martes, 16 de enero de 2018

Percances del imperio


La enfermedad del militarismo
Las civilizaciones en su ocaso suelen caer en un militarismo virulento y una lucha descarnada por el poder. Agotan todas sus posibilidades y no les queda más que un suicidio colectivo. Se vuelven locos por el poder y cada quien se aferra a las migajas de las que se haya podido apropiar, llevándose a la sociedad entera por delante sin dedicarle un pensamiento. El poder saca lo patológico que hay en nuestra psique y no estamos preparados para resistirlo, no en este estado de nuestra evolución, inmaduros e irracionales como todavía lo somos.
En cualquier caso, en estas sociedades en decadencia los que se hacen del poder es por la fuerza de las armas, y es la casta militar la que se termina imponiendo; esa casta siempre fue parte de las altas esferas, pero en algún momento deciden que quieren el pastel completo y empiezan a hacer lo que quieren. Sucedió en Roma con la guardia pretoriana, que fundó Augusto en el año 27; Roma dejó de ser oficialmente una república y de manera abierta se convirtió en un imperio, con todo el poder concentrado en una sola persona que era él, el primer emperador. Pasaron varias generaciones y cien años después la guardia ya era el verdadero poder detrás del trono, y deponían y nombraban emperadores a su voluntad. A algunos los llegaron a asesinar y vendían el trono al mejor postor.
También sucedió con los abasidas durante el califato de Bagdad. El auge de la dinastía fue con Harun al-Rashid, por el año 800. Un siglo después los califas se habían convertido en marionetas de sus soldados turcos, que también los ponían y quitaban según su antojo. Según esto, en el 908 un califa gobernó tan sólo un día. Para el 935 el jefe de los soldados turcos se hacía llamar el comandante de comandantes y los califas se hicieron irrelevantes, meras figuras simbólicas para dar la cara y atender las ceremonias.
Es la naturaleza del poder; se les va de las manos y ni siquiera se dan cuenta.
Pues lo mismo ya sucedió en el gran imperio de nuestro tiempo, donde el poder está firmemente en manos del llamado complejo industrial militar. Son los que deciden la política interior y exterior de su país, y de todos los lugares a donde llegan sus tentáculos. Su objetivo es el control absoluto, full spectrum dominance, como dicen, y no pueden tolerar resistencia a sus designios. A Estados Unidos ya lo convirtieron en un estado policiaco en el que la policía más bien parece un ejército de ocupación disparando a la menor provocación, especialmente a negros, latinos y otras minorías. Los militares dieron un golpe de estado del que nadie se percató y se apropiaron de las riendas del imperio; se arrogan más del cincuenta por ciento del presupuesto federal y tienen dinero de sobra para hacer guerras, modernizar sus misiles nucleares y sembrar el caos. Las instituciones civiles se vuelven inefectivas y la clase política se pliega por completo.
Al pueblo le dan atole con el dedo y lo tienen bien hipnotizado haciéndole creer que yendo a votar cada cuatro años ya participan en la toma de decisiones y su país es una democracia. En realidad ellos quitan y ponen presidentes a su conveniencia, y a los que les estorban los matan como a Kennedy, o los quitan de en medio. Al que no se pliega lo quiebran. Cada gobernante se convierte en agente del sistema, o su carrera política no tiene mucho futuro. El presidente actual, Donaldo, es un buen representante de esta fase del proceso: el emperador bufón, ignorante, caprichoso, extravagante. Podemos pensar de él lo que queramos pero está cumpliendo su papel a la perfección; así como Ronald Reagan fue el gran comunicador, Trump es el gran distractor, que mantiene entretenido a su público con cada puntada con la que sale mientras el estado de sitio se cierra alrededor de la sociedad civil y el aparato industrial militar se posiciona para apropiarse hasta de la última riqueza y aferrarse al poder sin importar las consecuencias.
La enfermedad del militarismo con su concentración extrema de poder de hecho indica un grado avanzado de disolución social, un nihilismo mezclado de fatalidad que se propaga por todos los resquicios de una sociedad que hace un buen rato que perdió el rumbo.

El mitote de la democracia
Hace algunos años hubo elecciones municipales aquí en el pueblo donde vivo y el que se las daba de cacique local me platicó que le habían ofrecido la presidencia pero… “¿para qué la quiero? Si salgo de presidente voy a terminar quemado. Nunca le puedes dar gusto a todos, y siempre habrá gente descontenta. No me interesa dar la cara. En cambio, mira, si sale Fulano Pérez, es mi compadre; si sale Mengano González, también es mi compadre. El partido que gane, me da lo mismo; en cualquier caso yo hago mis negocios y nadie se mete conmigo.”
Y pues en eso consiste exactamente lo que nos da por llamar democracia: cada equis años cumplimos religiosamente con nuestro deber ciudadano y acudimos a depositar nuestro voto libre y secreto en la gran fiesta de las elecciones, todo para que los que tienen el poder lo sigan teniendo y los que están amolados lo sigan estando. Sí, cada gobernante tiene su propio estilo y se le da cierto margen para que pueda maniobrar dentro de límites perfectamente establecidos; también se le permite enriquecerse y que haga sus propios negocios mientras no llame la atención; presidentes y gobernadores representan intereses muy fuertes y si hacen un buen papel serán recompensados. El sistema de todas maneras se las arregla para que salgan los candidatos adecuados y hay toda clase de truquillos para influenciar los resultados. Se hace todo un circo cada vez que hay elecciones gastándose millonadas en publicidad durante meses, y el proceso se convierte en una faramalla que mantiene embobada a la gente en nuestra sociedad del espectáculo.
No mucho ha cambiado desde que la democracia supuestamente se inventó en Grecia hace 2500 años. El mito nos dice que los griegos desarrollaron esta forma avanzada de gobierno en que el pueblo decide su destino y cada ciudadano tiene voz y voto en la toma de decisiones que a todos les afectan y en la que se busca el bien común; en realidad la griega era una sociedad esclavista en la que la mayor parte de la gente, principalmente esclavos y mujeres, no tenía derechos políticos. Solo los hombres propietarios de terreno tenían derecho a votar, lo que la hacía una oligarquía. A fin de cuentas era una minoría la que decidía por todos, y a eso le llamaron democracia.
Algo sucede con la susodicha democracia que provoca un fervor cuasi religioso entre los que caen bajo su embrujo, y muy rápidamente se convencen de que su modelo no solo es el mejor sino el único posible y deciden que lo que más le conviene al resto del mundo es que se conviertan a la fe. Y da la casualidad histórica que precisamente aquellas naciones donde surge y se desarrolla esta forma de gobierno son las que se han lanzado alegremente a colonizar naciones más débiles para establecer sistemas de dominio y explotación y apropiarse de sus riquezas. Las naciones europeas, convencidas de que su cultura, civilización y organización política era vastamente superior a cualquier otra, se dividieron Asia, África, América y Oceanía, como si fuera un gran pastel e incluso después de que esos países recobraron su independencia ahí siguen metidos en lo que ahora es un colonialismo económico.
Actualmente los autoproclamados campeones de la democracia son por supuesto los Estados Unidos, que la han utilizado como bandera y justificación para invadir a medio mundo y cambiar los regímenes que no se alineen. También son los campeones de los derechos humanos, y con su responsabilidad por proteger se lanzan a intervenciones humanitarias donde lo consideren conveniente. El cinismo es impresionante. La realidad supera la ficción y 1984 de George Orwell ya fue rebasado: la guerra es la paz y se está en un estado permanente de conflicto.
El mito de la democracia les fue útil durante un tiempo pero ya no tienen necesidad de él y han decidido quitarse la máscara. Estados Unidos es un imperio y conceptos como democracia y derechos humanos se convierten en un estorbo cuando hay que tratar con las realidades desnudas del poder, como dijera uno de sus secretarios de estado allá por los años cincuentas. No es difícil imaginar que en un futuro no muy lejano alguna junta militar se haga abiertamente del poder como respuesta a una crisis real o inventada. Todo está en su sitio para que suceda.

