martes, 2 de mayo de 2017

Cuestiones de energía



por David Cañedo Escárcega

El petróleo barato ya se terminó
México solía ser uno de los diez principales productores de petróleo en el mundo. El petróleo era la industria más importante del país y la principal fuente de divisas. Durante los años de la abundancia llegamos a producir hasta 3,5 millones de barriles diarios y el consumo interno no llegaba a los dos millones de barriles; el excedente se exportaba y fue lo que permitió la bonanza de las últimas décadas. Pero nada es eterno al parecer y esos combustibles fósiles resultaron ser finitos; eso significa que una vez que nos los acabamos, se  acabaron para siempre. Así como están las cosas, la producción va en picada; Cantarell ya bajó de tres millones a doscientos mil barriles diarios y tenemos que importar la mitad de nuestra gasolina. Al mismo tiempo la demanda va en aumento; la población crece y cada vez hay más automóviles e industria y hemos llegado al punto en el que la curva de la demanda en aumento se cruza con la curva de la producción en picada; a partir de aquí somos incapaces de satisfacer nuestras propias necesidades de energía y dependemos de agentes externos para proporcionárnosla.
Si el petróleo era la principal fuente de divisas y ya se nos secó esa fuente supongo que eventualmente no vamos a tener ni para pagar el crudo que importemos; cómo le vamos a hacer para mantener las presentes tazas de consumo, quién sabe; ya hasta el presidente nos anunció que se acabó la gallina de los huevos de oro, y eso debe de significar que en algún momento nos vamos a tener que empezar a apretar el cinturón.
Esta situación por cierto ya se ve venir desde hace algún tiempo; no es que nos tome por sorpresa, aunque nunca se ha hecho nada realmente para preparar a la nación o a la población para el inevitable momento en el que la gasolina empiece a escasear. Simplemente hemos seguido adelante suponiendo que el espejismo iba a durar eternamente.
El caso es que la gasolina sube de precio un veinte por ciento y se arma la gorda; hay protestas, bloqueos y plantones por todos lados, porque la gente cree que la gasolina barata es un derecho divino y que el estado tiene la obligación de subsidiar indefinidamente los precios. Y pues uno se pregunta, ¿qué es lo que va a pasar cuando la gasolina aumente de un día para el otro en un cincuenta por ciento? ¿Y qué es lo que va a pasar cuando aumente en un cien por ciento? ¿Y qué es lo que va a pasar cuando aumente lo que aumente no haya suficiente gasolina para todos y se tenga que empezar a racionar? No es difícil imaginarse un futuro no muy lejano en el que se nos dé nuestro carnet de racionamiento y solo se nos permita adquirir 20 litros por semana, por decir algo. Que después van a ser 10 litros y cada vez serán menos. El punto aquí es que en algún momento la gasolina empezará a escasear y no hay nada que nos esté preparando para esa eventualidad.
Esto es inevitable que suceda. Las reservas de petróleo accesible ya nos las acabamos y ahora hay que irlo a buscar al fondo del océano y ni así alcanza. Los principales países productores de petróleo en el mundo todavía tienen reservas para algún rato pero uno por uno también va a empezar a fallar su producción y llegará un momento en el que no lo podrán seguir vendiendo. El famoso pico del petróleo ya  se nos está viniendo encima, y ya va siendo hora de que suceda, porque por otro lado ya sabemos que todos esos combustibles fósiles que seguimos quemando despreocupadamente están provocando una catástrofe ambiental sin precedentes y que no tenemos ni idea de cómo se va a poner. Lo que sí sabemos es que tenemos que dejar de quemar esos combustibles cuanto antes.
En algún momento vamos a tener que empezar a asumir que la era del petróleo barato ya se terminó y que tendremos que reducir drásticamente la cantidad de energía que estamos utilizando per cápita y colectivamente.


