viernes, 9 de diciembre de 2016

Creced y multiplicaos


por David Cañedo Escárcega

La transición a la agricultura
Uno de los problemas más graves a los que nos enfrentamos actualmente es el crecimiento exponencial de la población. Vamos a ver cómo está la situación.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, desde que nuestra especie surge diferenciada de otras especies del género homo hace unos doscientos mil años, el incremento de la población era muy lento. La gente se congregaba en pequeñas bandas o clanes de unas cuantas decenas de personas, y cuando empezaba a haber más gente de lo que el clan podía asumir confortablemente se dividían en grupos más pequeños y cada uno seguía su camino. Estos grupos vivían de la caza y la recolección de frutos, y no necesitaban moverse largas distancias para encontrar lo que necesitaban para comer. En aquel entonces el planeta tierra era un lugar muy grande, al parecer ilimitado, y había espacio para todos. Los ecosistemas eran prístinos, y había una abundancia y efervescencia de vida que nos costaría trabajo imaginar actualmente. Las condiciones de vida de esas personas podían ser duras, pero no necesariamente; en la medida en que supieron adaptarse al medio en el que se encontraban se hacían sedentarios o semi sedentarios y se cree que de hecho no era mucho el tiempo que le dedicaban a procurarse los alimentos. Con un día o dos dedicados a la caza o recolección podían comer durante varios días, y el resto del tiempo lo dedicaban a otras actividades.
Los alimentos obtenidos se repartían entre todos los integrantes del grupo, aunque no todo mundo hubiera participado en su obtención. El grupo se hacía cargo de los niños, ancianos, enfermos o mujeres encintas, y todo mundo comía o cuando no había suficiente comida todos pasaban hambre. Compartir era el orden natural de las cosas; era una estrategia de sobrevivencia del grupo. En aquellas sociedades no había lugar para la acumulación o el acaparamiento; lo poco que tenían era lo que podían cargar consigo y el objetivo de la vida era vivirla, no acumular.
El ser humano eventualmente se extendió por todos lados y nos adaptamos a los climas más extremos. Tenemos una excelente capacidad de adaptación e incluso en los desiertos o en la tundra, en las regiones subárticas o en islas perdidas en medio del océano la gente encontró la manera de ganarse el sustento. En algunos de esos lugares aprendieron que el mundo natural tiene ciertos límites y que hay una máxima cantidad de población que el entorno puede sostener. Es lo que ahora conocemos como la capacidad portativa de un ecosistema: la máxima cantidad de vida para cada especie que un ecosistema puede mantener. Por supuesto que no lo conocían con ese nombre pero se daban cuenta que cuando empezaba a haber demasiada gente no había suficientes alimentos para todos.
Se cree también que la presión poblacional fue la que llevó a algunas comunidades en diferentes partes del planeta a empezar a implementar la agricultura; esto implicó un cambio radical en su manera de vivir y de relacionarse con el mundo. Implicaba más trabajo y menos tiempo para el ocio y no todo mundo veía las ventajas de abandonar su estilo de vida tradicional y empezar a trabajar la tierra. La transición de las sociedades basadas en la caza y recolección a las sociedades agrícolas se llevó varios miles de años, empezando hace unos diez mil años aproximadamente, y se implementó de manera independiente en diferentes partes del planeta, como en Medio Oriente, en China, en el valle del Indo y en Mesoamérica.
Con la agricultura surgieron los asentamientos permanentes: las aldeas que luego se convirtieron en pueblos y eventualmente en ciudades. Con el excedente de alimentos que la agricultura hace posible la población empezó a aumentar; ya no eran pequeños grupos de 20 o 30 personas sino conglomerados de varios cientos o miles donde ya no todo mundo se conocía y había que regular la interacción entre las personas. Compartir dejo de ser el orden natural e inevitablemente al parecer surgieron las jerarquías y la estratificación de la sociedad. Y después de otros varios miles de años de gestación surgieron finalmente las civilizaciones.

La guerra como sacrificio ritual
Eventualmente las concentraciones de gente en los pueblos y ciudades dieron lugar a ese fenómeno que llamamos civilización. La civilización es la vida de las ciudades: las expresiones sociales, políticas, culturales, artísticas, económicas, científicas, religiosas, y demás que se empezaron a manifestar en las ciudades. Las primeras ciudades que comenzaron a surgir a partir de asentamientos permanentes basados en la agricultura llegaron a tener varias decenas de miles de habitantes, aunque eran más bien raras sobre la faz de la tierra, y la gente siguió siendo eminentemente rural hasta fechas muy recientes. Una ciudad necesita de una gran cantidad de recursos, empezando por un amplio territorio alrededor que es el que produce sus alimentos; antes de la revolución industrial lo normal era que hasta un noventa por ciento de la población total de algún lugar se dedicara a trabajar la tierra y solo un diez por cierto se dedicaba a otras actividades, y eran las que residían en las ciudades.
Cuando surgen las primeras civilizaciones hace seis mil años, la población del planeta era de unos veinte millones de personas. Cuatro mil años después, a principios de la era común, ya había unas 200 millones de personas en el mundo. Le llevó cuatro mil años multiplicarse por un factor de diez. La población aumentaba lenta pero sostenidamente, y se concentraba en zonas fértiles en las costas o cuencas lacustres con buenas tierras y agua en abundancia. Hace dos mil años los grandes centros de población eran el imperio romano en el Mediterráneo y el imperio Han  en China, que estaban a diez mil kilómetros uno del otro y entre los que había muy poco contacto, aunque tenían vagamente conciencia de la existencia uno del otro. El mundo era vasto y los medios de transporte eran lentos y se necesitaban meses o años para atravesar esas regiones.
Las poblaciones por lo general tienden a extenderse hasta donde los recursos lo permiten. En épocas de abundancia la población aumenta y en épocas de escasez disminuye, y la manera como usualmente disminuye es por medio de hambrunas, enfermedades y guerras.
En todos esos imperios la población tiende a crecer todo lo que puede y a medida que necesitan cada vez más recursos, tienen que irse a apropiárselos en los territorios vecinos, y fue así como surgió el arte de la guerra. La guerra es un componente intrínseco de la civilización. No es que antes la gente fuera particularmente pacífica y que no hubiera conflictos entre los diferentes clanes de cazadores y recolectores por zonas territoriales y acceso a recursos, pero fue la civilización la que hizo posible la institución de la guerra tal como la conocemos y que ha acompañado a la humanidad desde entonces. La principal función de esta institución además de irse a apropiar de los recursos de los vecinos ha sido la de deshacerse del exceso de población que nadie necesita. Cruel como suena, cuando hay un exceso de población y no hay recursos suficientes para todos, la guerra proporciona un alivio a la presión demográfica y los reyes y emperadores y señores de la guerra nunca han dudado un instante en lanzarse a sus aventuras de conquista y sacrificar a la población que sea necesaria, incluyendo a sus propios soldados.
En seis mil años de historia escrita, son millones y millones de personas las que han sido sacrificadas en el altar del dios de la guerra. Al principio las guerras se peleaban entre dos ejércitos en un campo de batalla, y la mayor parte de las bajas eran jóvenes soldados, carne de cañón. Una manera de ver la guerra es como un sacrificio ritual en el que los viejos y poderosos de algún imperio o nación mandan a sus jóvenes a matar o morir por ellos, por defender los intereses de ellos, los que tienen el poder. Ciertamente eso fueron las guerras mundiales; en la primera guerra mundial hubo 37 millones de soldados muertos, más otros diez millones de civiles. A los soldados se les mandaba a morir en racimos acribillados por las balas de las recién inventadas ametralladoras y pasando toda clase de privaciones en sus trincheras mientras los generales estaban muy a gusto en la retaguardia y no les pasaba ni un rasguño.

Las enfermedades de la civilización
Los primeros asentamientos permanentes que eventualmente se convirtieron en pueblos y ciudades trajeron consigo una retahíla de enfermedades que no se conocían previamente. Uno no se pone a pensar en estas cosas pero al parecer el estilo de vida de los pueblos nómadas que se dedicaban a la caza y recolección era mucho más saludable que el de las sociedades basadas en la agricultura y ganadería. La domesticación de los animales y el contacto continuo que se empezó a tener con ellos expuso a los humanos a toda clase de virus y bacterias para los que no se tenía resistencia y muchas enfermedades que eran endémicas a los animales se adaptaron, mutaron y saltaron a los humanos. La viruela, el sarampión, difteria, tuberculosis, influenza y la lepra, todas nos fueron transmitidas por diferentes animales domesticados.
Otras enfermedades como la tifoidea, salmonelosis y disentería, surgieron por las condiciones de hacinamiento y promiscuidad en que la gente vivía en esos asentamientos y ciudades donde por lo general no se tenía el menor concepto de salud pública y los desperdicios y excrementos humanos se mezclaban con el agua que se utilizaba para beber. Como de costumbre a nadie le importa lo que suceda con sus desechos y los que viven rio abajo que se las arreglen como puedan. Hubo otra serie de enfermedades como la anemia, el escorbuto, el beriberi o la pelagra que son provocadas por deficiencias alimenticias y que eran desconocidas entre los cazadores y recolectores pero empezaron a aparecer en las comunidades agrícolas dependientes de uno o dos cereales que formaban la mayor parte de la dieta.
A medida que los centros de población empezaron a crecer y se convirtieron en ciudades en toda forma, con concentraciones de varias decenas o cientos de miles de habitantes, se dieron las condiciones para que muchas de esas enfermedades se pudieran transmitir en gran escala. Anteriormente los brotes de enfermedades infecciosas eran muy localizados y temporales. Fue el surgimiento de las ciudades y el creciente comercio entre ellas lo que permitió que surgieran las epidemias.
Las epidemias han sido constantes compañeras de las sociedades civilizadas, y algunas de ellas han sido extremadamente mortíferas. Nunca se sabía de dónde iban a salir y en el momento menos pensado la gente se empezaba a morir como moscas. Se pensaba que eran castigo divino y se le echaba la culpa a quien se pudiera, cuando en realidad eran las condiciones higiénicas imperantes las que facilitaban su propagación. Tengo aquí unos datos impresionantes. En el año 165 hubo una epidemia de viruela en el imperio romano que duró 15 años y cobró 5 millones de víctimas. En algunas áreas entre una tercera parte y la mitad de la población sucumbió a la enfermedad. En China hubo una epidemia de viruela en el año 161 y de nuevo en 310 y en muchas áreas hasta el 40 por ciento de la población falleció. Del 251 al 256 la primera gran epidemia de sarampión llegó a Roma, procedente de Etiopía, y causó entre 3 y 5 millones de muertes. En el punto de más virulencia hasta 5000 personas morían diariamente de la enfermedad en Roma.
La peste negra se originó en Asia central a mediados del siglo 14, arrasó China e India, se extendió por el mundo árabe y el norte de África y llegó a Europa donde hasta una tercera parte de la población sucumbió. La enfermedad era fulminante: gente perfectamente sana moría tres o cuatro días después del primer brote y entre un 75 y 95 por ciento de los casos afectados eran fatales. Así como llegaban estas epidemias también desaparecían, dejando un panorama desolador a su paso. Ya sabemos también lo que pasó aquí en América cuando llegaron los europeos con todas sus enfermedades para las que la gente no tenía defensas. La población descendió estrepitosamente.
La última gran pandemia a escala global fue la llamada influenza española que hace 100 años mató a 50 millones de personas, lo que equivalía al tres por ciento de la población total del planeta, más de los que murieron en la primera guerra mundial. Para los que creen que esas epidemias son cosa del pasado, los expertos nos dicen que la próxima no es cuestión de si, sino de cuando.

