hace seis mil años y que llamamos civilización.

La fiebre que le dio a la humanidad
Una manera de ver las cosas es que a la humanidad le dio una fiebre. Bueno, algo bastante más grave que una fiebre. Somos una especie relativamente joven. Doscientos mil años no son muchos, y se ha dicho que estamos apenas en la adolescencia de nuestra evolución. Desde que surgimos como especie diferenciada, los sujetos homo sapiens tenían un volumen craneal y un potencial intelectual equivalente al actual, pero para que se activara tal potencial tuvieron que pasar decenas de milenios; fue un largo proceso por el que empezamos a hacernos conscientes de nosotros mismos y apenas estamos dando los primeros pasos. Se dice que utilizamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral; hace 100 o 200 mil años quizás nada más haya sido un dos o tres por ciento y, si la humanidad sobrevive a la presente fase de autodestrucción en la que nos hemos embarcado, quizás dentro de otros 100 o 200 mil años hayamos aprendido a utilizar un veinte o treinta por ciento de esa capacidad. Las cien mil millones de neuronas que conforman el cerebro, interconectadas y actuando holísticamente para regular las funciones del organismo y sintonizarnos con la energía que fluye a nuestro alrededor, aún están esperando que las empecemos a utilizar.
En cualquier caso, a medida que las posibilidades de la conciencia se empezaron a abrir ante nuestros ojos, en algún momento es como si nos hubiera dado un vértigo; nos asomamos al abismo y no comprendimos lo que vimos; nos echamos para atrás despavoridos y en lugar de asumir la responsabilidad que la conciencia nos confería nos clavamos en un rollo de ego, poder y control que no hemos podido superar. Tal como los adolescentes que una vez que dejan atrás la inocencia de la niñez y aún no tienen el dominio sobre sus pasiones que llega con la madurez, y pasan por una etapa en la que se sienten invencibles y creen que el mundo gira alrededor de ellos, así nos pasó a la humanidad en conjunto.
De repente nos empezamos a sentir invencibles, y nos convencimos que éramos los dueños de la creación. Y que el universo entero había sido creado exclusivamente para nosotros. Dios mismo nos lo había dado y nos dio las instrucciones de “creced y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y alimañas y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Nos vimos diferentes al resto del mundo natural y creímos que lo normal era dominarlo, porque nosotros éramos superiores y tenemos esa cosa que los animales y las plantas no tienen, que es conciencia.
Así como sucedieron las cosas, esa conciencia resultó ser demasiado estrecha, y con ese criterio nos enfrascamos en una verdadera guerra con el resto de la creación, a la que dejamos de comprender y respetar para poder controlarla y poseerla. Ese fue el verdadero pecado original de las historias y mitos fundadores, el creer que la tierra nos pertenecía. Este cambio de actitud no sucedió nada más porque sí; fue, como dijimos, una fiebre que le dio a la humanidad provocada por su inmadurez y comenzó a gestarse hace unos diez mil años con el surgimiento de la agricultura y el crecimiento poblacional que ésta permitió y que se empezó a concentrar en asentamientos permanentes. Unos pocos miles de años después, cuando surgen las primeras civilizaciones, la suerte ya estaba echada. El cambio había sido completo y la patología se había instalado firmemente.
Desde entonces, la historia de la humanidad no ha sido más que una búsqueda constante de mayor poder y dominio sobre el mundo que nos rodea y sobre la gente con la que convivimos. La situación actual en nuestra propia sociedad con sus concentraciones inimaginables de poder y de riqueza, su necesidad insaciable de recursos y crecimiento económico, y el ecocidio que estamos provocando a escala global, es la culminación lógica de un proceso que nos terminó envolviendo por completo, como una matrix en la que ya no podemos ver la realidad que hay detrás, y que sin embargo se está desmoronando a nuestro alrededor.
Cuando la fiebre pase, y de las ruinas de lo que quede, surgirá un nuevo estado de conciencia y una nueva manera de relacionarnos con el mundo.

