por David Cañedo Escárcega
La transición a la agricultura
Uno de los problemas más graves a los que nos
enfrentamos actualmente es el crecimiento exponencial de la población. Vamos a
ver cómo está la situación.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad,
desde que nuestra especie surge diferenciada de otras especies del género homo
hace unos doscientos mil años, el incremento de la población era muy lento. La
gente se congregaba en pequeñas bandas o clanes de unas cuantas decenas de
personas, y cuando empezaba a haber más gente de lo que el clan podía asumir
confortablemente se dividían en grupos más pequeños y cada uno seguía su
camino. Estos grupos vivían de la caza y la recolección de frutos, y no
necesitaban moverse largas distancias para encontrar lo que necesitaban para
comer. En aquel entonces el planeta tierra era un lugar muy grande, al parecer
ilimitado, y había espacio para todos. Los ecosistemas eran prístinos, y había
una abundancia y efervescencia de vida que nos costaría trabajo imaginar
actualmente. Las condiciones de vida de esas personas podían ser duras, pero no
necesariamente; en la medida en que supieron adaptarse al medio en el que se
encontraban se hacían sedentarios o semi sedentarios y se cree que de hecho no
era mucho el tiempo que le dedicaban a procurarse los alimentos. Con un día o
dos dedicados a la caza o recolección podían comer durante varios días, y el
resto del tiempo lo dedicaban a otras actividades.
Los alimentos obtenidos se repartían entre todos los
integrantes del grupo, aunque no todo mundo hubiera participado en su
obtención. El grupo se hacía cargo de los niños, ancianos, enfermos o mujeres
encintas, y todo mundo comía o cuando no había suficiente comida todos pasaban
hambre. Compartir era el orden natural de las cosas; era una estrategia de
sobrevivencia del grupo. En aquellas sociedades no había lugar para la
acumulación o el acaparamiento; lo poco que tenían era lo que podían cargar
consigo y el objetivo de la vida era vivirla, no acumular.
El ser humano eventualmente se extendió por todos
lados y nos adaptamos a los climas más extremos. Tenemos una excelente
capacidad de adaptación e incluso en los desiertos o en la tundra, en las
regiones subárticas o en islas perdidas en medio del océano la gente encontró
la manera de ganarse el sustento. En algunos de esos lugares aprendieron que el
mundo natural tiene ciertos límites y que hay una máxima cantidad de población
que el entorno puede sostener. Es lo que ahora conocemos como la capacidad
portativa de un ecosistema: la máxima cantidad de vida para cada especie que un
ecosistema puede mantener. Por supuesto que no lo conocían con ese nombre pero
se daban cuenta que cuando empezaba a haber demasiada gente no había
suficientes alimentos para todos.
Se cree también que la presión poblacional fue la que
llevó a algunas comunidades en diferentes partes del planeta a empezar a
implementar la agricultura; esto implicó un cambio radical en su manera de
vivir y de relacionarse con el mundo. Implicaba más trabajo y menos tiempo para
el ocio y no todo mundo veía las ventajas de abandonar su estilo de vida
tradicional y empezar a trabajar la tierra. La transición de las sociedades
basadas en la caza y recolección a las sociedades agrícolas se llevó varios
miles de años, empezando hace unos diez mil años aproximadamente, y se
implementó de manera independiente en diferentes partes del planeta, como en
Medio Oriente, en China, en el valle del Indo y en Mesoamérica.
Con la agricultura surgieron los asentamientos
permanentes: las aldeas que luego se convirtieron en pueblos y eventualmente en
ciudades. Con el excedente de alimentos que la agricultura hace posible la
población empezó a aumentar; ya no eran pequeños grupos de 20 o 30 personas
sino conglomerados de varios cientos o miles donde ya no todo mundo se conocía
y había que regular la interacción entre las personas. Compartir dejo de ser el
orden natural e inevitablemente al parecer surgieron las jerarquías y la
estratificación de la sociedad. Y después de otros varios miles de años de
gestación surgieron finalmente las civilizaciones.
