miércoles, 25 de septiembre de 2019

Los esquemas mejor montados



por David Cañedo Escárcega

Un súper esquema

La ideología perversa de que cualquier cosa es válida para apropiarse de la riqueza ajena, y que los métodos más efectivos para hacerlo son los más discretos y aprobados por las leyes y costumbres de la tierra, ha encontrado múltiples cauces en los últimos seis mil años de civilización. Así surgieron los imperios y la nobleza a perpetuidad, así como castas guerreras y religiosas que otorgan sanción divina e imponen el consenso. Todos los imperios son depredadores y con el tiempo fueron perfeccionando su sistema: por supuesto la violencia física se utiliza, cuando es necesaria y conveniente y sin demasiadas contemplaciones; pero hay otras maneras que son igualmente efectivas y que están basadas en otro tipo de violencia, la estructural. Así, se imponen tributos y tratados comerciales abusivos, se controla aparatos legislativo, judicial y policiacos, con un Ministerio de Información que se encarga de definir la realidad y lo que a la masa de la gente se le permite creer, y toda clase de mecanismos para que la gente acepte su papel, y a los que les tocó trabajar pues que trabajen duro y a los que les tocó vivir del trabajo de los demás pues qué remedio, hay que hacerlo y sin el menor cargo de conciencia. Es el orden de las cosas y así se justifica cualquier situación o genocidio.

En fin. Hace 500 años fueron los europeos los que tomaron el relevo al lanzarse alegremente a invadir y conquistar cuanto espacio pudieron. Primero fueron portugueses y españoles y después todos los demás. Se dividieron el planeta entero y parecía no haber límite a su rapacidad. España y Portugal tuvieron su momento pero se les escapó de las manos y fue el Imperio Británico el que les comió el mandado. A pesar de la fenomenal riqueza que sacaron de América, Iberia terminó siendo una de las provincias más pobres de Europa; mientras Felipe II presumía que en sus territorios no se ponía el sol, la economía española se endeudaba hasta el cuello a los bancos ingleses. Albión se convirtió en la gran potencia durante varios siglos, y seguramente hubo algunos que pensaron que iba a durar eternamente, pero como a todos la historia los terminó rebasando.

Cada imperio se las arregla para elaborar los esquemas más ingeniosos y sofisticados para apropiarse de la riqueza ajena o la que antes era de todos, y en la actualidad esto se ha convertido en un arte. Fueron los anglosajones los que nos introdujeron a los conceptos de “propiedad intelectual”, “derechos de autor” y “marca registrada”, que en el fondo no son sino mecanismos para perpetuar el neocolonialismo económico por parte de los poderosos. Ninguno de esos conceptos existía hace más de dos o tres siglos y fueron inventados por un capitalismo grosero y rampante que antepone los intereses de unos cuantos a las necesidades de los muchos. En un mundo en el que absolutamente todo se convierte en mercancía y se privatiza, tenemos casos de compañías como Monsanto que quieren apropiarse de la vida y patentan seres vivos a los que les han modificado un gene o dos, y demandan legalmente a los campesinos cuyas cosechas se han visto contaminadas por OGM (Organismos genéticamente modificados). También desarrollaron sus semillas Terminator de uso único, con las que tienen a los granjeros cautivos de por vida. Las compañías farmacéuticas no se quedan atrás y se apropian de la diversidad biológica para hacer sus medicinas de patente, que podrían salvar muchas vidas si su precio no fuera prohibitivo, y demandan o llevan a la quiebra a laboratorios que producen alternativas genéricas.

Esta cuestión de copyright ha llegado al absurdo que hasta el lenguaje se ha privatizado, y alguna compañía como McDonald’s puede patentar la expresión “Porque me gusta”, que a partir de ese momento le pertenece y ninguna otra entidad la puede utilizar para fines comerciales. Hay patentes para lo que sea, millones de ellas, y el sistema las quiere forzar hasta en el último rincón del planeta. Si a alguien se le ocurre utilizar una idea que otra persona haya tenido, tiene que pagar derechos de autor; ya solo falta que patenten la manera adecuada de respirar o de defecar, y cada vez que alguien lo haga tendrá que pagar lo apropiado.

Las obras intelectuales en algún momento pasan a ser de dominio público, pero solo décadas después de la muerte del titular; hace tiempo eran 10 o 20 años, ahora está entre 70 y 90 años. Es un súper esquema, y han contemplado todos los resquicios.


La supervivencia del clan o el interés privado

Quien sabe que le pasó a la llamada civilización “occidental” que se fue por la tangente y se tomó muy en serio lo de apropiarse del planeta entero.  Los últimos 500 años han sido una letanía de horrores con toda clase de espectáculos a más grotescos: genocidios, limpiezas étnicas, cientos de millones de personas marginadas, explotadas, esclavizadas y desechadas, guerras mundiales, bombas atómicas, armas bacteriológicas y ecocidio generalizado, todo en nombre de “expandir la civilización” o de la “libertad y democracia”. Se impusieron e impusieron sus valores, y están convencidos de su superioridad moral sobre el resto de la humanidad, que francamente ya se empezó a hartar de la insufrible soberbia de estos señores. Asimismo las demás culturas y pueblos del mundo ya se han dado cuenta que el orden socio económico que Occidente propone solo beneficia a unos cuantos y perjudica a todos los demás, y no puede continuar indefinidamente.

En esta etapa de turbulencia por la que estamos pasando, en la que fallas tectónicas del sistema se hacen aparentes y llegamos a límites que de hecho son infranqueables (como se dice, el barco está haciendo agua por todos lados), podemos ver como en diferentes partes del planeta se cuestiona el orden vigente y se buscan alternativas que vayan más de acuerdo con la sustentabilidad local y uso adecuado de los recursos. En cada continente hay tradiciones y filosofías muy distintas sobre la manera como debemos de llevar nuestros asuntos y relacionarnos con la vida, que se han visto desplazadas y sojuzgadas por el paradigma imperante, con los valores que “Occidente” nos ha impuesto. Así, la financialización de la economía, el mercantilismo omnipresente, el consumir por consumir y acumular por acumular, la concentración de la riqueza y la destrucción del medio ambiente se han convertido en la norma, como si fuera un designio inevitable o el sentido último de la existencia.

O eso es lo que nos quisieron hacer creer. Sin embargo, es el sistema el que ya quedó fuera de crédito, y a medida que el barco se va a pique con el riesgo de convertirse en un sálvese quien pueda, habrá un rechazo colectivo total y completo de esa forma de hacer las cosas.

Entonces vienen los británicos y después los gringos a decirnos que los derechos de autor y propiedad intelectual son sacrosantos y los convierten en derechos humanos, y se protegen detrás de un arsenal de leyes con un ejército de abogados para convencer a cualquiera de la veracidad de la causa. Sus reglas, que ellos inventaron de acuerdo a su muy particular visión del mundo, las hacen universales, y ay de aquella entidad o nación que se niegue a seguir el juego. Cada vez son más abusivos, y están empeñados en vivir exclusivamente de sus rentas por los siglos de los siglos, con derechos inalienables de poseer todo lo que existe y hasta lo que no.

