por David Cañedo Escárcega
La creciente irrelevancia de las naciones estado
En medio de la confusión imperante algo que ha quedado lo
suficientemente claro es que las instituciones políticas vigentes en nuestra
sociedad industrial moderna no tienen la visión, capacidad ni voluntad para
hacer frente a las grandes problemáticas de nuestra época.
Estas instituciones políticas, en particular la nación-estado, tuvieron
su razón de ser durante los últimos dos o tres siglos, pero han sido rebasadas
por las circunstancias. Las naciones estado son concentraciones de poder
definidas en torno a un gobierno que supuestamente representa al pueblo dentro
de límites espaciales concretos, lo que se conoce como territorio. Este tipo de
construcción política surgió en Europa a lo largo de los siglos 17 y 18 y se
exportó al resto del mundo, con eso de que ya sabemos que Europa cree que sus
maneras de ver y hacer las cosas son las únicas que cuentan.
Durante un tiempo parecía que funcionaban, y la gente se entusiasmó con
los conceptos de “soberanía nacional”, “democracia participativa”, “libertad,
igualdad y fraternidad” y otros por el estilo, cuyo objetivo era hacerle creer
a la gente que el poder era por y para el pueblo y que los gobernantes eran
nuestros representantes; ahora ya sabemos que todo eso era pura faramalla y que
el poder siempre ha estado firmemente en manos de intereses bien atrincherados
cuyo único verdadero objetivo es la auto preservación. Hasta a Estados Unidos,
que se creen los campeones de la democracia y se van a invadir a medio mundo
para imponerla por la fuerza de las armas, hace ya un buen rato que se le cayó
la máscara y se ha dejado ver como la oligarquía que realmente es.
Estas naciones estado dieron pauta a enormes burocracias altamente
centralizadas y jerarquizadas y extremadamente ineficientes, donde decisiones
que afectan la vida cotidiana de millones de personas se toman desde centros de
poder completamente desconectados de la realidad allá afuera, cuyos intereses
son distintos a los de la mayoría de la gente, y con una fuerte dosis de
autoritarismo corriendo por sus venas en todos los niveles.
Estas estructuras anquilosadas y fosilizadas ya cumplieron su función,
cualquiera que haya sido, y rápidamente se están volviendo anacrónicas. El
fenómeno de la globalización en particular está terminando de acabar con la
relevancia de la nación estado. Las principales economías en la actualidad son
las corporaciones trasnacionales que imponen sus condiciones y sus tratados de
libre comercio para poder seguirse apropiando de la riqueza de todo el planeta.
Enormes flujos de capital e información para los que no hay fronteras están en
constante circulación y organismos supranacionales como el Banco Mundial o el
Fondo Monetario Internacional deciden la suerte de la humanidad con sus
políticas de austeridad y recortes presupuestarios. Movimientos migratorios
masivos están alterando la identidad y sentido de pertenencia que le daba una
razón de ser a las naciones estado.
Asimismo hay un creciente cosmopolitanismo e internacionalización en las
perspectivas y expectativas de mucha gente alrededor del mundo, y una
conciencia cada vez más generalizada de que los grandes problemas sociales y
ambientales de nuestra época nos conciernen a todos, de que son lo
suficientemente graves y se hacen cada vez más urgentes, al mismo tiempo que
hay una creciente percepción de la total incapacidad de las élites políticas y
económicas de reconocer la naturaleza de esas problemáticas y la falta de
voluntad para atender sus causas fundamentales.
Como dijera algún filósofo, las naciones son demasiado pequeñas para
atender los grandes problemas, y demasiado grandes para atender los pequeños
problemas. En todos lados vemos una tendencia hacia el autoritarismo, el
control y la coerción social; los líderes de las naciones son incapaces de
asumir el deterioro ambiental y la polarización de la riqueza; se reúnen en
Davos para discutir el futuro del mundo y ver la manera de sostener un status quo
que es completamente insustentable, y haciéndose completamente irrelevantes en
el proceso.