La era de los proyectos faraónicos
Una vez que nos hacemos la idea de que el petróleo es finito e inevitablemente se va a agotar en un futuro cercano toda clase de escenarios se abren ante nuestros ojos. La expresión clave aquí es ­­­’una vez que nos hacemos la idea’, porque de hecho es lo que no está sucediendo. Pensamos y actuamos como si nos siguiéramos creyendo el mito ese del progreso infinito y crecimiento perpetuo, y probablemente nos quedemos en ese estado de negación de la realidad hasta el momento mismo en que el planeta se esté cayendo en pedacitos a nuestro alrededor. Esta incapacidad de ver y planear hacia el futuro más allá de nuestras narices es una falla de nuestro instinto colectivo de supervivencia que se pierde entre las ramas y es incapaz de ver los árboles, o ve la espuma de las olas sin distinguir el tsunami que está detrás.
Es un poco como estar discutiendo si vamos a llegar a Nueva York en 18 o en 24 horas cuando vamos en el Titanic y el iceberg está ahí enfrente. Estamos en una situación en la que a un imperio como Estados Unidos no le importa provocar una tercera guerra mundial con tal de aferrarse a su poder y privilegios aunque sea por un ratito más, mientras ese poder se está socavando por debajo de sus propios pies. Es curioso cómo mientras más tenemos una crisis encima más nos refugiamos en nuestro mundo de fantasía, como los habitantes de la isla de Pascua que cuando ya habían convertido en un páramo lo que anteriormente había sido un paraíso tropical, y que era su único hogar en la inmensidad del océano, se ponían a construir las estatuas más grandes, algunas de las cuales se quedaron sin terminar en la cantera donde las estaban labrando. Lo mismo sucedió en el antiguo Egipto, cuyos obeliscos más altos los erigían justo antes de que alguna dinastía se viniera para abajo, como si que esas obras descomunales les proporcionaran una ilusión de estabilidad en medio de un caos creciente.
En nuestra propia sociedad y tiempo no somos ajenos a los proyectos faraónicos. Un buen ejemplo es el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, el cual será uno de los más grandes del mundo y en su primera etapa (2020) tendrá tres pistas y capacidad para atender 68 millones de pasajeros en 540,500 operaciones anuales, lo que equivale a 1500 vuelos diarios o en promedio uno cada minuto. Para el año 2060 el aeropuerto funcionará a máxima capacidad con seis pistas, 120 millones de pasajeros y un millón de vuelos anuales, o dos por minuto.
Pero… ¿alguien creerá realmente que en el año 2060 la aviación comercial siga siendo viable económicamente? Para ese entonces el precio de los vuelos va a estar por las nubes y la época del turismo masivo a todos los rincones del planeta hace tiempo que se habrá convertido en un lejano recuerdo. Simple y sencillamente, la aviación será un artículo de lujo del que solo se podrá hacer uso en contadas ocasiones; es posible suponer que todavía habrá vuelos intercontinentales y que la tecnología va a seguir estando ahí, lo que no va a estar es el petróleo que mueva a esos aviones. Repetimos, es inevitable que el petróleo se termine, y no hay ninguna energía alternativa que pueda mover esos armatostes por el cielo, que resultan ser extremadamente ineficientes en el uso de energía. La aviación es un producto de la era del petróleo barato y abundante, y como muchas otras cosas que forman parte de aquello que consideramos lo normal, una vez que cambien ciertas circunstancias básicas van a resultar que no son tan normales.
Es muy posible que ese mega proyecto del aeropuerto se convierta en un elefante blanco incluso antes de que se empiecen a dar cuenta; y se va a quedar ahí como un monumento a la idea del progreso hasta el infinito en un mundo con recursos cada vez más escasos y un medio ambiente cada vez más hostil. Es posible que la gente que vea sus restos dilapidados se pregunte, pero, ¿en qué pensaban esas personas cuando se decidieron a construir semejante cosa?

