lunes, 14 de agosto de 2017

En busca de significado


por David Cañedo Escárcega
La mentalidad del rebaño
Algo se perdió en el proceso por el cual los seres humanos nos fuimos “civilizando”. A medida que los pequeños grupos de cazadores y recolectores empezaron a practicar la agricultura y se fueron sedentarizando, formando aldeas que después se convirtieron en pueblos y finalmente en ciudades, tanto la individualidad como el sentido de pertenencia a una comunidad y la capacidad de toma de decisiones dentro de la comunidad se fueron diluyendo. Cuando la gente vive en pequeños grupos en los que todo mundo se conoce y las decisiones que se tomen los afectan a todos por igual, cada uno de ellos tiene derecho a opinar y participar en las decisiones colectivas. Cada individuo es importante y su personalidad se siente en la comunidad entera.
A medida que las poblaciones fueron creciendo y concentrándose, ya no era posible seguir conociendo a toda la demás gente que habitaba en ese lugar; todavía en poblados de unos pocos cientos de individuos es posible tener una relación personal con cada uno de ellos, pero si son miles o decenas de miles las relaciones se vuelven impersonales y anónimas, al surgir toda clase de instituciones y burocracias cuyo objetivo es regular cada aspecto de la vida cotidiana. Las sociedades se fueron haciendo cada vez más complejas, con miles de personas conviviendo en espacios limitados, y era importante acatar normas de conducta que actuaban como lubricante y permitían que la sociedad siguiera funcionando. Algunas de estas normas terminaban siendo escritas, y así surgieron los primeros códigos legales, y muchas otras nunca se escribían o ni siquiera se mencionaban o se pensaba en ellas, pero toda la gente las conocía y formaban parte del bagaje cultural colectivo. Cada niño al crecer absorbe e interioriza las señales que la sociedad emite y aprende lo que está permitido y lo que está prohibido, cómo debe relacionarse con las demás personas, hasta donde puede llegar en la manifestación de su individualidad y sobre todo, el papel que le corresponde en el orden social al que pertenece.
Por su misma naturaleza las civilizaciones tienden a la concentración de poder y de manera inevitable se estratifican y jerarquizan. Toda sociedad tiende a perpetuarse y para eso requiere de estabilidad, lo que significa que el estatus quo se debe mantener, y así, el valor primordial que se necesita y requiere de cada individuo es que se conforme a la masa. Que asuma los valores colectivos, que se identifique con los símbolos sociales, que se integre por completo al paradigma dominante y que no cuestione el orden de las cosas. Con excepción de unos cuantos lideres que se arrogan la facultad de decidir por todos los demás, el resto de la población no tiene acceso a la toma de decisiones, y en la mayor parte de los casos jamás se les pregunta su opinión o ni siquiera se les contempla como agentes activos en la creación de su propio destino. Se vuelven y se les vuelve pasivos, y aquí hay que decir que todo mundo involucrado parece estar satisfecho con esa situación.
A los que deciden les gusta decidir, aunque cometan los errores más garrafales, eso no importa; lo que importa es tener el poder de hacerlo. Y los que no deciden también están muy contentos de que otras personas lo hagan por ellos; al parecer eso les quita un enorme peso de encima. Lo que sea con tal de no tener que hacerse responsable; lo más fácil es simplemente hacer lo que el líder nos diga. Es la mentalidad del rebaño, y es la que le da cohesión al orden social y sin la cual no se explica ese fenómeno que se llama civilización. Seguir al líder aunque nos lleve al matadero, y mandar a nuestros hijos a matar o morir en guerras inútiles que no benefician a nadie más que a una pequeña élite, y tolerar cuantos abusos de poder nos lluevan encima porque así es y seguirá siendo. Es la que explica que sociedades enteras sigan ciegamente los dictados del emperador, tlatoani, faraón o mandarín en turno, aunque lleven a la sociedad al caos.
La civilización ha sido un retroceso social de primera magnitud: en lugar de ser pastores nos convertimos en rebaño.

