viernes, 9 de diciembre de 2016

Creced y multiplicaos


por David Cañedo Escárcega

La transición a la agricultura
Uno de los problemas más graves a los que nos enfrentamos actualmente es el crecimiento exponencial de la población. Vamos a ver cómo está la situación.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, desde que nuestra especie surge diferenciada de otras especies del género homo hace unos doscientos mil años, el incremento de la población era muy lento. La gente se congregaba en pequeñas bandas o clanes de unas cuantas decenas de personas, y cuando empezaba a haber más gente de lo que el clan podía asumir confortablemente se dividían en grupos más pequeños y cada uno seguía su camino. Estos grupos vivían de la caza y la recolección de frutos, y no necesitaban moverse largas distancias para encontrar lo que necesitaban para comer. En aquel entonces el planeta tierra era un lugar muy grande, al parecer ilimitado, y había espacio para todos. Los ecosistemas eran prístinos, y había una abundancia y efervescencia de vida que nos costaría trabajo imaginar actualmente. Las condiciones de vida de esas personas podían ser duras, pero no necesariamente; en la medida en que supieron adaptarse al medio en el que se encontraban se hacían sedentarios o semi sedentarios y se cree que de hecho no era mucho el tiempo que le dedicaban a procurarse los alimentos. Con un día o dos dedicados a la caza o recolección podían comer durante varios días, y el resto del tiempo lo dedicaban a otras actividades.
Los alimentos obtenidos se repartían entre todos los integrantes del grupo, aunque no todo mundo hubiera participado en su obtención. El grupo se hacía cargo de los niños, ancianos, enfermos o mujeres encintas, y todo mundo comía o cuando no había suficiente comida todos pasaban hambre. Compartir era el orden natural de las cosas; era una estrategia de sobrevivencia del grupo. En aquellas sociedades no había lugar para la acumulación o el acaparamiento; lo poco que tenían era lo que podían cargar consigo y el objetivo de la vida era vivirla, no acumular.
El ser humano eventualmente se extendió por todos lados y nos adaptamos a los climas más extremos. Tenemos una excelente capacidad de adaptación e incluso en los desiertos o en la tundra, en las regiones subárticas o en islas perdidas en medio del océano la gente encontró la manera de ganarse el sustento. En algunos de esos lugares aprendieron que el mundo natural tiene ciertos límites y que hay una máxima cantidad de población que el entorno puede sostener. Es lo que ahora conocemos como la capacidad portativa de un ecosistema: la máxima cantidad de vida para cada especie que un ecosistema puede mantener. Por supuesto que no lo conocían con ese nombre pero se daban cuenta que cuando empezaba a haber demasiada gente no había suficientes alimentos para todos.
Se cree también que la presión poblacional fue la que llevó a algunas comunidades en diferentes partes del planeta a empezar a implementar la agricultura; esto implicó un cambio radical en su manera de vivir y de relacionarse con el mundo. Implicaba más trabajo y menos tiempo para el ocio y no todo mundo veía las ventajas de abandonar su estilo de vida tradicional y empezar a trabajar la tierra. La transición de las sociedades basadas en la caza y recolección a las sociedades agrícolas se llevó varios miles de años, empezando hace unos diez mil años aproximadamente, y se implementó de manera independiente en diferentes partes del planeta, como en Medio Oriente, en China, en el valle del Indo y en Mesoamérica.
Con la agricultura surgieron los asentamientos permanentes: las aldeas que luego se convirtieron en pueblos y eventualmente en ciudades. Con el excedente de alimentos que la agricultura hace posible la población empezó a aumentar; ya no eran pequeños grupos de 20 o 30 personas sino conglomerados de varios cientos o miles donde ya no todo mundo se conocía y había que regular la interacción entre las personas. Compartir dejo de ser el orden natural e inevitablemente al parecer surgieron las jerarquías y la estratificación de la sociedad. Y después de otros varios miles de años de gestación surgieron finalmente las civilizaciones.