Adictos a la electricidad
En tan solo cien años la electricidad transformó por completo nuestras vidas así como la manera como nos relacionamos con el mundo, y moldeó la sociedad y cultura que nos hemos creado. Nos hicimos adictos a la energía eléctrica al punto que nuestra civilización industrial no podría funcionar un día sin ella. La dependencia es física y sicológica, y el día que se va la luz de repente descubrimos que no sabemos qué hacer de nuestras vidas, o casi. Cuesta trabajo imaginar que algún día pudiéramos acostumbrarnos a vivir de nuevo como los abuelos, que se alumbraban con velas y se despertaban al amanecer para aprovechar el día; ahora, hemos trascendido el ciclo del día y la noche y tenemos luz a nuestra disposición con tan solo apretar un botón. La electricidad nos ha dado todos los gadgets con los que estamos tan absortos, como el celular, la computadora y la televisión, y los aparatos electrodomésticos que nos facilitan tanto la vida.
En México la primera planta termoeléctrica se inauguró en León, Guanajuato, en 1879, y en 1898 se estaba inaugurando el alumbrado público en la ciudad de México y otras ciudades importantes. En 1900 ya se contaba con tranvías eléctricos, y de ahí pa’l real. La infraestructura se fue ampliando y el servicio extendiendo de las ciudades a todos los rincones de provincia. Para 1930 la tercera parte de la población del país contaba con energía eléctrica, y para el año 2000 ya era el 95 por ciento.
Aquí en el pueblo donde vivo, en la sierra otomí tepehua, la electricidad llegó en la década de los setentas, y al principio nada más eran unos cuantos negocios en el centro los que tenían un foquito que medio alumbraba. En algún momento todas las casas empezaron a tener su propia conexión y luego fueron las comunidades aledañas, y a medida que se fue expandiendo el servicio sucedió lo mismo que en todos lados, que cuando la gente se acostumbra a tener la luz eléctrica ya no puede vivir de otra manera.
El problema con la electricidad es que en la cantidad en que la necesitamos, que cada vez es mayor, la única manera de producirla es quemando tremendas cantidades de los mentados combustibles fósiles, lo que contribuye en una buena parte al cambio climático que ya está sucediendo. Las centrales termoeléctricas donde se quema el carbón, petróleo o gas natural, son extremadamente contaminantes y están arrojando nubes de gases tóxicos a la atmósfera las 24 horas del día. En todo el mundo alrededor del 70 por ciento de la electricidad se produce en estas centrales termoeléctricas, y casi un 20 por ciento se produce en centrales hidroeléctricas (presas) que son menos contaminantes pero también son altamente disruptivas de los ecosistemas donde se encuentren. Quizás un diez por ciento se produce en centrales nucleares y menos del cinco por ciento se produce con las llamadas energías alternativas (solar, eólica, geotérmica, biomasa).
O sea que volvemos a lo mismo: estamos completamente dependientes de los combustibles fósiles, y cada vez necesitamos más. Se habla de hacer una transición a fuentes más limpias de energía, pero eso transición no llega, y probablemente nunca lo haga. En realidad, todas las llamadas energías alternativas juntas son incapaces de sustituir a los combustibles fósiles como motor y principal fuente de energía de nuestra sociedad industrial. Hay que recordar que el petróleo, carbón y gas natural es la energía del sol atrapada por las plantas y otros organismos fotosintéticos y acumulada durante cientos de millones de años y que de repente estuvo ahí a nuestra disposición y procedimos a derrocharla con una liberalidad asombrosa.
No hay vuelta de hoja: vamos a tener que aprender a vivir con un menor uso de energía. Las energías alternativas tienen un papel que jugar que cada vez será más importante, pero a fin de cuentas serán incapaces de mover los mil millones de vehículos de motor y los millones de fábricas que hay en el planeta, que conforman la base de la economía industrial. Sin el petróleo la industria se viene para abajo.


