La
enfermedad del militarismo
Las civilizaciones en su ocaso suelen caer en
un militarismo virulento y una lucha descarnada por el poder. Agotan todas sus
posibilidades y no les queda más que un suicidio colectivo. Se vuelven locos
por el poder y cada quien se aferra a las migajas de las que se haya podido
apropiar, llevándose a la sociedad entera por delante sin dedicarle un
pensamiento. El poder saca lo patológico que hay en nuestra psique y no estamos
preparados para resistirlo, no en este estado de nuestra evolución, inmaduros e
irracionales como todavía lo somos.
En cualquier caso, en estas sociedades en
decadencia los que se hacen del poder es por la fuerza de las armas, y es la
casta militar la que se termina imponiendo; esa casta siempre fue parte de las
altas esferas, pero en algún momento deciden que quieren el pastel completo y
empiezan a hacer lo que quieren. Sucedió en Roma con la guardia pretoriana, que
fundó Augusto en el año 27; Roma dejó de ser oficialmente una república y de
manera abierta se convirtió en un imperio, con todo el poder concentrado en una
sola persona que era él, el primer emperador. Pasaron varias generaciones y
cien años después la guardia ya era el verdadero poder detrás del trono, y
deponían y nombraban emperadores a su voluntad. A algunos los llegaron a
asesinar y vendían el trono al mejor postor.
También sucedió con los abasidas durante el
califato de Bagdad. El auge de la dinastía fue con Harun al-Rashid, por el año
800. Un siglo después los califas se habían convertido en marionetas de sus
soldados turcos, que también los ponían y quitaban según su antojo. Según esto,
en el 908 un califa gobernó tan sólo un día. Para el 935 el jefe de los
soldados turcos se hacía llamar el comandante de comandantes y los califas se
hicieron irrelevantes, meras figuras simbólicas para dar la cara y atender las
ceremonias.
Es la naturaleza del poder; se les va de las
manos y ni siquiera se dan cuenta.
Pues lo mismo ya sucedió en el gran imperio de
nuestro tiempo, donde el poder está firmemente en manos del llamado complejo
industrial militar. Son los que deciden la política interior y exterior de su
país, y de todos los lugares a donde llegan sus tentáculos. Su objetivo es el
control absoluto, full spectrum dominance,
como dicen, y no pueden tolerar resistencia a sus designios. A Estados Unidos
ya lo convirtieron en un estado policiaco en el que la policía más bien parece
un ejército de ocupación disparando a la menor provocación, especialmente a
negros, latinos y otras minorías. Los militares dieron un golpe de estado del
que nadie se percató y se apropiaron de las riendas del imperio; se arrogan más
del cincuenta por ciento del presupuesto federal y tienen dinero de sobra para
hacer guerras, modernizar sus misiles nucleares y sembrar el caos. Las
instituciones civiles se vuelven inefectivas y la clase política se pliega por
completo.
Al pueblo le dan atole con el dedo y lo tienen
bien hipnotizado haciéndole creer que yendo a votar cada cuatro años ya
participan en la toma de decisiones y su país es una democracia. En realidad
ellos quitan y ponen presidentes a su conveniencia, y a los que les estorban
los matan como a Kennedy, o los quitan de en medio. Al que no se pliega lo
quiebran. Cada gobernante se convierte en agente del sistema, o su carrera
política no tiene mucho futuro. El presidente actual, Donaldo, es un buen
representante de esta fase del proceso: el emperador bufón, ignorante,
caprichoso, extravagante. Podemos pensar de él lo que queramos pero está
cumpliendo su papel a la perfección; así como Ronald Reagan fue el gran
comunicador, Trump es el gran distractor, que mantiene entretenido a su público
con cada puntada con la que sale mientras el estado de sitio se cierra
alrededor de la sociedad civil y el aparato industrial militar se posiciona
para apropiarse hasta de la última riqueza y aferrarse al poder sin importar
las consecuencias.
La enfermedad del militarismo con su
concentración extrema de poder de hecho indica un grado avanzado de disolución
social, un nihilismo mezclado de fatalidad que se propaga por todos los
resquicios de una sociedad que hace un buen rato que perdió el rumbo.