Condicionándonos a ser esclavos
Y nos hicimos muy buenos en las artes de la manipulación. Una sociedad basada en la concentración de poder no puede funcionar sin altos grados de control social. De lo que se trata es de crear un consenso, un patrón de conducta y pensamiento que la gente acepte como lo normal, sin que tenga que pensar en eso o preguntarse de donde vino o cómo fue que sucedió. Desde niños se nos condiciona para aceptar la realidad que nos rodea como la única posible, y el orden establecido como el natural de las cosas. Simplemente no hay alternativa, como dijera Margaret Thatcher refiriéndose al liberalismo económico. Algo parecido han de haber dicho allá en Sumeria o Tikal o La Venta o en Knossos o dondequiera que hayan surgido este tipo de estructuras sociales.
Al principio las técnicas de condicionamiento y control eran muy crudas, por lo menos para los estándares de ahora, aunque ciertamente han de haber parecido sofisticadas en su momento. Una buena parte de ese control se ha mantenido siempre por la fuerza, por medio de lo que se llama la violencia institucionalizada: es el Estado el que tiene el monopolio de la violencia y lo ejerce a discreción, ya sea organizando guerras de conquista para apropiarse de los recursos de los pueblos vecinos -y eso incluye a los esclavos necesarios para levantar las obras monumentales en las capitales del imperio y que son los que hacen todos los trabajos pesados que los ciudadanos ya no quieren hacer-, así como para reprimir a esos mismos ciudadanos cuando las cosas ya no marchan como antes y empieza a haber descontento entre la población.
La tendencia del orden establecido (el llamado status quo) es a perpetuarse, pero como ya hemos visto anteriormente, cuando los recursos necesarios para el funcionamiento del sistema empiezan a escasear al mismo tiempo que lo que queda se sigue concentrando en la cima de la pirámide, tarde o temprano va a haber problemas y llega un momento en que la única manera de seguir manteniendo el orden es por medio de dosis cada vez mayores de violencia.
Pero con mucho las técnicas de control social más efectivas no dependen de la coerción física, que ultimadamente siempre genera resistencia, sino que son procesos de condicionamiento por los que nuestras creencias, opiniones y actitudes se conforman a los parámetros existentes o deseados para nosotros. Algunos de estos procesos tienen que ver con los usos y costumbres de la tierra: cada sociedad se forma sus valores, normas y prejuicios, y eso hace que la gente viva o muera de cierta manera, y vaya ciertos días a ciertos lugares para hacer ciertos ritos a ciertos dioses, y festejen en las fechas establecidas, y paguen sus tributos y vayan a las guerras a las que los manden, y se llenen de orgullo cuando algún objeto físico como puede ser una piedra de cierta forma o un trapo de ciertos colores les recuerda su pertenencia al superclan, y se forma todo un entramado en el que nos perdemos por completo y como no conocemos otra cosa lo vemos como la totalidad de la realidad.
La cultura es algo que se mama desde que salimos del vientre; ni siquiera nos damos cuenta. Solo cuando alguien sale de su tierra natal y conoce culturas diferentes, en otras partes del mundo, puede ver su propia cultura en perspectiva y se da cuenta que muchas cosas que siempre tomó por dadas, como la forma natural de hacer las cosas, no son tan normales para otros grupos de gente.
Si no se tiene la perspectiva para ver las cosas desde afuera y se tiene una visión demasiado estrecha de la realidad, se es mucho más susceptible a ser manipulado y condicionado por los poderes que son, como bien rápido se dieron cuenta los ingenieros sociales que empezaron a salir desde los albores de la civilización. Ellos comprendieron que no hay mejores esclavos que los que aceptan su condición de esclavos, o mejor aún, los que ni siquiera se dan cuenta que son esclavos.
Todo depende del montaje que se armen. Los esquemas más sofisticados son prácticamente invisibles.
La sociedad del espectáculo
Como decían los romanos: pan y circo. No se necesita mucho para tener a la masa de la población dócil y sumisa. Con darles sus despensas para que no se mueran de hambre y tenerlos bien entretenidos con sus telenovelas, programas de concursos y partidos de futbol es más que suficiente. Bueno, eso es en la actualidad, aunque cada cultura en cada época se ha creado toda clase de ingeniosas maneras de distraer al público. Estaban esos circos romanos, que han de haber sido todo un alucine. Entre las fieras exóticas que se mataban entre ellas y los seres humanos que se mataban entre ellos, y las fieras que mataban a los seres humanos y toda clase de combinaciones, el populacho era feliz. Cada ciudad del imperio que contaba para algo tenía su propia arena y con regularidad la utilizaba. Así como las corridas de toros de ahora. En Mesoamérica tenían sus juegos de pelota que culminaban con el sacrificio de los perdedores. En Europa el Santísimo Oficio de la Inquisición organizaba sus ceremonias increíbles en que se quemaban docenas o hasta cientos de herejes en la plaza pública, para la edificación de todos los presentes.
El chiste era tener a la gente entretenida y darles algo de qué hablar. Pero además de proporcionar distracción y esparcimiento al público estos eventos cumplían muchas otras funciones. Principalmente eran una demostración de poder: el poder de vida o muerte que tenía el Estado, el Emperador o el Poder Establecido sobre sus súbditos. Hay un morbo que cala muy profundo en los lugares donde corre sangre y la violencia se convierte en espectáculo; es como que la gente se siente feliz de seguir viva, mientras son otros los que mueren. Es un hechizo colectivo, sin duda vestigios del cerebro reptiliano y de nuestra incapacidad de aceptar la vida por el terror que le tenemos a la muerte.
En cualquier caso, la gente estaba contenta, y el sistema funcionaba. El espectáculo era el lubricante que permitía que la rueda siguiera girando.
Y pasó el tiempo y nos fuimos “civilizando”. Dejamos de ser tan salvajes, o por lo menos nos hemos querido convencer de eso. Pero el espectáculo sigue ejerciendo su hechizo sobre nuestras vidas. De hecho empezó a ejercer un papel todavía más dominante con el advenimiento de la era de la comunicación masiva y la cultura popular que ha generado. En otros tiempos, yo supongo, el espectáculo duraba unas pocas horas o quizás en ocasiones especiales algunos cuantos días, y después la gente regresaba a sus ocupaciones cotidianas que básicamente eran trabajar la tierra, la artesanía o el pequeño comercio, y no tenían otras distracciones.
Con el advenimiento de la tecnología a partir de hace siglo y medio, empezando con la circulación de largo tiraje de periódicos y revistas, la propagación del cine, radio y televisión, y llegando al internet y las comunicaciones instantáneas, nos sumergimos de lleno en la sociedad del espectáculo. Empezó a permear cada aspecto de nuestras vidas hasta el punto en que todo se convirtió en imagen. Estamos siendo bombardeados las 24 horas del día por imágenes que nos llegan de todas partes, que nos incitan a comprar objetos, actuar de cierta manera o votar por equis partido, que relajan o sobreexcitan nuestras mentes, que nos divierten, instruyen, entretienen o nos hacen perder el tiempo, y que nos han hecho creer que la imagen es más importante que la sustancia o que la forma es más importante que el contenido. Todo es estatus y apariencia.
Y estamos absortos en nuestras pantallas. Esas pantallas se han convertido en un vórtice que devora nuestra atención desasociándola del mundo alrededor. La familia entera puede estar comiendo juntos y cada quien con su celular en la mano. Varias personas están conversando y alguien prende la televisión y la conversación desaparece. Es impresionante el vacío que se genera en un cuarto cuando una televisión se prende. O veinte personas pueden estar compartiendo un espacio juntos durante horas y no dirigirse una palabra porque cada quien está enfrente de una pantalla, navegando un diferente rincón del universo.
Esto es nuevo en la historia de la humanidad. Cuando las pantallas se apropiaron de nuestras vidas.