En realidad, cualquier obra artística, científica o intelectual, una vez creada le pertenece al mundo, y esto incluye libros, imágenes, música, películas, software, medicinas de patente, descubrimientos científicos, avances tecnológicos, armas nucleares o cualquier otra cosa que se nos ocurra. El mundo existía antes de que se inventaran esas cosas, que no se hicieron de la nada, y seguirá existiendo mucho después de que los que hayan hecho o inventado algo hayan desaparecido. ¿Quién puede decir que algo le pertenece? Nosotros le pertenecemos al mundo, no el mundo a nosotros.

Todo esto es para decir que el viejo orden se está desmoronando y si queremos salvar algo de este mundo en el que vivimos para las próximas generaciones tendremos que empezar a pensar de otra manera. Todo mundo tiene que ganarse la vida por supuesto pero lo que tendremos que abandonar es el factor lucro. Todos estamos en el mismo barco y solo cooperando para el bien común tenemos la menor oportunidad de librar lo que ya es una mala situación. Mientras más nos tardemos en entenderlo, las condiciones solo pueden irse deteriorando. Son muchos los cambios que tenemos que hacer para crear una sociedad más justa, igualitaria y sustentable, y un punto por dónde empezar es devolver el interés privado al lugar que le corresponde, que es muy por debajo del bienestar colectivo y la supervivencia del clan, o de la especie.


El crecimiento desaforado de las corporaciones

¿Cómo sucedió que unas cuantas corporaciones de repente se hicieron del control del mundo? Porque el control lo tienen e imponen sus condiciones en cada mercado donde penetran, y todos somos clientes y consumidores potenciales. No hay rincón del planeta donde pueda uno escaparse de su influencia, aunque quizás por allá en medio de la tundra o en lo más profundo de la selva todavía haya algunas personas que no han oído hablar de coca cola o cuyas vidas no dependan de las redes globales de distribución de alimentos y mercancía. La mayor parte de las compañías y consorcios que conforman las listas de Forbes y Fortune y que se cotizan en la bolsa de valores no existían hace unas cuantas décadas y las más antiguas no tienen más de un siglo y medio. La bebida Coca Cola por ejemplo, la inventó en 1886 un fulano que quería crear un jarabe para aliviar los problemas digestivos; 25 años después ya se vendía por todo Estados Unidos, luego en Latinoamérica y después de la segunda guerra mundial se fue a conquistar el resto del mundo. Actualmente se venden 8000 de sus refrescos cada segundo, o 700 millones al día. México por cierto tiene el record de consumo per cápita anual, con 675 botellas por cada habitante en promedio.

Y pues yo aquí me pongo a pensar que si esa bebida se hubiera inventado en cualquier otro lugar o región del planeta probablemente nunca hubiera llegado a ser conocida más que muy localmente. A fin de cuentas tiene un sabor bastante desagradable, no tiene el menor valor nutritivo y en realidad es pura agua con azúcar y otros ingredientes químicos. Contribuye en buena manera a la epidemia de obesidad y deficiencias alimentarias que asolan a ricos y pobres por parejo, y de paso crea toda clase de problemas sociales y ambientales al apropiarse de fuentes de agua que antes beneficiaban a alguna comunidad. Es difícil creer que millones y millones y cientos de millones de personas en el mundo la consuman con regularidad y no puedan prescindir de ella. Nuestros antepasados que durante eones no conocieron más que agua y jugos de frutas nos mirarían con perplejidad y disgusto; nuestros descendientes también se van a asombrar que hayamos caído bajo el hechizo de un producto tan insubstancial.

Y así crecieron todas esas corporaciones como por arte de magia. Por poner otro ejemplo, Walmart era originalmente una tienda de abarrotes de la esquina, como tantas otras que hay por ahí; fue fundada por Sam Walton en 1962 y en unos cuantos años empezó a tener sucursales por todas partes, acaparando el comercio al menudeo y llevando a la quiebra a cantidad de pequeños negocios en cualquier comunidad donde se instalaba. En los ochentas se dio cuenta de por dónde soplaba el viento y vio que China estaba en camino de convertirse en la fábrica del mundo, con productos de calidad a una fracción del precio en el que se producían en otras partes, y abrió sus puertas y se convirtió en el principal distribuidor de objetos Made in China. Actualmente es la mayor corporación pública del mundo; cuenta con 11 mil tiendas en 28 países y 2, 200,000 empleados. Domina por completo el mercado al menudeo e impone precios y condiciones a todo lo largo del proceso.

La revolución digital produjo a su vez un racimo de mega corporaciones que rápidamente acapararon el mercado convirtiéndose en monopolios. Empezó en la década de los setentas con Microsoft y su sistema operativo Windows que se supo hacer indispensable, convirtiendo a Bill Gates en el hombre más rico del mundo. Después vinieron Apple, Google, Facebook y Amazon que irrumpieron en los últimos veinte años y transformaron radicalmente nuestras vidas. Es de hacer notar lo rápido que esto sucedió. En el año 2000 Facebook no existía y ahora tiene 2,2 mil millones de usuarios activos. Conoce más de nuestras vidas que nosotros mismos y se ha convertido en el medio soñado para tenernos embobados, manipulados y apaciguados. La gente está absorta con sus redes sociales intercambiando la más trivial de las informaciones mientras hemos perdido todo contacto con la realidad. Apple y Google están en primer y tercer lugar de las empresas que mueven más billete en el mundo, por encima incluso de las empresas petroleras, farmacéuticas y de armamentos.

El crecimiento desaforado de estas empresas es indicativo de un profundo trastorno en la manera como llevamos nuestros asuntos. La tendencia al gigantismo es una vulnerabilidad del sistema.


Anomalías anacrónicas

Entonces de lo que se trata es de desarrollar algún producto, lo que sea, aunque no tenga el menor uso o utilidad práctica y que de hecho sea tóxico o dañino, pero que la gente esté dispuesta a comprarlo, y si no lo está pues hay muchas maneras de convencerlos. Se inventan toda clase de necesidades artificiales y muchos individuos descubren que objetos cuya existencia habían ignorado hasta ahora de repente se vuelven indispensables. Lo que sucede es que se crea un mercado. Estas empresas ya saben su negocio y están en búsqueda constante de mercados para sus productos; se ha comercializado hasta el último resquicio de la realidad y hay que venderlo a quien se deje.

El problema de un sistema económico en el que todo gira alrededor del factor lucro es que por lo general se pierde todo escrúpulo para obtener una ganancia rápida. Lo que sea es válido, aunque por supuesto no debe ser demasiado obvio. La publicidad se encarga de mostrarnos el lado bonito de la vida y desde niños se nos condiciona para responder a diferentes estímulos en lo que se ha convertido en el más impresionante y portentoso experimento de manipulación colectiva que nadie hubiera podido imaginar. Simplemente sucedió, una sicosis inducida que le agarró a la humanidad “civilizada”. Estamos dispuestos a aceptar lo que sea, con tal que se nos presente de la manera adecuada.