El
mitote de la democracia
Hace algunos años hubo elecciones municipales
aquí en el pueblo donde vivo y el que se las daba de cacique local me platicó
que le habían ofrecido la presidencia pero… “¿para qué la quiero? Si salgo de
presidente voy a terminar quemado. Nunca le puedes dar gusto a todos, y siempre
habrá gente descontenta. No me interesa dar la cara. En cambio, mira, si sale
Fulano Pérez, es mi compadre; si sale Mengano González, también es mi compadre.
El partido que gane, me da lo mismo; en cualquier caso yo hago mis negocios y
nadie se mete conmigo.”
Y pues en eso consiste exactamente lo que nos
da por llamar democracia: cada equis años cumplimos religiosamente con nuestro
deber ciudadano y acudimos a depositar nuestro voto libre y secreto en la gran
fiesta de las elecciones, todo para que los que tienen el poder lo sigan
teniendo y los que están amolados lo sigan estando. Sí, cada gobernante tiene
su propio estilo y se le da cierto margen para que pueda maniobrar dentro de
límites perfectamente establecidos; también se le permite enriquecerse y que
haga sus propios negocios mientras no llame la atención; presidentes y
gobernadores representan intereses muy fuertes y si hacen un buen papel serán
recompensados. El sistema de todas maneras se las arregla para que salgan los
candidatos adecuados y hay toda clase de truquillos para influenciar los
resultados. Se hace todo un circo cada vez que hay elecciones gastándose
millonadas en publicidad durante meses, y el proceso se convierte en una
faramalla que mantiene embobada a la gente en nuestra sociedad del espectáculo.
No mucho ha cambiado desde que la democracia
supuestamente se inventó en Grecia hace 2500 años. El mito nos dice que los
griegos desarrollaron esta forma avanzada de gobierno en que el pueblo decide
su destino y cada ciudadano tiene voz y voto en la toma de decisiones que a
todos les afectan y en la que se busca el bien común; en realidad la griega era
una sociedad esclavista en la que la mayor parte de la gente, principalmente
esclavos y mujeres, no tenía derechos políticos. Solo los hombres propietarios
de terreno tenían derecho a votar, lo que la hacía una oligarquía. A fin de
cuentas era una minoría la que decidía por todos, y a eso le llamaron democracia.
Algo sucede con la susodicha democracia que
provoca un fervor cuasi religioso entre los que caen bajo su embrujo, y muy
rápidamente se convencen de que su modelo no solo es el mejor sino el único
posible y deciden que lo que más le conviene al resto del mundo es que se
conviertan a la fe. Y da la casualidad histórica que precisamente aquellas
naciones donde surge y se desarrolla esta forma de gobierno son las que se han
lanzado alegremente a colonizar naciones más débiles para establecer sistemas
de dominio y explotación y apropiarse de sus riquezas. Las naciones europeas,
convencidas de que su cultura, civilización y organización política era
vastamente superior a cualquier otra, se dividieron Asia, África, América y
Oceanía, como si fuera un gran pastel e incluso después de que esos países
recobraron su independencia ahí siguen metidos en lo que ahora es un
colonialismo económico.
Actualmente los autoproclamados campeones de
la democracia son por supuesto los Estados Unidos, que la han utilizado como bandera
y justificación para invadir a medio mundo y cambiar los regímenes que no se
alineen. También son los campeones de los derechos humanos, y con su
responsabilidad por proteger se lanzan a intervenciones humanitarias donde lo
consideren conveniente. El cinismo es impresionante. La realidad supera la
ficción y 1984 de George Orwell ya fue rebasado: la guerra es la paz y se está
en un estado permanente de conflicto.
El mito de la democracia les fue útil durante
un tiempo pero ya no tienen necesidad de él y han decidido quitarse la máscara.
Estados Unidos es un imperio y conceptos como democracia y derechos humanos se
convierten en un estorbo cuando hay que tratar con las realidades desnudas del
poder, como dijera uno de sus secretarios de estado allá por los años
cincuentas. No es difícil imaginar que en un futuro no muy lejano alguna junta
militar se haga abiertamente del poder como respuesta a una crisis real o
inventada. Todo está en su sitio para que suceda.