La cuestión del hambre
Contra lo que pudiera pensarse, el surgimiento de la agricultura en diferentes partes del planeta a partir de hace unos diez o doce mil años no significó que la humanidad había encontrado finalmente algún tipo de seguridad alimentaria. Muchas de esas primeras comunidades agrícolas descubrieron muy rápidamente que sus cosechas podían ser muy precarias y que un exceso o defecto de lluvias, o las plagas de insectos, o la pérdida de fertilidad de la tierra podían tener consecuencias devastadoras. También descubrieron que los valles fértiles donde comenzaron a  asentarse esas comunidades eran objeto de codicia y que podían ser, y de hecho han sido, sujetos a constantes e incontables invasiones por parte de los pueblos vecinos, que quieren venir a apropiarse del fruto de su trabajo. Y finalmente algunos individuos también se empezaron a dar cuenta que el que controlaba la producción y el suministro de esos alimentos tenía influencia y poder sobre el resto de la comunidad. Fue así como comenzaron a tomar forma las primeras civilizaciones y empezaron a surgir las jerarquías. Desde el inicio los alimentos se convirtieron en objeto de control y en la base de poder y de riqueza de esas sociedades.
Las hambrunas han acompañado a la civilización desde sus orígenes. Cuando la población de algún lugar empezaba a crecer demasiado rápidamente, la producción de alimentos no podía mantener el paso, y por si fuera poco los alimentos que sí se producían terminaban estando muy mal repartidos. Llegaban los recaudadores de impuestos del faraón, del tlatoani o del señor feudal y se llevaban la mayor parte de la cosecha, y los campesinos que habían trabajado de sol a sol para producirla se quedaban muchas veces sin ni siquiera lo suficiente para comer ellos mismos. Esto no ha cambiado hasta la fecha aunque ha tomado formas distintas. Actualmente son las grandes corporaciones trasnacionales las que se apropian de la fertilidad de la tierra e imponen un régimen en el que los alimentos siguen estando muy mal repartidos mientras millones de personas sufren de hambre crónica.
Ha habido muchas hambrunas a lo largo de la historia. Los investigadores enumeran por lo menos unas 400 en diferentes lugares y momentos históricos, y por diversas causas. En China e India han sido recurrentes. En 1877 unos 10 millones de personas murieron en el norte de China por la sequía, y otros 5 millones en 1943 por el hambre producida por la guerra. En India en 1769 murieron diez millones de personas, y cien años después, a fines del siglo 19, entre 30 y 40 millones perecieron en una serie de hambrunas catastróficas producidas por sequías e inundaciones y exacerbadas por el régimen colonial británico que eliminó la agricultura de subsistencia de millones de campesinos para implantar monocultivos de té y algodón, así como por los altos impuestos y restricciones en el comercio interno a los que se veía sometida la población local. Hay que hacer notar que durante esta hambruna había exceso de alimentos en India, pero eran exportados hacia Inglaterra aunque la gente se muriera de hambre; la lógica aquí como de costumbre era exclusivamente la ganancia de los terratenientes.
Algo parecido sucedió durante la gran hambruna de Irlanda en 1845 cuando falló la cosecha de la patata y un millón de personas murieron de hambre, mientras otras cosechas eran llevadas hacia Inglaterra porque los irlandeses no las podían pagar. Había un exceso de población en Irlanda, que resultó ser la más vulnerable. En 1933 hasta 3,5 millones de personas murieron en Ucrania y Kazajstán en una hambruna producida artificialmente por las políticas de colectivización de Stalin, sacrificadas en el altar de consideraciones políticas coyunturales y de intereses económicos a muy corto plazo.
Es la misma historia que se repite continuamente. En la actualidad 850 millones de personas pasan hambre en el mundo y once millones de niños menores de 5 años mueren cada año por el hambre y enfermedades relacionadas, al mismo tiempo que la tercera parte de todos los alimentos producidos se desperdicia. Hay algo profundamente equivocado con el sistema socioeconómico que insiste en seguir concentrando toda la riqueza por encima de cualquier otra consideración.

La era de los combustibles fósiles
La población siempre ha tendido a crecer lo más que se puede, de acuerdo a los recursos disponibles. Cuando no había suficientes recursos eran las guerras, las enfermedades y el hambre los que se encargaban de despachar al exceso de población. Incluso en tiempos de paz y de bonanza las expectativas de vida no eran muy altas. Hasta los tiempos modernos en todas las sociedades agrícolas y sedentarizadas las condiciones de salud eran muy precarias, la tasa de mortalidad infantil era dramática y la gente no solía vivir mucho. Tan recientemente como en 1790 en Filadelfia más de una tercera parte de la población moría antes de los seis años de edad y únicamente una cuarta parte vivía más allá de los 26 años. Los niños y los jóvenes no tenían muchas defensas, y la tercera parte de los hombres y la cuarta parte de las mujeres morían entre los 14 y 20 años, principalmente de malaria, viruela, disentería y tuberculosis.
Como quiera que sea la población siguió aumentando, lenta pero inexorablemente. A mediados del siglo 18, cuando empieza la llamada revolución industrial basada en el uso masivo de los combustibles fósiles acumulados durante cientos de millones de años, la población mundial era de unos 800 millones de personas. Cuando vemos la curva de la población desde que aparece el homo sapiens hasta la fecha, vemos que toma la forma de una hipérbola, que empieza creciendo desde cero muy lentamente hasta llegar a un punto de inflexión en el que de repente la curva se dispara para arriba. El punto de inflexión sucede precisamente en ese entonces, hace unos 250 años aproximadamente, y no fue una casualidad que haya ocurrido justo cuando se descubren esas enormes reservas de energía al parecer inagotables y a las que les encontramos toda clase de usos y aplicaciones y de las que ya no podemos prescindir. Todo nuestro estilo de vida moderno, incluyendo la tecnología, es una función de la enorme cantidad de energía que hemos hecho correr por el sistema.
Todo tiene que ver con la energía. Cada especie busca la manera de aprovechar las fuentes de energía que tiene a su disposición y cuando ésta es abundante las especies proliferan. El petróleo, carbón y gas natural que son los que conforman los llamados combustibles fósiles es la energía del sol captada por las plantas y otros organismos fotosintéticos que vivieron y murieron durante incontables generaciones y que se fue acumulando durante cientos o miles de millones de años. Esa cantidad de biomasa pasó por procesos geológicos que se llevaron eones de tiempo, y que nosotros hemos procedido a quemar con una prodigalidad asombrosa. En 250 años hemos acabado con la mitad de las reservas probadas de esos combustibles y al ritmo al que los estamos usando la segunda mitad no nos va  a durar más de otros 50 años. Cuando se vea en perspectiva, dentro de unos mil o tres mil años, la era de los combustibles fósiles no será más que un pequeñísimo paréntesis en la historia de la humanidad o en la historia del planeta.
Pero mientras tanto esos combustibles nos permitieron romper con las barreras que nos marcaba el mundo natural. La capacidad portativa de los ecosistemas la hicimos añicos; todo era cuestión de inyectarle energía al sistema para producir artificialmente los alimentos que de otra manera sería imposible obtener. Gracias a esos combustibles pudimos desarrollar todo el aparato científico y tecnológico que nos permitió aumentar dramáticamente el promedio y los niveles de vida de los que nunca habíamos gozado en la historia de nuestra especie. Vencimos a las enfermedades y quizás hubiéramos podido también vencer a las guerras y al hambre si hubiéramos sabido administrar mejor esa riqueza y los beneficios hubieran estado repartidos más equitativamente. Así como sucedieron las cosas, la riqueza acabó estando grotescamente mal distribuida y una buena parte terminó invirtiéndose en producir más guerra. Todo mundo que pudo se armó hasta los dientes e inventamos tecnologías de una destructividad sin paralelo, incluyendo las armas nucleares.
Y la sociedad se enfrascó en una orgía de consumo. La consigna era acabarnos el planeta tierra y no dejarle nada a los que vienen después. Nos volvimos adictos a los combustibles fósiles y se nos olvidó que hay un equilibrio que no teníamos que haber roto.