Tenemos por ejemplo el notorio caso de la compañía Nestlé y la agresiva campaña que utilizaron para promover su fórmula para bebés en países del tercer mundo. Iban sus agentes de ventas disfrazadas de enfermeras y daban muestras gratis a madres lactando, que después de un mes de usar la fórmula descubrían que sus senos ya no producían leche, y estaban enganchadas a comprarlo a precios prohibitivos. Las madres se veían forzadas a diluir la fórmula con agua que quizás no era potable, y hubo literalmente millones de niños afectados, muertos por enfermedades gastrointestinales o condenados a vivir con malnutrición crónica. Siempre hemos sabido que la leche materna es la mejor manera de alimentar a un bebé, pero Estados Unidos sigue insistiendo que la Organización Mundial de la Salud no lo establezca como consenso, con tal de proteger esta industrial amoral que mueve miles de millones de dólares. 

Y así es. Se inventa un producto y hay que enjaretárselo a quien se pueda. A alguien se le ocurrió que los pesticidas iban a ser un gran negocio, si tan solo se conseguía que el imperio se pusiera de nuestro lado y nos ayudara a promocionarlos adonde sea que llegaran sus tentáculos, y de paso también las semillas genéticamente modificadas y todo un modelo de producción y distribución de alimentos que ha provocado una verdadera catástrofe social al llevar a cientos de millones de campesinos en todo el mundo a abandonar sus tierras y emigrar a la ciudad, así como un desastre ecológico del que ni siquiera empezamos a ver todavía las consecuencias, con poblaciones de insectos y bichos en caída libre y residuos químicos que han permeado el tejido de la vida y seguirán ahí durante miles de años.

Pero lo que sea con tal de ganarse un billetito. Ahora resulta que las compañías Nestlé y Coca cola se están tratando de apropiar de la última gran reserva de agua dulce que hay en el planeta, que es el acuífero Guaraní, en Sudamérica, y están en tratos con el gobierno brasileño para obtener contratos de concesión por más de cien años. Tomando en cuenta que el agua es recurso estratégico y cada vez más escaso, es lógico que se muevan en esa dirección, y podemos suponer que están dejando sus buenas propinas para que las negociaciones avancen.

Entonces una manera de ver las cosas es que la naturaleza del sistema se materializó en este tipo de corporaciones, que son el esquema perfecto para apropiarse de la riqueza común y concentrarla en unas cuantas manos. Ponen y quitan gobiernos a su antojo, imponen leyes y tratados comerciales, evaden impuestos, monopolizan mercados acabando con pequeños productores y con cualquier alternativa que les haga competencia, explotan la mano de obra barata y se aprovechan de las pocas regulaciones ambientales, y nos avientan sus desperdicios, desechos tóxicos y demás externalidades. Ya se hicieron muy pesados: se les subieron los humos y terminaron por creerse que su lucro es más importante que el flujo de vida. Y aunque todo mundo parece estar bajo la impresión de que su existencia forma parte de un designio inevitable, en realidad esas corporaciones son anomalías que han quedado anacrónicas, no más no nos hemos dado cuenta todavía.


Es la realidad la que nos mira

La intuición nos dice que la economía no puede seguir creciendo indefinidamente. Nuestra civilización está obsesionada por el “progreso” y el crecimiento, e incluso ahora, con un cambio climático en ciernes y una crisis ambiental que corre el riesgo de ponerse fea, somos incapaces de imaginar una manera alternativa de manejar nuestros asuntos. El orden social vigente se desintegra delante de nuestros ojos; la polarización de la riqueza ha llegado a los extremos del absurdo y a su lógica conclusión: los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres y la clase media viendo erosionarse sus estilos de vida y aferrándose a lo que sea que hayan obtenido. Las guerras por mercados y recursos se intensifican y como que el planeta tierra ya no está dando lo suficiente para que todos estén satisfechos. Queremos más y más y más y nunca es suficiente, ese es el punto.

En estos momentos la irracionalidad impera; alguien diría que si te encuentras en medio del desierto con una cantidad limitada de agua y comida que te tiene que durar equis tiempo, lo que debes hacer es administrarlo lo mejor que puedas. Pero si te lo acabas todo en dos días después te vas a morir de sed y hambre. Ok, el ejemplo es burdo, pero algo así es lo que nos sucede. Los recursos del planeta realmente son limitados y nuestras necesidades insaciables. En lugar de moderar nuestro apetito le entramos con más gusto.

En esta fase del colapso vemos como sociedades en diferentes partes del mundo se mueven hacia la derecha política. Hay una ansiedad palpable y la gente tiene miedo del futuro; somos buenos para esconder la cabeza bajo la arena y pretender que no sucede nada pero en el fondo sabemos que sí sucede algo. Esta disonancia nos pone en un estado neurótico que nos hace olvidar todo espíritu crítico y vemos cómo por contagio y mimesis un segmento lo suficientemente grande de alguna sociedad como para hacer alguna diferencia, apoya incondicionalmente a algún líder que les viene a hablar de cómo va a hacer a “América” (o cualquier otro país) grande de nuevo. Solo así explicamos el arrastre que tiene Trump (o cualquier otro personaje) sobre la masa. Les vienen a hablar bonito y del sueño de la abundancia eterna, que es lo que quieren creer con todas sus fuerzas.

Entonces vemos como en Brasil gana las elecciones un fulano que abiertamente se declara proto fascista y que ha anunciado que va a acabar a toda marcha con lo que pueda de la selva del Amazonas; les ha negado a los indígenas de la zona el derecho de existir diciendo que se tienen que asimilar, mientras ven como su hogar desaparece en esta última orgía del capitalismo. Van a acabar con todo, porque el sistema no se puede detener, y la gente vota por ellos y se deja llevar por la marea.

En Hungría, Ucrania y otros países de Europa del Este los partidos neonazis se han hecho del poder o para allá van, y la gente los apoya porque están hartos de ver erosionarse sus estilos de vida y todo aquello que creían cierto. A los millones de refugiados de las guerras que Occidente ha provocado en África y Medio Oriente nadie los quiere, y los dejan ahogarse en el mar sin rescatarlos. Como muchos otros imperios en franca decadencia, los gringos quieren construir un muro físico que los separen de los barbaros. Romanos y chinos hicieron lo mismo. Es como que quieren mantener a raya el caos que están provocando afuera. Los susodichos campeones de la libertad y democracia se han convertido en un estado policiaco ejerciendo el máximo control posible sobre su población de una manera cada vez más descarada y opresiva. Por supuesto también le echan la culpa a los migrantes de todo lo malo que sucede en este lado de la realidad; han saqueado a América Latina todo lo que han querido y a Centroamérica en particular la han exprimido, y arman un mitote porque una caravana de refugiados se acerca a su país.

Entonces, ¿qué es lo que está pasando aquí? Es como una histeria colectiva; mientras más orates estén los líderes más embobada está la audiencia. No hemos entendido que tenemos que empezar a aprender a vivir con menos, todos, empezando por los que están allá arriba, y reducir radicalmente el consumo de cualquier producto superfluo. Ya llegamos a ese punto. ¿Y cómo desaceleras la economía cuando todo mundo quiere seguir creciendo? Yo diría que viendo la realidad de frente. Pero si no la queremos ver, es ella la que nos mira.