La violencia de la civilización
Conformarse a la masa no deja de tener sus ventajas, y una de las principales es no llamar la atención. Hay un mecanismo sicológico por el que las sociedades tienden a descargar sus tensiones acumuladas y su violencia latente en los individuos o grupos de individuos que sobresalen del resto o que por alguna razón no se integran plenamente al consenso social. Suelen ser minorías que aunque hayan vivido por generaciones en algún lugar específico y formen parte plena de la sociedad en la que viven, siguen siendo diferentes al resto de la gente o se les percibe como tales. Quizás porque tienen su propia lengua o conservan sus costumbres o porque el color de su piel es más claro u oscuro que la de los demás, se convierten en el blanco perfecto para que la sociedad establecida, lo que se da por llamar “las buenas conciencias”, puedan proyectar sus frustraciones y tendencias más primitivas en un proceso del que no siempre se es plenamente consciente, aunque la violencia generada es muy real y devastadora.
Se le conoce como el síndrome del chivo expiatorio. Ocurre en pueblos, comunidades o sociedades enteras que están bajo algún tipo de estrés como pueden ser cambios demasiado rápidos en el entorno social que no han sido asimilados, o una presión demográfica que implica una escasez creciente de recursos y una disminución en los niveles de vida a los que la gente se ha acostumbrado, o simplemente una angustia generalizada ante un futuro cada vez más incierto. Las condiciones que permiten el surgimiento de la violencia son muy variadas, pero una vez que se inicia el proceso es muy difícil detenerlo, y por lo general sigue su curso hasta donde ya no puede hacerlo.
La violencia es mimética, contagiosa y cumulativa; es una histeria colectiva que termina involucrando a todas las personas que se encuentran en el entorno. Tanto víctimas como victimarios asumen el rol que les corresponde como si fuera un guión decidido de antemano en una situación que a todo mundo le queda demasiado grande y en la que la línea de menor resistencia es dejarse llevar por las circunstancias.
Ha sucedido en cantidad de ocasiones en todo tipo de sociedades a lo largo y ancho del planeta y en diferentes contextos históricos. El patrón que surge es que mientras más “civilizada” se considere a sí misma una sociedad, mayores son los niveles de violencia que se generan en su interior. La capa de civilización con la que estamos embadurnados resultó ser demasiado frágil y con cualquier contratiempo se fractura, aflorando la sombra colectiva que nunca hemos podido tener muy bien bajo control.
Sucedió con los ciudadanos del imperio romano que acudían en masa a los espectáculos del circo donde miles de prisioneros dejaron sus vidas para saciar la sed de sangre de la horda de salvajes en que se convertía la gente común y corriente que después regresaban a sus casas a cenar con la familia y comentar los eventos del día; sucedió también entre los mayas, aztecas y otras sociedades altamente sofisticadas de Mesoamérica en las que los sacrificios humanos formaban parte integral del imaginario popular y permitían que el sol pudiera volver a salir día con día; era también la actitud que tenían los conquistadores europeos que se lanzaron alegremente a colonizar el resto del planeta para llevar a cabo su “misión civilizatoria” que significó la rapiña, explotación y masacre de cuanto pueblo se les puso enfrente; y más recientemente fue también la fiebre que se apoderó de naciones supuestamente “avanzadas” como Alemania o Japón que se dejaron llevar por el carisma de algún líder que les hablaba del orgullo de la patria y que decidieron que la manera de demostrar ese orgullo era dominando e imponiendo su voluntad sobre las naciones vecinas, y de paso aniquilando a millones de personas en sus campos de concentración.
Por ejemplos no paramos. Es la historia de nunca acabar. Y es también lo que sucede en nuestro mundo contemporáneo, donde se cumplen con creces las condiciones que permiten que surja la violencia, la que está llegando a niveles insostenibles, con armas de una destructividad sin paralelo y recursos cada vez más escasos y mal repartidos. En el proceso civilizatorio se nos olvidó vivir en paz con nosotros mismos.