El telón sobre el imperio
Y vemos como el telón cae sobre el imperio de nuestra época. Su máximo poder aparente lo tuvo durante la última década del siglo veinte, cuando oficialmente terminó la Guerra Fría y se deshicieron del último estorbo que se les ponía enfrente. A la Unión Soviética la mandaron al basurero de la historia, y a Rusia y los otros países que la conformaban los llevaron a la quiebra. Como buitres se abalanzaron sobre ellos, integrándolos a la economía de “mercado”, eufemismo que significa que se convertían en arca abierta para que las corporaciones y el gran capital pudieran crear un ambiente propicio para los negocios.
Era la época del triunfalismo efervescente, cuando se hablaba del nuevo siglo americano y del fin de la historia, de la nación indispensable y del full spectrum dominance. Se les subieron los humos y se fueron solos en su viaje, convencidos de que el planeta entero les pertenecía y que el imperio duraría eternamente, o algo así. Su doctrina en política exterior es impedir que naciones que pudieran no estar de acuerdo con su estatus de colonia coalescan en alguna alianza en potencia problemática, particularmente en Eurasia. La única manera de mantener este estado de las cosas es gastando billones en armamento, y cada año le gastan más, para mantenerse a la vanguardia y desarrollar las armas de destrucción y muerte más sofisticadas y efectivas.
También resulta que el armamentismo es un excelente negocio y mueve muchísimo dinero, de hecho mueve a la economía entera, y en este punto Estados Unidos necesita de un estado de guerra permanente para que su economía no se venga para abajo. Realmente está en bancarrota; su deuda externa es de 30 billones de dólares y el 5% del presupuesto federal es tan solo para pagar los intereses; más de la mitad de ese presupuesto es para armarse hasta los dientes y mantener un ejército con mil bases por todo el mundo. El país se sigue endeudando porque gasta más de lo que gana y el dólar se ha convertido en una moneda de fantasía que se puede imprimir todo lo que se quiera aunque no haya nada que lo respalde.
Socialmente Estados Unidos también se está cayendo en pedacitos. A la minoría dominante no le es posible asumir que la riqueza de la que se apropiaron pudiera alcanzar para muchas personas más, y tenemos la situación que unas cuantas familias poseen más que el resto de la población en conjunto. El racismo y la violencia que siempre han formado parte conspicua de su carácter nacional están levantando de nuevo la cabeza; la sociedad está saturada de armas, cualquiera puede adquirirlas y portarlas, y con harta frecuencia escuchamos de masacres colectivas en que alguien pierde la chaveta y se pone a disparar indiscriminadamente. Ese país ya se convirtió en un estado policiaco y represivo con tres millones de personas en el bote -más que cualquier otro país en números absolutos y en porcentaje de la población-, la mayor parte de las cuales por transgresiones menores a leyes absurdas. En realidad mantener a las personas en la cárcel es otro buen negocio, así como gran solución para mantener al exceso de población indeseada fuera de circulación.
Hay una lucha que se está librando entre las clases sociales, pero como dijera Warren Buffet, uno de los del selecto club de dueños del planeta, “la guerra la hacemos los ricos contra los pobres, y estamos ganando”. Los billonarios ya se hicieron abiertamente del poder y su objetivo es apañarse todo, cambiando leyes para explotar mejor los recursos, contaminar sin preocuparse por controles ambientales, y de paso pagar menos impuestos. Su voracidad es insaciable; lo tienen todo y quieren más, y se han convertido en verdaderas lapas que se chupan la sangre del anfitrión hasta acabar con él. La clase media que alguna vez gozó de los privilegios del imperio se encuentra en vías de extinción, o por lo menos dándose cuenta que las expectativas que tenían para la vejez y futuro de sus hijos se erosionan rápidamente.
A medida que la situación se deteriore, la gente, por más indoctrinada, condicionada y lavada del cerebro que se encuentre, creyendo desde niños que sus estilos de vida eran lo normal y su privilegio, empezarán a ver detrás de la máscara y en algún momento les caerá el veinte que quizás les vieron la cara, que la nueva realidad no es lo que ellos esperaban, y que cualquier otra alternativa no puede ser peor.