Un crecimiento explosivo
El crecimiento de la población en los últimos dos siglos ha sido explosivo. En 1804 se pasó por primera vez la barrera de 1000 millones. Para 1927 ya éramos 2000 millones. En 1960, 3000 millones. Y el tiempo que se tardaba la población en aumentar otros mil millones se fue haciendo cada vez más corto. En 1974, tan solo 14 años después, ya había 4000 millones de personas. Para 1987 ya éramos 5000 millones; en 1999, 6000 millones y en el año 2011 7000 millones. La población está creciendo tan rápidamente como es posible hacerlo; no podría crecer más rápido aunque lo quisiéramos.
Cada día en el planeta tierra hay 250,000 personas más (300,000 nacimientos y 50,000 muertes, en promedio). Esto significa crear una ciudad de buen tamaño de la nada cada día; todas esas personas necesitan de casas, escuelas, centros de salud, estadios, centros deportivos, carreteras, y toda clase de bienes y servicios.
El caso de México es impactante. En 1921, al terminar la revolución, el país tenía 14,3 millones de habitantes. Ahora le estamos pegando a los 120. Se multiplicó por un factor de nueve en menos de cien años. Cada 30 años la población se está duplicando. Y seríamos más si no hubiera millones de nuestros paisanos que se fueron a ganar la vida en el vecino país del norte. Aquí en el pueblo donde vivo la población se triplicó en los últimos 40 años. En cualquier comunidad, aldea, pueblo o ciudad la situación es la misma. El crecimiento es imparable. Cada año hay millón y medio de personas más en este país.
Recientemente la demografía ha estado cambiando y las familias urbanas clase medieras ya tienen menos hijos, pero durante la mayor parte del siglo pasado lo normal era tener 6, 8 o 10 miembros por familia. Todos nosotros tenemos tíos o abuelos que vienen de familias numerosas. En aquel entonces a las parejas que tuvieran tan solo un par de hijos se les veía como que había algo raro con ellos, y que no estaban poniendo lo suficiente de su parte en el gran proyecto de poblar el territorio nacional.
Algo que hay que entender aquí es que durante mucho tiempo la política oficial era impulsar el crecimiento desmedido de la población: la industria lo requería, y por lo tanto el país lo requería. Efectivamente, desde la década de los treintas y cuarentas empiezan a surgir fábricas por todos lados, como hongos después de la lluvia, y lo que tienen esas fábricas es que pueden estar funcionando mañana, tarde y noche, las 24 horas del día, y su producción es constante. Las miles de fábricas que aparecieron por todas partes escupían una incesante avalancha de toda clase de productos, necesarios o superfluos, algunos más útiles que otros, para los que se necesitaba crear mercados. Básicamente lo que se necesitaba eran consumidores, gente y más gente para que adquirieran los miles y miles de productos que no cesaban de salir de las cadenas de montaje y que se producían para venderse, no para estar guardando polvo en alguna bodega.
La industria decidió que se necesitaba poblar el país y con su miopía característica incapaz de ver más allá de sus propios beneficios se hizo toda una campaña para convencer a la gente que la familia numerosa era el orden natural de las cosas y que todos teníamos que participar en ese gran proyecto. A las madres más prolíficas se les daban premios en los programas de concurso en la televisión, y el día de las madres llegaba la señora coneja con sus veinte chilpayates y la gente les aplaudía y les regalaban estufas y refrigeradores para demostrarles el aprecio y gratitud por su gran esfuerzo en pro de la nación.
Qué tiempos aquellos, cuando el territorio nacional parecía inmenso y había espacio para seguir creciendo y los recursos parecían inagotables y la gente no tenía la menor idea de los límites de los ecosistemas y el cambio climático era como el producto de la imaginación calenturienta de algún escritor de ciencia ficción. Ahora ya sabemos que el crecimiento desmedido de la población crea toda clase de problemas y que es imposible mantenerlo indefinidamente: la verdadera sustentabilidad requiere de una población estable.

Como especie invasiva
El problema es que nos estamos comportando como especie invasiva. En el mundo natural los ecosistemas tienden a un estado de homeostasis o equilibrio dinámico en el que cada especie encuentra su nicho y comparte el espacio físico con muchas otras especies con las que se relaciona de diversas maneras. Los números de cada especie se mantienen naturalmente dentro de cierto rango de acuerdo a los recursos disponibles, y hay mecanismos de autoregulamiento que impiden que alguna especie se multiplique desordenadamente a costa de las demás.
Cuando se introduce una especie exótica a un ecosistema prístino, esta especie puede aprender a vivir en su nuevo hábitat de acuerdo a los límites que le marca su entorno, o puede convertirse en una especie invasiva. La característica fundamental de estas especies es que han sido introducidas y se convierten en una amenaza para otras especies en su nuevo territorio, dando lugar a un incremento incontrolado de sus poblaciones ocasionando importantes perjuicios a las especies y ecosistemas nativos, alterando la composición, estructura y los procesos de los ecosistemas naturales o seminaturales, y poniendo en peligro la diversidad biológica nativa. Estas especies invasoras presentan elevadas tasas de crecimiento y reproducción, una excelente capacidad de aclimatación a condiciones ambientales nuevas o cambiantes, así como una amplia variabilidad genética que favorece el establecimiento de poblaciones estables en áreas nuevas a partir de unos pocos ejemplares introducidos y que les confiere un gran potencial invasor.
Es lo que sucede con las plagas de langosta, por ejemplo. Estas plagas suceden aparentemente de la nada, aunque en realidad pasan por un largo período de incubación y la última fase de expansión es la que nosotros vemos. En esta última fase nubes de hasta 30,000 millones de ejemplares avanzan por áreas de millones de kilómetros cuadrados arrasando con todo a su paso, con una voracidad insaciable, hasta que acaban con todo y entonces se colapsan bajo su propio peso; así como llegaron desaparecen, alterando irreversiblemente los paisajes por donde pasaron.
Pues así nos estamos comportando los seres humanos. Como especie hemos tenido un éxito fenomenal. Nos hemos distribuido por todos los rincones del planeta; adaptándonos a los climas más extremos, y en cada lugar a donde hemos llegado nos hemos convertido en la especie dominante.
Durante miles de años nos fuimos expandiendo lentamente y nuestros números no crecían demasiado, en lo que podría considerarse como un largo período de incubación hasta llegar a la presente fase expansiva en la que rompimos todas las trabas y el impacto de nuestras actividades se ha manifestado a escala global; en el último par de siglos pero particularmente en los últimos cincuenta años hemos alterado todos los ecosistemas y literalmente nuestra presencia se ha vuelto opresiva para incontables otras especies a las que no les estamos dejando espacio suficiente para sobrevivir; la extinción masiva de especies que ya está bien en marcha pinta para ser tan grave como cualquiera de las anteriores que han sucedido en los últimos varios cientos de millones de años; al apropiarnos de las fuerzas vivas del planeta y de todos sus recursos nos hemos convertido en una amenaza para la biodiversidad. El equilibrio homeostático de ese gran ecosistema que se llama biósfera está siendo alterado irreversiblemente, por lo menos en una escala temporal que nos interese.
Y mientras tanto nos seguimos multiplicando exponencialmente; cada año somos 80 o 90 millones más de individuos con toda clase de necesidades y viviendo dentro de un sistema socioeconómico basado en el crecimiento hasta el infinito en un planeta que resultó ser finito. Nuestra voracidad por toda clase de recursos es insaciable y de hecho va en aumento; no solo somos más gente sino que el consumo per cápita es mayor que en cualquier otro período en la historia de la humanidad. Claramente estamos en curso de colisión con la realidad: consumiéndonos al planeta huésped terminaremos por consumirnos a nosotros mismos.

Hacia una reducción de la población
Las proyecciones a futuro estiman que para el año 2024 seremos 8 mil millones de personas, en el 2042 seremos 9 mil millones y que la población tenderá a estabilizarse alrededor de los 10 o 12 mil millones de personas durante la segunda mitad de este siglo. En realidad es poco probable que lleguemos a esas cifras. El sistema va a tronar mucho antes que eso: son muchos los puntos de ruptura que hemos franqueado o que estamos a punto de hacerlo, empezando por el hecho de que, como ya lo mencionamos, el incremento explosivo y exponencial de la población humana en el último par de siglos fue función de las enormes reservas de energía que hicimos correr por el sistema y que están a punto de empezar a escasear. Somos un producto de la era de los combustibles fósiles y una vez que éstos se terminen no hay manera de que se puedan mantener los niveles de población que existen actualmente.
Esto no es muy difícil de entender y si viviéramos en una sociedad más racional y menos obsesionada por seguir creciendo y acumulando y “progresando” hasta el infinito quizás empezaríamos a tomar medidas para una reducción voluntaria de los niveles de población de una manera humana, con políticas de planeación familiar y control de natalidad adecuados a la urgencia de la situación, y con miras de reducir efectivamente nuestros números a algo que vaya más de acuerdo a la capacidad portativa del planeta tierra, quizás a la cantidad de gente que había antes de la presente fase virulenta de nuestra expansión en la época preindustrial, o sea unos quinientos o mil millones de personas a lo mucho.
Esto puede parecer irrealista, pero como también ya lo han dicho anteriormente, si los seres humanos no somos capaces de controlar nuestros números, la naturaleza se va a encargar de hacerlo por nosotros, con métodos que no van a ser de nuestro agrado. Como cualquier otra especie estamos sujetos a las limitaciones que el mundo natural nos impone, y si temporal y artificialmente hemos transgredido esas limitaciones cuando el balance finalmente se corrija la cuenta nos va a llegar corregida y aumentada.
Existe el argumento de que la cuestión demográfica no es el problema principal en nuestro mundo sino el sistema económico que permite tremendas concentraciones de riqueza y en el que el diez por ciento de la población controla el noventa por ciento de los recursos, y tan solo el uno por ciento de la población mundial se apropia del cincuenta por ciento de la riqueza total que corre por el sistema. Ese uno por ciento tiene un impacto desproporcionado en el medio ambiente con sus extravagantes estilos de vida, y son ellos los principales causantes de la depleción de los recursos y el deterioro del hábitat global. Una persona de Estados Unidos consume tanto como cien personas de algunas regiones de África, y si la riqueza estuviera mejor repartida, nos dice el argumento, el planeta tierra podría sostener a una población mucho mayor que la que existe actualmente.
El argumento es convincente y por supuesto tiene razón, pero la manera como hay que verlo es que ambas problemáticas son en realidad manifestaciones de una crisis más profunda, que es la crisis sistémica de nuestra época. Ha sucedido en cantidad de otras ocasiones y ya era para que nos diéramos cuenta de lo que está pasando. Todas esas civilizaciones que han pasado por el escenario de la historia al entrar en su fase decrépita desarrollan los mismos síntomas: la presión poblacional, las concentraciones grotescas de poder y riqueza, la creciente escasez de recursos críticos para su continuidad, la rebatiña por lo que queda, el recrudecimiento de las guerras, la minoría dominante que se hace cada vez más dominante, opresiva y divorciada de la realidad, el militarismo y el estado policiaco, la creciente disfuncionalidad, la incapacidad de atender las problemáticas de fondo, el descenso al caos, y todo el resto de la letanía.
No es difícil ver en qué parte de ese proceso nos encontramos y reconocer que el tiempo no está de nuestro lado. También ayudaría que nos hiciéramos un poquito más conscientes de que realmente hay un mundo natural allá afuera que está desapareciendo delante de nuestros ojos, a un ritmo alarmante, y no hay nada al parecer que pueda impedir que este proceso llegue hasta sus últimas consecuencias, tal es la inercia del sistema.

martes, 25 de octubre de 2016

Hacia dónde va la educación







por David Cañedo Escárcega

Un sistema insostenible

La crisis ambiental que define a nuestra época y que va a terminar definiendo nuestras vidas se hace cada vez más evidente. El cambio climático ya llegó y se instaló: de aquí no se va a ir a ningún lado. Cada año es más caluroso que el anterior y cada mes se rompe un nuevo record. Las rachas de calor se hacen más intensas y los eventos de clima extremo son más frecuentes y devastadores. Aparentemente ya es inevitable un aumento de varios grados de temperatura global en el transcurso de nuestras vidas, superando cualquier capacidad de adaptación que la sociedad tenga hacia esos cambios.