La guerra como sacrificio ritual
Eventualmente las concentraciones de gente en los
pueblos y ciudades dieron lugar a ese fenómeno que llamamos civilización. La
civilización es la vida de las ciudades: las expresiones sociales, políticas,
culturales, artísticas, económicas, científicas, religiosas, y demás que se
empezaron a manifestar en las ciudades. Las primeras ciudades que comenzaron a surgir
a partir de asentamientos permanentes basados en la agricultura llegaron a
tener varias decenas de miles de habitantes, aunque eran más bien raras sobre
la faz de la tierra, y la gente siguió siendo eminentemente rural hasta fechas
muy recientes. Una ciudad necesita de una gran cantidad de recursos, empezando
por un amplio territorio alrededor que es el que produce sus alimentos; antes
de la revolución industrial lo normal era que hasta un noventa por ciento de la
población total de algún lugar se dedicara a trabajar la tierra y solo un diez
por cierto se dedicaba a otras actividades, y eran las que residían en las
ciudades.
Cuando surgen las primeras civilizaciones hace seis
mil años, la población del planeta era de unos veinte millones de personas. Cuatro
mil años después, a principios de la era común, ya había unas 200 millones de
personas en el mundo. Le llevó cuatro mil años multiplicarse por un factor de
diez. La población aumentaba lenta pero sostenidamente, y se concentraba en
zonas fértiles en las costas o cuencas lacustres con buenas tierras y agua en
abundancia. Hace dos mil años los grandes centros de población eran el imperio
romano en el Mediterráneo y el imperio Han
en China, que estaban a diez mil kilómetros uno del otro y entre los que
había muy poco contacto, aunque tenían vagamente conciencia de la existencia
uno del otro. El mundo era vasto y los medios de transporte eran lentos y se
necesitaban meses o años para atravesar esas regiones.
Las poblaciones por lo general tienden a extenderse
hasta donde los recursos lo permiten. En épocas de abundancia la población
aumenta y en épocas de escasez disminuye, y la manera como usualmente disminuye
es por medio de hambrunas, enfermedades y guerras.
En todos esos imperios la población tiende a crecer
todo lo que puede y a medida que necesitan cada vez más recursos, tienen que
irse a apropiárselos en los territorios vecinos, y fue así como surgió el arte
de la guerra. La guerra es un componente intrínseco de la civilización. No es
que antes la gente fuera particularmente pacífica y que no hubiera conflictos
entre los diferentes clanes de cazadores y recolectores por zonas territoriales
y acceso a recursos, pero fue la civilización la que hizo posible la
institución de la guerra tal como la conocemos y que ha acompañado a la
humanidad desde entonces. La principal función de esta institución además de
irse a apropiar de los recursos de los vecinos ha sido la de deshacerse del
exceso de población que nadie necesita. Cruel como suena, cuando hay un exceso
de población y no hay recursos suficientes para todos, la guerra proporciona un
alivio a la presión demográfica y los reyes y emperadores y señores de la
guerra nunca han dudado un instante en lanzarse a sus aventuras de conquista y
sacrificar a la población que sea necesaria, incluyendo a sus propios soldados.
En seis mil años de historia escrita, son millones y
millones de personas las que han sido sacrificadas en el altar del dios de la
guerra. Al principio las guerras se peleaban entre dos ejércitos en un campo de
batalla, y la mayor parte de las bajas eran jóvenes soldados, carne de cañón.
Una manera de ver la guerra es como un sacrificio ritual en el que los viejos y
poderosos de algún imperio o nación mandan a sus jóvenes a matar o morir por
ellos, por defender los intereses de ellos, los que tienen el poder.
Ciertamente eso fueron las guerras mundiales; en la primera guerra mundial hubo
37 millones de soldados muertos, más otros diez millones de civiles. A los
soldados se les mandaba a morir en racimos acribillados por las balas de las
recién inventadas ametralladoras y pasando toda clase de privaciones en sus
trincheras mientras los generales estaban muy a gusto en la retaguardia y no
les pasaba ni un rasguño.