El
telón sobre el imperio
Y vemos como el telón cae sobre el imperio de
nuestra época. Su máximo poder aparente lo tuvo durante la última década del
siglo veinte, cuando oficialmente terminó la Guerra Fría y se deshicieron del
último estorbo que se les ponía enfrente. A la Unión Soviética la mandaron al
basurero de la historia, y a Rusia y los otros países que la conformaban los
llevaron a la quiebra. Como buitres se abalanzaron sobre ellos, integrándolos a
la economía de “mercado”, eufemismo que significa que se convertían en arca
abierta para que las corporaciones y el gran capital pudieran crear un ambiente
propicio para los negocios.
Era la época del triunfalismo efervescente,
cuando se hablaba del nuevo siglo americano y del fin de la historia, de la
nación indispensable y del full spectrum
dominance. Se les subieron los humos y se fueron solos en su viaje,
convencidos de que el planeta entero les pertenecía y que el imperio duraría
eternamente, o algo así. Su doctrina en política exterior es impedir que
naciones que pudieran no estar de acuerdo con su estatus de colonia coalescan
en alguna alianza en potencia problemática, particularmente en Eurasia. La
única manera de mantener este estado de las cosas es gastando billones en
armamento, y cada año le gastan más, para mantenerse a la vanguardia y
desarrollar las armas de destrucción y muerte más sofisticadas y efectivas.
También resulta que el armamentismo es un
excelente negocio y mueve muchísimo dinero, de hecho mueve a la economía
entera, y en este punto Estados Unidos necesita de un estado de guerra
permanente para que su economía no se venga para abajo. Realmente está en
bancarrota; su deuda externa es de 30 billones de dólares y el 5% del
presupuesto federal es tan solo para pagar los intereses; más de la mitad de
ese presupuesto es para armarse hasta los dientes y mantener un ejército con
mil bases por todo el mundo. El país se sigue endeudando porque gasta más de lo
que gana y el dólar se ha convertido en una moneda de fantasía que se puede
imprimir todo lo que se quiera aunque no haya nada que lo respalde.
Socialmente Estados Unidos también se está
cayendo en pedacitos. A la minoría dominante no le es posible asumir que la
riqueza de la que se apropiaron pudiera alcanzar para muchas personas más, y
tenemos la situación que unas cuantas familias poseen más que el resto de la
población en conjunto. El racismo y la violencia que siempre han formado parte
conspicua de su carácter nacional están levantando de nuevo la cabeza; la
sociedad está saturada de armas, cualquiera puede adquirirlas y portarlas, y
con harta frecuencia escuchamos de masacres colectivas en que alguien pierde la
chaveta y se pone a disparar indiscriminadamente. Ese país ya se convirtió en
un estado policiaco y represivo con tres millones de personas en el bote -más
que cualquier otro país en números absolutos y en porcentaje de la población-,
la mayor parte de las cuales por transgresiones menores a leyes absurdas. En
realidad mantener a las personas en la cárcel es otro buen negocio, así como
gran solución para mantener al exceso de población indeseada fuera de
circulación.
Hay una lucha que se está librando entre las
clases sociales, pero como dijera Warren Buffet, uno de los del selecto club de
dueños del planeta, “la guerra la hacemos los ricos contra los pobres, y
estamos ganando”. Los billonarios ya se hicieron abiertamente del poder y su
objetivo es apañarse todo, cambiando leyes para explotar mejor los recursos,
contaminar sin preocuparse por controles ambientales, y de paso pagar menos
impuestos. Su voracidad es insaciable; lo tienen todo y quieren más, y se han
convertido en verdaderas lapas que se chupan la sangre del anfitrión hasta
acabar con él. La clase media que alguna vez gozó de los privilegios del
imperio se encuentra en vías de extinción, o por lo menos dándose cuenta que
las expectativas que tenían para la vejez y futuro de sus hijos se erosionan
rápidamente.
A medida que la situación se deteriore, la
gente, por más indoctrinada, condicionada y lavada del cerebro que se
encuentre, creyendo desde niños que sus estilos de vida eran lo normal y su
privilegio, empezarán a ver detrás de la máscara y en algún momento les caerá
el veinte que quizás les vieron la cara, que la nueva realidad no es lo que
ellos esperaban, y que cualquier otra alternativa no puede ser peor.