La sacrosanta institución de la propiedad privada

Efectivamente, es la realidad la que nos mira, y de hecho nos tiene en la mira. La realidad es la realidad, y no perdona. No podemos transgredir las leyes de la naturaleza y pensar que no nos va a llegar la cuenta. El mundo natural no tolera los excesos y nuestra presencia se ha vuelto excesiva. Lo dominamos todo. Estamos en todas partes. Hemos hecho de éste, “nuestro” planeta. Hemos impuesto nuestras reglas: así, de repente, tomamos posesión del territorio y lo declaramos nuestro. Recuerdo unas vacaciones cuando era niño que mis hermanos y yo agarramos la costumbre de que cada mañana al levantarnos nos íbamos por todos los rincones de la casa (una casa muy bonita donde nos estábamos quedando) y cada quien declaraba “suyo” su objeto preferido. Había una mecedora que era muy solicitada, y el que la ganaba tenía prioridad para utilizarla todo el día. Alguien declaraba suyo un objeto y los demás nos lo creíamos. Era parte del juego.

Pues así nos pasó a la humanidad en conjunto. Cada quien empezó a apropiarse de lo que pudo, a partir del momento en el que todo lo comenzamos a ver como un objeto. Esto, como ya lo hemos observado, es un desarrollo muy reciente en la historia de la humanidad. Durante la abrumadora mayor parte de nuestra existencia como especie la propiedad real era común. La gente tenía por supuesto objetos propios de uso personal, pero la verdadera riqueza, la tierra, era de todos. Fue con la revolución industrial que surgió una clase media burguesa obsesionada por acumular riqueza al mismo tiempo que millones de personas abandonaban el campo para ir a trabajar a las fábricas en la ciudad. Por aquellas fechas hicieron su aparición también las acciones y los bonos, echando en marcha el proceso de financialización de la economía y el papel central que los bancos asumieron en el control del dinero, que se convirtió en la parte más importante de nuestras vidas.

Previamente, la regulación sobre la propiedad, transmisión y herencia de los bienes personales era prácticamente inexistente, pero como por arte de magia se materializaron toda clase de esquemas, leyes y justificaciones para proteger la acumulación de la riqueza a perpetuidad. Este pasó a ser el nuevo paradigma, y tanto la tierra como la vida misma se convirtieron en objetos que podían comprarse y venderse como cuentas o collares.

Entonces tenemos que ver esto con un poco de perspectiva histórica. El presente culto a la propiedad privada lo hemos llevado a sus últimas consecuencias, y esas son que un puñado de individuos se creen literalmente los dueños del planeta y que pueden hacer con él lo que quieran, incluyendo provocar guerras, genocidios y colapsos sociales y ambientales. Nos hemos apropiado de todo y por eso hemos acabado con todo. Sin embargo, cuando se haga el recuento de lo que fue el paso por el escenario de homo sapiens, este culto al exceso y la acumulación no será más que un brevísimo capítulo que llegó y se fue, aunque con largas consecuencias.

Como dijera el jefe Seattle, terminó la vida y comenzó la supervivencia. Ahora que entramos en esta nueva fase, en la que el simple hecho de sobrevivir se vuelve cada vez más problemático (como ya lo es para millones de refugiados y damnificados en el mundo), podemos suponer que en el reajuste que nos espera la propiedad privada desaparezca de la misma manera como llegó, casi sin darnos cuenta. En el transcurso de unas cuantas generaciones el planeta entero se privatizó; en unas pocas generaciones más, y a medida que avanza la crisis, individuos, comunidades y sociedades nos iremos dando cuenta que el bien común es la única manera en la que podremos salir adelante, y el que no esté dispuesto a entenderlo será marginalizado. Como todas las demás especies en medio del cambio, o nos adaptamos a las nuevas condiciones o quedamos fuera del juego.

Al paradigma vigente lo tenemos que entender como una aberración que llegó, se impuso, provocó todo el daño que pudo y agotó sus posibilidades, y ya va siendo hora de que se vaya por la cloaca de la historia. Todas esas leyes y cuerpos legislativos que protegen la sacrosanta institución de la propiedad privada irán perdiendo vigencia y serán finalmente abandonadas y reemplazadas por otras creencias y reglas de convivencia, escritas o no. Los antropólogos del futuro se sorprenderán de lo primitivos que fuimos socialmente mientras el uso de tecnologías demasiado complejas para nuestro propio bien se nos escapaba de las manos y se convertía en el principal factor de destrucción del mundo.


En la vorágine del cambio



por David Cañedo Escárcega

La naturaleza del cambio

Una vez que hemos asumido que el sistema socio político económico religioso cultural filosófico etcétera se está cayendo en pedacitos podemos contemplar algunos de los cambios que se avecinan. Sobre la naturaleza del cambio podemos decir que es inevitable, pero todo depende de qué tanto comprendamos las circunstancias y causas por las que ocurre y podamos prepararnos para sus efectos. Hay veces en que nos agarra completamente desprevenidos; no nos damos cuenta ni nos queremos dar cuenta que las cosas ya no son como las pensábamos y en tales casos puede suceder que nos veamos rebasados por los eventos. A fin de cuentas no hay nada estático en el universo, todo está en un constante proceso de flujo y transformación en el espacio y en el tiempo, y ¿de veras creíamos que nuestra posición de privilegio iba a durar eternamente? Los esquemas mejor montados se derrumban, imperios van y vienen, civilizaciones duran lo que duran y desaparecen sin dejar rastro y en este punto estamos en que nos tambaleamos al borde del abismo y seguimos adelante con más ímpetu, porque tenemos prisa por llegar a donde sea que vamos.

Tan inmersos estamos en la sociedad del espectáculo que nos quedamos embobados a medida que el sistema se desmorona todo a nuestro alrededor como si fuera una producción de Hollywood. Por nuestras pantallas llegan noticias e imágenes de ciclones y guerras, hambrunas y refugiados, especies que desaparecen y accidentes industriales, de la contaminación y derrames petroleros, invasiones y atentados, y los vemos como si fueran hechos aislados y ajenos, que acontecen allá lejos y a otras personas, y no les prestamos demasiada atención; rápido se pierden en el diluvio de información que se ha convertido nuestra vida cotidiana.

En realidad, es el sistema entero el que está fallando, y esto se manifiesta en múltiples disfuncionalidades. Así es, todo está interconectado y si es la biósfera misma la que está comprometida, nuestras estructuras también lo están, y de hecho son bastante vulnerables. Esto sin embargo no lo queremos reconocer, y por eso nuestra resistencia a tomar cualquier medida que nos incomode o rompa con la costra de la costumbre.

Pero hay medidas que sí se pueden ir tomando; al principio nos va a costar trabajo decidirnos y empezar a implementarlas, pero en algún momento nos daremos cuenta que pueden hacernos la vida más fácil a lo largo del camino. Si el sistema no funciona hay que pensar por fuera del sistema y desechar los valores que nos impone. Seguir creyendo a estas alturas que la acumulación de la riqueza está por encima del bien común es un suicidio colectivo, y los que creen que se benefician del orden de las cosas y harán lo que tengan que hacer para que sigan como están, pueden tener un brusco encontronazo con la realidad. No se trata de hacer la revolución: el edificio se está cayendo por su propio peso. Muchas cosas se podían haber hecho para suavizar el impacto, pero nunca estuvimos muy convencidos de que ya era hora para finalmente hacer algo, y henos en el presente predicamento.