El hombre enfermo del mundo
No es difícil percibir las grandes tendencias geopolíticas del momento. Estados Unidos va en picada, y cualquier liderazgo que haya tenido se está evaporando como por arte de magia. Las naciones del mundo se están despertando a la idea de que el arreglo que los gringos les ofrecen no les conviene, y están buscando la manera de hacer sus asuntos y resolver sus problemas, que de por sí son graves, sin que todavía vengan a decirles cómo hacerlo e imponerles tratos ventajosos. China y Rusia ya se hicieron los grandes amigos y el proyecto que tienen de unificar Eurasia en una nueva ruta de la seda tiene el gran atractivo de que la riqueza que se genere se queda ahí mismo en lugar de irse a pagar deudas perpetuas a algún fondo monetario internacional. La idea es que todos y cada uno de los participantes se beneficie. Ya veremos cómo se desarrolla esto en la realidad pero por lo pronto están construyendo todo un entramado de gasoductos, trenes de alta velocidad y puertos de gran calado; invierten fuerte en infraestructura y, más importante, están creando su propio sistema monetario independiente del dólar.
Esto es precisamente lo que Estados Unidos no puede permitir, porque si el dólar pierde su estatus de moneda de reserva internacional el imperio se colapsa, incapaz de seguir pagando sus deudas y mantener ese enorme aparato militar. Y por eso están haciendo su berrinche y se van a meter donde nadie los ha llamado, provocando guerras, desestabilización y golpes de estado, rodeando al continente de bases militares, y metido como una cuña ahí en medio cuando ya nadie en Asia los aguanta y no ven la hora de que finalmente se vayan a atender sus propios asuntos en su rincón del mundo y los dejen en paz. Quizás todavía no haya llegado a ese punto pero para allá va.
Lo que ocurre es que se está conformando un mundo multipolar el cual es inevitable que suceda, pero la insistencia de los que dirigen el destino de ese país en seguir actuando como el poder hegemónico, excepcional e indispensable, basados únicamente en la fuerza de las armas, ya no convence a nadie, y se buscan alternativas.
La pérdida de liderazgo de Estados Unidos va mucho más profundo. Lo que sucede es que los tiempos cambiaron y no se dieron cuenta. Siguen aferrados a su modelo obsoleto, que les funcionó durante siglo y medio pero ha quedado rebasado por la realidad. Lo que hizo de Estados Unidos un imperio fue el control del petróleo y el uso masivo que le dieron en todos los ámbitos de la existencia, desarrollando un sistema socioeconómico de apropiación de los recursos y explotación a escala global. Este sistema ha crecido y crecido y el problema es que ha llegado al límite de sus posibilidades, y el límite es el planeta entero. Hemos provocado una crisis ambiental sin precedentes, que se define como la gran problemática de nuestra época, y que va a requerir un esfuerzo colectivo también sin precedentes simplemente para atenuar los peores efectos del trancazo. Esto ya no es ningún secreto, se está viendo, y el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, contaminación y deterioro general del gran ecosistema no los podemos seguir ignorando.
Y la respuesta que han tenido los dirigentes del imperio ha sido aferrarse a sus combustibles fósiles, y los van a ir a sacar hasta la última gota que se pueda, aduciendo que el cambio climático no es real ni provocado por nosotros; negarse a reducir sus emisiones de carbono e integrarse a los acuerdos internacionales que así lo piden, por más insuficientes que sean esos acuerdos; bloquear el uso y desarrollo de energías alternativas; condenar a priori cualquier cosa que huela a justicia social o comercio equitativo, y en general seguir a toda marcha con su modelo de consumo y acumulación que termina por consumirse a sí mismo.
La negativa de Estados Unidos de asumir el liderazgo en la cuestión más grave a la que se enfrenta la humanidad lo ha aislado, y progresivamente se verá como un paria y un estorbo para la sobrevivencia de los otros pueblos. Hasta sus mismas naciones aliadas y vasallas ya lo piensan y se dan cuenta que cuando el imperio caiga en pedacitos se los va a llevar a ellos por delante. Así como el imperio otomano en su decadencia era el hombre enfermo de Europa, el imperio actual se ha convertido en el hombre enfermo del mundo.

En la órbita imperial
México, como el resto de Latinoamérica, rápidamente se convirtió en el patio trasero del imperio. Todo empezó cuando los WASP (protestantes blancos anglosajones) que llegaron de Europa a América del Norte decidieron que el territorio que se habían apropiado de los indígenas no era suficiente y querían más. Lo querían todo y cuando vieron la abundancia y riqueza que había en estas tierras se cegaron de ambición; de alguna manera se convencieron que Dios se los había otorgado a ellos solos y que tenían un destino manifiesto para apropiárselo por completo y a expensas de todos los demás. A la gente que había vivido en este continente desde hacía milenios la exterminaron, y a los que no pudieron matar los mandaron lejos a reservaciones asimilándolos como ciudadanos de segunda.
Luego inventaron su guerra en la que nos invadieron por tres partes y tomaron la ciudad de México; no se fueron hasta que nos convencieron de cederles aquellos territorios del Norte, que de todas maneras estaban bien lejos de la capital. Se los regalamos. Estaban empeñados en llevarse también la península de Baja California, pero finalmente la pudimos conservar. Desde entonces hemos estado firmemente en la órbita imperial. Quizás en ocasiones nos dejaban un poco tranquilos porque tenían otras preocupaciones, como cuando tuvieron su guerra de secesión o se iban a pelear en las guerras mundiales, pero luego se acordaban de nuestra existencia y no podían resistir la tentación de venirse a meter en nuestros asuntos.
Bien lo dijo don Porfirio: pobres de nosotros, tan lejos de dios y tan cerca de Estados Unidos. Fue durante su mandato cuando el gran capital vino a instalarse y crear un ambiente agradable para las operaciones de las grandes corporaciones que estaban surgiendo. Ya sabemos cómo terminó el Porfiriato, pero es importante decir que la guerra civil se hubiera quizás podido evitar o ser menos violenta si a Madero se le hubiera dado la oportunidad de llevar a cabo sus reformas, pero fueron precisamente los Estados Unidos los que le dieron el visto bueno a Huerta para que diera su golpe de estado y se hiciera del poder, lo que provocó que una revolución que hasta entonces había sido pacífica y que ya había conseguido su objetivo de mandar al dictador al destierro se convirtiera en una lucha de todos contra todos.
Y así ha sido desde entonces. El imperio se fue expandiendo y terminó por meterse en todos lados con una agenda específica, que desde hace dos siglos plasmaron en la doctrina Monroe: América para los americanos, que son ellos. Los gringos se auto nombran americanos, como si el resto de los habitantes del continente no lo fuéramos. Ya desde fines del siglo 19 habían extendido su yugo por todo el hemisferio, y no han dudado en provocar guerras, golpes de estado, desestabilización, insurrecciones, fraudes electorales, o lo que se haya necesitado para asegurarse de que los regímenes en cada nación fueran de su agrado.
Pero después resultó que el continente entero les quedó chico, y a partir del fin de la primera guerra mundial, cuando se vio que los imperios europeos no tardarían en colapsarse, fue que la élite dominante de los Estados Unidos se hizo la idea de aceptar su vocación de nuevos dueños del planeta, el primer imperio a escala global. Siguieron utilizando los mismos métodos que les funcionaron tan bien en otros lados, y se hicieron expertos en el arte de influir en las elecciones y toma de decisiones de aquellos países donde tienen intereses comerciales, que prácticamente son todos. Esto lo han hecho abierta y descaradamente, como cuando mandan a su ejército a intervenir en algún lado, o de maneras más encubiertas, y tienen sus organizaciones que se dedican a hacer ese trabajo sucio. Resulta surrealista ver el mitote que hacen porque supuestamente Rusia influyó en sus elecciones, cuando eso es lo que ellos hacen continuamente, por doquier, como si fuera una prerrogativa que no se cuestiona.
Es esa burbuja que los separa de la realidad lo que viene a ser el talón de Aquiles de los imperios. Terminan creyéndose la historia que ellos mismos inventaron del destino manifiesto y superioridad racial, y a medida que se genera resistencia responden aferrándose a su control y armándose hasta los dientes. Sin embargo, el militarismo desbocado no es una señal de fuerza, sino de debilidad. Es el miedo el que los impulsa, el terror de perder su preponderancia y volver a ser una nación como las otras, sin privilegios ni relaciones asimétricas de poder.