La guerra como sacrificio ritual
Eventualmente las concentraciones de gente en los pueblos y ciudades dieron lugar a ese fenómeno que llamamos civilización. La civilización es la vida de las ciudades: las expresiones sociales, políticas, culturales, artísticas, económicas, científicas, religiosas, y demás que se empezaron a manifestar en las ciudades. Las primeras ciudades que comenzaron a surgir a partir de asentamientos permanentes basados en la agricultura llegaron a tener varias decenas de miles de habitantes, aunque eran más bien raras sobre la faz de la tierra, y la gente siguió siendo eminentemente rural hasta fechas muy recientes. Una ciudad necesita de una gran cantidad de recursos, empezando por un amplio territorio alrededor que es el que produce sus alimentos; antes de la revolución industrial lo normal era que hasta un noventa por ciento de la población total de algún lugar se dedicara a trabajar la tierra y solo un diez por cierto se dedicaba a otras actividades, y eran las que residían en las ciudades.
Cuando surgen las primeras civilizaciones hace seis mil años, la población del planeta era de unos veinte millones de personas. Cuatro mil años después, a principios de la era común, ya había unas 200 millones de personas en el mundo. Le llevó cuatro mil años multiplicarse por un factor de diez. La población aumentaba lenta pero sostenidamente, y se concentraba en zonas fértiles en las costas o cuencas lacustres con buenas tierras y agua en abundancia. Hace dos mil años los grandes centros de población eran el imperio romano en el Mediterráneo y el imperio Han  en China, que estaban a diez mil kilómetros uno del otro y entre los que había muy poco contacto, aunque tenían vagamente conciencia de la existencia uno del otro. El mundo era vasto y los medios de transporte eran lentos y se necesitaban meses o años para atravesar esas regiones.
Las poblaciones por lo general tienden a extenderse hasta donde los recursos lo permiten. En épocas de abundancia la población aumenta y en épocas de escasez disminuye, y la manera como usualmente disminuye es por medio de hambrunas, enfermedades y guerras.
En todos esos imperios la población tiende a crecer todo lo que puede y a medida que necesitan cada vez más recursos, tienen que irse a apropiárselos en los territorios vecinos, y fue así como surgió el arte de la guerra. La guerra es un componente intrínseco de la civilización. No es que antes la gente fuera particularmente pacífica y que no hubiera conflictos entre los diferentes clanes de cazadores y recolectores por zonas territoriales y acceso a recursos, pero fue la civilización la que hizo posible la institución de la guerra tal como la conocemos y que ha acompañado a la humanidad desde entonces. La principal función de esta institución además de irse a apropiar de los recursos de los vecinos ha sido la de deshacerse del exceso de población que nadie necesita. Cruel como suena, cuando hay un exceso de población y no hay recursos suficientes para todos, la guerra proporciona un alivio a la presión demográfica y los reyes y emperadores y señores de la guerra nunca han dudado un instante en lanzarse a sus aventuras de conquista y sacrificar a la población que sea necesaria, incluyendo a sus propios soldados.
En seis mil años de historia escrita, son millones y millones de personas las que han sido sacrificadas en el altar del dios de la guerra. Al principio las guerras se peleaban entre dos ejércitos en un campo de batalla, y la mayor parte de las bajas eran jóvenes soldados, carne de cañón. Una manera de ver la guerra es como un sacrificio ritual en el que los viejos y poderosos de algún imperio o nación mandan a sus jóvenes a matar o morir por ellos, por defender los intereses de ellos, los que tienen el poder. Ciertamente eso fueron las guerras mundiales; en la primera guerra mundial hubo 37 millones de soldados muertos, más otros diez millones de civiles. A los soldados se les mandaba a morir en racimos acribillados por las balas de las recién inventadas ametralladoras y pasando toda clase de privaciones en sus trincheras mientras los generales estaban muy a gusto en la retaguardia y no les pasaba ni un rasguño.