El cisma con la realidad
Y la era digital descendió sobre nosotros. No vimos ni por donde nos llegó; cuando nos dimos cuenta estaba en todos lados. Como una esponja que absorbe la humedad hasta quedar completamente saturada, de repente estábamos nadando en un mar de información. Empezó con las computadoras personales a fines de los setentas, que todavía eran caras y ocupaban todo el escritorio pero se fueron haciendo cada vez más prácticas, versátiles y accesibles. Los celulares se popularizaron en la década de los noventas; al principio eran teléfonos portátiles para hablar y recibir llamadas, luego empezaron a tener juegos, tomar fotos y hacer toda clase de gracias hasta llegar a los de ahora, con los que se está permanentemente conectado a la red mandando y recibiendo mensajes y enterándonos de lo que sucede en el mundo. Podemos bajar toda clase de aplicaciones y ya no podemos vivir un día sin ellos. ¿Un día? Más bien los chavos de ahora ya no pueden estar un instante sin ellos. Están en clase, en el autobús o en el baño con el celular en la mano, o caminando por la calle como zombis entre el mundo real y el virtual.
Un día nos despertamos y resulta que ya todo mundo estaba en facebook, y era adonde había que ir para enterarse de los chismes y la trivia. Y salieron las laptops y las tablets con las que puedes hacer más que con las computadoras de primera generación que ocupaban un cuarto entero, y que se convirtieron en la manera de manejar toda la información en nuestras vidas, incluyendo noticias, música, imágenes, videos, y para todo lo relacionado con la escuela, el trabajo o simple distracción. Televisión, computadoras y celulares se hicieron ubicuos y parte integral de nuestra cotidianeidad.
Todo esto sucedió muy rápido, tan rápido que los jóvenes de ahora ya no conocen otra cosa. La realidad virtual nos envolvió en su manto protector, como el soma de un mundo feliz que aletarga los sentidos y nos desconecta del mundo real.
Porque hay un mundo real allá afuera y se nos olvidó que existía. El mundo natural hace tiempo que se convirtió en un telón de fondo, como los protectores de pantalla de nuestras computadoras. Vemos esas imágenes de montañas, playas, selvas o desiertos y se ven bonitas, y hasta ahí. Eso es el mundo natural para nosotros: lo que aparece en la pantalla. Fuera de eso es algo nebuloso, abstracto, que no tiene mayor relevancia en nuestras vidas. Bueno sí, sabemos que de allá afuera obtenemos toda clase de recursos para vivir en nuestras casas con las comodidades del mundo moderno, pero estamos completamente enajenados intelectual, emocional y espiritualmente, individual y colectivamente, del medio ambiente que nos rodea. Este fenómeno no solo sucede en las ciudades; hasta en los pequeños pueblos. Atrapados como estamos en nuestras rutinas y ocupaciones, en la necesidad de ganarnos la vida día con día y en nuestras distracciones, intereses y zonas de confort, así como en la matrix de un paradigma socio económico cultural que así lo exige, el mundo natural está desapareciendo a nuestro alrededor y no nos damos cuenta, o en la medida en que lo hacemos no lo asimilamos o lo relacionamos  con nuestra realidad. Como si fueran cosas aisladas.
O como si pudiéramos vivir eternamente en nuestra burbuja de cristal. Actuamos como si fuera de nuestras tablets y celulares no existiera nada, cuando hay un bello planeta lleno de hermosas especies que están sufriendo una hecatombe masiva por el impacto de nuestras actividades en este hogar de todos. Ya no respetamos nuestra morada y pensamos que nadie más de nosotros siente o tiene el derecho de existir. Olvidamos nuestros orígenes, lo que somos en realidad: monos desnudos tan delicados y frágiles que con el mínimo esfuerzo de la naturaleza podemos desaparecer.

Y seguimos adelante en nuestra búsqueda de significado creyendo que lo vamos a encontrar en la tecnología y el progreso hasta el infinito, o en el culto que hacemos del poder y sus jerarquías, mientras el cisma entre el mundo natural y el que nos hemos fabricado se hace más grande y corre el riesgo de que nos caigamos en la brecha. La realidad tiene su manera de imponerse, como finalmente lo entenderemos cuando se nos venga encima.

martes, 20 de junio de 2017

Lo que mueve al mundo



por David Cañedo Escárcega

Ya sabemos que lo que mueve al mundo es el dinero. Vamos a explorar un poco el tema.

La deuda como esclavitud
Una característica del dinero es que parece ser que nunca alcanza. Ya sea que ganemos poco o mucho ese dinero sirve para satisfacer nuestras necesidades, así como para darnos ciertos gustos y también algunos lujos o caprichos. Cada quien se acostumbra a vivir de cierta manera y después ya no se puede vivir con menos. También sucede que mientras más se tiene más se quiere y nunca es suficiente para mantener nuestros estilos de vida.
Conozco a un fulano que lleva más de veinte años trabajando como contador en alguna empresa de la ciudad de México, y tiene un buen sueldo, que sin embargo no le alcanza para mantenerse. El problema es que tiene muchos gastos, y no es que se dé demasiados lujos pero sí vive en un buen rumbo, tiene su carro y su mujer también, al niño lo mandan a las escuelas, también está el club y lo que sea. Además de que de por sí la vida ya está tan cara, por todos lados te sacan dinero y es difícil ajustarse a un presupuesto. El señor está en una situación en la que crónicamente gasta más de lo que gana y no tiene manera de evitarlo, y en alguna ocasión me contaba como a lo largo de los últimos quince años se fue endeudando con las tarjetas de crédito y ahora debía cerca de un millón de pesos y no tenía idea de cómo iba a salir del paso. Cada mes desembolsa un porcentaje de su sueldo para pagar los intereses de la deuda mientras la deuda misma se sigue acumulando.
Y ese es exactamente el negocio de las tarjetas de crédito. La idea es tener a la gente en un estado de deuda permanente, pagando intereses a perpetuidad mientras la deuda sigue creciendo.
Hace veinte o treinta años, cuando se empezó a propagar el uso de esas tarjetas principalmente entre la clase media, las compañías y bancos que las proporcionan eran muy selectivos y no se las daban a cualquiera; en la actualidad el péndulo se fue al otro extremo, y son ellos los que te la ofrecen, y te buscan y procuran, e insisten hasta que las aceptas.
Y es que es tan práctico llegar a la tienda y comprar lo que se quiera pagando con la tarjeta, aunque uno no tenga ese dinero todavía. Básicamente se está gastando el dinero antes de ganarlo, lo que va muy de acuerdo con el espíritu de nuestra época: consuma ahora y pague después. Se hipoteca el futuro para poder gozar del presente, y con tantas cosas con las que nos incita la sociedad de consumo es fácil caer en la trampa. En México y otros países de Latinoamérica han sido las clases medias las que se han visto seducidas por el hechizo del dinero fácil e inmediato; en Estados Unidos este proceso se inició antes y prácticamente todo mundo se acostumbró a vivir a crédito.
Algunas personas aprendieron a navegar el sistema y obtener alguna ventaja, y se dedican a jinetear la lana sacando de una tarjeta para pagarle a otra, y pueden tener una docena de tarjetas funcionando al mismo tiempo, aunque en algún momento les explota el petardo entre las manos y se quedan colgados de la brocha debiéndole a medio mundo. Fue lo que sucedió en Estados Unidos durante la crisis inmobiliaria del 2008: el crédito era fácil y muchísima gente se embarcó comprando casas mucho más grandes de lo que necesitaban, y pagándolas a treinta o cuarenta años. Lo consideraban una inversión, pero el precio de las casas y bienes raíces se infló artificialmente y cuando la burbuja finalmente explotó la gente se encontró pagando hipotecas por el doble o triple del precio real de la casa y al no poder seguir abonando llegaban los bancos y confiscaban la propiedad. Varios millones de personas perdieron sus casas de esta manera.
Las tarjetas de crédito son las tiendas de raya de nuestra época. Esa institución de tiempos de don Porfirio eran establecimientos de crédito en los que se obligaba a los trabajadores a gastarse todo su sueldo, que nunca veían físicamente, en comprar lo que necesitaban a precios cautivos y acumulando deuda que era imposible liquidar. Era un estado de esclavitud ligeramente encubierto. El esquema que se han montado ahora está más disfrazado, pero sigue siendo deuda como esclavitud.