Los compromisos que hacen los gobiernos internacionales en sus cumbres anuales son patéticamente insuficientes: es claro que en la medida en que alcanzan a entender las implicaciones de lo que está pasando no hay voluntad política para tomar medidas que empiecen siquiera a atender las razones de fondo de la crisis o a implementar los cambios estructurales en el sistema que se necesitan. Los enormes intereses creados que hay de por medio son intocables al parecer, y la viabilidad y continuidad del modelo económico no se cuestionan. Da la impresión que su único objetivo es ganar tiempo, y se va a seguir adelante hasta que ya no se pueda hacerlo.

No solo es el cambio climático por supuesto; la alteración del clima global es una de las manifestaciones más graves de la crisis de nuestra época, pero no es la única, y quizás ni siquiera sea la más grave. Hay un proceso generalizado de deterioro ambiental que está sucediendo en todos los niveles, del macro al micro; son ecosistemas completos los que están fallando y la diversidad biológica se está perdiendo a un ritmo que no se puede dejar de percibir. La vida desaparece por todos lados, y son miles de especies las que están siendo llevadas a la extinción. Bosques y selvas están bajo ataque, los arrecifes de coral se están blanqueando, los océanos se están acidificando, y no hay rincón del planeta adonde no llegue la contaminación.

En cuanto a los asuntos puramente humanos y las sociedades que nos hemos creado, hay recursos críticos para el funcionamiento del sistema que están empezando a escasear. Eso incluye fuentes de energía como el petróleo, metales y minerales indispensables para los procesos industriales, así como el agua, la tierra fértil y espacio vital para una población que ha crecido a un ritmo exponencial y cuyos números siguen aumentando. La escasez de recursos intensifica toda clase de conflictos y no se puede descartar una guerra generalizada entre varias potencias con uso de armas nucleares. La situación geopolítica internacional es bastante precaria así como está, y podemos suponer que inevitablemente se seguirá deteriorando.

La economía global es un castillo de naipes que ha crecido todo lo que ha podido crecer, y que está llegando al punto de implosión al no poder seguir creciendo. Hay toda una economía virtual de altas finanzas cada vez más divorciada de la realidad basada en niveles insostenibles de deuda y en la especulación y manipulación de toda clase de productos financieros cada vez más oscuros e incomprensibles. Las bolsas de valores son básicamente un casino en el que todo mundo se quiere hacer rico de la noche a la mañana, todo mundo desesperado por más y más dinero, y la riqueza que se genera a todo lo largo del sistema está cada vez más concentrada en unas cuantas manos. El sistema no beneficia a todo mundo, lejos de eso, y hasta la clase media que creía estar relativamente segura de repente descubre que no puede seguir manteniendo su nivel de vida.

A estas alturas del partido es claro que el modelo capitalista industrial basado en producir por producir para consumir por consumir, en la explotación indiscriminada de los recursos, la concentración de los beneficios y la externalización de los costos, en el crecimiento hasta el infinito y la irresponsabilidad social y ambiental, es un callejón sin salida. El modelo está haciendo agua por todos lados; es insostenible, pero antes de caerse por su propio peso nos estamos llevando al planeta por delante.

La esencia del sistema

Desde que surgieron las primeras civilizaciones hace seis mil años hasta muy recientemente la educación tal como existía siempre estuvo restringida a las élites y castas gobernantes. Por lo general la mayor parte de la población se dedicaba a trabajar la tierra y era iliterata; la movilidad social era prácticamente inexistente y la clave del contrato social era aceptar el papel que le había tocado jugar en el gran orden de las cosas: si había uno nacido campesino o artesano lo seguiría siendo durante toda su vida, así como sus hijos y descendientes, y eran raros los individuos que por una combinación de dotes excepcionales, de azares del destino y de aprovechar al máximo las oportunidades que se le presentaban conseguían romper ese ciclo y avanzar en la escala.

Ya sabemos que la esencia de ese fenómeno que llamamos civilización es la estratificación social y el surgimiento de castas y jerarquías; a diferencia de las llamadas sociedades tradicionales que siempre han sido básicamente comunitarias y en las que el poder y la riqueza tienden a distribuirse horizontalmente, en las civilizaciones las relaciones de poder son verticales y tanto el poder como la riqueza tienden a concentrarse; la estructura social es una pirámide en cuya cima hay un pequeño grupo de elegidos que deciden los destinos de la sociedad en conjunto y en el que el resto de la población tiene muy poco que decir con respecto a decisiones que los afectan a todos.

Este estado de las cosas tiende a perpetuarse, y la gente que ha probado y le ha encontrado el gusto al poder y los privilegios se aferra a ellos hasta las últimas consecuencias. Cada civilización desarrolla una amplia gama de mecanismos para que este orden establecido se siga manteniendo; eso incluye sanciones divinas y construcciones ideológicas, filosóficas y religiosas que le dan legitimidad a todo el borlote y que vienen aderezados con toda clase de ritos y ceremonias que forman parte de la faramalla; también incluye leyes y aparatos legislativos y, muy importante, también incluye la educación.

La educación siempre fue un monopolio de las élites, en cuyo interés estaba mantener al pueblo en la ignorancia. Había una educación reservada para los nobles y otra para el pueblo, como en el caso de la sociedad azteca que contaba con el calmécac en el que se enseñaba el arte de gobernar a la clase dominante y con el telpochcalli en el que se entrenaba a los jóvenes del pueblo a ser buenos soldados.

La educación pública, obligatoria y universal es un fenómeno relativamente reciente en la historia de la humanidad, que empezó a tomar forma hace un par de siglos y a implementarse en todo el mundo apenas durante el siglo pasado. Es importante entender que la propagación de sistemas nacionales de educación y de salud fue posible gracias a la bonanza de la que hemos gozado durante este último par de siglos precisamente en la forma de enormes reservas de energía que hemos hecho correr por el sistema; no es una casualidad que nuestra sociedad completamente dependiente de los combustibles fósiles haya podido universalizar la educación.

Ahora todo mundo tiene derecho a educarse y sin embargo desde el primer momento la educación pública fue utilizada como un instrumento del poder. Indudablemente siempre hubo educadores y personas de visión que lucharon altruistamente por la causa noble de hacer la educación accesible a todo mundo, pero fueron los políticos y los burócratas los que ganaron la partida. Parece que el objetivo de la educación sigue siendo el mismo que hace cinco mil años: perpetuar el orden establecido. A los jóvenes se les condiciona para que acepten el papel que les tocó jugar en el gran orden de las cosas: si eres obrero, sé un buen obrero. Si eres oficinista sé un buen oficinista. Si consigues colarte a la universidad y terminas siendo ingeniero, sé un buen ingeniero. Hasta donde llegues en la escala, haz lo que tengas que hacer y no des lata. Sé un buen trabajador, sé un buen consumidor, y NO cuestiones el orden de las cosas. Las cosas son como son y así seguirán siendo. Es la esencia del sistema.

Un sistema educativo que no funciona

El sistema educativo es un fiel reflejo del sistema social, económico y político que lo genera, y éste es un sistema burocrático, centralista, autoritario, altamente jerarquizado y homogeneizante. En este sistema, todas las decisiones relevantes se toman en el centro y es muy poca la capacidad de decisión que se deja a la periferia. Los modelos son elaborados e impuestos desde arriba por gurús de la educación que con harta frecuencia tienen un completo desconocimiento de la realidad en el campo mexicano. Estos autoproclamados expertos cuentan con maestrías y doctorados en universidades extranjeras pero probablemente nunca han puesto un pie en un salón de clases en un medio rural, y son incapaces de comprender las razones de fondo, históricas, sociales y culturales, del rezago educativo y de los alarmantes niveles de deserción escolar que tenemos a todo lo largo del sistema.

En México de cada mil niños que empiezan la primaria 450 pasan a la secundaria y 190 entran a la preparatoria, de los cuales solo la mitad la termina. Y de esos son 45 los que entran a la universidad y solo cuatro se titulan. Hay 10 millones de mexicanos aproximadamente que no saben leer ni escribir, y otros diez millones que olvidarán como hacerlo porque solo cursaron hasta tercero de primaria y nunca practican lo poco que aprendieron.

Las comparaciones son odiosas, por supuesto, pero para algo pueden servir. El sistema de escritura en Japón es extremadamente complicado. Cuenta con dos alfabetos, o silabarios, el hiragana y el katakana de 46 símbolos cada uno, y 2000 caracteres chinos, o kanji, que forman el currículo básico y que los jóvenes aprenden de la primaria a la preparatoria. Al terminar la prepa ya pueden leer libros y periódicos. Pues así de complicado, prácticamente no existe el analfabetismo en ese país. El alfabeto latino cuenta con 26 símbolos, y tenemos millones de analfabetas. Para los que crean que es una cuestión de disciplina oriental, más cerca de casa tenemos el ejemplo de Cuba, donde el analfabetismo tampoco existe, o es mínimo, y prácticamente todo mundo cuenta con la prepa terminada.

El problema es el sistema que nos hemos creado. Nuestros gurús de la educación elaboran modelos y reformas educativas que van y vienen sin que tengan mucho efecto sobre las problemáticas de fondo; se atacan los síntomas pero no se toman en cuenta las realidades locales. Se pretende adaptar la realidad a los modelos, cuando son los modelos los que deben de adaptarse a la realidad. Huelga decir que todos estos modelos impuestos desde arriba están condenados a fracasar, como han fracasado en México en los últimos 70 años, si no es que 500, hasta que no se decidan a incluir a la realidad a la hora de diseñarlos.