Las enfermedades de la civilización
Los primeros asentamientos permanentes que eventualmente se convirtieron en pueblos y ciudades trajeron consigo una retahíla de enfermedades que no se conocían previamente. Uno no se pone a pensar en estas cosas pero al parecer el estilo de vida de los pueblos nómadas que se dedicaban a la caza y recolección era mucho más saludable que el de las sociedades basadas en la agricultura y ganadería. La domesticación de los animales y el contacto continuo que se empezó a tener con ellos expuso a los humanos a toda clase de virus y bacterias para los que no se tenía resistencia y muchas enfermedades que eran endémicas a los animales se adaptaron, mutaron y saltaron a los humanos. La viruela, el sarampión, difteria, tuberculosis, influenza y la lepra, todas nos fueron transmitidas por diferentes animales domesticados.
Otras enfermedades como la tifoidea, salmonelosis y disentería, surgieron por las condiciones de hacinamiento y promiscuidad en que la gente vivía en esos asentamientos y ciudades donde por lo general no se tenía el menor concepto de salud pública y los desperdicios y excrementos humanos se mezclaban con el agua que se utilizaba para beber. Como de costumbre a nadie le importa lo que suceda con sus desechos y los que viven rio abajo que se las arreglen como puedan. Hubo otra serie de enfermedades como la anemia, el escorbuto, el beriberi o la pelagra que son provocadas por deficiencias alimenticias y que eran desconocidas entre los cazadores y recolectores pero empezaron a aparecer en las comunidades agrícolas dependientes de uno o dos cereales que formaban la mayor parte de la dieta.
A medida que los centros de población empezaron a crecer y se convirtieron en ciudades en toda forma, con concentraciones de varias decenas o cientos de miles de habitantes, se dieron las condiciones para que muchas de esas enfermedades se pudieran transmitir en gran escala. Anteriormente los brotes de enfermedades infecciosas eran muy localizados y temporales. Fue el surgimiento de las ciudades y el creciente comercio entre ellas lo que permitió que surgieran las epidemias.
Las epidemias han sido constantes compañeras de las sociedades civilizadas, y algunas de ellas han sido extremadamente mortíferas. Nunca se sabía de dónde iban a salir y en el momento menos pensado la gente se empezaba a morir como moscas. Se pensaba que eran castigo divino y se le echaba la culpa a quien se pudiera, cuando en realidad eran las condiciones higiénicas imperantes las que facilitaban su propagación. Tengo aquí unos datos impresionantes. En el año 165 hubo una epidemia de viruela en el imperio romano que duró 15 años y cobró 5 millones de víctimas. En algunas áreas entre una tercera parte y la mitad de la población sucumbió a la enfermedad. En China hubo una epidemia de viruela en el año 161 y de nuevo en 310 y en muchas áreas hasta el 40 por ciento de la población falleció. Del 251 al 256 la primera gran epidemia de sarampión llegó a Roma, procedente de Etiopía, y causó entre 3 y 5 millones de muertes. En el punto de más virulencia hasta 5000 personas morían diariamente de la enfermedad en Roma.
La peste negra se originó en Asia central a mediados del siglo 14, arrasó China e India, se extendió por el mundo árabe y el norte de África y llegó a Europa donde hasta una tercera parte de la población sucumbió. La enfermedad era fulminante: gente perfectamente sana moría tres o cuatro días después del primer brote y entre un 75 y 95 por ciento de los casos afectados eran fatales. Así como llegaban estas epidemias también desaparecían, dejando un panorama desolador a su paso. Ya sabemos también lo que pasó aquí en América cuando llegaron los europeos con todas sus enfermedades para las que la gente no tenía defensas. La población descendió estrepitosamente.
La última gran pandemia a escala global fue la llamada influenza española que hace 100 años mató a 50 millones de personas, lo que equivalía al tres por ciento de la población total del planeta, más de los que murieron en la primera guerra mundial. Para los que creen que esas epidemias son cosa del pasado, los expertos nos dicen que la próxima no es cuestión de si, sino de cuando.