El poder del soft power
En la ecuación del poder una parte vital la
juega el llamado soft power, que no
depende de la fuerza o coerción física sino de ganarse las mentes y corazones
de los pueblos sojuzgados, como lo decía Shi Huangtzi, que después de destruir
los reinos independientes se convirtió en el primer emperador de China. Él
sabía que su reino no podría sostenerse demasiado tiempo en medio de una
población permanentemente hostil, y lo que se busca es ganarse su adhesión
voluntaria, es decir, que en lugar de oponer resistencia más bien la gente te
empieza a seguir por imitación. Esto significa hacer atractiva la cultura
dominante, que a fin de cuentas es la que se viene a imponer y terminará por
reemplazar muchos elementos de las culturas nativas de las nuevas provincias.
Los primeros en responder por lo general son las élites locales, que de alguna
manera se acomodan al nuevo régimen y rápidamente adoptan las formas y maneras
foráneas; a sus hijos los mandan a estudiar a las capitales imperiales y su
manera de vivir, pensar y relacionarse con sus compatriotas cambia.
Ese soft
power se extiende eventualmente abarcando segmentos cada vez más amplios de
las sociedades absorbidas; es la mimesis colectiva la que se redirige hacia
esta nueva cosa que le llama la atención. Así es como se propagan algunos
idiomas y desaparecen otros, como en la actualidad el inglés que se ha
convertido en lengua franca mundial. También es así como la gente se convierte
en masa a las religiones, como sucedió en el caso del Islam, cuando los
ejércitos árabes avanzaron como reguero de pólvora desde su nativa Arabia y
conquistaron todo el norte de África hasta España por un lado y por el otro
tomaron Asia Central hasta India e Indonesia. Las poblaciones de esos lugares
siguieron conservando sus religiones durante un par de siglos; había
cristianos, judíos, animistas y toda clase de creencias por ahí. Los
conquistadores no obligaban a nadie a convertirse y tan solo se les hacía pagar
un impuesto especial a los que no pertenecían a la comunidad de la fe. Por el
siglo diez la gente se volcó en masa hacia el Islam, así de repente. Lo mismo
sucedió en México cuando Tonantzin se transfiguró en Guadalupe y la gente
adoptó la nueva religión.
El soft
power puede ir muy lejos para moldear creencias, valores, opiniones,
percepciones y actitudes de sociedades enteras, según como se quiera, y por
supuesto se utiliza como estrategia política. Es una visión de la vida la que
se intenta establecer como la deseada y lo normal. Por ejemplo, hablando del
imperio en turno, durante el siglo 20 la cultura popular de Estados Unidos se
infiltró por todas partes, y no había rincón del planeta con electricidad y
señal de radio en que no se escuchará la música pop, jazz, rocanrol, blues,
rock, o lo que fuera; la clase media internacional creció familiarizada con esa
música y en cada país generaba docenas de imitadores cantando las mismas rolas
o con ligeras variaciones en su propio idioma. Las películas de Hollywood y la
televisión se convirtieron en eje de nuestras vidas y parte esencial de nuestro
ocio. Todo mundo iba al cine; las salas solían ser grandes y algunas
gigantescas, y los sábados estaban tan llenas de gente que se tenían que
comprar los boletos en la reventa. La televisión se hizo ubicua, de repente
sucedió y todo mundo se había hecho adicto a la caja con imágenes: las señoras
se podían pasar horas viendo sus telenovelas, los niños sus caricaturas y los
niños grandes su futbol.
Entonces con este soft power es una imagen la que se proyecta y un consenso el que se
manufactura. Después de miles de horas de estar expuesto desde niños a la
avalancha de programas y comerciales nuestra materia gris no da para más y
entra en un estado vegetativo desconectado del mundo allá afuera, y nos podemos
tragar lo que se les antoje. Hay toda una ciencia relacionada con la
manipulación de masas, propaganda, mensajes subliminales e implantados, modas,
marketing y todo eso, y somos incapaces de ver la realidad detrás del espejo.