El moderno tributo
Si tener a los individuos en estado de deuda permanente es un excelente negocio, ¿porqué no tener a naciones enteras en la misma condición? Esta situación la han practicado de diferentes maneras los muchos imperios que han pasado a lo largo de la historia para mantener a los pueblos perpetuamente sojuzgados; se le llamaba tributo, y era la manera de apropiarse de la riqueza de las naciones conquistadas para mantener los estilos de vida de las capitales del imperio. Ya sabemos que todo ese edificio llamado civilización desde sus comienzos no ha sido básicamente más que la búsqueda e implementación de métodos cada vez más sofisticados para apropiarse y transferir la riqueza de la periferia hacia el centro donde se termina concentrando en unas cuantas manos.
En la actualidad el método se ha perfeccionado y se ha vuelto extremadamente efectivo. Se esconde detrás de palabras bonitas y grandes ideales; en el fondo es la misma ambición y ansia de poder de siempre. La idea era convencer a los líderes de las naciones “en vías de desarrollo” que lo que les conviene es aceptar préstamos sustanciales de dinero para financiar grandes proyectos de construcción e infraestructura para que el país pudiera progresar y modernizarse; el crecimiento económico subsecuente escurriría hacia abajo y eventualmente beneficiaría a la totalidad de la población. Sonaba bonito y muchos mordieron el anzuelo; organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional estaban prestos y ansiosos de proporcionar la cantidad que fuera: el dinero surgía como por arte de magia y así como surgía también se evaporaba.
En la práctica lo que sucedió es que mucho de ese dinero nunca llegaba a su destino: a lo largo del camino desaparecía en el agujero negro de los bolsillos de las élites y sátrapas locales. Las obras de infraestructura que sí se hacían eran principalmente puentes, carreteras y puertos, para que los recursos naturales del país pudieran fluir libremente hacia el exterior; junto con el préstamo y como parte del trato venían las industrias extractivas extranjeras que estaban salivando por instalarse y ponían sus propias condiciones.
Una vez que empezaba el proceso de endeudarse era imposible detenerlo; el dinero nunca alcanzaba y se necesitaba siempre más, que el Banco y Fondo mundiales entregaban enseguida, por lo menos al principio. La bonanza económica que esas inversiones iban a traer parecía estar siempre a la vuelta de la esquina, pero mientras más se acercaba uno más se seguía alejando y nunca terminó por materializarse, todo lo contrario. Fueron muchas las naciones del mundo que se hundieron en el abismo de la deuda, y eso incluye a casi la totalidad de los países de África y América Latina, y también muchos de Asia.
Se dieran cuenta o no, estos países se habían convertido en colonias económicas, lo que nunca habían realmente dejado de ser; al ganar su independencia política no pudieron sin embargo escaparse de su condición de patios traseros del imperio. Ahora se encontraban con deudas de miles de millones de dólares que nunca iban a poder pagar, y una buena parte de su producto nacional bruto se iba simplemente en abonar los intereses de la deuda, mientras la deuda misma seguía aumentando. La riqueza que iba a escurrir hacia abajo nunca lo hizo; el pueblo se convirtió en mano de obra barata y el país entero era una vaca lechera a la que se ordeñaba de recursos naturales dejando atrás ecosistemas destruidos y polarizaciones extremas de riqueza.
Cuando la deuda llegaba a niveles insostenibles había ocasiones en que se “renegociaba”. Eso significa que se privatizaban las empresas públicas y se vendían al mejor postor a precios de remate, al mismo tiempo que se imponían regímenes de austeridad y se recortaba el presupuesto eliminando toda clase de beneficios sociales para el pueblo, incluyendo salud pública y educación. Asimismo se exigía la apertura total del mercado nacional a las inversiones de las empresas transnacionales, y se fabricaban al vapor tratados de libre comercio para que éstas pudieran operar tranquilamente y llevarse sus ganancias a otro lado. Por donde quiera que se le vea es un negocio redondo; el último avatar en la larga historia de los pueblos sojuzgados que seguimos pagando tributo.