Las religiones de la civilización
Los imperios por supuesto siempre tienen a los dioses de su lado. La religión juega un papel muy importante en todo esto, así como la faramalla de los ritos y procesiones, la pompa y circunstancia. Podemos imaginarnos el poder que tenían los sacerdotes mayas o aztecas cuando le sacaban el corazón a un ser humano desde lo alto de la pirámide y con eso le aseguraban al populacho que el sol saldría al día siguiente. En algunas regiones de Medio Oriente la gente podía sacrificar a sus propios hijos primogénitos para apaciguar a los dioses, que parecían tener un apetito insaciable por todo tipo de sacrificios.
La religión que trajeron a América los invasores europeos no fue menos sangrienta, y se utilizó para justificar los peores excesos. Normalizó el desprecio absoluto que se tenía por la cultura, las costumbres, la manera de vivir y de pensar de la gente que vivía por estos rumbos, a los que solo se les dejó la opción de doblegarse y acomodarse a las nuevas maneras. En algunas regiones como Mesoamérica o los Andes encontraron culturas fuertes con las que llegó a haber fusión de ideas y costumbres, pero en muchas otras la población local fue exterminada o asimilada por completo. Hay que entender el proceso de evangelización como parte primordial de la política oficial en las colonias, y las misiones como avanzadas en terreno inhóspito.
La gran diferencia entre la colonización de Hispanoamérica y Angloamérica es que los soldados españoles y portugueses que llegaron a la conquista eran hombres solos que venían a hacer fortuna con la esperanza de arricar y regresar a la madre patria a pasar sus últimos años; tenían necesidades físicas e inevitablemente hubo mezcla con la población local. Los anglosajones que llegaron un siglo después estaban huyendo de las penurias y la hambruna y venían las familias enteras y si podían hasta con el perico porque ya no tenían intenciones de regresar nunca más a Europa. Venían a establecerse y hacer su vida y tuvieron muy poca necesidad o gusto de relacionarse con la gente nativa, a la que más bien vieron como un estorbo y una presencia indeseable. La vertiente del cristianismo que trajeron los puritanos anglosajones resultó ser particularmente intransigente, con un dios tiránico, celoso e inflexible que niega la humanidad de otras razas y pueblos. Esa creencia de ser excepcionales e indispensables no es nada nuevo, siempre lo han tenido bien latente.
Recuerdo que durante la primera guerra del Golfo, en 1991, salió en el noticiero la misa solemne que llevaron a cabo en alguna catedral los mandarines del imperio, incluyendo al presidente Bush el viejo y sus secretarios de estado, para pedir la protección de Dios poco antes de empezar las hostilidades. Esa guerra fue una matazón en la que cientos de miles de soldados y civiles iraquíes murieron y el ejército gringo les disparaba como si estuvieran cazando pavos en la famosa carretera de la muerte, pero estaban ahí muy devotos comulgando los mandamases convencidos de tener el monopolio de dios y de sus bendiciones. Uno se pregunta qué parte de No Matarás fue la que no entendieron.
En la jerarquía social las castas religiosas siempre han estado cerca de la cima, gravitando alrededor de los círculos de poder y otorgando legitimidad al orden de las cosas. Indudablemente en cada religión ha habido individuos movidos por altruismo y un genuino amor a la humanidad y a la creación del dios en el que creen, pero la institución en sí ha sido utilizada demasiado frecuentemente como parte de un sistema de control y manipulación para tener sometidas a las masas.
Las religiones son creaciones de la civilización, muy diferentes a la espiritualidad de pueblos indígenas que viven en estrecho contacto con el mundo natural. Es posible suponer que cuando nuestra propia civilización industrial moderna llegue al límite de sus posibilidades, como ya lo está haciendo, y dependiendo de lo grave que sean las crisis que se nos vengan encima, haya un abandono colectivo de los viejos dioses que fueron incapaces de sacarnos del apuro y surjan otras creencias y esquemas religiosos mejor adaptados a las nuevas circunstancias.

El último imperio
“Robar, saquear y matar, a esto lo denominan imperio; y donde hacen una desolación, le llaman paz”. Así lo dijo Tácito, cronista de su época, hace dos mil años, durante la larga decadencia de Roma. Y fue una desolación la que dejo detrás el imperio romano: a Europa le llevó casi un milenio recuperarse. Al norte de África le fue peor: las planicies costeras que se habían convertido en el granero de Roma fueron sometidas a tanto abuso que muchas regiones terminaron por desertificarse. Los bosques de todo el Mediterráneo y de tan lejos como Crimea desaparecieron en la vorágine.
Eso es lo que hace un imperio, acabar con todos los recursos a los que puede echarles mano, porque cada vez necesita más y más para mantener los estilos de vida de una población creciente que parece nunca tener suficiente, empezando por las élites que le agarran el gusto al confort y los privilegios y no pueden siquiera imaginar empezar a vivir con menos.
El caso es que siempre necesitan más recursos y cuando se acaban los del territorio en el que viven se lanzan alegremente a invadir todo lo que pueden y tan lejos como la tecnología de la época se los permita. Imponen tributo y arreglos abusivos a los pueblos sojuzgados, e implantan regímenes dóciles y cooperativos. De lo que se trata es de apropiarse de la riqueza, y durante un tiempo lo consiguen. Pero eventualmente la entropía prevalece y es físicamente imposible seguir generando una riqueza que ya no existe, por más draconianas que sean las condiciones que se impongan o poderosos los ejércitos que se utilicen. La riqueza se acabó. Hay un límite a lo que la tierra produce y a la capacidad portativa para nuestra especie.
Los imperios son inherentemente insustentables. Pueden crecer hasta cierto punto, y de ahí no pasan. Al no poder seguir creciendo implotan, y su sed insaciable de recursos cada vez más escasos se convierte en un callejón sin salida. Son organismos parasitarios que viven de sembrar el caos y chupar las energías vivas de su entorno, hasta que el caos agarra vida propia y los termina devorando.
Pero cualquier devastación que hayan provocado los anteriores imperios, por más grave que haya sido en su rincón del planeta, no se compara con lo que está sucediendo ahora. El auge del imperio americano coincide con el asalto final a la biósfera, como si estuvieran decididos a no dejar nada a las generaciones futuras. Ya llegó al punto patológico, obsesivo-compulsivo, en que son incapaces de detenerse y la pura inercia los está empujando hacia el abismo. Este es el último imperio, efectivamente, porque después de éste no habrá manera de que surja otro, no en mucho tiempo y no en esta escala. Como ya ha sucedido en muchas otras ocasiones, la última fase de una civilización en estado avanzado de descomposición la representa un Estado Universal, que esta vez lo quiso ser Estados Unidos, aunque no le duró mucho el gusto. Otros imperios han durado más tiempo, pero los ritmos se han acelerado, y estamos llegando muy rápidamente a límites y puntos de inflexión.
En esta etapa final el imperio todavía puede hacer mucho daño, y lo va a hacer; es grotesca la manera como insiste en imponer su voluntad en cualquier circunstancia. Como tigre acorralado da zarpazos a diestra y siniestra, y este tigre está armado hasta los dientes con armas terriblemente destructivas. Las grandes corporaciones trasnacionales están desatadas, golosas y voraces, imponiendo tratados de libre comercio cada vez más ventajosos, y con un aparato militar respaldándolos en los casos reticentes. Las guerras por el petróleo y otros recursos están provocando millones de refugiados y ya son muchos los estados en Medio Oriente y África que solían ser prósperos y ahora son fallidos, después de la intervención de los Poderes que Son. Y ni siquiera hemos empezado a hablar de la disrupción que ya está provocando el cambio climático y deterioro ambiental, y que solo se puede ir acelerando.