Y pues un primer paso es que nos hagamos la idea de que la orgía de consumo terminó y cada vez habrá menos recursos y energía per cápita y es posible que eso se traduzca en menores opciones, oportunidades y medios para ganarse la vida, así como inseguridad alimentaria e intensificación de toda clase de conflictos. Recursos escasos con una población creciente y la riqueza cada vez más concentrada es como un embudo por el que se tapa la cloaca y las aguas negras se desbordan.

Una vez que aceptamos esta premisa, que el sistema es insustentable y que lo que lo sostenía ya se acabó, visualizamos un panorama muy distinto, y quizás entonces nos podemos ver movidos a la acción. La tarea es enorme y no sabemos ni por donde abordarla: nada más y nada menos que construir un sistema socio político económico ecológico alternativo en un lapso de tiempo record. Todos y cada uno de nosotros somos agentes de cambio pero tenemos primero que hacernos conscientes de la situación. No se trata tampoco de ser alarmista, pero las cosas ya son lo bastante graves para que sigamos indefinidamente enterrando la cabeza en la arena. El futuro nos alcanzó y tenemos que salirle al paso.


Una sociedad demasiado compleja

Cuando decimos que el sistema se está desmoronando es porque realmente lo está haciendo. Eso es, está perdiendo cohesión y corre el riesgo de implosión. Un sistema es un conjunto de elementos que se relacionan e interactúan entre sí, nada más. Y según la cantidad de elementos y naturaleza de las interacciones puede ser más simple o más complejo; hay sistemas que prefieren mantenerse en un estado muy simple y hay otros que optan por hacerse cada vez más complejos. Las bacterias por ejemplo pueden consistir de una sola célula, y aunque nos pueden parecer organismos simples en realidad tienen una asombrosa capacidad de adaptación a los ambientes más hostiles. Resisten temperaturas extremas de frío y calor y pueden vivir en ausencia de oxígeno y en presencia de metano, azufre y desechos radioactivos. Son los organismos más abundantes del planeta y están por todas partes; se estima que hay un millón de células bacterianas en un mililitro de agua dulce y 40 millones en un gramo de tierra. Las bacterias han estado aquí desde hace cuatro mil millones de años, y van a seguir estando hasta el fin de los tiempos porque este es su planeta. Hay millones de especies y resultaron ser de lo más resilientes.

Entonces el hecho de ser organismos simples les dio muchas otras ventajas evolutivas. Pero la vida también tiende a formas más complejas, porque a la vida le gusta experimentar, y en el laboratorio de la biósfera le dio vuelo a la imaginación y se manifestó en las formas más variadas. La diversidad es la clave de la vida, (aunque es una lástima que eso no lo hayamos entendido y estemos llevando despreocupadamente a miles de especies a la extinción); en cualquier caso el cerebro humano es una maravilla de complejidad evolutiva con sus cerca de cien mil millones de neuronas comunicándose entre ellas e intercambiando información por medio de partículas llamadas neurotransmisores en más de cien billones (1014) de espacios sinápticos. Cada uno de estos espacios alberga un montón de sucesos a la vez y las neuronas se activan siguiendo diferentes patrones de frecuencias. Al parecer solo estamos aprovechando un pequeño porcentaje de las potencialidades del cerebro.

El caso es que a nosotros, homo sapiens, también nos dio por construir nuestros propios sistemas que nos dan cohesión social, nos explican el significado del universo y median nuestra percepción de la realidad. Estos sistemas empezaron siendo bastante simples, como entre los pequeños clanes nómadas del pasado histórico que contaban con códigos de conducta definidos por el imperativo de la sobrevivencia común, y fueron desarrollándose a medida que nos sedentarizamos e inventamos la civilización basada en la agricultura, la acumulación de los excedentes y creación de jerarquías. Cada reino o imperio que pasó por ahí era una búsqueda a fin de cuentas de mayor complejidad en el entramado de la sociedad, esto es, en las relaciones entre cada uno de los participantes. Las poblaciones tendían a crecer y necesitar cada vez más recursos, y surgieron inmensas burocracias para atender las necesidades de la cotidianeidad y mantener un mínimo de control y orden en el caos. Pero inevitablemente terminaban perdiendo la batalla. Al final el caos siempre se impone y esto es por la ley física de la entropía, en la que todo orden es temporal y no más que un paréntesis antes de regresar al caos. Al agotarse los recursos el más elaborado esquema se viene para abajo.

El nivel de complejidad al que ha llegado nuestra civilización industrial tecnológica vigente era inimaginable hace un par de siglos. Hace apenas cincuenta años la sociedad se movía todavía a otro ritmo. Y de repente el planeta se encogió, la economía se globalizó, nos ahogamos en un mar de información, se nos convirtió en objetos o en datos estadísticos, se nos sumergió en el más sofisticado aparato de control y manipulación que se pudieron inventar, y las circunstancias de las que dependen nuestras vidas escaparon por completo de nuestras manos. Ahora dependemos de una bolsa de valores que está en Nueva York o de que algún sicópata en su bunker no decida mandar un misil nuclear. Situaciones como el cambio climático o el deterioro generalizado del medio ambiente son las fallas más críticas del sistema y nos rebasan por completo; quizás por eso preferimos ignorarlas.

La sociedad se hizo demasiado compleja para nuestro propio bien y demasiado rápido. Nuestra psique todavía no lo asimila y es probable que cuando las fuerzas centrífugas empiecen a soplar en serio nos quedemos azorados sin saber ni lo que esté pasando a nuestro alrededor.


Reinventando México

Más vale que nos vayamos haciendo la idea que la economía local, regional, estatal, nacional y global es un castillo de naipes que en el momento menos pensado se viene para abajo, y que, así como están las cosas, ya está haciendo agua por todos lados. Vemos al imperio dando un traspié tras otro, embarcándose en guerras comerciales con aliados y rivales: a China, que es su principal acreedor y al que le debe billones de dólares, lo quiere estrangular con tarifas, cuando la economía china es más grande que la gringa y cada vez más independiente. El día que se decida será China la que le ponga un trancazo económico a Estados Unidos del que probablemente no se pueda recuperar. Aunque son muy cautelosos: los chinos saben que una fiera acorralada es peligrosa y prefieren darle tiempo al tiempo y dejar que las cosas sigan su curso y el imperio se derrumbe por sí solo.

Los europeos ya no aguantan las imposiciones y berrinches de su “socio”, que también les impone tarifas y les prohíbe hacer negocios con Irán o Rusia; asimismo los obliga a aumentar el presupuesto que le dedican a la OTAN y en general tienen que plegarse a lo que se les diga. Pero ya no están tan contentos con la condición servil en la que quedaron después de la última guerra mundial, y pareciera que Estados Unidos estuviera haciendo lo posible por terminar de enajenarlos. Lo mismo hace con Canadá y México, sus socios del TLC de Norteamérica. Se quiere imponer más que de costumbre, y se hace sofocante. Se encajan demasiado y han renegociado ese tratado para poder exprimirnos todavía más.

Da la impresión que nos aproximamos a la fase terminal de esta charada que hemos estado jugando. Estados Unidos, o el imperio, o el sistema, o la élite, según lo amplio o estrecho que lo queramos ver, está desesperado aferrándose con las uñas para mantener hasta el último de sus privilegios, incapaces siquiera de imaginar un futuro con un status quo diferente. La situación ya se les fue de las manos, y a lo más que pudieran aspirar en este momento es a un aterrizaje suavecito, pero en lugar de frenar se lanzan con más fuerza. Van a terminar perdiendo más de lo que se pudiera salvar de otra manera.