Las políticas de la deuda
Una vez que encuentran un esquema que les funciona, ya no lo sueltan. Uno por uno fueron cayendo los países del mundo en estado de deuda crónica y permanente; los agentes del imperio se encargaban de convencer a los gobernantes más recalcitrantes. El acuerdo que se les ofrecía era de lo más sencillo: a los líderes y élites locales se les permite que se enriquezcan mientras permitan el flujo de los recursos hacia el exterior, al mismo tiempo que se les proporciona ayuda militar y logística para poder mantener a sus propias poblaciones bajo control. En los casos en que haya reticencia y algún líder decida no seguir las reglas del juego por defender conceptos como “soberanía nacional”, “justicia social”, “comercio justo”, u otros por el estilo, simplemente se les quita de en medio, sin mayores contemplaciones. A países que deciden seguir su propio curso se les bombardea de regreso a la edad de piedra para que sirvan de ejemplo y escarmiento a otras naciones que alberguen las mismas ideas.
La deuda pública de México está por los 190,000 millones de dólares, y con la deuda privada la cifra aumenta a 425 mil millones. Mucha de esa deuda se adquirió durante la bonanza petrolera de los años setentas y ochentas, cuando se nos decía que teníamos que prepararnos para administrar la abundancia. A medida que se explotaban nuevos campos de petróleo los bancos internacionales ahí estaban como buitres esperando apropiarse de esa riqueza; en gran medida lo consiguieron, y vamos a seguir pagando los intereses mucho después de que el petróleo se haya terminado.
Pero la nación más endeudada del mundo con mucho es el mismo Estados Unidos. Ahí todo mundo se acostumbró a vivir por encima de sus medios, desde los individuos a los gobiernos municipales, estatales y federal: todos gastan más de lo que ganan para mantener los estilos de vida de los que ya no pueden prescindir, y han acumulado una deuda pública de 18 billones de dólares que sigue aumentando en 75 millones de dólares en promedio cada hora.
Hubo un tiempo en que el valor del dólar estuvo fijado por la paridad de esa moneda con el oro; es decir, que dependía de las reservas físicas de oro que tuvieran almacenadas en Fort Knox. Pero ese arreglo les empezó a resultar inconveniente porque no les permitía imprimir la cantidad de billetes que ellos querían, y en 1971 decidieron abandonar la vinculación del dólar con el oro; desde entonces pueden crear el dinero de la nada y básicamente eso es lo que hacen. Hay un límite a la cantidad de deuda en la que el gobierno federal de Estados Unidos puede incurrir, pero cada año o par de años hacen un ritual en el que el congreso aprueba un nuevo límite y pueden seguir gastando el dinero que no tienen.
Cualquier otra moneda con esos niveles insostenibles de deuda ya se hubiera colapsado; lo que mantiene al dólar a flote es el hecho de que se utiliza como moneda de reserva internacional. Eso significa que más de dos tercios del comercio mundial se negocian en dólares, incluyendo el petróleo, que es el producto que mueve más billete en el mundo. Los famosos petrodólares son las transacciones de petróleo hechas en dólares en cualquier parte del planeta; si Arabia Saudita le vende petróleo a China, Argentina o Australia la transacción se hace en dólares y es como si el dólar cobrara una comisión con cada venta.
Ha habido países que han querido escapar de esa tenaza que el dólar mantiene en sus economías, pero el imperio no lo puede permitir. Irak con Saddam Hussein quiso comerciar su petróleo en euros y Gadafi en Libia quería implementar el dinar como moneda panafricana, y a los dos les fue como en feria. Actualmente Rusia y China han decidido que les conviene deshacerse de sus bonos del Tesoro de Estados Unidos, que es puro papel impreso sin que nada lo respalde, y comerciar en sus propias monedas, y al parecer Estados Unidos está dispuesto a armar una guerra nuclear con tal de impedir que se les salgan del huacal.

El sistema que se consume
Durante un tiempo ese arreglo de mantener a las naciones del tercer mundo en un estado de deuda perpetua les funcionó muy bien, y a todo país que se dejó le exprimieron lo que pudieron. Actualmente, sin embargo, la situación ha evolucionado y las cosas ya no tan simples como lo eran hace tres o cuatro décadas. El problema es que, como ya sabemos, en el sistema socio económico que nos rige el poder y la riqueza tienden a concentrarse, y en tiempos recientes ese proceso se ha acelerado enormemente y ha llegado a sus lógicas consecuencias.
Ya vimos que una de las leyes del dinero es que nunca es suficiente y mientras más tienes más quieres y siempre quieres tener más, y esto es particularmente cierto a medida que avanzamos en la escala social. El sistema tiene que seguir creciendo y creciendo y acumulando y acumulando, y en algún punto a algunas personas se les bota la chaveta y se vuelve un frenesí de querer hacerse rico de la noche a la mañana a como dé lugar, haciendo lo que tengan que hacer y sin preocuparse por las consecuencias. Es una vorágine que los atrapa a todos, aferrándose desesperados a cualquier migaja del pastel de la que se hayan apropiado. La economía globalizada se ha convertido en un casino de altas finanzas que mueve billones de dólares de riqueza ficticia que solo existe en papeles, bonos, títulos, pagarés, o en bits y bytes en alguna computadora. Esta economía está cada vez más divorciada de la economía real de la gente en la calle y está dominada por la especulación, la apropiación y una ambición sin límites.
Pero hay un límite a la riqueza que el planeta tierra puede producir, o de la que esta gente se puede apropiar. Todo mundo quiere una tajada mayor del pastel pero hay un punto en el que el pastel ya no alcanza para todos.
Hubo un tiempo en que era suficiente con explotar a las colonias económicas del tercer mundo para sostener los estilos de vida de los países “desarrollados”. La clase media de Europa y Estados Unidos pudo gozar de niveles sin precedente de bienestar después de la segunda guerra mundial gracias en una buena parte a ese flujo continuo de riqueza de la periferia hacia el centro. Pero como decimos, ya no alcanza para todos, y las élites que insisten en seguir acaparando no están permitiendo que la riqueza salpique ni a los mismos habitantes del imperio, y vemos una situación en la que países como Grecia o Irlanda que forman parte del núcleo europeo han sido castigados y se están ahogando en niveles de deuda impagable, y la clase media de Estados Unidos está siendo sacrificada a su vez en el altar de las mayores ganancias hacia las grandes corporaciones.
O sea, lo que estamos viendo es al sistema que empieza a canibalizarse a sí mismo. La riqueza se tiene que seguir concentrando, pero ya no es suficiente con obtenerla de la periferia, ahora hay que obtenerla de la misma población que forma parte del núcleo del imperio. Como una serpiente que se empieza a comer la cola y no puede detenerse hasta que se devora por completo, el sistema globalizado de explotación y apropiación está llegando al límite de sus posibilidades y en su afán por seguir creciendo empieza a consumirse. De paso se está haciendo inestable, o más de lo que ya es por naturaleza.
Hay que considerar que la élite o el “uno por ciento” no es un grupo monolítico, sino que hay facciones y centros de poder que en ocasiones pueden trabajar en coordinación pero en otras van a pelear despiadadamente entre ellas para defender sus intereses y obtener mayor acceso al poder y los beneficios que éste trae. La creciente disonancia entre los intereses fuertemente atrincherados de estas facciones y los de la población en general pueden dar paso a una crisis de legitimidad en que el pueblo decida que seguir el camino que esos líderes les marcan ya no es en su conveniencia sino que hay que buscar alternativas por otro lado.