En este sistema homogeneizante y altamente burocratizado la forma es más importante que el contenido, y se pretende imponer un solo estándar a toda la república, desde Baja California hasta Chiapas. Se trata a los alumnos como si fueran clones, que tienen que aprender exactamente lo mismo y al mismo ritmo, y que tienen que terminar su secundaria o su bachillerato sabiendo exactamente las mismas cosas. La necesidad de estandarizar es más importante que el hecho mismo de que los alumnos puedan desarrollar su potencial. El sistema se preocupa más por obligar a los estudiantes a que se conformen a un modelo impuesto desde arriba que por desarrollar las capacidades innatas de cada individuo y de estimular su creatividad y su curiosidad por aprender cosas nuevas.

El modelo educativo vigente es un producto de la cultura de masas, y lamentablemente está más enfocado a conformar a los individuos a la masa que a despertar su capacidad crítica y de cuestionamiento de las estructuras existentes. Ultimadamente todo este aparato está basado en el control y en la coerción; es la única manera en la que se puede sostener. Se controla a los maestros y se controla a los alumnos. A todo mundo se le obliga a hacer cosas por las que probablemente no se siente la menor inclinación y el control permea cada paso del proceso. Quizás por eso los efectos son tan contraproducentes.

Lo esencial en la educación

Mi sobrina acaba de entrar a la secundaria, y no llevaba tres días de asistir cuando regresó diciendo que odiaba las matemáticas. Antes le gustaban, y ahora las odia. Resulta que desde la primera clase el profesor los saturó con toda clase de reglas absurdas: tienen que entregar el cuaderno escrito de esta manera, y si te pasas del margen te quito puntos, y si haces o no haces las cosas así te bajo más puntos, y si no entregas las tareas a tiempo ya no tienes derecho a calificación, y si te tardas un minuto en llegar a clase ya no te dejo entrar, y todo tiene que ver con la calificación; por cualquier cosita te bajan o te suben puntos y al parecer lo único que le importa a todo mundo es obtener una calificación aprobatoria.

Aparentemente la calificación es la única manera que se tiene de obligar a los alumnos a hacer cosas que de otra manera no harían. De hecho, la calificación es la piedra de base sobre la que se apoya todo nuestro sistema educativo. Desde niños se les enseña a los alumnos que para obtener la calificación cualquier cosa es válida. La calificación es más importante que el hecho mismo de aprender. En lugar de hacer del aprendizaje un proceso creativo de exploración del mundo que nos rodea y de empoderamiento al descubrir cosas que no sabíamos antes, lo convierten en algo fastidioso y aburrido que se hace por obligación y por salir del paso.

Recuerdo hace muchos años cuando iba en la preparatoria teníamos un maestro de anatomía que era una lumbrera, con toda una colección de maestrías y doctorados de universidades de prestigio. Lamentablemente el señor no sabía enseñar y sus clases eran tediosísimas. La disciplina era férrea, apenas y podíamos respirar, y los exámenes eran de terror: había que aprenderse de memoria cientos de nombres de huesos, órganos y músculos, que terminaba uno confundiéndolos todos. ¿Qué recuerdo de todo eso? Absolutamente nada. Todo lo que uno “aprendía” se olvidaba pasando el examen. Eso sí, le agarré una tirria a la materia de por vida.

Así como lo veo, lo esencial en la educación no es que los alumnos aprendan, sino que los alumnos comprendan. Es un enfoque radicalmente distinto. La mayor parte de lo que supuestamente se aprende en la escuela muy rápidamente se olvida. A veces tan rápidamente como terminando el examen. En la vida diaria estamos siendo bombardeados constantemente por toda clase de información nueva, alguna más útil y relevante que otra, y no hay espacio en nuestros cerebros o en nuestras vidas para procesar y asimilar toda la información que no necesitamos o que no nos interesa. Las cosas que en algún momento creímos saber las dejamos que se olviden porque hay otras cosas que captan nuestra atención. Solo lo que se comprende se retiene; todo lo demás se olvida.

El objetivo de la educación es desarrollar las potencialidades de cada individuo, no que se conformen a un estándar. Por obvio que parezca, al enseñar una materia lo importante no es que los alumnos memoricen un montón de datos y definiciones que a nadie le interesan sino que tengan una visión panorámica y comprendan las bases generales de la materia que se imparte y la única manera de conseguirlo es despertando su interés por el tema. Hay que reconocer que un alumno no tiene porque estar interesado en todas las materias que se le imparten. El alumno tiene el derecho legítimo de no tener el menor interés en alguna o varias materias en particular, y es una de las funciones del maestro tratar de despertar el interés de sus alumnos por la materia que imparte, y sabiendo que no siempre va a tener éxito en todos los casos.

Todo mundo, pero particularmente los niños y los jóvenes, tenemos una curiosidad innata por aprender cosas nuevas y por comprender la realidad que nos rodea; este proceso por el que se amplía nuestro conocimiento y nos relacionamos con nuestro entorno tiene sin embargo que estar anclado en la libertad: las cosas se aprenden por gusto y no por obligación.

La ilusión del control

En el modelo educativo vigente en nuestro país, basado en competencias, es muy importante llevar a cabo una planeación minuciosa, y tomar en cuenta hasta los últimos detalles. Todo debe de estar perfectamente controlado: hay un programa de estudios que se elaboró en algún lado y al que hay que ajustarse religiosamente; hay cronogramas que nos permiten saber exactamente en qué día se va a ver cada tema a lo largo de todo el semestre; se hace un diagnóstico de cada grupo al cual se le imparte clase para evaluar sus habilidades y destrezas, actitudes y valores; se elabora una “Planeación de la Secuencia Didáctica” en la que se analizan las actividades, los atributos, las evidencias y los instrumentos de evaluación de cada unidad de competencia; se hacen cuestionarios sobre planeación didáctica para controlar que el docente se esté ajustando a las normas y que todo esté funcionando de acuerdo a lo previsto; existen también formatos de secuencias formativas, formatos de planeación didáctica, formatos de plan de clase, formatos de lineamientos de evaluación, formatos de instrumentos de evaluación, formatos de estrategias de enseñanza y aprendizaje, formatos de avance programático, formatos de guías de observación, formatos de propuestas de evidencias, formatos de listas de cotejo, formatos de supervisión docente, formatos para hacer más formatos, y una lista interminable de formatos cuya única función ultimadamente es la de tenerlo todo bajo control. Porque a eso es a lo que se ha reducido nuestro sistema educativo, a un sistema de control.

Estamos ahogados en un mar de formatos. Para el sistema educativo nacional lo importante al parecer son las formas, no el contenido; lo importante es obtener una calificación aprobatoria, no lo que se haya aprendido, y todo parece girar alrededor de obtener puntajes altos en exámenes formulaicos y de inflar las estadísticas. La consigna que se ha dado a los maestros en todo el país y en todos los niveles del sistema es pasar a los alumnos al siguiente nivel, aunque no sepan nada ni tengan el menor interés en la escuela, con tal de inflar las estadísticas.

Es impresionante, todo un modelo educativo basado en la preponderancia de las formas. Esa importancia excesiva que se le da a las formas, sin embargo, solo puede ir en detrimento de la calidad de la educación. Los formatos actúan como una camisa de fuerza que asfixian la creatividad y el espíritu crítico e independiente tanto de los docentes como de los alumnos, así como del mismo sistema que es incapaz de cambiar y de adaptarse a los nuevos tiempos y de hacer frente a los grandes retos a los que nos enfrentamos en este siglo.

En este sistema, los maestros son poco más que peones sacrificables en el gran juego de la política nacional. Al maestro, que es la piedra angular de todo ese edificio que se llama educación, no se le permite la menor capacidad de decisión sobre asuntos que conciernen a su práctica docente; el espíritu crítico y reflexivo que supuestamente se pretende inculcar en los jóvenes en realidad ni siquiera se nos permite a nosotros los docentes.

En este contexto, el principal objetivo de la presente reforma educativa parece ser simplemente ajustar las ruedas del engranaje. Apretar las tuercas. No se quiere dejar ningún cabo suelto, se quiere tener todo bajo control. Todo es control, control y más control.

¿Pero qué exactamente es lo que se quiere controlar? Mientras más se les va el control de las manos, más se quiere controlar, y mientras más se quiere controlar más se les va el control de las manos. Aparentemente ya estamos llegando al punto en que todo el castillo de naipes se viene para abajo, y se cree que aferrándose al control se va a salvar la situación. Esta tendencia por supuesto no es exclusiva al ámbito educativo, sino que se manifiesta en la sociedad en conjunto. Nos estamos aproximando a varios puntos de ruptura; ecológica, económica y socialmente hay crisis a la vuelta de la esquina, a medida que llegamos a los límites del crecimiento y nos topamos con la insustentabilidad estructural del sistema.

Hacia un nuevo modelo educativo

El mundo está cambiando, y muy rápidamente. El modelo capitalista de explotación de los recursos ha crecido todo lo que ha podido crecer, y está llegando al límite de lo que puede seguirlo haciendo. La obsesión por el crecimiento económico que es la razón de ser de todo este sistema está dejando a su paso un panorama desolador; hay una crisis ambiental que no se puede seguir ignorando y que solo puede seguirse haciendo peor. El ritmo al que se está deteriorando el medio ambiente aquí donde vivo y en la región y en el estado y en el país y en el planeta entero está agarrando vuelo y estamos entrando a toda velocidad a la fase irreversible; por donde quiera que volteemos si comparamos el estado de los ecosistemas tal como están ahora a como estaban hace apenas 30 o 40 años la diferencia es impactante. Este ritmo de deterioro no se está frenando, se está acelerando, y podemos suponer que en los próximos 30 o 40 años, es decir, en vida de los jóvenes de ahora, la diferencia será todavía más dramática.

Y mientras tanto las instituciones y modelos culturales, sociales e ideológicos que nos rigen siguen atrapados en esquemas retrógrados que ya han sido rebasados por la realidad. En particular el modelo educativo vigente en este país es completa, total e irremediablemente obsoleto. Esas competencias son tan del siglo veinte. Al parecer los gurús de la educación y los señores que rigen los destinos de la nación siguen creyendo que el objetivo de la educación es hacer a los jóvenes competentes para la industria. Uno quisiera decirles que el mundo ya cambió. Ya son otras las circunstancias. Los retos a los que se enfrentarán los jóvenes en el transcurso de sus vidas son de una índole distinta. Su modelo industrial está haciendo agua por todos lados, y mientras más pronto se den cuenta mejor será para todos.