Las enfermedades de la civilización
Los primeros asentamientos permanentes que
eventualmente se convirtieron en pueblos y ciudades trajeron consigo una
retahíla de enfermedades que no se conocían previamente. Uno no se pone a
pensar en estas cosas pero al parecer el estilo de vida de los pueblos nómadas
que se dedicaban a la caza y recolección era mucho más saludable que el de las
sociedades basadas en la agricultura y ganadería. La domesticación de los
animales y el contacto continuo que se empezó a tener con ellos expuso a los
humanos a toda clase de virus y bacterias para los que no se tenía resistencia
y muchas enfermedades que eran endémicas a los animales se adaptaron, mutaron y
saltaron a los humanos. La viruela, el sarampión, difteria, tuberculosis,
influenza y la lepra, todas nos fueron transmitidas por diferentes animales
domesticados.
Otras enfermedades como la tifoidea, salmonelosis y disentería,
surgieron por las condiciones de hacinamiento y promiscuidad en que la gente
vivía en esos asentamientos y ciudades donde por lo general no se tenía el
menor concepto de salud pública y los desperdicios y excrementos humanos se
mezclaban con el agua que se utilizaba para beber. Como de costumbre a nadie le
importa lo que suceda con sus desechos y los que viven rio abajo que se las
arreglen como puedan. Hubo otra serie de enfermedades como la anemia, el
escorbuto, el beriberi o la pelagra que son provocadas por deficiencias
alimenticias y que eran desconocidas entre los cazadores y recolectores pero
empezaron a aparecer en las comunidades agrícolas dependientes de uno o dos
cereales que formaban la mayor parte de la dieta.
A medida que los centros de población empezaron a
crecer y se convirtieron en ciudades en toda forma, con concentraciones de
varias decenas o cientos de miles de habitantes, se dieron las condiciones para
que muchas de esas enfermedades se pudieran transmitir en gran escala.
Anteriormente los brotes de enfermedades infecciosas eran muy localizados y
temporales. Fue el surgimiento de las ciudades y el creciente comercio entre
ellas lo que permitió que surgieran las epidemias.
Las epidemias han sido constantes compañeras de las
sociedades civilizadas, y algunas de ellas han sido extremadamente mortíferas.
Nunca se sabía de dónde iban a salir y en el momento menos pensado la gente se
empezaba a morir como moscas. Se pensaba que eran castigo divino y se le echaba
la culpa a quien se pudiera, cuando en realidad eran las condiciones higiénicas
imperantes las que facilitaban su propagación. Tengo aquí unos datos
impresionantes. En el año 165 hubo una epidemia de viruela en el imperio romano
que duró 15 años y cobró 5 millones de víctimas. En algunas áreas entre una
tercera parte y la mitad de la población sucumbió a la enfermedad. En China
hubo una epidemia de viruela en el año 161 y de nuevo en 310 y en muchas áreas
hasta el 40 por ciento de la población falleció. Del 251 al 256 la primera gran
epidemia de sarampión llegó a Roma, procedente de Etiopía, y causó entre 3 y 5
millones de muertes. En el punto de más virulencia hasta 5000 personas morían
diariamente de la enfermedad en Roma.
La peste negra se originó en Asia central a mediados
del siglo 14, arrasó China e India, se extendió por el mundo árabe y el norte
de África y llegó a Europa donde hasta una tercera parte de la población
sucumbió. La enfermedad era fulminante: gente perfectamente sana moría tres o
cuatro días después del primer brote y entre un 75 y 95 por ciento de los casos
afectados eran fatales. Así como llegaban estas epidemias también desaparecían,
dejando un panorama desolador a su paso. Ya sabemos también lo que pasó aquí en
América cuando llegaron los europeos con todas sus enfermedades para las que la
gente no tenía defensas. La población descendió estrepitosamente.
La última gran pandemia a escala global fue la llamada
influenza española que hace 100 años mató a 50 millones de personas, lo que
equivalía al tres por ciento de la población total del planeta, más de los que
murieron en la primera guerra mundial. Para los que creen que esas epidemias
son cosa del pasado, los expertos nos dicen que la próxima no es cuestión de
si, sino de cuando.