La guerra financiera
La tercera guerra mundial ya comenzó, y está en su fase financiera. Todo es economía, y el que controla el flujo del dinero controla el mundo y no va a ceder un ápice de ese control voluntariamente. El imperio basado en la supremacía del dólar, sin embargo, está siendo erosionado desde dentro y por afuera, y en algún momento se dará cuenta que ha sido rebasado por las circunstancias. El bully del barrio enfrenta cada vez mayor resistencia, y son muchos los países y centros de poder que se rehúsan a seguir participando en el juego de ser esquilmados a perpetuidad recibiendo muy pocos beneficios a cambio.
China en particular con su cultura milenaria al parecer ya decidió que tuvo suficiente de esos advenedizos en la escena mundial que con su insufrible arrogancia vienen a imponer sus condiciones ventajosas y a tratarlos a ellos y al resto del mundo con la punta del pie. Estados Unidos hace un buen rato que abandonó toda semblanza de diplomacia y cree que la única manera de conseguir las cosas es por la fuerza de las armas, y de hecho se ha convertido en una sociedad militarizada cuya economía depende por completo de un estado de guerra permanente. El matrimonio de conveniencia que se dio entre Estados Unidos y China a partir de la década de los setentas cuando Nixon viajó a Beijing y se decidió que China se convertiría en la fábrica del mundo ya rindió lo que tenía que rendir y la luna de miel hace también un buen rato que terminó. Ahora China ha decidido que le conviene seguir su propio camino independiente y buscar la integración con el resto de Asia en lo que han dado por llamar la nueva ruta de la seda, y el principal obstáculo para conseguirlo es precisamente la oposición del imperio.
Para China y otras naciones la solución es comenzar a comerciar el petróleo y otros recursos clave de nuevo en oro, abandonando el dólar como moneda de intercambio, y se están moviendo en esa dirección. Cuando eso suceda, provocará una crisis en el valor del dólar del que el imperialismo gringo probablemente no se pueda recuperar.
Por supuesto que el gran capital transnacional no está esperando pasivamente a que llegue ese momento. Esto es una guerra y todo mundo va a defender sus intereses hasta las últimas consecuencias, que esperemos que no llegue al intercambio de misiles nucleares, aunque Estados Unidos también ha dejado en claro que no descarta esa posibilidad, y están rodeando a China y a Rusia de bases militares. En el plano estrictamente financiero también están tomando sus medidas, que consisten en un mayor control de las finanzas internacionales. El esquema que se están montando actualmente es el de eliminar el dinero en efectivo y depender mayoritaria o exclusivamente del dinero electrónico. Su objetivo es que todas las transacciones comerciales en pequeña o en gran escala, nacionales e internacionales, se hagan con tarjetas de crédito y que los billetes y monedas pasen eventualmente a la historia. Idealmente, para ellos, todo mundo debería de tener una cuenta en el banco y utilizar su tarjeta para pagar desde un chicle o una torta hasta un automóvil o una casa; sin una cuenta y una tarjeta, una persona no sería nadie ni tendría personalidad propia.
Si lo consiguen, y se están moviendo en esa dirección, esto le daría a los bancos, compañías de crédito y al sistema financiero internacional un enorme poder y control sobre todos los aspectos de la vida cotidiana de los ciudadanos y de las finanzas públicas y privadas de naciones enteras. Todo tiene que ver con el control, y no nos hagamos ilusiones que el dinero electrónico nos va a hacer la vida más fácil. Con ese poder financiero pueden llevar a la quiebra a cualquier compañía, institución o nación que se rehúse a seguir su juego, además que nos van a tener monitoreados hasta en el mínimo detalle de nuestras vidas.
Ya se están haciendo pruebas piloto para eliminar el uso de efectivo, como lo acaban de hacer en India donde con el pretexto de frenar la corrupción y el lavado de dinero eliminaron los billetes de alta denominación, creando un caos entre la sociedad predominantemente rural de ese país cuando de la noche a la mañana la gente descubrió que su dinero ya no valía nada.


El dinero es un producto de la civilización
Durante los doscientos mil años que hemos existido como especie, la economía de los pequeños grupos de gente que basaban su subsistencia en la caza y la recolección de frutos era compartir. La clave de la supervivencia era compartir, y la comida que se obtenía se repartía entre todos. Si había comida suficiente, todos comían hasta llenarse; si no había suficiente, todos pasaban hambre. Si no compartes con los demás, los demás no comparten contigo. Compartir era el orden natural de las cosas. Las comunidades eran pequeñas y todo mundo se conocía, y se hacía uso común de los bienes con los que se contaba. No existía espacio para la acumulación y ni siquiera entendían ese concepto, siendo así que no era mucho lo que necesitaban y podían llevar a cuestas.
Estos grupos eran nómadas o seminómadas y tenían sus zonas y espacios por los que deambulaban de acuerdo a las estaciones; en ocasiones especiales como solsticios o lunas llenas podía haber encuentros de diferentes grupos y clanes que compartían una misma región y con los que existía una cierta familiaridad. Éstas solían ser ocasiones festivas en las que intercambiaban saludos y regalos y también muchachas casaderas; se celebraban bodas y nacimientos y después cada tribu seguía su camino y quizás se volverían a ver en el siguiente encuentro. Entre estos grupos existía la economía del trueque en la que lo que a alguien le sobra le puede servir a otro y ambos se ponen de acuerdo en lo que van a recibir a cambio. La economía del trueque ha sido con mucho la más utilizada en la historia de la humanidad y hasta la fecha se utiliza en pequeñas comunidades que se han mantenido al margen de la economía del dinero.
Incluso después de que se empezó a desarrollar la agricultura y las poblaciones se fueron sedentarizando y aumentando de tamaño el trueque siguió siendo la economía vigente. Todavía pasaron varios miles de años para que surgieran las civilizaciones de manera completamente independiente en diferentes partes del planeta.
Ya sabemos que la esencia de la civilización es la jerarquía y la concentración de poder y de riqueza. A medida que la gente se fue “civilizando”, la sociedad a su vez se fue estratificando, y la gente empezó a ver como normal el hecho de pertenecer a una escala social en la que había personas de rango superior a las que había que rendirles pleitesía y pagarles tributo, y personas de rango inferior de las que se podía abusar y pasar por encima de ellas. Este proceso no sucedió de la noche a la mañana y se llevó un buen rato en cimentarse, pero una vez que se sentaron las bases adquirió vida propia y se convirtió en algo inmutable e inevitable. Desde el nacimiento hasta la muerte la posición de una persona ya estaba decidida, y lo único que le quedaba era aceptar su suerte y hacer lo mejor que pudiera dentro de las limitadas opciones que le quedaban. Ésta es una condición mental, por supuesto, que se ve como normal cuando se forma parte del sistema y se ha sido condicionado desde niño para aceptarlo, pero que visto desde afuera se ve como lo absurdo que realmente es.
En cualquier caso, las personas que se empezaron a beneficiar de este estado de las cosas decidieron que era un buen arreglo, y se acostumbraron a los privilegios que su posición les confería y comenzaron a idear toda clase de mecanismos para legitimizar este estado de las cosas; esto incluía sanciones divinas, aparatos militares, religiosos, educativos, culturales y legislativos, y en algún momento también empezó a incluir una economía basada en el dinero.
El dinero originalmente era un medio que permitía el intercambio de bienes y servicios en sociedades que se habían vuelto demasiado complejas para seguir manteniendo economías basadas en el trueque, pero muy rápidamente se convirtió en un fin en sí mismo: el dinero permitía las mayores concentraciones de riqueza que ultimadamente era el objetivo de todo este asunto, apropiarse de la riqueza que se generaba dentro del sistema.
El dinero es una cosa de la civilización, y cada vez que una civilización falla el dinero que maneja pierde todo su valor.