Ese modelo basado en competencias, que de por sí nunca fue muy bueno para atender las problemáticas y rezagos educativos ancestrales que arrastramos en este país, de hecho ya fue descartado en sus mismos países de origen, que se dieron cuenta que cualquier función que ese modelo haya tenido ya se cumplió y que es hora de moverse a otras cosas; nosotros aquí seguimos aferrados a ese modelo viejo de hace 40 años al parecer paralizados de terror e incapaces de implementar cualquier cambio que vaya en contra de la ideología imperante o de la estructura del sistema. Reformas educativas van y vienen y seguimos en las mismas. La reforma que se impulsa actualmente es más de lo mismo: control, centralización, homogeneización y concentración de la toma de decisiones. Tales reformas, elaboradas desde la lógica del poder, son incapaces siquiera de arañar la complejidad de las problemáticas actuales; no atienden las razones de fondo del rezago educativo ni preparan a los jóvenes para los grandes retos a los que se van a enfrentar en el transcurso de sus vidas.

Es necesario un modelo educativo para el siglo 21. Todavía seguimos con la inercia del siglo veinte. ¿Será necesario llegar a una crisis o punto de ruptura para despabilarnos y empezar a explorar otras alternativas? Dentro de un par de décadas algunos de los cambios que es necesario hacer nos van a parecer evidentes, y nos vamos a sorprender de que hayamos dejado pasar tanto tiempo para empezar a ponerlos en práctica. Muchos de estos cambios serán por supuesto forzados por las circunstancias; como ya lo dijimos el mundo está cambiando muy rápidamente y el ritmo de cambio se está acelerando.

Aquí lo único que hay que decidir es si 30 o 50 años los consideramos corto, mediano o largo plazo. No es mucho el margen de acción con el que se cuenta; el tiempo pasa muy rápido y cualquier medida que se tome tarda mucho en implementarse y en empezar a hacer alguna diferencia.

El modelo educativo finlandés

Una de las propuestas más interesantes que se están implementando en materia educativa es la que se está llevando a cabo en Finlandia. Todos hemos oído hablar del modelo educativo finlandés y conviene enterarse bien de los detalles. Se nos dice que hasta 1972 por lo menos la mitad de los alumnos no hacían estudios secundarios. Había mucha deserción entre los jóvenes de familias modestas que abandonaban la escuela para buscar algún trabajo. A partir de 1978 se acometió la reforma de su sistema educativo, y en tan sólo tres décadas consiguieron acabar con la deserción y ahora prácticamente la totalidad de los alumnos terminan la preparatoria o equivalente. Asimismo, colocaron a su país entre los más altos puestos a nivel mundial en materia educativa, obteniendo invariablemente los mejores puntajes en las pruebas internacionales. En algunas de estas pruebas, como la llamada PISA, México ocupa consistentemente alguno de los últimos lugares, así que no estaría de más tratar de comprender las razones del éxito de los finlandeses.

La clave de su modelo es que la educación gira en torno a las necesidades del alumno, de cada alumno. Se entiende que cada persona es única y tiene diferentes potencialidades, que se desarrollan óptimamente en un clima libre de coerción y de mecanismos de control; la idea es que los alumnos aprendan “amando aprender”. Los alumnos descubren que hay materias que les interesan más que otras, y el sistema les da una gran libertad de elección para organizar sus estudios. Esa libertad es progresiva, y está en relación con el grado de madurez de los alumnos. Lo importante aquí es el concepto: en lugar de tratar de que los jóvenes se conformen a un molde establecido y homogeneizante en el que todo mundo tiene que salir sabiendo exactamente lo mismo como si fueran clones, tienen el espacio para construir poco a poco su autonomía de acuerdo a sus gustos e intereses al tiempo que desarrollan un sentido de responsabilidad con relación a sus estudios. Es decir, en lugar de pretender que el alumno se conforme al sistema, es el sistema el que se conforma a las necesidades del alumno.

La otra clave del éxito del modelo finlandés son los maestros. Se entiende que los profesores son personas preparadas y responsables, y tienen una completa libertad pedagógica y un amplio margen de autonomía y de iniciativa. Cada maestro es libre de implementar los programas de estudio de acuerdo a su criterio y de la forma en que lo juzgue más conveniente, eligiendo sus propios métodos y materiales de enseñanza y la manera de evaluar a los muchachos. De hecho, el gobierno central tiene muy poca injerencia en la elaboración de los programas de estudio; son las autoridades locales, municipales y los profesores los que deciden qué y cómo se va a enseñar a los alumnos. El sistema escolar finlandés está basado en una cultura de la confianza y la ausencia de controles, y eso básicamente es lo que está produciendo los resultados.

A algunas personas les resulta difícil concebir que un modelo como el finlandés pudiera tener la menor posibilidad de implementarse en México. En seguida nos dicen que allá las circunstancias y la idiosincrasia son muy diferentes a la nuestra y que sería completamente impracticable. Y punto final; no se vuelve a discutir el asunto. Por lo general muchas de estas personas defienden a capa y espada el modelo basado en competencias que también es un modelo extranjero y que tampoco tiene nada que ver con nuestra idiosincrasia. En parte supongo es la resistencia al cambio; como dicen, más vale malo conocido que bueno por conocer.

En realidad lo que importa no es el modelo en sí, que efectivamente ha sido implementado en Finlandia de acuerdo a su realidad y a su particular manera de ser y de pensar. Lo importante es la dirección que se ha tomado. La esencia de ese modelo educativo es la búsqueda de alternativas a modelos basados en el control y la coerción, y eso es lo que hace toda la diferencia. Una vez que se comprende esto se puede empezar a buscar la manera de hacer los cambios necesarios en nuestros propios modelos anacrónicos, de acuerdo a nuestra propia idiosincrasia y realidad.

El futuro de la educación


Tiempos extraordinarios demandan medidas extraordinarias. La crisis ambiental y de civilización que está tomando forma a nuestro alrededor y que va a terminar definiendo a nuestra época implicará un cambio radical en nuestra manera de funcionar como sociedad, en nuestras expectativas y en nuestra misma manera de relacionarnos con el mundo. Aquellas estructuras, modelos e instituciones, rígidos e inflexibles, altamente burocratizados y anquilosados, que sean incapaces de adaptarse a los cambios simplemente quedaran fuera del juego. Los sistemas gigantescos que la era de los combustibles fósiles hizo posibles terminaran fracturándose y fragmentándose a lo largo de múltiples líneas de ruptura.

El futuro de la educación está en la descentralización y en la búsqueda de soluciones locales a problemas locales, no en una mayor homogeneización y estandarización de los procesos educativos. A fin de cuentas, son las personas y las ideas que se salen del huacal las que siempre han sido motor de cambio, de progreso y de concientización en nuestra evolución como especie y como sociedad. No es en la mayor concentración de control y toma de decisiones donde se da un medio conductivo para explorar alternativas a algunas de las grandes problemáticas a las que nos enfrentamos como individuos y como sociedad.

El objetivo de la educación, según mi punto de vista, es que los alumnos adquieran una comprensión del mundo en el que viven y desarrollen un espíritu crítico que les permita cuestionar el orden de las cosas y convertirse en agentes de cambio en la creación de un mundo más justo y equitativo y con un poco más de respeto hacia el mundo que nos rodea. Si les queremos dejar un mundo habitable a nuestros hijos tenemos que crearlo desde ahora, y empezar por reconocer la naturaleza del predicamento en el que nos encontramos. Hay muy poco en nuestro sistema educativo que fomente o inculque en nuestros jóvenes una visión más amplia del papel que nos toca jugar como individuos y como sociedad en estos tiempos de transformación que nos ha tocado vivir.

El sistema educativo en algún momento tendrá que cambiar y adaptarse a los nuevos tiempos. Un nuevo sistema educativo va a tener que ser flexible, extremadamente adaptable, que se adapte no sólo a las realidades locales sino a las necesidades individuales. Que reconozca el derecho legítimo que tienen los alumnos de que no les interese alguna u otra materia, y que se dedique más bien a explorar y a fomentar el desarrollo de las capacidades de cada persona. Que valore y fomente activamente la diversidad de opiniones y el intercambio de puntos de vista, porque es en la diversidad y en la tolerancia, y no en la homogeneización, donde se da el fermento para la innovación y para la resolución creativa de los problemas existentes.

Tiene que ser un sistema altamente adaptable al cambio, que tenga gusto y curiosidad por intentar cosas nuevas y que no tenga miedo de alejarse de los parámetros existentes; que no dependa del control ni de mecanismos de coerción de ningún tipo para imponerse, porque el control genera desinterés, y el control genera apatía, y el control genera resistencia, y no es con el control sino con la colaboración como las personas se motivan para hacer lo que tengan que hacer. Tiene que ser un sistema que se preocupe del alumno como individuo y no como engranaje de un sistema o como porcentaje en alguna estadística. Este sistema tendrá eventualmente que rechazar las estructuras de poder fosilizadas, jerarquizadas y verticales y fomentar la cooperación y la participación en un nivel horizontal. Todo mundo tiene derecho a participar en la toma de decisiones en un nivel local. Tiene que ser, en resumen, un sistema orgánico, vivo, armónico, integrador y en consonancia con su medio ambiente. Diverso, tolerante, flexible y adaptable.

El paradigma actual es incapaz de concebir un sistema así; lo rechaza a priori como utópico o impracticable. Esto es normal. Todas las ideas transformadoras son ridiculizadas y opuestas violentamente antes de que se conviertan en la norma. Quizás el paradigma actual sea el que se vaya por el camino de los dinosaurios antes incluso que nos demos cuenta. El cambio es inevitable, y ya está sucediendo.

martes, 20 de septiembre de 2016

La era de la abundancia

por David Cañedo Escárcega


Hablemos de energía

La característica sobresaliente de nuestra civilización moderna es la enorme cantidad de energía que utilizamos día con día. Ninguna otra civilización a lo largo de la historia ha contado ni con una pequeña fracción de la cantidad de energía que tenemos a nuestra disposición, tanto en términos absolutos como en la energía disponible per capita. Hasta tiempos muy recientes la única fuente real de energía con la que contaba la gente era la leña, además del uso localizado del carbón y del viento para tareas muy específicas. Antes de que existieran las grúas y los tractores, fue la labor humana la que levantó las pirámides y templos, los castillos y palacios, las murallas y partenones, y los demás restos que nos quedan de la grandeza o los delirios de grandeza de las pasadas civilizaciones.