La cuestión del hambre
Contra lo que pudiera pensarse, el surgimiento de la
agricultura en diferentes partes del planeta a partir de hace unos diez o doce
mil años no significó que la humanidad había encontrado finalmente algún tipo
de seguridad alimentaria. Muchas de esas primeras comunidades agrícolas
descubrieron muy rápidamente que sus cosechas podían ser muy precarias y que un
exceso o defecto de lluvias, o las plagas de insectos, o la pérdida de
fertilidad de la tierra podían tener consecuencias devastadoras. También
descubrieron que los valles fértiles donde comenzaron a asentarse esas comunidades eran objeto de
codicia y que podían ser, y de hecho han sido, sujetos a constantes e
incontables invasiones por parte de los pueblos vecinos, que quieren venir a
apropiarse del fruto de su trabajo. Y finalmente algunos individuos también se
empezaron a dar cuenta que el que controlaba la producción y el suministro de
esos alimentos tenía influencia y poder sobre el resto de la comunidad. Fue así
como comenzaron a tomar forma las primeras civilizaciones y empezaron a surgir
las jerarquías. Desde el inicio los alimentos se convirtieron en objeto de
control y en la base de poder y de riqueza de esas sociedades.
Las hambrunas han acompañado a la civilización desde
sus orígenes. Cuando la población de algún lugar empezaba a crecer demasiado
rápidamente, la producción de alimentos no podía mantener el paso, y por si
fuera poco los alimentos que sí se producían terminaban estando muy mal
repartidos. Llegaban los recaudadores de impuestos del faraón, del tlatoani o
del señor feudal y se llevaban la mayor parte de la cosecha, y los campesinos
que habían trabajado de sol a sol para producirla se quedaban muchas veces sin
ni siquiera lo suficiente para comer ellos mismos. Esto no ha cambiado hasta la
fecha aunque ha tomado formas distintas. Actualmente son las grandes
corporaciones trasnacionales las que se apropian de la fertilidad de la tierra
e imponen un régimen en el que los alimentos siguen estando muy mal repartidos
mientras millones de personas sufren de hambre crónica.
Ha habido muchas hambrunas a lo largo de la historia.
Los investigadores enumeran por lo menos unas 400 en diferentes lugares y
momentos históricos, y por diversas causas. En China e India han sido
recurrentes. En 1877 unos 10 millones de personas murieron en el norte de China
por la sequía, y otros 5 millones en 1943 por el hambre producida por la
guerra. En India en 1769 murieron diez millones de personas, y cien años
después, a fines del siglo 19, entre 30 y 40 millones perecieron en una serie
de hambrunas catastróficas producidas por sequías e inundaciones y exacerbadas
por el régimen colonial británico que eliminó la agricultura de subsistencia de
millones de campesinos para implantar monocultivos de té y algodón, así como
por los altos impuestos y restricciones en el comercio interno a los que se
veía sometida la población local. Hay que hacer notar que durante esta hambruna
había exceso de alimentos en India, pero eran exportados hacia Inglaterra
aunque la gente se muriera de hambre; la lógica aquí como de costumbre era
exclusivamente la ganancia de los terratenientes.
Algo parecido sucedió durante la gran hambruna de
Irlanda en 1845 cuando falló la cosecha de la patata y un millón de personas
murieron de hambre, mientras otras cosechas eran llevadas hacia Inglaterra
porque los irlandeses no las podían pagar. Había un exceso de población en
Irlanda, que resultó ser la más vulnerable. En 1933 hasta 3,5 millones de
personas murieron en Ucrania y Kazajstán en una hambruna producida artificialmente
por las políticas de colectivización de Stalin, sacrificadas en el altar de
consideraciones políticas coyunturales y de intereses económicos a muy corto
plazo.
Es la misma historia que se repite continuamente. En
la actualidad 850 millones de personas pasan hambre en el mundo y once millones
de niños menores de 5 años mueren cada año por el hambre y enfermedades
relacionadas, al mismo tiempo que la tercera parte de todos los alimentos
producidos se desperdicia. Hay algo profundamente equivocado con el sistema
socioeconómico que insiste en seguir concentrando toda la riqueza por encima de
cualquier otra consideración.