La estructura piramidal de la sociedad
En el devenir de nuestra especie, homo sapiens sapiens, se calcula que han existido más de cien mil millones de individuos. Todos ellos, al morir, regresaron a la tierra. Supongo que entre nuestros ancestros cazadores y recolectores, al ir vagando por el mundo y tener una defunción de alguno de los miembros del grupo, simplemente lo abandonaban ahí donde estuvieran. Quizás lo enterraban o no, y quizás le hacían alguna pequeña ceremonia, y eso era todo. El grupo tenía que moverse y no podían perder demasiado tiempo con los que se habían ido para el otro rumbo. Después de que surgió la agricultura hace unos diez mil años y aparecieron los primeros asentamientos permanentes la gente tenía aún que saber lo que hacer con sus muertos, y es posible suponer que en cada una de esas nuevas aldeas y pueblos que fueron apareciendo se designaba algún terreno no demasiado alejado que cumplía las funciones de lo que actualmente conocemos como camposanto. Podemos suponer también que la abrumadora mayoría de la gente que ha existido tuvo entierros muy simples en su reencuentro con la tierra.
Pasaron varios miles de años y surgieron las civilizaciones en diferentes partes del planeta: en Medio Oriente, Egipto, India, China, Mesoamérica, y de ahí se fueron extendiendo a otros lados. Estas civilizaciones traían una nueva manera de ver la vida y de relacionarse con el mundo; las sociedades se estratificaron y la humanidad le encontró un gusto al culto del poder concentrado. El poder del ser humano cuando trabaja colectivamente y en coordinación mueve montañas, y cuando ese poder se acumula y se concentra en manos de un individuo o pequeño grupo de individuos, eso les permite a esas personas decidir los destinos de toda la comunidad que genera el poder, beneficiándose inmensamente y gozando de toda clase de privilegios en el proceso. En lugares y contextos históricos tan diferentes como Sumeria o Tenochtitlán, Angkor Wat o Chang’An, Menfis o Harappa, Samarcanda o Bagdad, lo que todas estas civilizaciones tienen en común es el poder total que ejercía el Gran Jefe sobre sus súbditos.
Y paseando nuestra mirada por el panorama de la historia de repente nos topamos con la pirámide de Keops, en el valle de Giza, Egipto; la tumba más grande que se haya construido, una obra portentosa realizada hace 4,600 años en una escala que no se ha vuelto a igualar, con excepción de la muralla china. La pirámide de Keops consta de dos millones y medio de bloques de piedra de más de dos metros por lado, pesando cada una en promedio dos y media toneladas, que se tomaron de canteras situadas a muchos kilómetros de distancia; algunas de tan lejos como el actual Aswan, 800 kilómetros al sur, y que se transportaban en barco por el río Nilo.
En total se movieron seis y medio millones de toneladas de roca para construir la pirámide, requiriendo el trabajo de unos cien mil hombres durante tres décadas aproximadamente. Quién sabe cuántos no habrán dejado sus vidas entre esas rocas. Y todo para que un solo individuo pudiera tener su tumba. Y para que el señor no se sintiera solo en su viaje al más allá, enterraban vivos con él a su séquito y sirvientes; y para que nadie se fuera a robar los tesoros que se llevaba a ultratumba, también enterraban a los ingenieros, capataces y obreros que conocían el secreto de las trampas. Esto fue el culto a la personalidad llevado a sus últimas consecuencias: el faraón era dios encarnado y su figura le daba cohesión a la sociedad entera, que aparentemente no podría funcionar un solo día sin la mediación que él hacía entre las fuerzas del más allá y del más acá.
Y pues uno se pregunta, ¿cómo fue que sucedió esto? ¿Qué fue lo que le pasó a la humanidad en el transcurso de unos cuantos milenios que decidió abandonar la responsabilidad por sus propias vidas para que otra persona se hiciera cargo de ellas? Seguramente el cambio fue demasiado gradual para que la mayor parte de la gente se diera cuenta que las circunstancias básicas de sus vidas estaban cambiando, aunque tuvo que haber personas perceptivas que se dieron cuenta de lo que la creciente concentración de poder implicaba.