Fue a partir de la revolución industrial, hace apenas dos siglos y medio, que se empezó a utilizar el carbón en gran escala, para que funcionaran las máquinas de vapor que se empezaron a utilizar en la industria, los ferrocarriles y los barcos. Durante 100 años el carbón se dio abasto para satisfacer las necesidades de la naciente industria, pero llegó un momento en que ya no era suficiente; el sistema seguía creciendo y se necesitaban otras fuentes de energía. Y en algún momento se descubrió que el petróleo era una fuente de energía más concentrada, más práctica, más fácilmente extraíble y más maniobrable que el carbón, y que había enormes depósitos de petróleo en diferentes partes del planeta, esperando tan solo que los encontráramos.

El primer pozo petrolero fue excavado en Pensilvania en 1859 pero fue con la invención y el desarrollo del automóvil a fines del siglo 19 y principios del 20 con el que entramos de lleno en la era del petróleo, que habría de transformar por completo la manera de vivir en nuestras sociedades y la manera de relacionarnos con el mundo.

Y nos hicimos adictos al petróleo. Le encontramos toda clase de usos, y en tan solo poco más de cien años nos hicimos tan completamente dependientes de la substancia que nuestra sociedad moderna no podría funcionar un solo día sin él. El petróleo es la sangre que corre por las venas de nuestra sociedad industrial. Todo lo que vemos a nuestro alrededor, todo aquello que consideramos normal, todo lo que forma parte de nuestra vida cotidiana, es una función del petróleo. Eso incluye nuestras tecnologías de las que estamos tan orgullosos y tan dependientes, nuestros sistemas de transporte y telecomunicaciones, los sistemas de producción y distribución de alimentos, los sistemas de educación y salubridad pública tal y como los conocemos, todo esto ha sido un producto de la era de los combustibles fósiles. Fueron los combustibles fósiles también los que permitieron el aumento desordenado y exponencial de la población humana, que se multiplicó 10 veces en los últimos 250 años.

Pero por más grandes que sean esos depósitos, el petróleo sigue siendo un recurso finito y al ritmo al que lo estamos usando no puede durar demasiado. A medida que entramos en el crepúsculo de la era de los combustibles fósiles es posible que en algún momento nos demos cuenta que todo ese progreso económico no ha sido más que un espejismo y que vamos a tener que aprender a vivir de nuevo dentro de los límites que nos marca un mundo finito que va a estar seriamente disminuido y con niveles de población muy por encima de la capacidad portativa del planeta tierra.

La dependencia de nuestra sociedad moderna con respecto al petróleo es total, pero el uso y abuso que le hemos dado no viene sin un precio, que quizás resulte ser demasiado alto. Han sido los combustibles fósiles los que finalmente inclinaron la balanza del precario equilibrio que manteníamos con el mundo natural, y en este momento no podemos predecir las consecuencias.

Una situación complicada

El problema con los combustibles fósiles no es demasiado difícil de entender. El meollo del asunto es que nos hicimos completamente dependientes de ellos y no podemos vivir un solo día sin una masiva utilización del petróleo, el carbón y el gas natural. La demanda actual de petróleo en todo el mundo en el año 2016 está alrededor de los 95 millones de barriles diarios (mbd). Me puse a hacer cuentas. Un barril tiene 159 litros, y eso da 15,100 millones de litros diarios. Si se pusieran en un contenedor de una hectárea de base (100X100 metros), éste debería tener una altura de más de kilómetro y medio para que quepa la cantidad de combustible que consumimos diariamente en el planeta. A mí me parece que es mucho, pero resulta que no es suficiente. La demanda sigue en aumento y necesitamos más y más.


Sin embargo, desde 1970 estamos consumiendo más petróleo de lo que lo estamos encontrando y las reservas probadas están menguando. La época del descubrimiento de los grandes y accesibles pozos petroleros ya pasó, y aunque todavía quedan reservas sustanciales al ritmo al que las estamos usando no pueden durar más de unas cuantas décadas. Esto es importante recalcarlo: la era del petróleo abundante y fácilmente accesible está a punto de terminar. Hubo un tiempo en que era suficiente escarbar en algún lado para que el petróleo brotara; ahora hay que irlo a sacar al fondo del océano o en climas extremos como el ártico o en regiones políticamente inestables.

Sin embargo, no hay la menor planeación o preparación a corto, mediano o largo plazo para el inevitable e inminente momento en el que la producción de petróleo, que está empezando a entrar en una fase de contracción, ya no pueda satisfacer a la demanda, que sigue aumentando. Ni siquiera se reconoce que exista una problemática. Seguimos actuando como si 20 o 40 años fueran largo plazo, incapaces de actuar o ni siquiera pensar en lo que vamos a hacer cuando esa energía deje de estar a nuestra disposición.


Lo que define el momento geopolítico actual en nuestro mundo es la lucha por el control de las reservas probadas de petróleo. Existe un imperio acostumbrado a vivir más allá de sus medios y a derrochar los recursos, que con el cinco por ciento de la población mundial consume la tercera parte de la energía, con niveles insostenibles de deuda y desesperado por mantener su estatus de potencia unipolar. Este imperio se va a invadir todos los países donde hay petróleo y al parecer no le importa provocar una guerra nuclear con Rusia porque ya se fastidió de que los rusos quieran seguir una política económica independiente. A China también la tienen en la mira, y la están rodeando por todos lados con bases y portaaviones en lo que llaman una política de “contención”.


La guerra por los recursos ya comenzó. Política y económicamente ya están en guerra. A Rusia la están tratando de estrangular económicamente por sus intenciones de abandonar el petrodólar y crear una opción alternativa a la tiranía del dólar. A China, que es su principal acreedor, le siguen pagando miles de millones de dólares en bonos de la reserva federal, que es solo papel impreso o datos en una computadora y no tienen nada que los respalde, o algo así. Y mientras tanto todo mundo se sigue armando hasta los dientes, se gasta más en armamento que en cualquier otro gasto público, y eso incluye educación, salubridad e infraestructura, y las potencias se niegan a abandonar la opción nuclear y desmantelar los miles de ojivas en estado operativo, al mismo tiempo que la demanda de petróleo va en aumento y las reservas probadas disminuyen.

Es una situación complicada. Y corre el riesgo de ponerse más caótica.

Nuestra civilización industrial moderna está siguiendo el mismo camino por el que han pasado tantas otras civilizaciones a lo largo de la historia. Las civilizaciones crecen hasta donde pueden, acaban con todos los recursos a su alcance, y se enfrascan en una serie interminable de guerras para asegurar el control de los últimos recursos. ¿Será que no hemos aprendido nada de la historia?


Un encontronazo con la realidad

Vamos a ver cómo está la situación del petróleo en México. Hubo un tiempo en que el petróleo en México era abundante. ¿Sí se acuerdan de aquel presidente que nos dijo que teníamos que prepararnos para administrar la abundancia? Esa abundancia finalmente sí llegó, aunque nunca supimos administrarla. Procedimos a explotarla lo más rápido que se pudo y los beneficios, como era de esperarse, terminaron por concentrarse; en cualquier caso el nivel de vida, de consumo y la población del país se duplicaron en los últimos 40 años, gracias a toda esa energía que se hizo correr por el sistema.

2007 fue el año en que la producción de petróleo llegó a su punto máximo, con casi tres millones y medio de barriles diarios, que es mucho. Desde entonces la producción ha descendido en más de un millón de barriles diarios, y actualmente está alrededor de los dos millones y medio. La mayor parte de los pozos petrolíferos en México se encuentran en la fase de declinación de su producción; Cantarell, en la sonda de Campeche, que durante mucho tiempo fue el principal productor de crudo en el país, ha visto disminuir su producción en algo así como el 50 por ciento en los últimos seis o siete años.


Al mismo tiempo la demanda va en aumento; en el país las necesidades diarias de petróleo son de algo más de dos millones de barriles. La población sigue creciendo, hay más automóviles e industria por todos lados, todo mundo quiere tener electricidad y cuando se tiene se desperdicia, y en algún momento no muy lejano, dentro de unos cuantos años, la oferta no podrá satisfacer a la demanda: la producción va para abajo y la demanda va para arriba; hay una imposibilidad física de mantener el ritmo. De ser un país exportador de petróleo en algún momento lo vamos a tener que importar. Con qué divisas, quién sabe; porque resulta que el sector energético proporciona algo así como el 40% de los ingresos fiscales de la nación. Podemos hacer toda clase de especulaciones sobre qué vamos a hacer cuando esos ingresos desaparezcan, pero lo más seguro es que nos espera un duro encontronazo con la realidad.


Es en este contexto que hay que entender la reforma energética que promueve la presente administración. Lo primero que tenemos que entender de esta reforma es que nosotros bailamos al son que nos tocan allá arriba. Allá arriba ni siquiera es Washington, es el Gran Capital Trasnacional (GCT). El GCT quiere nuestro petróleo, el GCT se las arregla y finalmente lo obtiene. Todas las grandes compañías petroleras están salivando y no ven el momento de empezar a hacer los grandes negocios con nosotros. ExxonMobil, Chevron, Shell, BP, ConocoPhillips, y muchas más están listas para sumarse a la bonanza. El Gran Capital de cualquier parte del mundo es bienvenido en México, y se espera tener a cientos de compañías operando en cualquier proyecto relacionado con el sector. Todo está abierto al mejor postor.


El petróleo fácilmente accesible y explotable ya nos lo echamos y ahora vamos a ir a donde tengamos que ir y hacer lo que se tenga que hacer con tal de sacar hasta la última gota de petróleo del suelo. Y le vamos a abrir las puertas al dichoso fracking, y seguramente habrá más derrames en el océano, y el impacto ecológico será impresionante pero, ¿a quién le importa todo eso? Necesitamos más energía, ¿no es así? Sí: nuestra sociedad no puede funcionar un solo día sin nuestra dosis de petróleo barato, cuyas reservas sin embargo están menguando y sin que haya manera de sustituirlo por ninguna otra de las llamadas energías alternativas.


Hay una crisis energética a la vuelta de la esquina. Todo depende de si 20 o 40 años los consideremos corto, mediano o largo plazo. En realidad se van muy rápido, y las medidas que se tienen que tomar para prepararnos para ese momento no se están tomando. Cuando finalmente reconozcamos que estamos en una situación delicada quizás ya no sea mucho lo que se pueda hacer al respecto.


Lo que está en juego


Entonces tenemos una crisis energética, una crisis económica y una crisis social a la vuelta de la esquina, y esas son las que vamos a ver, por lo menos al principio. La verdadera crisis es sin embargo ambiental, de la que las otras no son más que manifestaciones y de la que eventualmente también terminaremos por darnos cuenta.