Tomando en cuenta estas circunstancias y viendo que el imperio está desahuciado y sin manera de reformarse, la imagen que un país como México debe proyectar ahora es distinta. Imaginémonos una nación vasalla que decide no seguirle más el juego al capital internacional y prefiere zafarse de la órbita imperial para formar parte de un mundo multipolar. Esa nación ya se dio cuenta que el futuro con el imperio no la va a llevar a ningún lado: la enfermedad es terminal y se va a llevar a todos los que pueda por delante, así que por simple instinto de supervivencia decide buscarle por otro lado, tratando de conformar una sociedad más equitativa y sustentable. Esto no será nada fácil, por supuesto, y va a enfrentar una resistencia feroz, como tantas otras naciones que lo intentaron y fueron hechas trizas, pero es la única manera: la situación tal como está es insostenible.

La degradación ambiental a nuestro alrededor y a cualquier escala, de local a global, es bien real y presente, por más que nos esforcemos colectivamente en ignorarla a pesar de estar cruzando puntos de ruptura que pueden ser irreversibles. A medida que nos despertamos a la enormidad de la situación en la que nos encontramos el esfuerzo colectivo por salvar lo que pueda ser salvado del mundo natural debe convertirse en nuestra prioridad número uno, por encima de cualquier otra consideración política y económica. México podría reinventarse: olvidarnos de mega aeropuertos y otros proyectos faraónicos, así como del índice Dow y que si los mercados subieron o bajaron, o de nuestra habilidad para atraer las inversiones extranjeras. Todo eso forma parte del edificio financiero que se está resquebrajando. Podríamos echar nuestra suerte a crear una sociedad ecológicamente responsable, en la medida en que lo entendamos y tomando en cuenta que la crisis ya la tenemos encima; esto implica una ruptura en un tiempo extremadamente breve, quizás tan solo un par de décadas, en que todavía tenemos margen de maniobra. Otras naciones ya lo están intentando.

Al principio parece que todo mundo está esperando que alguien tome la iniciativa, pero una vez que se pasa cierto umbral y masa crítica, el cambio se hace inevitable.


Dos días sin whatsapp

En las sociedades civilizadas más o menos nos estamos pasando un promedio de seis horas diarias enfrente de alguna pantalla. Eso es la cuarta parte del día. Televisión, computadora y celulares se apropiaron de nuestras vidas y se volvieron indispensables. Ni siquiera nos dimos cuenta de cómo sucedió, pero fue muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos. Esto implica un giro evolutivo de primera magnitud y podemos suponer que generará toda clase de mutaciones en nuestro organismo, como no las había habido desde que descendimos de los árboles. En aquel entonces los cambios eran lentos, y se llevó cientos de miles de años terminar de desechar las colas que utilizábamos para movernos de rama en rama, así como el pelo corporal que nos protegía del frío y que se volvió innecesario al empezar a cubrirnos con pieles de otros animales. El cuerpo se adaptó a los diferentes estímulos y desarrolló lo que le era más conveniente, y lo mismo ocurre actualmente. Nos hemos vuelto sedentarios, comodinos, pasivos, y completamente dependientes de la tecnología para funcionar día con día, y eso significa que nuestros cuerpos se están volviendo más débiles, frágiles y vulnerables. Es de suponer que el hecho de pasarse tantas horas al día hipnotizados delante de una pantalla tendrá algún efecto en nuestro sentido de la vista, y que los ojos se hagan más chicos o más grandes, y las retinas más sensibles o insensibles, y la curvatura de la córnea o lo que sea; algún efecto físico ya se estará manifestando.
En cuanto a nuestras mentes, ¿qué efecto tienen esas pantallas en el desarrollo de eso que llamamos inteligencia? Alguien podría argüir que las pantallas solo han contribuido a nuestro embrutecimiento colectivo, como inevitablemente tenía que haber sido, y que estamos tan absortos en la realidad virtual que nos hemos olvidado de la realidad real. Queremos ser y estar entretenidos y nuestros aparatos han sido una excelente distracción. Los amamos porque nos distraen de la realidad y nos hacen creer en muchas cosas. ¡Cómo han hecho que la vida sea conveniente y fácil de llevar! El celular se ha convertido en una verdadera muleta sicológica para mucha gente, desde que despiertan hasta que se duermen, y esto ocurrió en menos de una década.

Por estos últimos días se vino el frente frío con helada aquí en la huasteca hidalguense donde vivo y cantidad de ramas y árboles se cayeron por todos lados provocando deslaves y bloqueando la carretera, dejando la región incomunicada. También se cayeron los postes de luz y horror de horrores nos quedamos aislados y sin electricidad durante dos días. El primer día la tortillería funcionó con una planta de gasolina y había una cola de una cuadra para comprar tortillas; el segundo día se descompuso la planta y la gente se quedó sin tortillas.

Todo mundo aquí estamos tan adictos como cualquiera a nuestra luz eléctrica y los aparatitos de toda clase de los que nos hayamos podido procurar. Los chavos y no tan chavos ya no pueden vivir sin su celular, es la verdad simple y sencilla. ¿Cómo sería la vida sin whatsapp? Pues durante dos días la gente tuvo que sobrevivir sin su dosis. Mis sobrinas dicen que de repente descubrieron que convivían con otras personas en la misma casa y empezaron a hablarse en lugar de mandarse mensajes. Y las noches estrelladas. Tenía tiempo que no se veían tantas estrellas en el cielo nocturno, y es posible que algunas personas se hayan percatado de ellas por primera vez, con eso que las noches ya no son oscuras por la contaminación de luz que emana del pueblo.

O sea que quedarse sin luz no dejó de tener sus ventajas. Los jóvenes tuvieron una probada de lo que la vida era antes de que la tecnología llegara y se instalara, y finalmente decidieron que la vida es mucho mejor ahora que tenemos Facebook y demás redes sociales; la comunicación instantánea se ha convertido tanto en la nueva normal que no se pueden imaginar sin ella.

Los dos días se fueron rápido pero ya todos estaban deseando que regresara la luz. De prolongarse más, eso hubiera tomado tintes de crisis, empezando porque en algún momento habrían faltado alimentos.

Finalmente regresamos a la normalidad. Ya todo está bien y tan sólo nos queda esperar que esta normalidad dure todavía mucho tiempo. No es difícil imaginar una situación en un futuro no muy lejano cuando las fallas eléctricas se hagan crónicas y Tenango y tantos otros pueblos como él se encuentren aislados y con problemas para mantenerse.