La pirámide de Keops es el símbolo perfecto de las sociedades estratificadas en extremo que surgieron hace seis mil años y que llamamos civilización.

La fiebre que le dio a la humanidad
Una manera de ver las cosas es que a la humanidad le dio una fiebre. Bueno, algo bastante más grave que una fiebre. Somos una especie relativamente joven. Doscientos mil años no son muchos, y se ha dicho que estamos apenas en la adolescencia de nuestra evolución. Desde que surgimos como especie diferenciada, los sujetos homo sapiens tenían un volumen craneal y un potencial intelectual equivalente al actual, pero para que se activara tal potencial tuvieron que pasar decenas de milenios; fue un largo proceso por el que empezamos a hacernos conscientes de nosotros mismos y apenas estamos dando los primeros pasos. Se dice que utilizamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral; hace 100 o 200 mil años quizás nada más haya sido un dos o tres por ciento y, si la humanidad sobrevive a la presente fase de autodestrucción en la que nos hemos embarcado, quizás dentro de otros 100 o 200 mil años hayamos aprendido a utilizar un veinte o treinta por ciento de esa capacidad. Las cien mil millones de neuronas que conforman el cerebro, interconectadas y actuando holísticamente para regular las funciones del organismo y sintonizarnos con la energía que fluye a nuestro alrededor, aún están esperando que las empecemos a utilizar.
En cualquier caso, a medida que las posibilidades de la conciencia se empezaron a abrir ante nuestros ojos, en algún momento es como si nos hubiera dado un vértigo; nos asomamos al abismo y no comprendimos lo que vimos; nos echamos para atrás despavoridos y en lugar de asumir la responsabilidad que la conciencia nos confería nos clavamos en un rollo de ego, poder y control que no hemos podido superar. Tal como los adolescentes que una vez que dejan atrás la inocencia de la niñez y aún no tienen el dominio sobre sus pasiones que llega con la madurez, y pasan por una etapa en la que se sienten invencibles y creen que el mundo gira alrededor de ellos, así nos pasó a la humanidad en conjunto.
De repente nos empezamos a sentir invencibles, y nos convencimos que éramos los dueños de la creación. Y que el universo entero había sido creado exclusivamente para nosotros. Dios mismo nos lo había dado y nos dio las instrucciones de “creced y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y alimañas y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Nos vimos diferentes al resto del mundo natural y creímos que lo normal era dominarlo, porque nosotros éramos superiores y tenemos esa cosa que los animales y las plantas no tienen, que es conciencia.
Así como sucedieron las cosas, esa conciencia resultó ser demasiado estrecha, y con ese criterio nos enfrascamos en una verdadera guerra con el resto de la creación, a la que dejamos de comprender y respetar para poder controlarla y poseerla. Ese fue el verdadero pecado original de las historias y mitos fundadores, el creer que la tierra nos pertenecía. Este cambio de actitud no sucedió nada más porque sí; fue, como dijimos, una fiebre que le dio a la humanidad provocada por su inmadurez y comenzó a gestarse hace unos diez mil años con el surgimiento de la agricultura y el crecimiento poblacional que ésta permitió y que se empezó a concentrar en asentamientos permanentes. Unos pocos miles de años después, cuando surgen las primeras civilizaciones, la suerte ya estaba echada. El cambio había sido completo y la patología se había instalado firmemente.
Desde entonces, la historia de la humanidad no ha sido más que una búsqueda constante de mayor poder y dominio sobre el mundo que nos rodea y sobre la gente con la que convivimos. La situación actual en nuestra propia sociedad con sus concentraciones inimaginables de poder y de riqueza, su necesidad insaciable de recursos y crecimiento económico, y el ecocidio que estamos provocando a escala global, es la culminación lógica de un proceso que nos terminó envolviendo por completo, como una matrix en la que ya no podemos ver la realidad que hay detrás, y que sin embargo se está desmoronando a nuestro alrededor.
Cuando la fiebre pase, y de las ruinas de lo que quede, surgirá un nuevo estado de conciencia y una nueva manera de relacionarnos con el mundo.