Vamos a ver qué tan grave es esta crisis. Empecemos por el petróleo. 95 millones de barriles son los que nuestra civilización industrial moderna necesita para seguir funcionando cada día, lo que son unos 15 mil millones de litros, de los que el 60 por ciento se quema como combustible. El otro 40% va para la industria petroquímica, que también es altamente contaminante por su propia cuenta. En los 120 años que han pasado desde que se empezaron a desarrollar los primeros automóviles nos las hemos arreglado para acabar con la mitad de las reservas probadas de petróleo; la segunda mitad no nos va a durar ni la tercera parte de ese tiempo. Actualmente hay mil millones de automóviles y vehículos de motor en todo el planeta, millones de fábricas produciendo toda clase de productos necesarios o superfluos que abarrotan las tiendas, y miles de centrales termoeléctricas quemando petróleo, carbón o gas natural las 24 horas del día para producir la electricidad de la que dependemos todos.


Estamos arrojando miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año; el porcentaje de CO2 en la atmósfera se había mantenido estable alrededor de 280 partículas por millón durante los últimos varios millones de años, pero desde la revolución industrial hace 250 años ese porcentaje ha aumentado a 400 partículas por millón. Este aumento ha sido exponencial; durante los primeros 100 o 150 años fue muy poco lo que cambió, y en los últimos 50 o 60 años la curva se disparó para arriba.


Los casquetes polares ya se están fundiendo, de aquí a unos cuantos años no habrá nada de hielo en el ártico durante el verano; el Panel Intergubernamental del Cambio Climático nos acaba de decir que no habrá una sola persona en el planeta que no sea afectado por el cambio climático; al mismo tiempo que estamos llevando a miles de especies a la extinción en lo que algunos ya empiezan a llamar la sexta extinción masiva de especies en los últimos 500 millones de años. Para que un evento de extinción se considere masivo el 50 por ciento o más de todas las especies existentes en un momento dado desaparece en un tiempo relativamente corto; ya ha sucedido en cinco ocasiones y al parecer está sucediendo de nuevo. Esto es coherente con el reporte que sacó hace poco el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) en el que se llega a la conclusión de que más de la mitad de los animales salvajes que existían sobre la Tierra hace 40 años han desaparecido.

Esta dramática pérdida de biodiversidad está sucediendo delante de nuestros ojos, al mismo tiempo que estamos acabando con algo así como media hectárea de selva tropical cada segundo, que los bosques y los manglares están desapareciendo por todos lados, que estamos literalmente vaciando los océanos de vida y que el 90 por ciento de los peces grandes y mamíferos marinos han desaparecido, y que concentraciones de basura del tamaño de continentes flotan libremente en el océano en los giros del Pacífico y del Atlántico.


Ahora bien, yo no sé si valga la pena preocuparse por todo esto o si de plano no conviene hacer como todo mundo y enterrarse en nuestra realidad virtual y en nuestros programas de concursos, telenovelas y partidos de fútbol y pretender que no está pasando nada, pero pues a fin de cuentas lo que está en juego es el único planeta que tenemos. De aquí no nos vamos a ir a ningún lado.


Como aprendices de brujo


Hay una consideración más que hay que hacer con respecto a los combustibles fósiles. Esa cantidad enorme de petróleo, carbón y gas natural que estamos quemando se produjo durante cientos y cientos y miles de millones de años de actividad fotosintética en la que millones y millones de generaciones de plantas, algas y cianobacterias de los océanos absorbieron el exceso de dióxido de carbono y otros gases de la atmósfera, liberando oxigeno en el proceso. Durante tres mil millones de años la vida en el planeta tierra estuvo confinada a los océanos, y sólo hace apenas unos 500 millones de años cuando el nivel de oxigeno en la atmósfera aumentó lo suficiente fue que la vida empezó a poblar las tierras emergidas.


Durante eones de tiempo la naturaleza se encargó de retirar el exceso de dióxido de carbono de la atmósfera hasta hacerla respirable, y sólo entonces la vida se trasladó de los océanos a los continentes. Todo ese carbono quedo atrapado en las entrañas de la tierra y con el tiempo se convirtió en petróleo, carbón y gas natural. Y ahí se quedó mucho tiempo y la tierra se convirtió en un vergel y llegó a un estado clímax de máxima diversidad y de equilibrio dinámico, hasta que llegó nuestra especie que se apropió del planeta tierra y de todos sus recursos y en un lapso extremadamente breve de tiempo nos las hemos arreglado para liberar esas vastas acumulaciones de energía de nuevo al medio ambiente.


Cuando la primera fábrica a base de carbón se inauguró en algún lado de la campiña inglesa a mediados del siglo 18, al humo que salía de la chimenea no se le concedió la menor importancia. Total, se lo lleva el viento, han de haber pensado los gentlemen ingleses. Pues sí, se lo lleva el viento, pero resulta que no se lo lleva a ningún lado, porque todo se queda aquí, en la troposfera. Actualmente se liberan unos 27000 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año.


Hay un documental de la NASA que cada semestre se los paso a mis alumnos en que en algún momento dicen que sin quererlo estamos conduciendo un incontrolable experimento sobre el sistema de soporte vital de la tierra, y no podemos predecir las consecuencias.


Sabemos que si no hay una reducción rápida y drástica en las emisiones de carbono a escala global la temperatura del planeta puede aumentar hasta unos seis grados a fines de siglo, y un aumento de por lo menos dos grados parece ya completamente inevitable incluso si se tomaran medidas inmediatas, que no se están tomando. Pero no es necesario esperarnos a fines de siglo, los efectos ya se están sintiendo. Los casquetes polares ya se están derritiendo, y el mítico paso del norte ya está abierto. Las tormentas tropicales cada vez son más fuertes, y las sequías más pronunciadas. Los refugiados ecológicos ya empezaron y a partir de algún momento se van a convertir en avalancha.


Es importante considerar que para el planeta tierra un cambio climático es algo relativamente normal. A lo largo de las eras geológicas la tierra ha pasado por muchas etapas de calentamiento y enfriamiento y una variación de seis o diez grados no es nada que la tierra no pueda llegar a asimilar. Son los efectos sobre la civilización y la población humana los que van a ser devastadores. La tierra es mucho más resiliente que nosotros, y ha estado aquí mucho antes y seguirá estando mucho después de nuestro paso por el mundo. Si la temperatura global aumenta seis o diez grados quizás le tome al planeta tierra unos cien mil años volver a recuperar las temperaturas a las que nosotros estamos acostumbrados; el planeta tierra tiene el tiempo y la paciencia necesarios para esperar. Somos nosotros los que tenemos que decidir si queremos vivir en un mundo así.


En algún momento se nos fue la bolita de las manos; como aprendices de brujo creemos que estamos en control del mundo natural cuando en realidad no tenemos ni idea de lo que estamos haciendo.


La era de la abundancia


Fue como si nos hubiéramos sacado la lotería. O como si nos hubiéramos encontrado un tesoro enterrado. Esas enormes reservas de energía que se formaron durante cientos de millones de años y que se habían mantenido bajo tierra durante otros cientos de millones de años más, de repente estaban ahí a nuestra disposición, esperando todo ese tiempo a que nosotros llegáramos y procediéramos a terminar con ellas en un lapso de doscientos años. Estamos hablando de procesos geológicos que se llevaron eternidades en producirse, que permitieron que la atmósfera de nuestro planeta se hiciera respirable, y que de la manera más despreocupada posible estamos revirtiendo a su condición original en un abrir y cerrar de ojos. No tenemos ni idea de las consecuencias.

Pero mientras tanto el petróleo ha sido generoso con nosotros. Nos ha permitido niveles de vida que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad hubieran sido inimaginables. Nunca tantas personas habían gozado de tantas cosas como las que tenemos ahora. Fue el petróleo el que permitió el desarrollo de nuestra sociedad tecnológica, con nuestras redes de telecomunicaciones y nuestros aviones con los que podemos cruzar continentes en cuestión de horas. Es el petróleo el que hizo posible que la sociedad en conjunto tuviera acceso a la educación pública, y que se construyeran escuelas y centros de salud por todos lados. El que permitió que surgiera una clase media, liberada de la necesidad de trabajar el campo, con una semana de cuarenta horas en el que el resto del tiempo se puede dedicar al ocio y al entretenimiento. Fue también el que nos dio nuestra cultura de masas, con espectáculos masivos de artes o deportes que podemos observar instantáneamente en nuestras pantallas de televisión a miles de kilómetros de distancia.

Fue el petróleo el que permitió también que nos multiplicáramos de manera desmedida, al relegar a un segundo plano todos aquellos factores que a lo largo de los siglos habían contribuido a mantener nuestros números dentro de ciertos límites. Con el petróleo vencimos los límites que la naturaleza nos marcaba.

Vivimos en la era de la abundancia. Que esa abundancia está muy mal repartida, por supuesto; que las cien personas más ricas del mundo tienen más riqueza que la mitad de la población del planeta tierra, también ya lo sabemos; que 50 mil personas mueren de hambre o de enfermedades fácilmente prevenibles cada día, de las cuales las dos terceras partes son niños menores de cinco años, pues también de alguna manera ya lo sabemos, aunque no queremos pensar mucho en ello; pero no deja de ser la era de la abundancia.

Las tiendas están repletas de mercancía. La tercera parte de los alimentos que se producen se desperdician. Montañas impresionantes de nuestros desperdicios se generan cada día. Sí, se nos va a recordar como la era de la abundancia. Y del despilfarro. De acabarnos todos los recursos, renovables o no renovables, y de no dejarles nada a los que vienen inmediatamente después. Probablemente así sea como se nos recuerde.

Vamos a ver. Nunca se habían producido tal cantidad de alimentos como se producen ahora. Pero ¿a costa de qué? De inyectarle enormes cantidades de fertilizantes químicos y pesticidas a la tierra para obligarla a producir más. En el momento en el que se dejen de utilizar estos fertilizantes y pesticidas la producción se va a venir para abajo. Estamos acabando con los bosques y las selvas tropicales para hacer potreros para producir carne o para hacer enormes plantaciones en las que se cosecha un solo producto como la caña de azúcar con la que producimos etanol con el que podemos mover nuestros automóviles.

Por el lado que le veamos estamos acabando con todo. Los recursos renovables nos los estamos acabando más rápido de lo que se pueden renovar. Los no renovables una vez que nos los acabemos se acabaron para siempre. Un día de estos nos vamos a despertar con una cruda fenomenal y a lo mejor resulta que toda esa abundancia se desvanece en el aire y que viéndola en perspectiva no resultó ser más que una ilusión.