El panorama es sombrío. En la fase terminal del imperio el poder se ha concentrado a tal extremo que ya no pueden manejarlo. Es cuando empiezan a decir que para qué quieren armas nucleares si no las pueden utilizar. Enceguecidos por la soberbia y la ambición se desconectaron de las fuerzas de la vida y se olvidaron de nuestra humanidad común.

Mimesis y Liderazgo


La génesis de las civilizaciones
Nos cuenta Arnold Toynbee en su Estudio de la Historia como las civilizaciones surgen en respuesta a los retos que plantea el entorno físico y humano. Cuando una sociedad se enfrenta a problemáticas graves e inminentes que ponen en riesgo su continuidad y supervivencia en ocasiones es capaz de actuar colaborativamente y en pos del bien común, y la gente coopera de manera natural y se sacrifica porque es la única manera de salir adelante. La coordinación es espontánea, y gira en torno a personalidades creativas y carismáticas que entienden la situación y son capaces de guiar y conseguir la adhesión de la gente porque son precursores. La mímesis colectiva va dirigida hacia estos líderes naturales que motivan a la gente a trabajar en conjunto, y la sociedad se pone en movimiento dinámico siguiendo un proceso de cambio y crecimiento. Con cada nuevo reto que es superado la cohesión social se hace más fuerte y la red de relaciones personales, políticas, económicas y culturales se vuelve más compleja.
La civilización egipcia se gestó durante milenios, desde el final de la última glaciación hace unos diez mil años cuando el clima cambió y el norte de África que hasta entonces era fértil y con abundante vegetación se desertificó al irse las lluvias hacia Europa donde actualmente es verde. El desierto del Sahara se formó no hace mucho tiempo, y de manera muy rápida; en tan solo dos o tres mil años sucedió. Durante la glaciación esa zona era poblada porque el clima era benigno, y al secarse la gente tuvo que emigrar. Unos pocos se quedaron y aprendieron a vivir en el desierto y bajo sus condiciones; otros se fueron hacia el norte cruzando el Mediterráneo donde ya no hacía tanto frío, y otros más se fueron hacia el Este, hasta llegar al río Nilo. El valle del río era una ciénaga impenetrable que representaba un medio ambiente hostil, mucho más duro para sobrevivir que sus anteriores pastos. Y poco a poco, en un esfuerzo de cientos de generaciones, se consiguió condicionar y transformar ese hábitat en terrenos agrícolas para sostener una población creciente.
Algo parecido sucedió con los sumerios que debido a la creciente desecación del Medio Oriente crearon su civilización en los pantanos selvosos del valle inferior del Tigris y el Éufrates, transformándolos en una red de canales y campos de cultivo que requerían constante atención y mantenimiento. Ni siquiera podemos comenzar a imaginar la cantidad de trabajo que eso requirió, a medida que se iba ganando terreno al entorno y se le hacía productivo para la agricultura. Muchas generaciones trabajaron sabiendo que el fruto de sus esfuerzos no los verían ellos mismos, sino sus descendientes, pero así era como tenía que ser. La alternativa era regresar al desierto. En el caso de los mayas el desafío fue la selva, a la que había que tener constantemente a raya, y que cuando creyeron que finalmente la habían dominado fue ella la que se cansó de su presencia y los terminó devorando. Para los polinesios el reto fue el mar y las enormes distancias que atravesaban en sus frágiles canoas abiertas, manteniendo un tráfico marítimo regular entre islas separadas cientos o miles de kilómetros.
En la génesis de cada civilización hay fuertes personalidades, individuos que por alguna razón u otra ven las cosas desde una perspectiva más amplia y entienden lo que se requiere en el momento; traen un mensaje y la gente los escucha. Predican con el ejemplo y la gente los sigue. La adhesión es voluntaria. La mímesis es un rasgo genérico de toda vida social. Aprendemos por mímesis; desde niños nuestra personalidad, ideología y puntos de vista son moldeados por las personas a las que admiramos e imitamos. La gente sigue a los líderes con los que se identifica o que le revelan su potencial y los motiva a luchar por alguna causa. Después los líderes se mueren y se convierten en parte de los mitos fundadores de la sociedad en cuestión; se les convierte en próceres, caudillos, sabios, profetas y hasta dioses encarnados. Lo que sea con tal de adorar a alguien, aunque por lo general el tipo lo único que hizo fue asumir la situación y levantarse a la altura de las circunstancias.

Lo malo de ser genio

No a todo mundo que viene con un mensaje se le escucha por supuesto. A la mayor parte no se les presta demasiada atención, por más relevante o urgente que sea lo que tengan que decir. La verdad es que la humanidad en conjunto somos bastante conservadores; nos acostumbramos muy rápidamente a cualquier realidad y queremos que así siga siendo. Nos creamos nuestras rutinas y somos felices con ellas. Tenemos nuestras cosas que hacemos de la misma manera cada día, semana o cada vez que se repiten y son como el ancla que nos permite fijarnos a una realidad que de por sí ya es demasiado caótica. Las rutinas, protocolos y tradiciones nos dan una estabilidad, o la ilusión de ella.
Y de repente llega alguien que nos dice que tenemos que cambiar nuestras maneras de ser y de actuar, que estamos en el error y habrá que enderezar el curso, y la gente se queda como que, ¿pero de qué nos estará hablando este señor? Se tarda un rato para que a un conjunto de personas le caiga el veinte de que hay una situación o que reconozcan que algo en lo que siempre se ha creído no es como se pensaba. Lo que sea con tal de no cambiar, por más equivocada que sea la creencia o disfuncional la situación.
Fue lo que le sucedió a Eratóstenes, la primera persona hasta donde sabemos que calculó el tamaño del planeta tierra. 200 años antes de la era común el tipo observó que en el solsticio de verano los objetos no producen sombra a mediodía en Asuán, al sur de Egipto, ya que el sol está exactamente en el cenit; pero el mismo día a la misma hora en Alejandría, donde él vivía, al norte de Egipto, los objetos producen sombra, ya que el sol tiene un ángulo de siete grados con respecto a la vertical. La única explicación posible para esta diferencia en la posición angular del sol en dos lugares distintos simultáneamente, es si la tierra tiene una curvatura; así, la tierra tenía que ser esférica y no plana como era la idea generalizada en aquel entonces. Con trigonometría básica y mucho ingenio dedujo que el perímetro de la tierra era de unos 40,000 kilómetros, lo que fue de una precisión extraordinaria para esa época.
Lamentablemente nadie le creyó. Eso es lo que suele sucederle a los genios, que nadie nos hace caso. Aunque a Eratóstenes se le consideraba un erudito y era director de la biblioteca de Alejandría la gente se le ha de haber quedado viendo y sospechado que se le había zafado un tornillo. Eso de decir que la tierra es una esfera cuando todo mundo sabe que es plana. Y los que están abajo ¿porqué no se caen? Y pasó más de un milenio para que esa percepción empezara a cambiar. Todavía a finales del siglo 15, cuando Cristóbal Colón se lanzó a sus aventuras para llegar a las Indias, se tenía la idea que la tierra era bastante menor a lo que realmente es. Ya se sabía que era esférica, pero se le calculaba un perímetro de unos 28,000 kilómetros. Fue por eso que Colón se decidió a atravesar el océano en sus cáscaras de nuez. Si hubiera tenido idea de la verdadera distancia que hay entre España y China yendo hacia el oeste nunca se hubiera atrevido a cruzar el océano. Claro que él no sabía que había otro continente de por medio, y terminó topándose con América. Para él fue un descubrimiento, aunque ciertamente no para los millones de personas que la habitaban en aquel entonces. Después llegó Américo Vespucio que fue el que dijo que ese tenía que ser otro continente y se vio que el planeta era más grande de lo que se creía.
Así que Eratóstenes sólo se adelantó 1700 años a su tiempo. Y no le fue tan mal; al parecer tan solo lo ignoraron. A otros les va peor, según la intolerancia y los intereses a los que se enfrenten, porque siempre hay intereses de por medio, y cuando se trata de romper algún esquema inevitablemente habrá resistencia. A muchos los han expulsado, perseguido, quemado en la hoguera, crucificado u obligado a retractarse. Es la maldición de Casandra, a la que se le había dado el don de la clarividencia y podía ver el futuro, pero con la condición que nunca nadie le iba a creer.
De todas maneras son estas personas innovadoras y visionarias las que hacen que se rompa la costra de la rutina y que la sociedad avance. Si el mensaje es pertinente y se adecua a la realidad, puede llegar a captar la mimesis colectiva que siempre busca en quien fijarse.