Apropiándose de la riqueza ajena
Son muchas las maneras que los pueblos civilizados han ideado a lo largo de la historia para apropiarse de la riqueza ajena. Como ya hemos visto, las civilizaciones surgen, crecen lo que pueden, acaban con todo lo que encuentran a su paso, se expanden y conquistan por que necesitan cada vez más recursos y mercados para mantener los estilos de vida a los que todo mundo se ha acostumbrado, y de alguna manera toda la riqueza que se genera termina estando muy mal repartida -con eso de que en la cima de la estructura piramidal que inevitablemente se forma solo hay lugar para unos cuantos-, aunque también salpica a una clase media que ha encontrado la manera de acomodarse en el engranaje del sistema. Cuando esa clase deja de percibir sus beneficios y la concentración de la riqueza se hace más extrema es porque el sistema ha llegado al límite de sus posibilidades y se aproxima a puntos de ruptura, como de hecho es lo que sucede actualmente.
Uno de los esquemas más efectivos que se han montado para apropiarse de la riqueza del vecino es el de las plantaciones coloniales. Cuando un pueblo invade a otro, por lo general van primero detrás del oro y de la plata, como sucedió aquí en América cuando los conquistadores europeos arrasaron con las culturas mesoamericanas y andinas y se volvieron locos de ambición al ver la cantidad de oro que estaba ahí esperando a que ellos la tomaran. Con eso construyeron sus palacios y castillos en la madre patria, pero no fue suficiente, y sus sueños guajiros de ciudades de oro en la selva amazónica nunca se materializaron.
La siguiente fuente de riqueza es la tierra misma, pero hay que trabajarla, y para eso se tenía a las poblaciones nativas, que cuando empezaron a morirse como moscas por las enfermedades contagiosas tuvieron que ser sustituidos por esclavos negros arrancados de África, y fueron millones de ellos los que se trajeron a poblar el nuevo continente. Todas estas personas no tenían por supuesto ningún derecho y se les trataba como si fueran ganado.
Las plantaciones eran enormes extensiones de terreno que pertenecían a un solo individuo, donde se sustituían las culturas de subsistencia que la gente había practicado desde siempre para sembrar monocultivos de productos destinados a la exportación, tales como el azúcar, café, cacao, caucho, algodón, o lo que se pusiera de moda en los mercados europeos. Las poblaciones nativas que habían vivido en esas tierras y las habían visto ser expropiadas y ahora las trabajaban como siervos nunca veían el menor beneficio. Las plantaciones se extendieron por todo el continente, y cuando la tierra ya no producía más en algún lado en seguida se saltaban a otro para poder seguir produciendo. Este estado de las cosas se prolongó durante siglos.
En México durante el porfiriato el país entero le pertenecía a cien familias que no sabían ni donde comenzaban o terminaban sus terrenos. Las poblaciones que se encontraban dentro del latifundio trabajaban todos para la hacienda. El terrateniente por lo general se aparecía un par de ocasiones al año en que venía a respirar el aire de campiña y a cazar venados y se quedaba durante unas pocas semanas hasta que se aburría y se regresaba a la capital, donde mantenía una vida social activa y organizaba recepciones en su palacio en las que recibía a la crema y nata de la sociedad. A los hijos los mandaban a estudiar a Paris y ellos mismos se iban de vacaciones a Nueva Orleans o a Nueva York. El que se hacía cargo de la hacienda durante el resto del tiempo era el capataz, que tenía rienda suelta para hacer lo que quisiera y solía tratar a los peones con la punta del pie.
Los peones trabajaban de sol a sol y vivían en un estado de deuda permanente, lo que en la práctica los convertía en esclavos del patrón. O sea que era todo un montaje en el que la riqueza que se generaba en estos latifundios a partir de la sobreexplotación de la tierra y de la gente que ahí vivía se iba para mantener los estilos de vida de un puñado de catrines que consideraban ese privilegio un derecho divino y que no veían nada de anormal en esta situación. Simplemente así era, y así tenía que seguir siendo.