La cuestión del hambre
Contra lo que pudiera pensarse, el surgimiento de la agricultura en diferentes partes del planeta a partir de hace unos diez o doce mil años no significó que la humanidad había encontrado finalmente algún tipo de seguridad alimentaria. Muchas de esas primeras comunidades agrícolas descubrieron muy rápidamente que sus cosechas podían ser muy precarias y que un exceso o defecto de lluvias, o las plagas de insectos, o la pérdida de fertilidad de la tierra podían tener consecuencias devastadoras. También descubrieron que los valles fértiles donde comenzaron a  asentarse esas comunidades eran objeto de codicia y que podían ser, y de hecho han sido, sujetos a constantes e incontables invasiones por parte de los pueblos vecinos, que quieren venir a apropiarse del fruto de su trabajo. Y finalmente algunos individuos también se empezaron a dar cuenta que el que controlaba la producción y el suministro de esos alimentos tenía influencia y poder sobre el resto de la comunidad. Fue así como comenzaron a tomar forma las primeras civilizaciones y empezaron a surgir las jerarquías. Desde el inicio los alimentos se convirtieron en objeto de control y en la base de poder y de riqueza de esas sociedades.
Las hambrunas han acompañado a la civilización desde sus orígenes. Cuando la población de algún lugar empezaba a crecer demasiado rápidamente, la producción de alimentos no podía mantener el paso, y por si fuera poco los alimentos que sí se producían terminaban estando muy mal repartidos. Llegaban los recaudadores de impuestos del faraón, del tlatoani o del señor feudal y se llevaban la mayor parte de la cosecha, y los campesinos que habían trabajado de sol a sol para producirla se quedaban muchas veces sin ni siquiera lo suficiente para comer ellos mismos. Esto no ha cambiado hasta la fecha aunque ha tomado formas distintas. Actualmente son las grandes corporaciones trasnacionales las que se apropian de la fertilidad de la tierra e imponen un régimen en el que los alimentos siguen estando muy mal repartidos mientras millones de personas sufren de hambre crónica.
Ha habido muchas hambrunas a lo largo de la historia. Los investigadores enumeran por lo menos unas 400 en diferentes lugares y momentos históricos, y por diversas causas. En China e India han sido recurrentes. En 1877 unos 10 millones de personas murieron en el norte de China por la sequía, y otros 5 millones en 1943 por el hambre producida por la guerra. En India en 1769 murieron diez millones de personas, y cien años después, a fines del siglo 19, entre 30 y 40 millones perecieron en una serie de hambrunas catastróficas producidas por sequías e inundaciones y exacerbadas por el régimen colonial británico que eliminó la agricultura de subsistencia de millones de campesinos para implantar monocultivos de té y algodón, así como por los altos impuestos y restricciones en el comercio interno a los que se veía sometida la población local. Hay que hacer notar que durante esta hambruna había exceso de alimentos en India, pero eran exportados hacia Inglaterra aunque la gente se muriera de hambre; la lógica aquí como de costumbre era exclusivamente la ganancia de los terratenientes.
Algo parecido sucedió durante la gran hambruna de Irlanda en 1845 cuando falló la cosecha de la patata y un millón de personas murieron de hambre, mientras otras cosechas eran llevadas hacia Inglaterra porque los irlandeses no las podían pagar. Había un exceso de población en Irlanda, que resultó ser la más vulnerable. En 1933 hasta 3,5 millones de personas murieron en Ucrania y Kazajstán en una hambruna producida artificialmente por las políticas de colectivización de Stalin, sacrificadas en el altar de consideraciones políticas coyunturales y de intereses económicos a muy corto plazo.
Es la misma historia que se repite continuamente. En la actualidad 850 millones de personas pasan hambre en el mundo y once millones de niños menores de 5 años mueren cada año por el hambre y enfermedades relacionadas, al mismo tiempo que la tercera parte de todos los alimentos producidos se desperdicia. Hay algo profundamente equivocado con el sistema socioeconómico que insiste en seguir concentrando toda la riqueza por encima de cualquier otra consideración.