La era de los combustibles fósiles
La población siempre ha tendido a crecer lo más que se
puede, de acuerdo a los recursos disponibles. Cuando no había suficientes
recursos eran las guerras, las enfermedades y el hambre los que se encargaban
de despachar al exceso de población. Incluso en tiempos de paz y de bonanza las
expectativas de vida no eran muy altas. Hasta los tiempos modernos en todas las
sociedades agrícolas y sedentarizadas las condiciones de salud eran muy
precarias, la tasa de mortalidad infantil era dramática y la gente no solía
vivir mucho. Tan recientemente como en 1790 en Filadelfia más de una tercera
parte de la población moría antes de los seis años de edad y únicamente una
cuarta parte vivía más allá de los 26 años. Los niños y los jóvenes no tenían
muchas defensas, y la tercera parte de los hombres y la cuarta parte de las
mujeres morían entre los 14 y 20 años, principalmente de malaria, viruela,
disentería y tuberculosis.
Como quiera que sea la población siguió aumentando,
lenta pero inexorablemente. A mediados del siglo 18, cuando empieza la llamada
revolución industrial basada en el uso masivo de los combustibles fósiles
acumulados durante cientos de millones de años, la población mundial era de
unos 800 millones de personas. Cuando vemos la curva de la población desde que
aparece el homo sapiens hasta la fecha, vemos que toma la forma de una
hipérbola, que empieza creciendo desde cero muy lentamente hasta llegar a un
punto de inflexión en el que de repente la curva se dispara para arriba. El
punto de inflexión sucede precisamente en ese entonces, hace unos 250 años
aproximadamente, y no fue una casualidad que haya ocurrido justo cuando se
descubren esas enormes reservas de energía al parecer inagotables y a las que
les encontramos toda clase de usos y aplicaciones y de las que ya no podemos
prescindir. Todo nuestro estilo de vida moderno, incluyendo la tecnología, es
una función de la enorme cantidad de energía que hemos hecho correr por el
sistema.
Todo tiene que ver con la energía. Cada especie busca
la manera de aprovechar las fuentes de energía que tiene a su disposición y
cuando ésta es abundante las especies proliferan. El petróleo, carbón y gas
natural que son los que conforman los llamados combustibles fósiles es la
energía del sol captada por las plantas y otros organismos fotosintéticos que
vivieron y murieron durante incontables generaciones y que se fue acumulando
durante cientos o miles de millones de años. Esa cantidad de biomasa pasó por
procesos geológicos que se llevaron eones de tiempo, y que nosotros hemos
procedido a quemar con una prodigalidad asombrosa. En 250 años hemos acabado
con la mitad de las reservas probadas de esos combustibles y al ritmo al que
los estamos usando la segunda mitad no nos va
a durar más de otros 50 años. Cuando se vea en perspectiva, dentro de
unos mil o tres mil años, la era de los combustibles fósiles no será más que un
pequeñísimo paréntesis en la historia de la humanidad o en la historia del
planeta.
Pero mientras tanto esos combustibles nos permitieron
romper con las barreras que nos marcaba el mundo natural. La capacidad
portativa de los ecosistemas la hicimos añicos; todo era cuestión de inyectarle
energía al sistema para producir artificialmente los alimentos que de otra
manera sería imposible obtener. Gracias a esos combustibles pudimos desarrollar
todo el aparato científico y tecnológico que nos permitió aumentar
dramáticamente el promedio y los niveles de vida de los que nunca habíamos
gozado en la historia de nuestra especie. Vencimos a las enfermedades y quizás
hubiéramos podido también vencer a las guerras y al hambre si hubiéramos sabido
administrar mejor esa riqueza y los beneficios hubieran estado repartidos más
equitativamente. Así como sucedieron las cosas, la riqueza acabó estando
grotescamente mal distribuida y una buena parte terminó invirtiéndose en
producir más guerra. Todo mundo que pudo se armó hasta los dientes e inventamos
tecnologías de una destructividad sin paralelo, incluyendo las armas nucleares.
Y la sociedad se enfrascó en una orgía de consumo. La
consigna era acabarnos el planeta tierra y no dejarle nada a los que vienen
después. Nos volvimos adictos a los combustibles fósiles y se nos olvidó que
hay un equilibrio que no teníamos que haber roto.