El estertor de un sistema moribundo
Sí, el dinero es un producto de la civilización, pero a la mera hora el dinero terminó moldeando a la civilización. El dinero transformó a la humanidad por completo. Cambió nuestra manera de relacionarnos con el mundo. Cambió la naturaleza de las relaciones humanas, interpersonales, comunitarias y colectivas. Se inventó el dinero porque era necesario inventarlo, pero una vez hecho terminó adueñándose de nuestras vidas. La sociedad entera cayó bajo su hechizo y terminamos confundiendo el espejismo por la realidad. El dinero supuestamente era un símbolo de la riqueza que había detrás, pero se convirtió en la riqueza misma, o así lo creímos. Sea como fuera, el dinero terminó siendo  uno de los métodos más efectivos de control social que pudieron haber inventado. Con el dinero nos tienen dominados y colonizados mentalmente; todo mundo necesita dinero para vivir, y los que acaparan la riqueza lo saben.
El problema es que en toda sociedad hay una cantidad limitada de recursos, y cuando la riqueza que se genera a partir de la apropiación y explotación de esos recursos en lugar de repartirse entre todos se concentra en unas cuantas manos pues no va a haber suficientes recursos para todos, y sociedades que pudieron haber sido de abundancia terminan siendo sociedades de escasez. Como lo dijera Gandhi, hay suficiente para las necesidades de todos, pero no para la codicia de todos. Y también dijo que la verdadera civilización consiste no en aumentar artificialmente nuestras necesidades sino en reducirlas voluntariamente.
Todavía no estamos en ese punto sin embargo, y el poder total que el dinero ejerce en nuestras vidas seguirá por lo visto manteniéndose hasta el momento mismo en el que el dinero, de repente, de la noche a la mañana, ya no valga nada, y todo ese control se desvanezca en un instante y nos despertemos como de un sueño preguntándonos como pudimos adorar a un dios tan falso, y sacrificarle el planeta entero.
Mientras tanto, el arte de apropiarse de la riqueza ajena llegó a niveles de perfección que nadie hubiera imaginado hace apenas unas décadas. La economía del comercio e intercambio de bienes y servicios que ha movido a la humanidad durante los últimos varios miles de años ha sido suplantada por una supra economía, que está por encima de ella y actualmente rige los destinos del planeta. Es la economía de las altas finanzas, y mueve billones de dólares más que la economía del mundo real en transacciones que se llevan a cabo en cuestión de segundos, en las casas de bolsa de Nueva York y Londres, Tokyo y Hong Kong, Frankfurt y la ciudad de México. En esta economía solo unos cuantos iniciados participan, los “inversionistas” que despreocupadamente se juegan el destino del resto de la humanidad. Esta economía es un producto de ese fenómeno llamado globalización, y significa el capitalismo llevado hasta sus últimas consecuencias, en la que absolutamente todo se convierte en objeto de lucro y en la que la ambición por cada vez más dinero y poder les hace perder todo contacto con la realidad.
En esta economía son unos cuantos individuos y corporaciones los que obtienen ganancias fabulosas al mismo tiempo que ni siquiera pagan impuestos sobre ellas, y las esconden en paraísos fiscales como Panamá o las Islas Caimán, ejerciendo a todo lo largo del proceso un completo control de los aparatos políticos, judiciales, administrativos, legislativos y medios de comunicación del sistema.
Alguien podría decir que la financialización de la economía es el estertor de un sistema parasitario que se consume a sí mismo, llevándose al planeta por delante. La economía de las altas finanzas básicamente consiste en comernos el futuro para dilapidarlo en el presente, y creer que el planeta tierra tiene la obligación de seguirnos tolerando eternamente. En el momento que nos demos cuenta que esto no es así, toda esa supra economía se derrumbará en un instante.


La verdadera riqueza
Una de las expresiones favoritas que los economistas, políticos, y otros panegiristas del sistema utilizan para justificar todos y cualquiera de los excesos del modelo capitalista industrial imperante es que su objetivo es “crear riqueza”. Así lo dicen, y aparentemente se lo toman en serio. No importa si se trata de una fábrica que arroja alegremente sus desperdicios al arroyo o de un pantanal que se drena para hacer un proyecto inmobiliario o de un bosque que se tumba para hacer un campo de golf o de un nuevo aeropuerto que desplaza a miles de campesinos de sus tierras o de un tratado de libre comercio que desplaza ya no a miles sino a millones de personas destruyendo su modus vivendi, el asunto es que se está “creando riqueza”. Por supuesto que a estas personas lo único que realmente les interesa es su beneficio inmediato y personal y son incapaces de ver las consecuencias de esas acciones a largo plazo o en la medida en que no les afecte a ellos directamente.
En realidad la riqueza no la están creando, más bien se la están apropiando. Lo único que están creando es un montón de problemas para otras personas. Cualquier beneficio que esos proyectos aporten no es más que en el corto plazo, y de hecho extremadamente breve, y para unas cuantas personas. Sabemos que la esencia de este sistema es la privatización de la ganancia y la externalización de los costos.
Por poner un ejemplo, aquí en el pueblo donde vivo hace unos veinte años un tipo taló un cerro entero y cada día durante varios meses sacaba dos o tres camiones de redilas retacados de troncos de todos los tamaños; fue una verdadera masacre la que hizo ese señor en el monte. Esa madera se la vendía a unos japoneses que la convertían en hashi, o palillos para comer. A los japoneses les gusta conservar sus bosques, pero se van por todo el mundo a conseguir madera barata para llevarla a su país. ¿Cuánto pudo haber sacado ese señor de la operación? Quizás le alcanzó para comprarse una camioneta que ahora es una carcacha. Pero acabó con la vegetación del cerro, y  hasta la fecha no se ha podido recuperar..
Y así es con todo. Los barcos balleneros que prácticamente llevaron a las ballenas a la extinción en las primeras décadas del siglo pasado, y que redujeron su población de 200,000 a 3,000 individuos, seguramente estaban convencidos de estar creando riqueza. Claro que esa riqueza era para ellos mismos, pero dejando un mundo seriamente disminuido para todos los demás. Las plantaciones de palma que están acabando con las selvas tropicales de Borneo y el Amazonas es la misma historia: la riqueza que se genera solo la ven unos cuantos individuos, pero provocando en el proceso una extinción masiva de especies y contribuyendo sustancialmente al cambio climático y la destrucción de los ecosistemas.
Es el modelo económico el que no funciona, el que al apropiarse de la riqueza en realidad la destruye. Por el lado que se le vea este sistema es total, completa e irremediablemente insustentable; es un modelo caduco que debe ser sustituido por otro más viable, antes de que el mundo natural termine por colapsarse a nuestro alrededor.
Como dicen los indígenas de Norteamérica, solo cuando el último árbol haya desaparecido y el último río haya sido envenenado y el último pez haya sido atrapado nos daremos cuenta que no podemos comer dinero. La verdadera riqueza es un medio ambiente sano, limpio y abundante; es el único patrimonio real que les podemos dejar a nuestros hijos y descendientes. Todo lo demás se lo va a llevar el viento.
La crisis ambiental que ya se ve venir y que define a nuestra época implicará cambios radicales en la manera de relacionarnos entre nosotros y con el mundo. En las economías que surjan a partir de las cenizas de la actual no habrá mucho espacio para el dios dinero.