La era de los combustibles fósiles
La población siempre ha tendido a crecer lo más que se puede, de acuerdo a los recursos disponibles. Cuando no había suficientes recursos eran las guerras, las enfermedades y el hambre los que se encargaban de despachar al exceso de población. Incluso en tiempos de paz y de bonanza las expectativas de vida no eran muy altas. Hasta los tiempos modernos en todas las sociedades agrícolas y sedentarizadas las condiciones de salud eran muy precarias, la tasa de mortalidad infantil era dramática y la gente no solía vivir mucho. Tan recientemente como en 1790 en Filadelfia más de una tercera parte de la población moría antes de los seis años de edad y únicamente una cuarta parte vivía más allá de los 26 años. Los niños y los jóvenes no tenían muchas defensas, y la tercera parte de los hombres y la cuarta parte de las mujeres morían entre los 14 y 20 años, principalmente de malaria, viruela, disentería y tuberculosis.
Como quiera que sea la población siguió aumentando, lenta pero inexorablemente. A mediados del siglo 18, cuando empieza la llamada revolución industrial basada en el uso masivo de los combustibles fósiles acumulados durante cientos de millones de años, la población mundial era de unos 800 millones de personas. Cuando vemos la curva de la población desde que aparece el homo sapiens hasta la fecha, vemos que toma la forma de una hipérbola, que empieza creciendo desde cero muy lentamente hasta llegar a un punto de inflexión en el que de repente la curva se dispara para arriba. El punto de inflexión sucede precisamente en ese entonces, hace unos 250 años aproximadamente, y no fue una casualidad que haya ocurrido justo cuando se descubren esas enormes reservas de energía al parecer inagotables y a las que les encontramos toda clase de usos y aplicaciones y de las que ya no podemos prescindir. Todo nuestro estilo de vida moderno, incluyendo la tecnología, es una función de la enorme cantidad de energía que hemos hecho correr por el sistema.
Todo tiene que ver con la energía. Cada especie busca la manera de aprovechar las fuentes de energía que tiene a su disposición y cuando ésta es abundante las especies proliferan. El petróleo, carbón y gas natural que son los que conforman los llamados combustibles fósiles es la energía del sol captada por las plantas y otros organismos fotosintéticos que vivieron y murieron durante incontables generaciones y que se fue acumulando durante cientos o miles de millones de años. Esa cantidad de biomasa pasó por procesos geológicos que se llevaron eones de tiempo, y que nosotros hemos procedido a quemar con una prodigalidad asombrosa. En 250 años hemos acabado con la mitad de las reservas probadas de esos combustibles y al ritmo al que los estamos usando la segunda mitad no nos va  a durar más de otros 50 años. Cuando se vea en perspectiva, dentro de unos mil o tres mil años, la era de los combustibles fósiles no será más que un pequeñísimo paréntesis en la historia de la humanidad o en la historia del planeta.
Pero mientras tanto esos combustibles nos permitieron romper con las barreras que nos marcaba el mundo natural. La capacidad portativa de los ecosistemas la hicimos añicos; todo era cuestión de inyectarle energía al sistema para producir artificialmente los alimentos que de otra manera sería imposible obtener. Gracias a esos combustibles pudimos desarrollar todo el aparato científico y tecnológico que nos permitió aumentar dramáticamente el promedio y los niveles de vida de los que nunca habíamos gozado en la historia de nuestra especie. Vencimos a las enfermedades y quizás hubiéramos podido también vencer a las guerras y al hambre si hubiéramos sabido administrar mejor esa riqueza y los beneficios hubieran estado repartidos más equitativamente. Así como sucedieron las cosas, la riqueza acabó estando grotescamente mal distribuida y una buena parte terminó invirtiéndose en producir más guerra. Todo mundo que pudo se armó hasta los dientes e inventamos tecnologías de una destructividad sin paralelo, incluyendo las armas nucleares.
Y la sociedad se enfrascó en una orgía de consumo. La consigna era acabarnos el planeta tierra y no dejarle nada a los que vienen después. Nos volvimos adictos a los combustibles fósiles y se nos olvidó que hay un equilibrio que no teníamos que haber roto.