Un crecimiento explosivo
El crecimiento de la población en los últimos dos
siglos ha sido explosivo. En 1804 se pasó por primera vez la barrera de 1000
millones. Para 1927 ya éramos 2000 millones. En 1960, 3000 millones. Y el
tiempo que se tardaba la población en aumentar otros mil millones se fue
haciendo cada vez más corto. En 1974, tan solo 14 años después, ya había 4000
millones de personas. Para 1987 ya éramos 5000 millones; en 1999, 6000 millones
y en el año 2011 7000 millones. La población está creciendo tan rápidamente
como es posible hacerlo; no podría crecer más rápido aunque lo quisiéramos.
Cada día en el planeta tierra hay 250,000 personas más
(300,000 nacimientos y 50,000 muertes, en promedio). Esto significa crear una
ciudad de buen tamaño de la nada cada día; todas esas personas necesitan de
casas, escuelas, centros de salud, estadios, centros deportivos, carreteras, y
toda clase de bienes y servicios.
El caso de México es impactante. En 1921, al terminar
la revolución, el país tenía 14,3 millones de habitantes. Ahora le estamos
pegando a los 120. Se multiplicó por un factor de nueve en menos de cien años.
Cada 30 años la población se está duplicando. Y seríamos más si no hubiera
millones de nuestros paisanos que se fueron a ganar la vida en el vecino país
del norte. Aquí en el pueblo donde vivo la población se triplicó en los últimos
40 años. En cualquier comunidad, aldea, pueblo o ciudad la situación es la
misma. El crecimiento es imparable. Cada año hay millón y medio de personas más
en este país.
Recientemente la demografía ha estado cambiando y las
familias urbanas clase medieras ya tienen menos hijos, pero durante la mayor
parte del siglo pasado lo normal era tener 6, 8 o 10 miembros por familia.
Todos nosotros tenemos tíos o abuelos que vienen de familias numerosas. En
aquel entonces a las parejas que tuvieran tan solo un par de hijos se les veía
como que había algo raro con ellos, y que no estaban poniendo lo suficiente de
su parte en el gran proyecto de poblar el territorio nacional.
Algo que hay que entender aquí es que durante mucho
tiempo la política oficial era impulsar el crecimiento desmedido de la
población: la industria lo requería, y por lo tanto el país lo requería.
Efectivamente, desde la década de los treintas y cuarentas empiezan a surgir
fábricas por todos lados, como hongos después de la lluvia, y lo que tienen
esas fábricas es que pueden estar funcionando mañana, tarde y noche, las 24
horas del día, y su producción es constante. Las miles de fábricas que
aparecieron por todas partes escupían una incesante avalancha de toda clase de
productos, necesarios o superfluos, algunos más útiles que otros, para los que
se necesitaba crear mercados. Básicamente lo que se necesitaba eran
consumidores, gente y más gente para que adquirieran los miles y miles de
productos que no cesaban de salir de las cadenas de montaje y que se producían
para venderse, no para estar guardando polvo en alguna bodega.
La industria decidió que se necesitaba poblar el país
y con su miopía característica incapaz de ver más allá de sus propios
beneficios se hizo toda una campaña para convencer a la gente que la familia
numerosa era el orden natural de las cosas y que todos teníamos que participar
en ese gran proyecto. A las madres más prolíficas se les daban premios en los
programas de concurso en la televisión, y el día de las madres llegaba la
señora coneja con sus veinte chilpayates y la gente les aplaudía y les
regalaban estufas y refrigeradores para demostrarles el aprecio y gratitud por
su gran esfuerzo en pro de la nación.
Qué tiempos aquellos, cuando el territorio nacional
parecía inmenso y había espacio para seguir creciendo y los recursos parecían
inagotables y la gente no tenía la menor idea de los límites de los ecosistemas
y el cambio climático era como el producto de la imaginación calenturienta de
algún escritor de ciencia ficción. Ahora ya sabemos que el crecimiento
desmedido de la población crea toda clase de problemas y que es imposible
mantenerlo indefinidamente: la verdadera sustentabilidad requiere de una población
estable.