La cuestión nuclear
A medida que la civilización industrial se fue expandiendo la necesidad de energía se hizo cada vez mayor. Cuando la humanidad descubrió el tremendo poder almacenado en el interior del átomo y que era posible liberar por medio del proceso de fisión nuclear, básicamente se le botó la canica. Nos lanzamos de lleno y precipitadamente a la era nuclear, sin pensar demasiado en las implicaciones o consecuencias. El problema es que nunca aprendimos realmente a manejar ese terrible poder concentrado y desde el primer momento se nos fue la bolita de las manos.
Los primeros resultados de nuestra incursión en este terreno prohibido fueron impresionantes, y el planeta se quedó boquiabierto al ver la capacidad destructiva de las bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki, lo que de hecho fue el efecto esperado y la razón de utilizarlas. Al gobierno y ejército de Estados Unidos le interesaba demostrar quién era el papá de los pollitos y lo que le sucedería a cualquiera que se le pusiera enfrente. Durante las siguientes décadas las potencias nucleares se embarcaron en una carrera armamentista y en la actualidad tenemos una situación en la que hay unas 20,000 ojivas nucleares de las cuales unas 2000 están en estado de alta alerta operativa, o sea, listas para ser lanzadas en cuestión de minutos después de haberse recibido la orden.
Para qué se necesitan todas esas armas, quién sabe, pero no están dispuestos a deshacerse de ellas, y los intentos que se han hecho por parte de la sociedad civil para reducir ese tremendo arsenal no han dado mucho resultado. Al contrario, le están dedicando billones de dólares para modernizar su equipo, al mismo tiempo que se le recorta el presupuesto a educación, salud pública, infraestructura y programas de tipo social. Hay algo profundamente inmoral en el hecho de desviar tantos recursos para armarse hasta los dientes cuando con una fracción de ese dinero se podrían atender tantos otros problemas.
No es muy tranquilizador saber que los que tienen el control de las armas nucleares en Estados Unidos son unos sicópatas convencidos de que el planeta les pertenece y que pueden ir a armar guerras y sembrar el caos donde se les antoje porque su nación es excepcional e indispensable y porque la guerra es un gran negocio y necesitan apropiarse de los recursos de otros pueblos. Y también están convencidos de poder ganarle una guerra nuclear a China y a Rusia con un daño colateral de tan solo unos cuantos miles de millones de muertos que al parecer a nadie le importan. A lo mejor estos señores piensan que desde la seguridad de sus bunkers pueden librar un invierno nuclear que haría inhabitable la mayor parte del planeta.
Las armas nucleares son una puerta falsa que por el simple hecho de tenerlas ponen en riesgo el futuro de la humanidad. Esas armas no le dan seguridad a nadie, ni siquiera a los países que las poseen. Ha habido varias ocasiones en que han estado a punto de ser usadas, y la creciente tensión en las relaciones internacionales da pauta a que por error o por designio sean utilizadas. El riesgo de una guerra nuclear “limitada” o no es presente y real; el sistema económico no puede seguir creciendo demasiado y a medida que llega al fin de sus posibilidades la tentación de hacer uso de esas armas entre los círculos del poder va a ir en aumento.
Los problemas que afectan a la humanidad son de una complejidad sin precedentes. Entre el cambio climático y la degradación de los ecosistemas, pasando por la pérdida masiva de biodiversidad y la contaminación de ríos, lagos y océanos, la deforestación y pérdida de tierra fértil, así como los movimientos migratorios de millones de personas que se ven obligados a abandonar sus hogares ancestrales por sequías, hambre o guerras, es una aberración seguir manteniendo ese arsenal de armas nucleares. La única manera en que la humanidad podrá hacerle frente a las grandes problemáticas de nuestra época es renunciando al militarismo desbocado y aprendiendo a colaborar entre los diferentes pueblos y naciones. La extrema concentración de poder que representa la tecnología nuclear debe de ser desmantelada por completo.