Un crecimiento explosivo
El crecimiento de la población en los últimos dos siglos ha sido explosivo. En 1804 se pasó por primera vez la barrera de 1000 millones. Para 1927 ya éramos 2000 millones. En 1960, 3000 millones. Y el tiempo que se tardaba la población en aumentar otros mil millones se fue haciendo cada vez más corto. En 1974, tan solo 14 años después, ya había 4000 millones de personas. Para 1987 ya éramos 5000 millones; en 1999, 6000 millones y en el año 2011 7000 millones. La población está creciendo tan rápidamente como es posible hacerlo; no podría crecer más rápido aunque lo quisiéramos.
Cada día en el planeta tierra hay 250,000 personas más (300,000 nacimientos y 50,000 muertes, en promedio). Esto significa crear una ciudad de buen tamaño de la nada cada día; todas esas personas necesitan de casas, escuelas, centros de salud, estadios, centros deportivos, carreteras, y toda clase de bienes y servicios.
El caso de México es impactante. En 1921, al terminar la revolución, el país tenía 14,3 millones de habitantes. Ahora le estamos pegando a los 120. Se multiplicó por un factor de nueve en menos de cien años. Cada 30 años la población se está duplicando. Y seríamos más si no hubiera millones de nuestros paisanos que se fueron a ganar la vida en el vecino país del norte. Aquí en el pueblo donde vivo la población se triplicó en los últimos 40 años. En cualquier comunidad, aldea, pueblo o ciudad la situación es la misma. El crecimiento es imparable. Cada año hay millón y medio de personas más en este país.
Recientemente la demografía ha estado cambiando y las familias urbanas clase medieras ya tienen menos hijos, pero durante la mayor parte del siglo pasado lo normal era tener 6, 8 o 10 miembros por familia. Todos nosotros tenemos tíos o abuelos que vienen de familias numerosas. En aquel entonces a las parejas que tuvieran tan solo un par de hijos se les veía como que había algo raro con ellos, y que no estaban poniendo lo suficiente de su parte en el gran proyecto de poblar el territorio nacional.
Algo que hay que entender aquí es que durante mucho tiempo la política oficial era impulsar el crecimiento desmedido de la población: la industria lo requería, y por lo tanto el país lo requería. Efectivamente, desde la década de los treintas y cuarentas empiezan a surgir fábricas por todos lados, como hongos después de la lluvia, y lo que tienen esas fábricas es que pueden estar funcionando mañana, tarde y noche, las 24 horas del día, y su producción es constante. Las miles de fábricas que aparecieron por todas partes escupían una incesante avalancha de toda clase de productos, necesarios o superfluos, algunos más útiles que otros, para los que se necesitaba crear mercados. Básicamente lo que se necesitaba eran consumidores, gente y más gente para que adquirieran los miles y miles de productos que no cesaban de salir de las cadenas de montaje y que se producían para venderse, no para estar guardando polvo en alguna bodega.
La industria decidió que se necesitaba poblar el país y con su miopía característica incapaz de ver más allá de sus propios beneficios se hizo toda una campaña para convencer a la gente que la familia numerosa era el orden natural de las cosas y que todos teníamos que participar en ese gran proyecto. A las madres más prolíficas se les daban premios en los programas de concurso en la televisión, y el día de las madres llegaba la señora coneja con sus veinte chilpayates y la gente les aplaudía y les regalaban estufas y refrigeradores para demostrarles el aprecio y gratitud por su gran esfuerzo en pro de la nación.
Qué tiempos aquellos, cuando el territorio nacional parecía inmenso y había espacio para seguir creciendo y los recursos parecían inagotables y la gente no tenía la menor idea de los límites de los ecosistemas y el cambio climático era como el producto de la imaginación calenturienta de algún escritor de ciencia ficción. Ahora ya sabemos que el crecimiento desmedido de la población crea toda clase de problemas y que es imposible mantenerlo indefinidamente: la verdadera sustentabilidad requiere de una población estable.