El
hombre enfermo del mundo
No es difícil percibir las grandes tendencias
geopolíticas del momento. Estados Unidos va en picada, y cualquier liderazgo
que haya tenido se está evaporando como por arte de magia. Las naciones del
mundo se están despertando a la idea de que el arreglo que los gringos les
ofrecen no les conviene, y están buscando la manera de hacer sus asuntos y
resolver sus problemas, que de por sí son graves, sin que todavía vengan a
decirles cómo hacerlo e imponerles tratos ventajosos. China y Rusia ya se
hicieron los grandes amigos y el proyecto que tienen de unificar Eurasia en una
nueva ruta de la seda tiene el gran atractivo de que la riqueza que se genere
se queda ahí mismo en lugar de irse a pagar deudas perpetuas a algún fondo
monetario internacional. La idea es que todos y cada uno de los participantes
se beneficie. Ya veremos cómo se desarrolla esto en la realidad pero por lo
pronto están construyendo todo un entramado de gasoductos, trenes de alta
velocidad y puertos de gran calado; invierten fuerte en infraestructura y, más
importante, están creando su propio sistema monetario independiente del dólar.
Esto es precisamente lo que Estados Unidos no
puede permitir, porque si el dólar pierde su estatus de moneda de reserva
internacional el imperio se colapsa, incapaz de seguir pagando sus deudas y
mantener ese enorme aparato militar. Y por eso están haciendo su berrinche y se
van a meter donde nadie los ha llamado, provocando guerras, desestabilización y
golpes de estado, rodeando al continente de bases militares, y metido como una
cuña ahí en medio cuando ya nadie en Asia los aguanta y no ven la hora de que
finalmente se vayan a atender sus propios asuntos en su rincón del mundo y los
dejen en paz. Quizás todavía no haya llegado a ese punto pero para allá va.
Lo que ocurre es que se está conformando un
mundo multipolar el cual es inevitable que suceda, pero la insistencia de los
que dirigen el destino de ese país en seguir actuando como el poder hegemónico,
excepcional e indispensable, basados únicamente en la fuerza de las armas, ya
no convence a nadie, y se buscan alternativas.
La pérdida de liderazgo de Estados Unidos va
mucho más profundo. Lo que sucede es que los tiempos cambiaron y no se dieron
cuenta. Siguen aferrados a su modelo obsoleto, que les funcionó durante siglo y
medio pero ha quedado rebasado por la realidad. Lo que hizo de Estados Unidos
un imperio fue el control del petróleo y el uso masivo que le dieron en todos
los ámbitos de la existencia, desarrollando un sistema socioeconómico de
apropiación de los recursos y explotación a escala global. Este sistema ha
crecido y crecido y el problema es que ha llegado al límite de sus
posibilidades, y el límite es el planeta entero. Hemos provocado una crisis
ambiental sin precedentes, que se define como la gran problemática de nuestra
época, y que va a requerir un esfuerzo colectivo también sin precedentes
simplemente para atenuar los peores efectos del trancazo. Esto ya no es ningún
secreto, se está viendo, y el cambio climático, la pérdida de biodiversidad,
contaminación y deterioro general del gran ecosistema no los podemos seguir
ignorando.
Y la respuesta que han tenido los dirigentes
del imperio ha sido aferrarse a sus combustibles fósiles, y los van a ir a
sacar hasta la última gota que se pueda, aduciendo que el cambio climático no
es real ni provocado por nosotros; negarse a reducir sus emisiones de carbono e
integrarse a los acuerdos internacionales que así lo piden, por más
insuficientes que sean esos acuerdos; bloquear el uso y desarrollo de energías
alternativas; condenar a priori cualquier cosa que huela a justicia social o
comercio equitativo, y en general seguir a toda marcha con su modelo de consumo
y acumulación que termina por consumirse a sí mismo.
La negativa de Estados Unidos de asumir el
liderazgo en la cuestión más grave a la que se enfrenta la humanidad lo ha
aislado, y progresivamente se verá como un paria y un estorbo para la
sobrevivencia de los otros pueblos. Hasta sus mismas naciones aliadas y
vasallas ya lo piensan y se dan cuenta que cuando el imperio caiga en pedacitos
se los va a llevar a ellos por delante. Así como el imperio otomano en su
decadencia era el hombre enfermo de Europa, el imperio actual se ha convertido
en el hombre enfermo del mundo.