Una tecnología fallida
Si con el petróleo le vendimos el alma al diablo, con la energía nuclear se la regalamos. No es que no se nos hubiera advertido; desde el principio ya Einstein nos lo decía: “La liberación del poder del átomo ha cambiado todo, excepto nuestra manera de pensar, y así nos dirigimos hacia catástrofes sin paralelo. De haberlo sabido mejor me hubiera dedicado a fabricar relojes.” Y pues sí, lo que tenía que haber cambiado era nuestra manera de pensar; quizás hacernos más humildes y que hubiéramos madurado un poco como especie y nos diéramos cuenta que el planeta realmente no nos pertenece ni podemos hacer con él lo que queramos. Pero todavía nos falta para llegar a ese punto; así como sucedieron las cosas con la energía nuclear nos creímos dioses y desde el primer momento se convirtió en un instrumento de dominio y control. No podía ser de otra manera, en un orden social basado en las jerarquías y el culto del poder concentrado.
Y como niños con juguete nuevo se pusieron alegremente a lanzar sus fuegos artificiales, y hasta la fecha se han realizado más de 2000 detonaciones nucleares, atmosféricas y subterráneas, y a pesar de que en 1963 se firmó un tratado para limitar la cantidad de pruebas éstas continuaron.
Entre 1945 y 1992, Estados Unidos realizó un total de 1054 pruebas nucleares, además de los dos ataques nucleares contra Japón. Porqué necesitaban hacer tantas pruebas, es otro misterio; básicamente las hicieron simplemente porque podían hacerlas, en lugares como Nevada o las islas Marshall, donde se ordenaba a los pobladores que cedieran sus lugares de origen para hacer las pruebas por 'el bien de toda la humanidad'. A esas poblaciones se les trataba como a conejillos de indias y representaban una excelente oportunidad para medir los efectos a largo plazo de la radiación residual, y sí, como era de esperarse, mucha gente desarrolló cánceres y mutaciones genéticas.
En algún momento se desarrolló la tecnología para producir electricidad a partir de la fisión del átomo y se pensó que la energía nuclear iba a resolver todas nuestras necesidades de energía. En una sociedad industrial de consumo que para poder sostenerse necesita constantemente seguir creciendo, no se podía dejar pasar de largo esa fabulosa fuente de energía encerrada en el núcleo de los átomos. Al principio hasta se pensó que la electricidad producida de esta manera iba a ser tan barata y abundante que ni necesidad habría de medirla; sería prácticamente gratis.
Fue en la década de los setentas y los ochentas cuando las centrales nucleares empezaron a salir por todos lados como hongos después de la lluvia. Actualmente hay alrededor de 500 reactores produciendo energía en más de treinta países a lo largo y ancho del planeta. Estados Unidos tiene más de 100 reactores; Francia produce el 80 por ciento de su electricidad de esta manera, y México cuenta con dos reactores en la central de Laguna Verde.
Y sin embargo, ya se sabe que la tecnología es fallida. Los riesgos son demasiado grandes. Ha habido accidentes muy graves, como Chernóbil y Fukushima, que por cierto hasta la fecha no pueden contener. En Fukushima la central estaba construida para resistir terremotos de hasta 8 grados Richter, y tsunamis de diez metros de altura. Pero se vino un terremoto de 8.9 grados, y una ola de 30 metros, y como dice la ley de Murphy, todo lo que pudo haber pasado mal pasó mal. Cada día esa central sigue filtrando 300 toneladas de material radioactivo (principalmente agua radiada) hacia el océano, y lo va a seguir haciendo indefinidamente porque la fuga no puede ser sellada ya que es inaccesible para los humanos y para los robots debido a las temperaturas extremadamente altas.
El gobierno de Japón está desesperado por proyectar una imagen de que aquí nada pasó, y se preparan para la olimpiada de 2020 pretendiendo que ya todo se compuso y regresó a la normalidad, pero no hay nada normal sobre esa situación. Fukushima es probablemente el desastre industrial más grave en la historia del planeta y la totalidad de sus efectos apenas comienza a manifestarse.