Condicionándonos a ser esclavos
Y nos hicimos muy buenos en las artes de la manipulación. Una sociedad basada en la concentración de poder no puede funcionar sin altos grados de control social. De lo que se trata es de crear un consenso, un patrón de conducta y pensamiento que la gente acepte como lo normal, sin que tenga que pensar en eso o preguntarse de donde vino o cómo fue que sucedió. Desde niños se nos condiciona para aceptar la realidad que nos rodea como la única posible, y el orden establecido como el natural de las cosas. Simplemente no hay alternativa, como dijera Margaret Thatcher refiriéndose al liberalismo económico. Algo parecido han de haber dicho allá en Sumeria o Tikal o La Venta o en Knossos o dondequiera que hayan surgido este tipo de estructuras sociales.
Al principio las técnicas de condicionamiento y control eran muy crudas, por lo menos para los estándares de ahora, aunque ciertamente han de haber parecido sofisticadas en su momento. Una buena parte de ese control se ha mantenido siempre por la fuerza, por medio de lo que se llama la violencia institucionalizada: es el Estado el que tiene el monopolio de la violencia y lo ejerce a discreción, ya sea organizando guerras de conquista para apropiarse de los recursos de los pueblos vecinos -y eso incluye a los esclavos necesarios para levantar las obras monumentales en las capitales del imperio y que son los que hacen todos los trabajos pesados que los ciudadanos ya no quieren hacer-, así como para reprimir a esos mismos ciudadanos cuando las cosas ya no marchan como antes y empieza a haber descontento entre la población.
La tendencia del orden establecido (el llamado status quo) es a perpetuarse, pero como ya hemos visto anteriormente, cuando los recursos necesarios para el funcionamiento del sistema empiezan a escasear al mismo tiempo que lo que queda se sigue concentrando en la cima de la pirámide, tarde o temprano va a haber problemas y llega un momento en que la única manera de seguir manteniendo el orden es por medio de dosis cada vez mayores de violencia.
Pero con mucho las técnicas de control social más efectivas no dependen de la coerción física, que ultimadamente siempre genera resistencia, sino que son procesos de condicionamiento por los que nuestras creencias, opiniones y actitudes se conforman a los parámetros existentes o deseados para nosotros. Algunos de estos procesos tienen que ver con los usos y costumbres de la tierra: cada sociedad se forma sus valores, normas y prejuicios, y eso hace que la gente viva o muera de cierta manera, y vaya ciertos días a ciertos lugares para hacer ciertos ritos a ciertos dioses, y festejen en las fechas establecidas, y paguen sus tributos y vayan a las guerras a las que los manden, y se llenen de orgullo cuando algún objeto físico como puede ser una piedra de cierta forma o un trapo de ciertos colores les recuerda su pertenencia al superclan, y se forma todo un entramado en el que nos perdemos por completo y como no conocemos otra cosa lo vemos como la totalidad de la realidad.
La cultura es algo que se mama desde que salimos del vientre; ni siquiera nos damos cuenta. Solo cuando alguien sale de su tierra natal y conoce culturas diferentes, en otras partes del mundo, puede ver su propia cultura en perspectiva y se da cuenta que muchas cosas que siempre tomó por dadas, como la forma natural de hacer las cosas, no son tan normales para otros grupos de gente.
Si no se tiene la perspectiva para ver las cosas desde afuera y se tiene una visión demasiado estrecha de la realidad, se es mucho más susceptible a ser manipulado y condicionado por los poderes que son, como bien rápido se dieron cuenta los ingenieros sociales que empezaron a salir desde los albores de la civilización. Ellos comprendieron que no hay mejores esclavos que los que aceptan su condición de esclavos, o mejor aún, los que ni siquiera se dan cuenta que son esclavos.
Todo depende del montaje que se armen. Los esquemas más sofisticados son prácticamente invisibles.