Como especie invasiva
El problema es que nos estamos comportando como
especie invasiva. En el mundo natural los ecosistemas tienden a un estado de
homeostasis o equilibrio dinámico en el que cada especie encuentra su nicho y
comparte el espacio físico con muchas otras especies con las que se relaciona
de diversas maneras. Los números de cada especie se mantienen naturalmente
dentro de cierto rango de acuerdo a los recursos disponibles, y hay mecanismos
de autoregulamiento que impiden que alguna especie se multiplique
desordenadamente a costa de las demás.
Cuando se introduce una especie exótica a un
ecosistema prístino, esta especie puede aprender a vivir en su nuevo hábitat de
acuerdo a los límites que le marca su entorno, o puede convertirse en una
especie invasiva. La característica fundamental de estas especies es que han
sido introducidas y se convierten en una amenaza para otras especies en su nuevo
territorio, dando lugar a un incremento incontrolado de sus poblaciones
ocasionando importantes perjuicios a las especies y ecosistemas nativos,
alterando la composición, estructura y los procesos de los ecosistemas
naturales o seminaturales, y poniendo en peligro la diversidad biológica nativa.
Estas especies invasoras presentan elevadas tasas de crecimiento y reproducción,
una excelente capacidad de aclimatación a condiciones ambientales nuevas o
cambiantes, así como una amplia variabilidad genética que favorece el
establecimiento de poblaciones estables en áreas nuevas a partir de unos pocos
ejemplares introducidos y que les confiere un gran potencial invasor.
Es lo que sucede con las plagas de langosta, por
ejemplo. Estas plagas suceden aparentemente de la nada, aunque en realidad
pasan por un largo período de incubación y la última fase de expansión es la
que nosotros vemos. En esta última fase nubes de hasta 30,000 millones de
ejemplares avanzan por áreas de millones de kilómetros cuadrados arrasando con
todo a su paso, con una voracidad insaciable, hasta que acaban con todo y
entonces se colapsan bajo su propio peso; así como llegaron desaparecen,
alterando irreversiblemente los paisajes por donde pasaron.
Pues así nos estamos comportando los seres humanos.
Como especie hemos tenido un éxito fenomenal. Nos hemos distribuido por todos
los rincones del planeta; adaptándonos a los climas más extremos, y en cada
lugar a donde hemos llegado nos hemos convertido en la especie dominante.
Durante miles de años nos fuimos expandiendo
lentamente y nuestros números no crecían demasiado, en lo que podría
considerarse como un largo período de incubación hasta llegar a la presente
fase expansiva en la que rompimos todas las trabas y el impacto de nuestras
actividades se ha manifestado a escala global; en el último par de siglos pero
particularmente en los últimos cincuenta años hemos alterado todos los
ecosistemas y literalmente nuestra presencia se ha vuelto opresiva para
incontables otras especies a las que no les estamos dejando espacio suficiente
para sobrevivir; la extinción masiva de especies que ya está bien en marcha
pinta para ser tan grave como cualquiera de las anteriores que han sucedido en
los últimos varios cientos de millones de años; al apropiarnos de las fuerzas
vivas del planeta y de todos sus recursos nos hemos convertido en una amenaza
para la biodiversidad. El equilibrio homeostático de ese gran ecosistema que se
llama biósfera está siendo alterado irreversiblemente, por lo menos en una
escala temporal que nos interese.
Y mientras tanto nos seguimos multiplicando
exponencialmente; cada año somos 80 o 90 millones más de individuos con toda
clase de necesidades y viviendo dentro de un sistema socioeconómico basado en
el crecimiento hasta el infinito en un planeta que resultó ser finito. Nuestra
voracidad por toda clase de recursos es insaciable y de hecho va en aumento; no
solo somos más gente sino que el consumo per cápita es mayor que en cualquier
otro período en la historia de la humanidad. Claramente estamos en curso de
colisión con la realidad: consumiéndonos al planeta huésped terminaremos por
consumirnos a nosotros mismos.