Una crisis de liderazgo
Todo organismo tiene que aprender a adaptarse a las circunstancias cambiantes. La única constante es el cambio; cada ser vivo y cada especie encuentra la mejor manera de vivir en donde se encuentre, buscando el nicho ecológico que lo sostenga y desarrollando características físicas particulares al medio. Pero nada es estático; todo está en un constante proceso de cambio y transformación y las especies que no son capaces de mantener el ritmo y vivir bajo las nuevas condiciones quedan fuera del juego.
Lo mismo sucede con las civilizaciones, que surgen y crecen a medida que responden a los retos que les plantea el entorno, hasta que ya no pueden hacerlo. En alguna parte del camino se les va la bolita de las manos aunque siguen adelante creyendo todavía tenerla, y repitiendo ritualmente los mismos movimientos a los que todo mundo ya está acostumbrado y que conforman todo aquello que la gente ve como normal; por pura inercia se pueden seguir así todavía un buen rato hasta que la falta de substancia se hace cada vez más aparente, llegando el momento en que ya no puede sostenerse la ilusión y todo el tinglado se viene para abajo.
Sucedió con todas las civilizaciones que pasaron por ahí. Cada una de ellas se enfrentó a algún reto que resultó ser determinante y al que ya no se pudo dar solución. Los detalles varían pero las causas de fondo son remarcablemente similares. Siempre hay un trasfondo ambiental: la incapacidad de vivir de acuerdo a los límites que les marca el entorno. Así, la población tiende a crecer demasiado y los recursos empiezan a escasear, además que terminan estando muy mal repartidos. La sociedad, en lugar de adaptarse a las nuevas condiciones, insiste en mantener los esquemas que hasta entonces le han funcionado pero que ya han sido rebasados por la realidad. La incapacidad de reconocer este desfasamiento impide que se tomen medidas adecuadas a la gravedad de la situación, y la población en conjunto no se da cuenta hasta que la crisis está prácticamente encima.
Hay que entender que ante todo hay aquí una crisis de liderazgo. Aquellos caudillos y profetas que alguna vez sirvieron de inspiración a sus conciudadanos hace tiempo que se fueron, y sus sucesores nunca pudieron llenar muy bien el hueco que dejaron. Sucede como en aquellas familias en las que un tipo hace la fortuna, a costa de mucho trabajo, perseverancia, colmillo y lo que se haya necesitado. El señor fundó un negocio y lo conoce, atiende y está al tanto de las particularidades. A sus hijos los enseña a hacerse cargo de la empresa, y aprenden a hacerse responsables de su buen funcionamiento. Van a las buenas escuelas y se codean con otros chavos de amplias oportunidades. El negocio prospera.
Son los nietos los que salen unos juniors. Desde niños ya se acostumbraron a tenerlo todo, y no se cuestiona de donde viene. Simplemente así es. Cualquier privilegio se ve como un derecho natural. Les gusta darse la buena vida y descuidan el aspecto práctico de la administración de los negocios. Tienen los conectes y la vida social, y la fortuna todavía les sonríe. Son los hijos de éstos, los biznietos, los que salen unos buenos para nada. Los negocios se están tambaleando, y su principal preocupación es conservar el estilo de vida del que ya no pueden prescindir, o por lo menos mantener las apariencias de que todo va viento en popa. Terminan malbaratando las propiedades que todavía les quedan y al final se van a vivir a algún lado donde nadie los conozca, para no dar lástima.
Algo así sucede con las civilizaciones, pero en la gran escala. Y se lleva varias más generaciones. Una vez que se han dilapidado los recursos otrora abundantes, en lugar de asumir que se tiene que aprender a vivir más frugalmente, se le pisa el acelerador para terminar con lo que todavía quede. Los líderes se han convertido en unos buenos para nada incapaces de ver más allá de sus propios intereses y de responder adecuadamente a las cambiantes circunstancias y nuevos retos a los que se enfrentan.