Confrontando una situación

Y pues sí, es muy fácil decir que la economía tiene que decrecer eliminando todo lo superfluo, pero en la práctica ¿cómo lo haces? Nadie quiere una crisis económica, y si algún candidato se postula con una plataforma de cerrar fábricas y eliminar fuentes de empleo es posible que no se le tome mucho en cuenta. Estamos en medio de la fiebre, y queremos más y mejores servicios, aeropuertos nuevos y súper trenes, redes inalámbricas de alta velocidad y lo último en aparatitos, haciéndonos adictos a estilos de vida con exagerado uso de energía. Se nos habla de una transición a una economía más “verde”, pero nadie está dispuesto a vivir con menos energía. Se hacen acuerdos internacionales para reducir las emisiones de carbono que rápidamente se olvidan mientras gobiernos e industria petrolera están desesperados por encontrar otros pozos petroleros que sustituyan a los que se han agotado. La demanda va en aumento, y la oferta lucha por seguirle el paso. Vamos por supuesto a quemar hasta la última gota de petróleo que encontremos, al mismo tiempo que las concentraciones de CO2 en la atmósfera llegan a niveles que no se habían visto en varios millones de años. Estamos fritos: el cambio climático ya nadie lo detiene, aunque aún se pueden hacer muchas cosas para mitigar sus peores consecuencias, si tan solo pudiéramos comenzar a decidirnos.

Cuando vemos las cosas desde el punto de vista de la crisis ambiental que tenemos encima, de repente la idea de decrecer la economía ya no suena tan absurda, y podemos suponer que en unos diez o a lo mucho veinte años habrá candidatos cuya plataforma será precisamente esa, y mientras más urgente su propuesta más caso les hará la gente. Así como van las cosas, con un medio ambiente en proceso generalizado de deterioro observable en el transcurso de nuestras vidas, y un polvorín social a medida que recursos críticos se hacen más difíciles de obtener, en veinte años ya notaremos una diferencia con las condiciones en las que vivimos actualmente, para los que nos pongamos a recordar con nostalgia los viejos tiempos. A medida que el mundo que nos hemos creado se resquebraja seremos movidos a la acción, como cuando te despiertas de un letargo y te das cuenta que si no te apuras se te va el tren.

Entonces, ¿qué pasos prácticos se pueden dar desde ahora para suavizar el trancazo? Bueno pues se puede empezar desde muchas partes y una de ellas es asegurar que todos y cada uno tengan suficiente para comer y vivir decorosamente. Esto significa un ingreso mínimo garantizado para todo ciudadano y habitante de una región. En un escenario de crisis económica o de decrecimiento voluntario de la economía, en el que la industria irá cerrando progresivamente sus puertas y segmentos de la población se quedarán sin trabajo, la única manera de tenerlos sosegados es que no se estén muriendo de hambre. La gente es capaz de hacer muchos sacrificios si comprende la necesidad de hacerlos y ve que los demás jalan parejo. Esto implica necesariamente una repartición de la riqueza. Si nada más se le pide al pueblo que se apriete el cinturón mientras las clases privilegiadas se encierran en sus enclaves imponiendo estados de sitio y distopias militarizadas, ya no está funcionando el asunto. De hecho es lo que sucede, y si la situación se va por ese rumbo corre el riesgo de terminar muy mal, con represión, violencia, hambrunas y guerras por recursos con armas nucleares.

Si las élites que se creen dueñas del planeta pudieran comprender que el sentido de la vida no es acumular poder y riqueza y que su sobrevivencia está ligada a la sobrevivencia del cuerpo social y el medio ambiente al que pertenecen, quizás decidirían que a partir de cierto punto la acumulación de bienes ya no hace sentido y que a todo mundo le conviene que no haya extremos de riqueza o de pobreza.

Es el sistema económico el que tiene que cambiar, y a estas alturas la única manera de hacerlo que no implique excesos de violencia es que la misma gente que se beneficia del sistema participe en su desmantelamiento. Con su cooperación se avanzaría mucho más rápido en lugar de tener que esperar hasta que el edificio caiga por su propio peso, cuando ya no quede mucho por salvar. Si esto lo entienden, quizás entre todos podamos buscar alternativas y hacerle frente a una situación que de por sí ya es lo suficientemente grave.


Reduciendo las emisiones

La humanidad en conjunto arrojó 54 gigatones de emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera en el año 2017. Esto está muy por encima de lo que el mundo natural puede absorber por sí solo, principalmente por medio de bosques y océanos, y que se calcula alrededor de los 21 gigatones. Es decir, hay un exceso de 33 gigatones de gases que estamos quemando alegre y despreocupadamente, y que se van acumulando allá arriba haciendo que desde que empezó la revolución industrial hace dos siglos la concentración de CO2 haya aumentado de 280 partes por millón (ppm) a 412 en la actualidad, lo que es el nivel más alto que se había visto en 800,000 años. La concentración sigue aumentando a razón de 2.25 ppm al año en promedio, lo que significa que de aquí a 15 años le vamos a estar pegando a las 450 ppm, lo que al parecer ya hace inevitable un aumento de dos grados en la temperatura global, provocando deshielos, inundaciones, mega tormentas, sequías y millones de refugiados en el mundo. El proceso se puede hacer muy caótico, de por sí nadie tiene el control de nada, y la sociedad entera está basada en supuestos que solo funcionan dentro de ciertas condiciones. Si estas cambian, la sociedad se verá desbordada rápidamente en su capacidad de adaptarse y surgirán todos los monstruos que normalmente nos gusta creer que tenemos sosegados. En realidad nada más están esperando su oportunidad de manifestarse.

Entonces es imperativo reducir esas emisiones lo antes posible. Ahora bien, no todo mundo contamina de la misma manera por supuesto, y si dividiéramos esos 21 gigatones que el mundo natural puede absorber entre los 7 mil y tantos millones de personas que hay en el planeta nos tocarían 3 toneladas de CO2 por persona al año, con lo que se puede hacer bastante si aprendiéramos a administrarnos. En la práctica son los países “desarrollados” y las clases acomodadas las que se han acostumbrado a derrochar energía para darse la gran vida, y así vemos que en Estados Unidos la persona promedio produce 17 toneladas de CO2 al año, contra 5.3 en Italia, 1.7 en India y 0.1 en Mali.

Un dato curioso es que en la combustión cada átomo de carbono se combina con dos átomos de oxígeno, lo que hace que un kilo de combustible fósil al quemarse se convierta en 3.7 kilos de dióxido de carbono.

Entonces tenemos que reducir esas emisiones a un paso gigantesco y la única manera de hacerlo es consiguiendo la cooperación de las clases pudientes en el desmantelamiento del sistema que los beneficia. La industria se ha convertido en una carga que está poniendo en juego nuestra propia supervivencia y tendremos que dejarla atrás. Eso incluye los modelos industriales de producción de alimentos, tanto en agricultura como ganadería y pesca. Incluye los millones de fábricas que producen toda clase de objetos superfluos que atiborran los estantes de los supermercados; incluye también al complejo militar industrial que se dedica a producir algunos de los objetos más inútiles que nos podamos imaginar, que son las armas. La institución de la guerra tiene que desaparecer, así como las condiciones sociales que la hacen necesaria. La movilidad de la que gozamos actualmente será vista como una anomalía histórica: qué cómodo es tomar un avión y en cuestión de horas estar en cualquier parte del mundo, pero eso es un lujo del que no siempre vamos a seguir gozando. También tendremos que reducir sustancialmente el uso del automóvil y dejar de creer que la tecnología nos va a sacar de nuestros problemas.