La sociedad del espectáculo
Como decían los romanos: pan y circo. No se necesita mucho para tener a la masa de la población dócil y sumisa. Con darles sus despensas para que no se mueran de hambre y tenerlos bien entretenidos con sus telenovelas, programas de concursos y partidos de futbol es más que suficiente. Bueno, eso es en la actualidad, aunque cada cultura en cada época se ha creado toda clase de ingeniosas maneras de distraer al público. Estaban esos circos romanos, que han de haber sido todo un alucine. Entre las fieras exóticas que se mataban entre ellas y los seres humanos que se mataban entre ellos, y las fieras que mataban a los seres humanos y toda clase de combinaciones, el populacho era feliz. Cada ciudad del imperio que contaba para algo tenía su propia arena y con regularidad la utilizaba. Así como las corridas de toros de ahora. En Mesoamérica tenían sus juegos de pelota que culminaban con el sacrificio de los perdedores. En Europa el Santísimo Oficio de la Inquisición organizaba sus ceremonias increíbles en que se quemaban docenas o hasta cientos de herejes en la plaza pública, para la edificación de todos los presentes.
El chiste era tener a la gente entretenida y darles algo de qué hablar. Pero además de proporcionar distracción y esparcimiento al público estos eventos cumplían muchas otras funciones. Principalmente eran una demostración de poder: el poder de vida o muerte que tenía el Estado, el Emperador o el Poder Establecido sobre sus súbditos. Hay un morbo que cala muy profundo en los lugares donde corre sangre y la violencia se convierte en espectáculo; es como que la gente se siente feliz de seguir viva, mientras son otros los que mueren. Es un hechizo colectivo, sin duda vestigios del cerebro reptiliano y de nuestra incapacidad de aceptar la vida por el terror que le tenemos a la muerte.
En cualquier caso, la gente estaba contenta, y el sistema funcionaba. El espectáculo era el lubricante que permitía que la rueda siguiera girando.
Y pasó el tiempo y nos fuimos “civilizando”. Dejamos de ser tan salvajes, o por lo menos nos hemos querido convencer de eso. Pero el espectáculo sigue ejerciendo su hechizo sobre nuestras vidas. De hecho empezó a ejercer un papel todavía más dominante con el advenimiento de la era de la comunicación masiva y la cultura popular que ha generado. En otros tiempos, yo supongo, el espectáculo duraba unas pocas horas o quizás en ocasiones especiales algunos cuantos días, y después la gente regresaba a sus ocupaciones cotidianas que básicamente eran trabajar la tierra, la artesanía o el pequeño comercio, y no tenían otras distracciones.
Con el advenimiento de la tecnología a partir de hace siglo y medio, empezando con la circulación de largo tiraje de periódicos y revistas, la propagación del cine, radio y televisión, y llegando al internet y las comunicaciones instantáneas, nos sumergimos de lleno en la sociedad del espectáculo. Empezó a permear cada aspecto de nuestras vidas hasta el punto en que todo se convirtió en imagen. Estamos siendo bombardeados las 24 horas del día por imágenes que nos llegan de todas partes, que nos incitan a comprar objetos, actuar de cierta manera o votar por equis partido, que relajan o sobreexcitan nuestras mentes, que nos divierten, instruyen, entretienen o nos hacen perder el tiempo, y que nos han hecho creer que la imagen es más importante que la sustancia o que la forma es más importante que el contenido. Todo es estatus y apariencia.
Y estamos absortos en nuestras pantallas. Esas pantallas se han convertido en un vórtice que devora nuestra atención desasociándola del mundo alrededor. La familia entera puede estar comiendo juntos y cada quien con su celular en la mano. Varias personas están conversando y alguien prende la televisión y la conversación desaparece. Es impresionante el vacío que se genera en un cuarto cuando una televisión se prende. O veinte personas pueden estar compartiendo un espacio juntos durante horas y no dirigirse una palabra porque cada quien está enfrente de una pantalla, navegando un diferente rincón del universo.
Esto es nuevo en la historia de la humanidad. Cuando las pantallas se apropiaron de nuestras vidas.