Devorados por la energía
Una tecnología fallida es aquella que crea más problemas de los que supuestamente está resolviendo. Eso sucedió con la energía nuclear: el problema que se resolvería sería nuestra necesidad insaciable de energía, pero los que terminó creando fueron de un orden de magnitud inconmensurablemente mayor. Empezando por el hecho de que los desechos de la industria se mantienen radiactivos durante miles o millones de años, y durante todo ese tiempo se deben de mantener aislados del resto de la vida. Cualquier forma de vida que sea expuesta incluso a pequeñas dosis de radiación puede sufrir estragos en su organismo, como canceres, envenenamiento de la sangre o anormalidades genéticas.
Más de 100,000 toneladas de material radioactivo de reactores nucleares civiles se han producido, y aumentando 2000 toneladas en promedio cada año, y nunca se ha sabido qué hacer con él. Hubo un tiempo en que se metía en contenedores y se arrojaban al mar. Así. Había barcos mercenarios que por equis cantidad se los llevaban y aventaban donde les pareciera bueno, o los abandonaban en playas desiertas de África o países tercermundistas. Podemos suponer que la totalidad de esos contenedores eventualmente se oxidaron y desintegraron liberando su contenido al medio ambiente.
Finalmente se prohibió la práctica, y se pensó que una buena idea sería mandarlos en cohetes al espacio exterior, aunque nunca se decidieron a hacerlo, afortunadamente, porque siempre existe el riesgo de fallas técnicas y accidentes que pudieran dispersar ese material por enormes extensiones de terreno. Entonces se decidió que la solución era enterrar esos contenedores, en lugares por allá bien lejos de todo, como en Yucca Mountain en el desierto de Nevada, pero resulta que siempre termina habiendo filtraciones hacia los mantos acuíferos y no había presupuesto para mantenerlos, así que esos proyectos se mantienen en un limbo y mientras tanto los desechos radiactivos se siguen acumulando y por lo general se mantienen en depósitos de agua en las mismas centrales nucleares donde se producen.
La mayor parte de las centrales nucleares en el mundo son de hace tres o cuatro décadas, lo que al parecer ya las hace viejas, e incurren en enormes gastos de mantenimiento para poder seguir funcionando, gastos que se cubren únicamente gracias a subsidios masivos por parte del Estado de los países donde se encuentran ubicadas. La tecnología ni siquiera resultó ser viable económicamente, y está en proceso de ser abandonada. Son pocas las centrales nuevas que se están construyendo y muchas de las existentes esperan su turno para ser decomisionadas, lo que también presenta toda clase de problemas.
Mientras tanto, muchas de ellas son accidentes esperando suceder, o blancos perfectos en caso de guerra o atentados terroristas, y lo mejor será cuando las naciones del mundo decidan que es mejor obtener la energía de otra manera. Hay algo profundamente equivocado con el hecho de que para satisfacer las enormes necesidades de energía que requiere el mundo moderno que nos hemos creado tengamos que hacer este planeta más tóxico de lo que tenía que haber sido. Ese material radiactivo es parte de la herencia que dejamos a las futuras generaciones, y que se las arreglen como puedan. Nosotros gozamos de los beneficios, por un lapso de tiempo extremadamente breve, pero la toxicidad que estamos liberando va a seguir causando problemas durante miles y cientos de miles de años.
La tecnología nuclear resultó ser una reducción al absurdo, y en algún futuro se la verá como una aberración más de una civilización absorta en sí misma, incapaz de conectarse con las fuerzas vivas del planeta, y que deja a su paso un mundo seriamente disminuido y deteriorado. Lo mismo por supuesto puede decirse de todas las demás tecnologías basadas en el uso de los combustibles fósiles, que vienen a ser parte de la misma historia: de cómo con estas fuentes de energía nos quisimos creer los dueños del planeta, y nos abalanzamos sobre ellas, y las devoramos, y en el proceso fue la energía la que nos terminó devorando.