La transferencia de la mimesis
En la guerra que hemos estado librando con la biósfera es claro que la suerte ya está echada. Empezó en el momento aquel en que decidimos que el objetivo de nuestra estancia en este planeta era dominarlo y hacerlo a nuestra medida, y desde entonces nos aplicamos con esmero en esa dirección. Nos inventamos toda clase de dioses y mitos para justificar nuestros peores excesos, y le dimos rienda suelta a nuestro afán de poseer y controlar, en la medida en que lo podíamos hacer. Nos llenamos de orgullo, y nosotros mismos nos convertimos en dioses, dueños de nuestro propio destino y del de todos los demás seres vivos. Nos adoramos con locura, aunque cuando vayamos a un templo pretendamos adorar a algún dios.
Con el poder que encontramos en los combustibles fósiles, el asalto al mundo natural adquirió un frenesí que se nos fue por completo de las manos. Esa energía, producto de la actividad fotosintética de millones de generaciones de seres vivos, se nos subió a la cabeza y nos hizo perder el contacto con la realidad. Queríamos estar en control y hubo un tiempo no muy lejano en el que llegamos a creer que habíamos vencido.
En realidad, nunca estuvimos en control de nada. A la tierra la tomamos por sorpresa; a escala geológica los últimos 50 o 200 años no son ni un abrir y cerrar de ojos. Pero en ese tiempo nos hemos encargado de hacer un verdadero desmadre, alterando ciclos y equilibrios que llevaron millones de años en gestarse.
Lo impresionante es lo rápido que el planeta está respondiendo. Uno podría suponer que procesos como estos se llevan cientos o miles de años, pero en cuestión de décadas la tierra nos va a hacer ver que ya se está fastidiando. Al universo el destino de nuestra especie le es completamente indiferente, y si nuestro único hogar decide hacerse un lugar muy inhóspito para nosotros, nadie va a venir a sacarnos del apuro.
Y mientras tanto la sociedad sigue adelante pretendiendo que no sucede nada o que con un poquito de suerte quizás a nosotros ya no nos toque; lo que suceda en 50 o 100 años ya será problema de los que vivan entonces. Nuestros líderes en particular están completamente al margen de la situación, atrapados en su crecimiento económico a toda costa y en su obsesivo afán de mayor poder y riqueza. Están como el dueño del Titanic, que dio órdenes al capitán del barco para ir lo más rápido posible y así romper el record de travesía del Atlántico, a pesar de que éste último le advirtió sobre el peligro de los icebergs y sugería ser más prudente. Pero convencido como estaba de que el barco era insumergible y que ni dios mismo lo podía hundir, le echaron todo el carbón al fuego porque lo importante era demostrar el dominio que tenían sobre los mares. A la mera hora el Titanic se fue al fondo en menos de tres horas.
La crisis ambiental es lo que define a nuestra época. Podemos discutir todo lo que queramos sobre la urgencia de la situación, y si esos 50 o 100 años nos parecen muchos o pocos, pero se ha dejado pasar demasiado tiempo y es muy poco lo que se ha hecho al respecto. A las personas que desde hace décadas trataron de advertirnos sobre la destrucción de los ecosistemas y las consecuencias de mandar todos esos gases a la atmósfera, así como de la imposibilidad de crecer exponencialmente de manera indefinida, no se les hizo mayor caso. Se les ignoró por completo. El sistema siguió adelante, creciendo y devorando, y su continuidad no se cuestiona, por más disfuncional que se haya vuelto para la mayor parte de la humanidad y del resto de la vida en el planeta.
Lo que vamos a ver en las próximas pocas décadas es el fenómeno de la transferencia de la mimesis, cuando una minoría dominante que no es capaz de asumir la situación y ver la realidad de frente se vuelve progresivamente irrelevante y la sociedad le retira su adhesión. El liderazgo es algo muy frágil y cuando no es efectivo rápidamente es reemplazado por alternativas que se perciban como más viables.

La supervivencia de la especie
Durante la larga noche de los tiempos en que el homo sapiens fue emergiendo, la clave de la sobrevivencia fue el bien común. No se podía vivir por fuera de la tribu y en ella cada quien tenía su lugar y presencia. En grupos pequeños que se conocen de siempre la toma de decisiones que los afectan a todos es una participación colectiva; cada quien opina y en algún momento se ponen de acuerdo en lo que más les conviene. De repente hay situaciones complicadas y puntos en los que no todos convergen, y puede suceder que quizás la mayor parte de los miembros del grupo piensan de una manera pero hay dos o tres que ven las cosas diferente y se les da la razón a estos últimos, a pesar de no ser mayoría. Esto puede suceder porque esas dos o tres personas tienen mayor experiencia de la vida y conocimiento de las circunstancias y el grupo decide que eso es lo que más cuenta. Finalmente la supervivencia y el bienestar común son los criterios que deciden. En esas sociedades todos disfrutan de la vida o comparten las mismas penurias.
Así fue durante eones desde los albores de nuestra especie, última representante del género homo y que ahora está bajo riesgo de correr la suerte de sus predecesoras. Y después sucedió que nos fuimos asentando e inventamos la agricultura; aparecieron aldeas, pueblos y eventualmente las ciudades, y surgió eso que se da por llamar civilización; cambiaron nuestras maneras de pensar y de ver las cosas, y pues no es lo mismo que un grupo de 30 personas concuerden en algo a que lo hagan cientos o miles de personas. Es la concentración de gente que ya no se pueden poner de acuerdo sobre un asunto la que supongo que hizo inevitable las jerarquías y la concentración de poder: quizás estoy peleado con mi vecino y nunca nos vamos a reconciliar, pero si le tengo que besar el trasero a alguien que dice ser mi superior lo voy a hacer, porque eso es lo que la sociedad exige de mí. Tanto así cambió la manera de relacionarnos entre nosotros, y así vino a ser que un o unos pocos individuos decidieran el destino de la comunidad entera.
Ha habido muchos experimentos con sistemas políticos, que ultimadamente lo que resuelven es qué tan difuso o concentrado está el poder y toma de decisiones, y qué tanto los beneficios que se obtienen del esfuerzo colectivo se reparten o se acumulan. En muchos casos se ha caído en totalitarismos de faraones, tlatoanis y monarcas absolutos con derecho de vida o muerte sobre sus súbditos, en los que una pequeña minoría goza de privilegios y estilos de vida completamente divorciados de los del resto de la población que los mantiene. Estas formas de gobierno no son muy duraderas, por más que en algún momento parezcan eternas e inamovibles. Todos los imperios que optaron por ese camino se fueron rápido al basurero de la historia, acabando en un estado de guerra permanente, y llevándose a la sociedad y al entorno por delante.
El presente experimento en organización política que se ha dado por llamar “democracia” no ha sido más efectivo en resolver la cuestión de la concentración del poder y la riqueza que los antiguos sistemas totalitarios. Es claro que una sociedad en la que seis o diez personas tienen más riqueza que la mitad de la población del planeta y un puñado de familias decide los destinos del resto de la humanidad, mientras mil millones de individuos sufren de hambre crónica, no está funcionando como debiera hacerlo.
Este modelo político ya pasó por su fecha de caducidad, y se vuelve cada vez más disfuncional, fijado en las formas y vacío de sustancia. La tendencia hacia la concentración de poder se sigue acelerando y está llegando al punto en el que a todo mundo se le fue la bolita de las manos y el poder los termina devorando. Algo así. Con una crisis ambiental que ya tenemos encima que no va a dejar rincón del planeta que no sea afectado, más nos valiera empezar a pensar de nuevo en términos del bienestar común y de la supervivencia como especie. Como las tribus de hace cien mil años, no más que ahora la especie entera es nuestra tribu, y todos flotamos o nos vamos para el fondo. Son muchos los cambios que se avecinan.