Para los que piensen que es irrealista y utópico suponer que este cambio será voluntario es posible que tengan razón. Si vemos el registro histórico no hay muchas posibilidades de que eso suceda. Cada civilización que ha fallado es porque estaba atrapada en una inercia paralizante, y se siguió adelante hasta que ya no se pudo seguirlo haciendo. Si aprendiéramos de la experiencia ajena, pero eso tampoco sucede. Como en una tragedia griega en la que el destino está decidido de antemano así vamos, atrincherados en nuestras zonas de confort y con un fastidio enorme de tener que ver la realidad de frente.

En fin. Así es como está la situación. No tenemos mucho margen de acción y lo que hagamos o dejemos de hacer en los próximos 20 años tendrá largas consecuencias. El deterioro ambiental es imparable; quizás todavía alcancemos a frenarlo un poco. 


Desarrollar una cultura de vida

Entonces estamos viendo cuales son las posibilidades de que podamos sobrevivir a la presente debacle, y si lo conseguimos en qué estado nos encontraremos. Nos hemos metido en un agujero y seguimos cavando con todas nuestras fuerzas; nunca aprendimos a cambiar el curso y seguimos la línea de menor resistencia hacia la singularidad que nos espera ahí adelante, cada vez más visible y conspicua. La humanidad está enferma: empezó con una fiebre que se convirtió en pulmonía que pinta para terminal. Nos hinchamos, empezamos a sudar y nos terminamos ahogando en nuestros efluvios y desperdicios. Esto no tenía por qué haber sido de esta manera, pero así se jugó la partida y aquí es donde estamos. Quizás tuvimos la opción de hacer las cosas diferente o quizás no; ciertamente nos faltó visión y nos equivocamos en nuestras prioridades. El objetivo de la vida no era adorarnos a nosotros mismos sino vivir en armonía con el resto de la creación. Esto que es tan obvio no lo hemos aprendido y como divas seguimos creyendo que el mundo gira a nuestro alrededor. A homo sapiens le hace falta una zarandeada, algo que nos despabile. Como en los saunas finlandeses que la gente sale encuerada a revolcarse en la nieve y de repente como que despiertan, nos hace falta una terapia choque que nos haga sentirnos vivos de nuevo.

Las noticias suenan inquietantes: por ejemplo tenemos este dato fresquecito que dice que el hielo del océano ártico se está fundiendo a un ritmo de 14 mil toneladas por segundo. Esos son 14 millones de litros; el ritmo es exponencial y se ha triplicado en los últimos 20 años. Antártida también se está fundiendo un poco más lentamente, tan solo 6 800 toneladas por segundo. Apenas está agarrando vuelo y en algún momento sobrepasará al Ártico y a Groenlandia por la cantidad de hielo que se derrita. Al perderse la cubierta de hielo, los rayos del sol son absorbidos por el agua en lugar de reflejarse hacia el espacio exterior, creando un proceso de retroalimentación por el que el planeta se sobrecalienta. Un peligro inminente es que los depósitos de gas metano congelados en el permafrost de la tundra nórdica se liberen en un eructo espontáneo, aumentando bruscamente un par de grados la temperatura global.

Esto es lo que nos dicen los científicos, pero la sociedad en conjunto al parecer no se ha enterado. No hay voluntad social ni política para alterar el sistema económico que nos tiene secuestrados, basado en la destrucción del medio ambiente y en el más estrecho de los criterios para gozar de los beneficios en el corto plazo. Las personas que se han despertado a esta situación luchan contra la corriente; por un lado están las estructuras fosilizadas de poder que no pueden tolerar ninguna amenaza a sus intereses creados y por el otro la apatía, condicionamiento, ignorancia e indiferencia del resto de la población.

Sí, hay cambios que podemos hacer en nuestros estilos de vida, cada uno de nosotros individualmente, y que si el suficiente número de nosotros los hiciera podrían llegar a hacer alguna diferencia. Algunos de ellos son reducir radicalmente la cantidad de carne que comemos, así como el consumo de bienes y servicios que no sean necesarios o indispensables y que giren en torno a nuestro ego personal. El uso del automóvil y los vuelos en avión los debemos limitar al máximo y las jóvenes parejas deben sujetarse voluntariamente a una política del hijo único; a estas alturas ya no se puede tener más hijos. Hay que minimizar desperdicios y aprovechar los materiales con los que contemos; reciclar lo que se pueda y prescindir de lujos. Las clases medias tienen que jalar parejo y aquellos que no estén dispuestos a poner de su parte y reducir sus niveles de consumo se les tendrá que marginalizar y señalarlos como parias.

Pero los cambios individuales no son suficientes; hemos dejado pasar demasiado tiempo y ante una crisis del sistema es el sistema el que tiene que cambiar y con él nuestra escala de valores. En esta coyuntura existencial para sobrevivir se necesita encontrarle un gusto y reverencia a la vida, como alguna vez lo tuvimos y dejamos que se perdiera. La sociedad de consumo es un culto colectivo a la muerte en el que transformamos las fuerzas vivas en productos muertos como el dinero, el plástico, gases de invernadero o desechos radiactivos. Entonces tenemos que aprender a vivir y desarrollar una cultura en la que la vida, en toda su grandiosa diversidad, pueda desarrollarse y expandirse a sus anchas.


miércoles, 1 de mayo de 2019

El mundo en el que vivimos y el que nos hemos creado



Por fin le he dado la forma final al libro 
                 El mundo en el que vivimos y el que nos hemos creado.

Aquí están los 28 primeros ensayos de la serie, escritos a lo largo de tres años a razón de un capítulo por semana. Estos eran los artículos que me publicaban en un periódico de Pachuca, y que se fueron hilvanando y acomodando hasta conformar el presente texto.

Aquí lo puedes bajar en formato PDF:
                
                El mundo en el que vivimos y el que nos hemos creado

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Este es el resumen del libro que aparece en la contraportada:


Vivimos en tiempos complejos y nos acercamos a varios puntos de ruptura; la crisis de nuestra civilización es estructural y existencial. El sistema socio económico vigente es básicamente insustentable y nos estamos llevando al planeta por delante. No hay nada más importante en nuestro tiempo que cambiar la actitud que tenemos como sociedad hacia el mundo que nos rodea; el proceso de deterioro social y ambiental se acelera y al paso al que vamos es muy poco lo que dejaremos a las generaciones futuras. Informar y concientizar a la gente es la gran tarea de nuestra época.
En esta serie de ensayos el autor reflexiona sobre algunas de las grandes problemáticas del mundo contemporáneo, desde diferentes ángulos y sin perder nunca de vista que la verdadera crisis de nuestro tiempo es ambiental. La idea es tratar de entender lo que sucede en nuestro mundo y sociedad desde la perspectiva más amplia posible, en un lenguaje que todos podemos entender. Combinando una visión panorámica con el gusto por el detalle y la anécdota personal, el autor nos cuenta una historia, la historia de lo que sucede en nuestra sociedad y época, con todos sus absurdos e incongruencias, y nos transmite un sentido de urgencia ante la magnitud e inevitabilidad de los procesos de cambio que ocurren a nuestro alrededor.
Entre la copiosa literatura que ya existe sobre la problemática ambiental, lo que el autor nos aporta es una cierta narrativa: cada uno de sus ensayos es parte de un mosaico y la imagen que se forma es más que la suma de sus partes. En el fondo su obra es una exploración de la condición humana y de la relación que hemos establecido con el resto de la vida en este mundo en el que vivimos.

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