La falsa solución de las energías alternativas
Los pueblos y naciones del mundo se están despertando a la idea de que la extrema dependencia de nuestra sociedad de consumo en los combustibles fósiles no es sana ni puede durar eternamente.  Por un lado la explotación de esos combustibles se hace cada vez más extrema; los depósitos fácilmente accesibles ya se agotaron y hay que ir al fondo del océano a buscar el resto, al mismo tiempo que la situación geopolítica se torna inestable por el control que las potencias desean tener sobre las reservas que quedan. Y por el otro está el hecho de que tenemos que reducir sustancialmente las emisiones de carbono si queremos que esta roca en la que vivimos siga teniendo una atmósfera respirable. En las cumbres internacionales se hacen compromisos para reducir esas emisiones aunque en la práctica no son muchas las medidas efectivas que se están tomando para conseguirlo.
En este contexto las llamadas energías alternativas juegan un papel cada vez más importante. Se está buscando hacer la transición hacia energías más limpias y sustentables y son muchas las inversiones que se hacen en este campo. En todo el mundo casi la cuarta parte del consumo total de energía corresponde a fuentes renovables y la proporción va en aumento. En México la nueva Ley de Transición Energética propone que para el año 2024 el 35% de la electricidad se genere a través de fuentes limpias y que ese porcentaje aumente a 60% para el 2050. Son objetivos ambiciosos, pero es lo que las circunstancias requieren. Otros países también le están apostando fuerte a reducir el uso de los fósiles; Islandia, por ejemplo, que cuenta con amplia actividad geotérmica obtiene casi toda su energía del calor interno de la tierra. Dinamarca y Alemania están fuertes en el desarrollo de la energía eólica y China se ha convertido en líder en la fabricación de paneles y tecnología solar.
La tendencia es hacia la generación local y descentralizada de energía. Los sistemas energéticos gigantescos y altamente concentrados basados en combustibles fósiles se han vuelto inviables y obsoletos y en el transcurso de las próximas décadas serán progresivamente abandonados.
El problema con las energías alternativas es que no hay manera en que ninguna de ellas o todas ellas juntas puedan sustituir las tremendas cantidades de petróleo que estamos utilizando actualmente. Mientras se siga creyendo que el objetivo de nuestra estancia aquí en la tierra es crecer económicamente y que tan solo es cuestión de cambiar una fuente de energía “sucia” por otra más limpia que no arroje tanto humo al aire, no vamos a llegar a ningún lado. Vamos a seguir dando palos de ciego y destruyendo el medio ambiente del que dependemos por completo.
En realidad el impacto que estamos teniendo en el planeta tierra no se reduce a los gases invernadero que están convirtiendo a la atmósfera en temascal, por más grave que sea esa situación, sino que es un estado de deterioro generalizado y creciente en el que ya no hay rincón del planeta que no se vea afectado. Son los continentes de basura flotando libremente en los océanos progresivamente desprovistos de vida, en los que ya hay más plástico que peces; es la cantidad de especies animales y vegetales que desaparecen por todos lados, en lo que se está convirtiendo en una avalancha de extinciones, conformando una pérdida de riqueza y diversidad biológica producto de millones de años de evolución; es la contaminación omnipresente, encontrándose restos de pesticidas en la leche materna de los pingüinos del polo sur o de las mujeres esquimales de Alaska, arrojando millones de toneladas de residuos tóxicos que tardarán miles de años en degradarse; es la deforestación masiva en la que en un lapso de dos o tres generaciones hemos acabado con la mitad de los bosques y selvas que solía haber en algún tiempo.
El planeta resultó no ser tan grande como pensábamos o hubiéramos querido, y ya nos salimos por los bordes; hay un límite a lo que la economía puede seguir creciendo en un mundo finito, y ese límite hace un buen rato que ya lo cruzamos. Las energías alternativas tienen un papel que jugar, por supuesto que lo tienen, pero por ellas mismas no nos van a salvar de la situación en la que nos encontramos. Se necesitan cambios más profundos.