Hacia una reducción de la población
Las proyecciones a futuro estiman que para el año 2024
seremos 8 mil millones de personas, en el 2042 seremos 9 mil millones y que la
población tenderá a estabilizarse alrededor de los 10 o 12 mil millones de
personas durante la segunda mitad de este siglo. En realidad es poco probable
que lleguemos a esas cifras. El sistema va a tronar mucho antes que eso: son
muchos los puntos de ruptura que hemos franqueado o que estamos a punto de
hacerlo, empezando por el hecho de que, como ya lo mencionamos, el incremento
explosivo y exponencial de la población humana en el último par de siglos fue
función de las enormes reservas de energía que hicimos correr por el sistema y
que están a punto de empezar a escasear. Somos un producto de la era de los
combustibles fósiles y una vez que éstos se terminen no hay manera de que se
puedan mantener los niveles de población que existen actualmente.
Esto no es muy difícil de entender y si viviéramos en
una sociedad más racional y menos obsesionada por seguir creciendo y acumulando
y “progresando” hasta el infinito quizás empezaríamos a tomar medidas para una
reducción voluntaria de los niveles de población de una manera humana, con
políticas de planeación familiar y control de natalidad adecuados a la urgencia
de la situación, y con miras de reducir efectivamente nuestros números a algo
que vaya más de acuerdo a la capacidad portativa del planeta tierra, quizás a
la cantidad de gente que había antes de la presente fase virulenta de nuestra
expansión en la época preindustrial, o sea unos quinientos o mil millones de
personas a lo mucho.
Esto puede parecer irrealista, pero como también ya lo
han dicho anteriormente, si los seres humanos no somos capaces de controlar
nuestros números, la naturaleza se va a encargar de hacerlo por nosotros, con
métodos que no van a ser de nuestro agrado. Como cualquier otra especie estamos
sujetos a las limitaciones que el mundo natural nos impone, y si temporal y
artificialmente hemos transgredido esas limitaciones cuando el balance
finalmente se corrija la cuenta nos va a llegar corregida y aumentada.
Existe el argumento de que la cuestión demográfica no
es el problema principal en nuestro mundo sino el sistema económico que permite
tremendas concentraciones de riqueza y en el que el diez por ciento de la
población controla el noventa por ciento de los recursos, y tan solo el uno por
ciento de la población mundial se apropia del cincuenta por ciento de la
riqueza total que corre por el sistema. Ese uno por ciento tiene un impacto
desproporcionado en el medio ambiente con sus extravagantes estilos de vida, y
son ellos los principales causantes de la depleción de los recursos y el
deterioro del hábitat global. Una persona de Estados Unidos consume tanto como
cien personas de algunas regiones de África, y si la riqueza estuviera mejor
repartida, nos dice el argumento, el planeta tierra podría sostener a una
población mucho mayor que la que existe actualmente.
El argumento es convincente y por supuesto tiene
razón, pero la manera como hay que verlo es que ambas problemáticas son en
realidad manifestaciones de una crisis más profunda, que es la crisis sistémica
de nuestra época. Ha sucedido en cantidad de otras ocasiones y ya era para que
nos diéramos cuenta de lo que está pasando. Todas esas civilizaciones que han
pasado por el escenario de la historia al entrar en su fase decrépita
desarrollan los mismos síntomas: la presión poblacional, las concentraciones
grotescas de poder y riqueza, la creciente escasez de recursos críticos para su
continuidad, la rebatiña por lo que queda, el recrudecimiento de las guerras,
la minoría dominante que se hace cada vez más dominante, opresiva y divorciada
de la realidad, el militarismo y el estado policiaco, la creciente
disfuncionalidad, la incapacidad de atender las problemáticas de fondo, el
descenso al caos, y todo el resto de la letanía.
No es difícil ver en qué parte de ese proceso nos
encontramos y reconocer que el tiempo no está de nuestro lado. También ayudaría
que nos hiciéramos un poquito más conscientes de que realmente hay un mundo
natural allá afuera que está desapareciendo delante de nuestros ojos, a un
ritmo alarmante, y no hay nada al parecer que pueda impedir que este proceso llegue
hasta sus últimas consecuencias, tal es la inercia del sistema.