El cisma con la realidad
Y la era digital descendió sobre nosotros. No vimos ni por donde nos llegó; cuando nos dimos cuenta estaba en todos lados. Como una esponja que absorbe la humedad hasta quedar completamente saturada, de repente estábamos nadando en un mar de información. Empezó con las computadoras personales a fines de los setentas, que todavía eran caras y ocupaban todo el escritorio pero se fueron haciendo cada vez más prácticas, versátiles y accesibles. Los celulares se popularizaron en la década de los noventas; al principio eran teléfonos portátiles para hablar y recibir llamadas, luego empezaron a tener juegos, tomar fotos y hacer toda clase de gracias hasta llegar a los de ahora, con los que se está permanentemente conectado a la red mandando y recibiendo mensajes y enterándonos de lo que sucede en el mundo. Podemos bajar toda clase de aplicaciones y ya no podemos vivir un día sin ellos. ¿Un día? Más bien los chavos de ahora ya no pueden estar un instante sin ellos. Están en clase, en el autobús o en el baño con el celular en la mano, o caminando por la calle como zombis entre el mundo real y el virtual.
Un día nos despertamos y resulta que ya todo mundo estaba en facebook, y era adonde había que ir para enterarse de los chismes y la trivia. Y salieron las laptops y las tablets con las que puedes hacer más que con las computadoras de primera generación que ocupaban un cuarto entero, y que se convirtieron en la manera de manejar toda la información en nuestras vidas, incluyendo noticias, música, imágenes, videos, y para todo lo relacionado con la escuela, el trabajo o simple distracción. Televisión, computadoras y celulares se hicieron ubicuos y parte integral de nuestra cotidianeidad.
Todo esto sucedió muy rápido, tan rápido que los jóvenes de ahora ya no conocen otra cosa. La realidad virtual nos envolvió en su manto protector, como el soma de un mundo feliz que aletarga los sentidos y nos desconecta del mundo real.
Porque hay un mundo real allá afuera y se nos olvidó que existía. El mundo natural hace tiempo que se convirtió en un telón de fondo, como los protectores de pantalla de nuestras computadoras. Vemos esas imágenes de montañas, playas, selvas o desiertos y se ven bonitas, y hasta ahí. Eso es el mundo natural para nosotros: lo que aparece en la pantalla. Fuera de eso es algo nebuloso, abstracto, que no tiene mayor relevancia en nuestras vidas. Bueno sí, sabemos que de allá afuera obtenemos toda clase de recursos para vivir en nuestras casas con las comodidades del mundo moderno, pero estamos completamente enajenados intelectual, emocional y espiritualmente, individual y colectivamente, del medio ambiente que nos rodea. Este fenómeno no solo sucede en las ciudades; hasta en los pequeños pueblos. Atrapados como estamos en nuestras rutinas y ocupaciones, en la necesidad de ganarnos la vida día con día y en nuestras distracciones, intereses y zonas de confort, así como en la matrix de un paradigma socio económico cultural que así lo exige, el mundo natural está desapareciendo a nuestro alrededor y no nos damos cuenta, o en la medida en que lo hacemos no lo asimilamos o lo relacionamos  con nuestra realidad. Como si fueran cosas aisladas.
O como si pudiéramos vivir eternamente en nuestra burbuja de cristal. Actuamos como si fuera de nuestras tablets y celulares no existiera nada, cuando hay un bello planeta lleno de hermosas especies que están sufriendo una hecatombe masiva por el impacto de nuestras actividades en este hogar de todos. Ya no respetamos nuestra morada y pensamos que nadie más de nosotros siente o tiene el derecho de existir. Olvidamos nuestros orígenes, lo que somos en realidad: monos desnudos tan delicados y frágiles que con el mínimo esfuerzo de la naturaleza podemos desaparecer.

Y seguimos adelante en nuestra búsqueda de significado creyendo que lo vamos a encontrar en la tecnología y el progreso hasta el infinito, o en el culto que hacemos del poder y sus jerarquías, mientras el cisma entre el mundo natural y el que nos hemos fabricado se hace más grande y corre el riesgo de que nos caigamos en la brecha. La realidad tiene su manera de imponerse, como finalmente lo entenderemos cuando se nos venga encima.