Colapso en cámara lenta
De las cosas que se perdieron a medida que nos fuimos embarrando de civilización fue el sentido de la comunidad como unidad básica de supervivencia y como razón de ser e identidad. Mientras más civilizados nos hicimos nos empezamos a olvidar del bien colectivo y en algún momento surgió este culto al individuo que es parte esencial del paradigma actual. Fue cuando nos llenamos de orgullo y nos convencimos de ser el pináculo de la creación: el universo entero había sido hecho para nuestro uso y abuso. Ni nos dimos cuenta y de repente todo giraba a nuestro alrededor; nos inventamos toda clase de mitos y dioses a nuestra imagen y semejanza, y aparecieron textos sagrados que explicaban cómo del caos original había surgido el Hombre y se nos urgía a crecer, multiplicarnos y tomar posesión de todo. En esos cultos y religiones finalmente nos estamos adorando a nosotros mismos.
Cambió completamente nuestra manera de relacionarnos con la vida y con el mundo que nos rodea, así como entre nosotros. El Individuo se sobrepuso a la comunidad y empezó a implementar sus propias reglas. El culto a la personalidad se convirtió en eje de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales que regían los destinos de la población, que empezó a ver este orden de las cosas como normal. Solo así se explican las enormes concentraciones de poder que sucedieron así no más con este asunto de la civilización. Esas concentraciones de poder ocurren solo porque se ven como lo normal, y en el momento que dejan de verse así desaparecen. Es la legitimidad o la apariencia de ésta la que las sostiene.
En nuestra sociedad actual se ve como normal que una persona tenga mil o 50 mil millones de dólares mientras la masa de la sociedad sobrevive al día. Desarrollamos un sistema socio económico en el que todo está diseñado para que así sea y siga siendo. La carrera hacia el individualismo extremo llegó a sus lógicas consecuencias: el bien común desapareció sin dejar rastro y en su lugar quedaron toda clase de esquemas para apropiarse de la riqueza que antes era de todos.
Y el problema con la situación actual es que de por sí ya es bastante grave pero las personas que deciden nuestros destinos colectivos están completamente atrapados en su ego trip convencidos de que el objetivo de la vida es acumular poder y riqueza, y de ahí no los vas a sacar. El sistema es insaciable, y necesita seguir creciendo. Nunca es suficiente y no se puede detener. A su paso genera guerras, caos y conflicto, que se intensifican a medida que recursos críticos empiezan a escasear. E inevitablemente está basado en la destrucción del medio ambiente, ya sea para explotar recursos o como tiradero de desperdicios. A estas alturas del partido las fisuras del sistema son evidentes, como lo es el hecho de que no puede seguir creciendo indefinidamente y muy rápido nos acercamos a puntos de ruptura.
Pero los individuos que señalan el rumbo y deciden las políticas del planeta están cegadas a esa realidad y se van a aferrar hasta las últimas consecuencias a su culto de sí mismos y a su modelo de crecimiento y acumulación, al que ven como el único posible; esto únicamente consigue que las cosas se hagan peor de lo que tenían que haber sido.
Como ya dijimos, aquí hay una crisis de liderazgo, en que se es incapaz de reconocer la gravedad de una situación y las respuestas que se dan son equivocadas o insuficientes. Toynbee nos decía que las civilizaciones se colapsan cuando se enfrentan a un reto al que no se le encuentra solución y son rebasados por la realidad. Es lo que está sucediendo actualmente: el colapso de una civilización en cámara lenta, con cada día que pasa y cada especie que desaparece, con los millones de toneladas de gases que seguimos echando fuera, y el impacto de todas nuestras actividades que va en aumento. Cuando uno lo vive el proceso parece lento pero en perspectiva la gente se asombrará de lo rápido que sucedió y se preguntará porque hicimos tan poco para impedirlo.

Los fenómenos de la mimesis
El liderazgo es algo que se tiene o no se tiene, pero así como se tiene también se puede perder. Un líder lo es porque la gente lo sigue voluntariamente, al despertar en ellos el entusiasmo por participar en algún esfuerzo colectivo que será de beneficio de todos. Pero a veces el líder no salió tan bueno como se pensaba, o a lo mejor tuvo su momento pero se le fue, o quizás ya no es él sino sus sucesores; el caso es que no se da cuenta que la realidad ha cambiado y es incapaz de responder a las nuevas necesidades del grupo. Surgen entonces alguna o algunas otras personas que cuestionan el orden vigente y deciden hacer las cosas de otra manera; entonces puede ocurrir el fenómeno de la rivalidad mimética, en el que individuos o grupos de individuos se enfrascan en una competencia feroz por el poder y por ser los nuevos machos alfa de la sociedad. Lo de mimético significa que las reacciones son instintivas y no se está plenamente consciente de lo que sucede o de sus implicaciones; simplemente hacen lo que tienen que hacer en su afán por predominar sobre los demás. Todo tiene que ver con el poder, por supuesto, y con la influencia que se tiene sobre la gente.
Según como se jueguen las cosas, el péndulo se va para un lado o para el otro, y puede suceder este otro fenómeno del cambio de roles, en el que el poder de una facción se desvanece como por arte de magia y se transfiere a la otra, y nadie se dio cuenta de cómo sucedió. A todo mundo se le fue la bolita de las manos y cuando se despabilan ya es otro el orden social. Es la adhesión de la gente la que cambió; el grupo decidió que el antiguo liderazgo no le aportaba nada y que cualquier otra alternativa no podía ser peor, y ocurre la transferencia de la mímesis de la que ya hemos hablado, en la que se rompe el hechizo por un lado y se cae bajo un nuevo embrujo por el otro, por ponerlo de esa manera.
Esto puede suceder muy rápido. Por lo general son situaciones que se han ido gestando durante cierto tiempo y se siguen por inercia, porque la realidad se sigue por inercia hasta que ya no puede hacerlo. Las situaciones se mantienen todo lo que aguantan, pero algún hecho fortuito y que de otra manera sería irrelevante desencadena una serie de eventos que un poco antes nadie hubiera creído posibles. Los imperios se desvanecen en un instante. Sic transit gloria mundis, como dijera alguien cuando vio las ruinas de Roma después de haber sido saqueada por los vándalos.
Puede suceder también otro fenómeno, igualmente relacionado con la mimesis, que es el sacrificio ritual del antiguo orden social, o de sus representantes. La muerte del líder, que representa lo que ya no funciona y que es necesario eliminar para que la sociedad pueda seguir su camino. Es el equivalente a la muerte del padre de la que nos hablan los sicoanalistas, en la que el adolescente tiene que destruir la figura paterna que ha idealizado desde niño para poder madurar y plantarse sobre sus propios pies.
Por ejemplos no paramos, a lo largo de la historia. Uno bastante dramático fue lo que le pasó a Ceaucescu, en Rumania, cuando cayó el muro de Berlín y se llevó de paso a los gobiernos totalitarios de Europa del Este. El señor estaba convencido de tener bien firmes las riendas del poder una semana antes de que lo fusilaran.  No vio ni por donde le llegó.

Otro ejemplo que viene a la mente fue lo que sucedió con Asiria, el gran imperio de su lugar y tiempo, temido por su crueldad y militarismo desbocado, y que se supo ganar el odio de todas las poblaciones a las que subyugaba. Consiguió lo que no hubiera sido posible de otra manera: unir a todos esos pueblos que previamente habían estado peleando entre ellos, esta vez en su contra. Cuando el telón cayó finalmente para Asiria, en el año 612 antes de nuestra era, significó la destrucción total del Estado así como el exterminio de su población. Su capital, Nínive, quedó borrada del mapa. Del momento del máximo poderío aparente del imperio a su desaparición no habían pasado más de quince años.