El cambio más profundo
Y hablábamos de los escenarios que se abren ante nuestros ojos una vez que asumimos que el planeta tierra no tiene la obligación de suministrarnos energía barata a perpetuidad y en las cantidades a las que nos hemos acostumbrado. La transición hacia un régimen de menor uso de energía es inminente e inevitable, pero puede suceder de diferentes maneras; podemos suponer que algunas partes del proceso serán bruscas y repentinas y nos tomarán completamente por sorpresa, y otras serán paulatinas y graduales y nos darán cierto margen de adaptación. El proceso podrá prolongarse durante varias décadas a lo largo de las cuales la cantidad de energía total disponible a la sociedad en conjunto y per cápita se verá dramáticamente reducida y eso implicará enormes dislocaciones en nuestros estilos de vida a medida que empecemos a prescindir de todo aquello que es superfluo y nos concentremos simplemente en satisfacer nuestras necesidades más básicas.
Sucedió en Cuba durante el período especial de la década de los noventas, cuando a raíz del colapso de la Unión Soviética se quedaron sin su principal socio comercial y de repente se dieron cuenta que no tenían petróleo ni siquiera para producir alimentos, y fue cuando se pusieron a sembrar hortalizas en azoteas, camellones, parques públicos y cualquier espacio disponible. Dicen que todo mundo perdió varios kilos de peso, pero la sociedad sobrevivió, y a partir de ahí decidieron que no podían seguir dependiendo de nadie y tenían que hacerse autosuficientes en la producción de alimentos. Todavía no lo consiguen por completo, pero su agricultura se volvió más orgánica y sin depender de tanto pesticida y fertilizante químico como en la agricultura industrial.
Algo así va a pasar con nosotros y va a terminar sucediendo en muchas otras partes del mundo, a medida que los sistemas gigantescos y altamente centralizados que rigen nuestras vidas se desmoronan a nuestro alrededor.
El sistema socio económico vigente, el llamado capitalismo, es otro producto de la era de los combustibles fósiles, y ya cumplió su función histórica, cualquiera que haya sido; el sistema resultó ser un callejón sin salida, creció todo lo que pudo y ahora está haciendo agua por todos lados; básicamente se está llevando al planeta entero por delante. Un sistema insustentable no se puede sostener indefinidamente, y a medida que llega al límite de sus posibilidades y empieza la etapa de implosión tendremos que explorar alternativas viables. No sabemos exactamente la forma que estas alternativas tomarán pero un factor determinante será la disponibilidad de energía; la tendencia será hacia la producción localizada y descentralizada tanto de energía como de alimentos, y a lo largo del proceso cada pueblo, centro urbano y comunidad descubrirá que tendrá que hacerse autosuficiente en la medida en que lo pueda hacer.
La crisis energética que se ve venir en el horizonte implicará necesariamente una crisis económica y social, y tan graves como éstas se vengan no serán sin embargo más que manifestaciones de una crisis más profunda, la crisis ambiental de nuestra época, que terminará definiendo nuestro tiempo y nuestras vidas. Son muchos los cambios que hay que hacer, algunos de los cuales los haremos voluntariamente y otros serán forzados por las circunstancias, pero el cambio más profundo de todos es la actitud que tenemos hacia el mundo que nos rodea.

En el modelo vigente, el que está haciendo agua por todos lados, nos seguimos creyendo los dueños del planeta y que tenemos el control y dominio sobre el resto de la vida y de paso también sobre los procesos naturales de la biósfera que se llevaron miles de millones de años en desarrollarse; ya hasta nos declaramos en la era del antropoceno. Nos creemos el pináculo de la evolución, y hemos decretado que en este mundo no hay espacio para las especies que no nos sirvan, o a las que no se les puede sacar algún beneficio económico. Todo lo hemos convertido en una mercancía; para nuestra cultura no hay nada sagrado, excepto el dinero. Con esa mentalidad hemos convertido un planeta vivo y abundante en un mundo de escasez, guerras y miseria; es claro que si la humanidad tiene planes de mantenerse en este planeta todavía durante algún tiempo es esa actitud la que tiene que cambiar, y rápido.