En
la órbita imperial
México, como el resto de Latinoamérica,
rápidamente se convirtió en el patio trasero del imperio. Todo empezó cuando
los WASP (protestantes blancos anglosajones) que llegaron de Europa a América
del Norte decidieron que el territorio que se habían apropiado de los indígenas
no era suficiente y querían más. Lo querían todo y cuando vieron la abundancia
y riqueza que había en estas tierras se cegaron de ambición; de alguna manera
se convencieron que Dios se los había otorgado a ellos solos y que tenían un
destino manifiesto para apropiárselo por completo y a expensas de todos los
demás. A la gente que había vivido en este continente desde hacía milenios la
exterminaron, y a los que no pudieron matar los mandaron lejos a reservaciones
asimilándolos como ciudadanos de segunda.
Luego inventaron su guerra en la que nos
invadieron por tres partes y tomaron la ciudad de México; no se fueron hasta
que nos convencieron de cederles aquellos territorios del Norte, que de todas
maneras estaban bien lejos de la capital. Se los regalamos. Estaban empeñados
en llevarse también la península de Baja California, pero finalmente la pudimos
conservar. Desde entonces hemos estado firmemente en la órbita imperial. Quizás
en ocasiones nos dejaban un poco tranquilos porque tenían otras preocupaciones,
como cuando tuvieron su guerra de secesión o se iban a pelear en las guerras
mundiales, pero luego se acordaban de nuestra existencia y no podían resistir
la tentación de venirse a meter en nuestros asuntos.
Bien lo dijo don Porfirio: pobres de nosotros,
tan lejos de dios y tan cerca de Estados Unidos. Fue durante su mandato cuando
el gran capital vino a instalarse y crear un ambiente agradable para las
operaciones de las grandes corporaciones que estaban surgiendo. Ya sabemos cómo
terminó el Porfiriato, pero es importante decir que la guerra civil se hubiera
quizás podido evitar o ser menos violenta si a Madero se le hubiera dado la
oportunidad de llevar a cabo sus reformas, pero fueron precisamente los Estados
Unidos los que le dieron el visto bueno a Huerta para que diera su golpe de
estado y se hiciera del poder, lo que provocó que una revolución que hasta
entonces había sido pacífica y que ya había conseguido su objetivo de mandar al
dictador al destierro se convirtiera en una lucha de todos contra todos.
Y así ha sido desde entonces. El imperio se
fue expandiendo y terminó por meterse en todos lados con una agenda específica,
que desde hace dos siglos plasmaron en la doctrina Monroe: América para los
americanos, que son ellos. Los gringos se auto nombran americanos, como si el
resto de los habitantes del continente no lo fuéramos. Ya desde fines del siglo
19 habían extendido su yugo por todo el hemisferio, y no han dudado en provocar
guerras, golpes de estado, desestabilización, insurrecciones, fraudes
electorales, o lo que se haya necesitado para asegurarse de que los regímenes
en cada nación fueran de su agrado.
Pero después resultó que el continente entero
les quedó chico, y a partir del fin de la primera guerra mundial, cuando se vio
que los imperios europeos no tardarían en colapsarse, fue que la élite
dominante de los Estados Unidos se hizo la idea de aceptar su vocación de
nuevos dueños del planeta, el primer imperio a escala global. Siguieron
utilizando los mismos métodos que les funcionaron tan bien en otros lados, y se
hicieron expertos en el arte de influir en las elecciones y toma de decisiones
de aquellos países donde tienen intereses comerciales, que prácticamente son
todos. Esto lo han hecho abierta y descaradamente, como cuando mandan a su
ejército a intervenir en algún lado, o de maneras más encubiertas, y tienen sus
organizaciones que se dedican a hacer ese trabajo sucio. Resulta surrealista
ver el mitote que hacen porque supuestamente Rusia influyó en sus elecciones,
cuando eso es lo que ellos hacen continuamente, por doquier, como si fuera una
prerrogativa que no se cuestiona.
Es esa burbuja que los separa de la realidad
lo que viene a ser el talón de Aquiles de los imperios. Terminan creyéndose la
historia que ellos mismos inventaron del destino manifiesto y superioridad
racial, y a medida que se genera resistencia responden aferrándose a su control
y armándose hasta los dientes. Sin embargo, el militarismo desbocado no es una
señal de fuerza, sino de debilidad. Es el miedo el que los impulsa, el terror
de perder su preponderancia y volver a ser una nación como las otras, sin
privilegios ni relaciones asimétricas de poder.