Como especie invasiva
El problema es que nos estamos comportando como especie invasiva. En el mundo natural los ecosistemas tienden a un estado de homeostasis o equilibrio dinámico en el que cada especie encuentra su nicho y comparte el espacio físico con muchas otras especies con las que se relaciona de diversas maneras. Los números de cada especie se mantienen naturalmente dentro de cierto rango de acuerdo a los recursos disponibles, y hay mecanismos de autoregulamiento que impiden que alguna especie se multiplique desordenadamente a costa de las demás.
Cuando se introduce una especie exótica a un ecosistema prístino, esta especie puede aprender a vivir en su nuevo hábitat de acuerdo a los límites que le marca su entorno, o puede convertirse en una especie invasiva. La característica fundamental de estas especies es que han sido introducidas y se convierten en una amenaza para otras especies en su nuevo territorio, dando lugar a un incremento incontrolado de sus poblaciones ocasionando importantes perjuicios a las especies y ecosistemas nativos, alterando la composición, estructura y los procesos de los ecosistemas naturales o seminaturales, y poniendo en peligro la diversidad biológica nativa. Estas especies invasoras presentan elevadas tasas de crecimiento y reproducción, una excelente capacidad de aclimatación a condiciones ambientales nuevas o cambiantes, así como una amplia variabilidad genética que favorece el establecimiento de poblaciones estables en áreas nuevas a partir de unos pocos ejemplares introducidos y que les confiere un gran potencial invasor.
Es lo que sucede con las plagas de langosta, por ejemplo. Estas plagas suceden aparentemente de la nada, aunque en realidad pasan por un largo período de incubación y la última fase de expansión es la que nosotros vemos. En esta última fase nubes de hasta 30,000 millones de ejemplares avanzan por áreas de millones de kilómetros cuadrados arrasando con todo a su paso, con una voracidad insaciable, hasta que acaban con todo y entonces se colapsan bajo su propio peso; así como llegaron desaparecen, alterando irreversiblemente los paisajes por donde pasaron.
Pues así nos estamos comportando los seres humanos. Como especie hemos tenido un éxito fenomenal. Nos hemos distribuido por todos los rincones del planeta; adaptándonos a los climas más extremos, y en cada lugar a donde hemos llegado nos hemos convertido en la especie dominante.
Durante miles de años nos fuimos expandiendo lentamente y nuestros números no crecían demasiado, en lo que podría considerarse como un largo período de incubación hasta llegar a la presente fase expansiva en la que rompimos todas las trabas y el impacto de nuestras actividades se ha manifestado a escala global; en el último par de siglos pero particularmente en los últimos cincuenta años hemos alterado todos los ecosistemas y literalmente nuestra presencia se ha vuelto opresiva para incontables otras especies a las que no les estamos dejando espacio suficiente para sobrevivir; la extinción masiva de especies que ya está bien en marcha pinta para ser tan grave como cualquiera de las anteriores que han sucedido en los últimos varios cientos de millones de años; al apropiarnos de las fuerzas vivas del planeta y de todos sus recursos nos hemos convertido en una amenaza para la biodiversidad. El equilibrio homeostático de ese gran ecosistema que se llama biósfera está siendo alterado irreversiblemente, por lo menos en una escala temporal que nos interese.
Y mientras tanto nos seguimos multiplicando exponencialmente; cada año somos 80 o 90 millones más de individuos con toda clase de necesidades y viviendo dentro de un sistema socioeconómico basado en el crecimiento hasta el infinito en un planeta que resultó ser finito. Nuestra voracidad por toda clase de recursos es insaciable y de hecho va en aumento; no solo somos más gente sino que el consumo per cápita es mayor que en cualquier otro período en la historia de la humanidad. Claramente estamos en curso de colisión con la realidad: consumiéndonos al planeta huésped terminaremos por consumirnos a nosotros mismos.