Las
religiones de la civilización
Los imperios por supuesto siempre tienen a los
dioses de su lado. La religión juega un papel muy importante en todo esto, así
como la faramalla de los ritos y procesiones, la pompa y circunstancia. Podemos
imaginarnos el poder que tenían los sacerdotes mayas o aztecas cuando le
sacaban el corazón a un ser humano desde lo alto de la pirámide y con eso le
aseguraban al populacho que el sol saldría al día siguiente. En algunas
regiones de Medio Oriente la gente podía sacrificar a sus propios hijos
primogénitos para apaciguar a los dioses, que parecían tener un apetito
insaciable por todo tipo de sacrificios.
La religión que trajeron a América los
invasores europeos no fue menos sangrienta, y se utilizó para justificar los
peores excesos. Normalizó el desprecio absoluto que se tenía por la cultura,
las costumbres, la manera de vivir y de pensar de la gente que vivía por estos
rumbos, a los que solo se les dejó la opción de doblegarse y acomodarse a las
nuevas maneras. En algunas regiones como Mesoamérica o los Andes encontraron
culturas fuertes con las que llegó a haber fusión de ideas y costumbres, pero
en muchas otras la población local fue exterminada o asimilada por completo.
Hay que entender el proceso de evangelización como parte primordial de la
política oficial en las colonias, y las misiones como avanzadas en terreno
inhóspito.
La gran diferencia entre la colonización de
Hispanoamérica y Angloamérica es que los soldados españoles y portugueses que
llegaron a la conquista eran hombres solos que venían a hacer fortuna con la
esperanza de arricar y regresar a la madre patria a pasar sus últimos años;
tenían necesidades físicas e inevitablemente hubo mezcla con la población
local. Los anglosajones que llegaron un siglo después estaban huyendo de las
penurias y la hambruna y venían las familias enteras y si podían hasta con el
perico porque ya no tenían intenciones de regresar nunca más a Europa. Venían a
establecerse y hacer su vida y tuvieron muy poca necesidad o gusto de
relacionarse con la gente nativa, a la que más bien vieron como un estorbo y
una presencia indeseable. La vertiente del cristianismo que trajeron los puritanos
anglosajones resultó ser particularmente intransigente, con un dios tiránico,
celoso e inflexible que niega la humanidad de otras razas y pueblos. Esa
creencia de ser excepcionales e indispensables no es nada nuevo, siempre lo han
tenido bien latente.
Recuerdo que durante la primera guerra del
Golfo, en 1991, salió en el noticiero la misa solemne que llevaron a cabo en
alguna catedral los mandarines del imperio, incluyendo al presidente Bush el
viejo y sus secretarios de estado, para pedir la protección de Dios poco antes
de empezar las hostilidades. Esa guerra fue una matazón en la que cientos de
miles de soldados y civiles iraquíes murieron y el ejército gringo les
disparaba como si estuvieran cazando pavos en la famosa carretera de la muerte,
pero estaban ahí muy devotos comulgando los mandamases convencidos de tener el
monopolio de dios y de sus bendiciones. Uno se pregunta qué parte de No Matarás
fue la que no entendieron.
En la jerarquía social las castas religiosas
siempre han estado cerca de la cima, gravitando alrededor de los círculos de
poder y otorgando legitimidad al orden de las cosas. Indudablemente en cada
religión ha habido individuos movidos por altruismo y un genuino amor a la
humanidad y a la creación del dios en el que creen, pero la institución en sí
ha sido utilizada demasiado frecuentemente como parte de un sistema de control
y manipulación para tener sometidas a las masas.
Las religiones son creaciones de la civilización,
muy diferentes a la espiritualidad de pueblos indígenas que viven en estrecho
contacto con el mundo natural. Es posible suponer que cuando nuestra propia
civilización industrial moderna llegue al límite de sus posibilidades, como ya
lo está haciendo, y dependiendo de lo grave que sean las crisis que se nos
vengan encima, haya un abandono colectivo de los viejos dioses que fueron
incapaces de sacarnos del apuro y surjan otras creencias y esquemas religiosos
mejor adaptados a las nuevas circunstancias.