Hacia una reducción de la población
Las proyecciones a futuro estiman que para el año 2024 seremos 8 mil millones de personas, en el 2042 seremos 9 mil millones y que la población tenderá a estabilizarse alrededor de los 10 o 12 mil millones de personas durante la segunda mitad de este siglo. En realidad es poco probable que lleguemos a esas cifras. El sistema va a tronar mucho antes que eso: son muchos los puntos de ruptura que hemos franqueado o que estamos a punto de hacerlo, empezando por el hecho de que, como ya lo mencionamos, el incremento explosivo y exponencial de la población humana en el último par de siglos fue función de las enormes reservas de energía que hicimos correr por el sistema y que están a punto de empezar a escasear. Somos un producto de la era de los combustibles fósiles y una vez que éstos se terminen no hay manera de que se puedan mantener los niveles de población que existen actualmente.
Esto no es muy difícil de entender y si viviéramos en una sociedad más racional y menos obsesionada por seguir creciendo y acumulando y “progresando” hasta el infinito quizás empezaríamos a tomar medidas para una reducción voluntaria de los niveles de población de una manera humana, con políticas de planeación familiar y control de natalidad adecuados a la urgencia de la situación, y con miras de reducir efectivamente nuestros números a algo que vaya más de acuerdo a la capacidad portativa del planeta tierra, quizás a la cantidad de gente que había antes de la presente fase virulenta de nuestra expansión en la época preindustrial, o sea unos quinientos o mil millones de personas a lo mucho.
Esto puede parecer irrealista, pero como también ya lo han dicho anteriormente, si los seres humanos no somos capaces de controlar nuestros números, la naturaleza se va a encargar de hacerlo por nosotros, con métodos que no van a ser de nuestro agrado. Como cualquier otra especie estamos sujetos a las limitaciones que el mundo natural nos impone, y si temporal y artificialmente hemos transgredido esas limitaciones cuando el balance finalmente se corrija la cuenta nos va a llegar corregida y aumentada.
Existe el argumento de que la cuestión demográfica no es el problema principal en nuestro mundo sino el sistema económico que permite tremendas concentraciones de riqueza y en el que el diez por ciento de la población controla el noventa por ciento de los recursos, y tan solo el uno por ciento de la población mundial se apropia del cincuenta por ciento de la riqueza total que corre por el sistema. Ese uno por ciento tiene un impacto desproporcionado en el medio ambiente con sus extravagantes estilos de vida, y son ellos los principales causantes de la depleción de los recursos y el deterioro del hábitat global. Una persona de Estados Unidos consume tanto como cien personas de algunas regiones de África, y si la riqueza estuviera mejor repartida, nos dice el argumento, el planeta tierra podría sostener a una población mucho mayor que la que existe actualmente.
El argumento es convincente y por supuesto tiene razón, pero la manera como hay que verlo es que ambas problemáticas son en realidad manifestaciones de una crisis más profunda, que es la crisis sistémica de nuestra época. Ha sucedido en cantidad de otras ocasiones y ya era para que nos diéramos cuenta de lo que está pasando. Todas esas civilizaciones que han pasado por el escenario de la historia al entrar en su fase decrépita desarrollan los mismos síntomas: la presión poblacional, las concentraciones grotescas de poder y riqueza, la creciente escasez de recursos críticos para su continuidad, la rebatiña por lo que queda, el recrudecimiento de las guerras, la minoría dominante que se hace cada vez más dominante, opresiva y divorciada de la realidad, el militarismo y el estado policiaco, la creciente disfuncionalidad, la incapacidad de atender las problemáticas de fondo, el descenso al caos, y todo el resto de la letanía.
No es difícil ver en qué parte de ese proceso nos encontramos y reconocer que el tiempo no está de nuestro lado. También ayudaría que nos hiciéramos un poquito más conscientes de que realmente hay un mundo natural allá afuera que está desapareciendo delante de nuestros ojos, a un ritmo alarmante, y no hay nada al parecer que pueda impedir que este proceso llegue hasta sus últimas consecuencias, tal es la inercia del sistema.

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