El
último imperio
“Robar, saquear y matar, a esto lo denominan
imperio; y donde hacen una desolación, le llaman paz”. Así lo dijo Tácito,
cronista de su época, hace dos mil años, durante la larga decadencia de Roma. Y
fue una desolación la que dejo detrás el imperio romano: a Europa le llevó casi
un milenio recuperarse. Al norte de África le fue peor: las planicies costeras
que se habían convertido en el granero de Roma fueron sometidas a tanto abuso
que muchas regiones terminaron por desertificarse. Los bosques de todo el
Mediterráneo y de tan lejos como Crimea desaparecieron en la vorágine.
Eso es lo que hace un imperio, acabar con
todos los recursos a los que puede echarles mano, porque cada vez necesita más
y más para mantener los estilos de vida de una población creciente que parece
nunca tener suficiente, empezando por las élites que le agarran el gusto al
confort y los privilegios y no pueden siquiera imaginar empezar a vivir con
menos.
El caso es que siempre necesitan más recursos
y cuando se acaban los del territorio en el que viven se lanzan alegremente a
invadir todo lo que pueden y tan lejos como la tecnología de la época se los
permita. Imponen tributo y arreglos abusivos a los pueblos sojuzgados, e
implantan regímenes dóciles y cooperativos. De lo que se trata es de apropiarse
de la riqueza, y durante un tiempo lo consiguen. Pero eventualmente la entropía
prevalece y es físicamente imposible seguir generando una riqueza que ya no
existe, por más draconianas que sean las condiciones que se impongan o
poderosos los ejércitos que se utilicen. La riqueza se acabó. Hay un límite a
lo que la tierra produce y a la capacidad portativa para nuestra especie.
Los imperios son inherentemente
insustentables. Pueden crecer hasta cierto punto, y de ahí no pasan. Al no
poder seguir creciendo implotan, y su sed insaciable de recursos cada vez más
escasos se convierte en un callejón sin salida. Son organismos parasitarios que
viven de sembrar el caos y chupar las energías vivas de su entorno, hasta que
el caos agarra vida propia y los termina devorando.
Pero cualquier devastación que hayan provocado
los anteriores imperios, por más grave que haya sido en su rincón del planeta,
no se compara con lo que está sucediendo ahora. El auge del imperio americano
coincide con el asalto final a la biósfera, como si estuvieran decididos a no
dejar nada a las generaciones futuras. Ya llegó al punto patológico,
obsesivo-compulsivo, en que son incapaces de detenerse y la pura inercia los
está empujando hacia el abismo. Este es el último imperio, efectivamente,
porque después de éste no habrá manera de que surja otro, no en mucho tiempo y
no en esta escala. Como ya ha sucedido en muchas otras ocasiones, la última
fase de una civilización en estado avanzado de descomposición la representa un
Estado Universal, que esta vez lo quiso ser Estados Unidos, aunque no le duró
mucho el gusto. Otros imperios han durado más tiempo, pero los ritmos se han
acelerado, y estamos llegando muy rápidamente a límites y puntos de inflexión.
En esta etapa final el imperio todavía puede
hacer mucho daño, y lo va a hacer; es grotesca la manera como insiste en
imponer su voluntad en cualquier circunstancia. Como tigre acorralado da
zarpazos a diestra y siniestra, y este tigre está armado hasta los dientes con
armas terriblemente destructivas. Las grandes corporaciones trasnacionales
están desatadas, golosas y voraces, imponiendo tratados de libre comercio cada
vez más ventajosos, y con un aparato militar respaldándolos en los casos
reticentes. Las guerras por el petróleo y otros recursos están provocando
millones de refugiados y ya son muchos los estados en Medio Oriente y África
que solían ser prósperos y ahora son fallidos, después de la intervención de
los Poderes que Son. Y ni siquiera hemos empezado a hablar de la disrupción que
ya está provocando el cambio climático y deterioro ambiental, y que solo se
puede ir acelerando.
El panorama es sombrío. En la fase terminal
del imperio el poder se ha concentrado a tal extremo que ya no pueden
manejarlo. Es cuando empiezan a decir que para qué quieren armas nucleares si
no las pueden utilizar. Enceguecidos por la soberbia y la ambición se
desconectaron de las fuerzas de la vida y se olvidaron de nuestra humanidad
común.