Así, la imagen que se nos transmite es de Estados Unidos como nación
benevolente, que va a luchar por el mundo a favor de la libertad y democracia,
y solían ser siempre los buenos en las películas y el héroe ganaba al final y
el sueño americano estaba al alcance de todos, si tan solo escuchábamos el
canto de las sirenas y nos dejábamos envolver por la sociedad de consumo, que
al parecer es la única realidad posible.
El poder del soft power es que nos lo creemos sin cuestionarlo y sin darnos
cuenta. Es invisible o por lo menos muy discreto, y por eso efectivo.
La tendencia hacia la homogeneización
En la decadencia de las civilizaciones hay una
marcada tendencia hacia la homogeneización cultural, a medida que se propaga el
consenso dominante y la cultura fuerte se impone sobre las débiles. De cada
cultura que se traga toma ciertos elementos, los que le atraen, convienen o
algunos puramente aleatorios, que se integran a la mescolanza híbrida que se va
formando en el nuevo estado ecuménico. Es lo que actualmente llamaríamos
globalización cultural, y ha sucedido en muchas ocasiones anteriores.
Efectivamente, este es un fenómeno de las
civilizaciones en decadencia que se aproximan a su fase terminal, cuando el
deterioro del medio ambiente que las sostiene llega a puntos críticos y la
pérdida de diversidad biológica se refleja en la pérdida de diversidad de
costumbres, creencias, tradiciones, lenguas y maneras de ser, de vivir y de
pensar. Los pueblos de la tierra son absorbidos sin misericordia: la
civilización no los tolera. No les puede permitir que sigan viviendo a su
manera y se tienen que asimilar. Los pueblos conquistados mantienen sus
costumbres un cierto tiempo pero en la fase final bajan la guardia y todo
aquello que se mantuvo durante siglos puede llegar a desaparecer en dos o tres
generaciones.
Sucede con las lenguas. Actualmente hay unos
6000 idiomas en el mundo, la mitad de los cuales a punto de desaparecer. Son
unos pocos idiomas los que cada vez son más hablados, y cantidad de otros los
que son progresivamente abandonados por los jóvenes hasta que ya no son más que
unos cuantos viejos que se van muriendo los que todavía lo utilizan. Se calcula
que hace cinco siglos, justo antes de la conquista, se hablaban unos 170
idiomas en el territorio de lo que actualmente es México. A principios del
siglo pasado, por 1900, quedaban 100 y para el año 2000 tan solo 62. De estas,
tan solo 25 son hablados por más de 50,000 personas, lo que es el mínimo para
que una lengua se considere viable, es decir, con algún futuro. Muchas de las
otras son habladas por unos pocos cientos o docenas de personas y no van a
durar mucho tiempo. Al irse la lengua con ella se va toda una visión de la
vida. No hay cultura que encapsule a la realidad y cada una es una
interpretación y adaptación diferente al mundo que nos rodea.
Actualmente vivimos un proceso de
empobrecimiento cultural que se ha acelerado y convertido en avalancha. Por un
lado las culturas locales desaparecen, incapaces de seguir resistiendo al
tsunami de cambios que la modernidad nos ha impuesto, y por otro la cultura
dominante se vuelve más anodina, monótona y gris. Los elementos foráneos que
asimila pierden la sustancia y se revuelven con el resto en la cacerola. Los
estilos de vida en cualquier ciudad del mundo son cada vez más idénticos. El
materialismo lo permea todo: es lo que hace gris al panorama. Nos impide ver
otras alternativas o pensar a largo plazo. Finalmente el modelo cultural
vigente agota todas sus posibilidades y termina muriendo de tedio.
Sucedió en el Egipto de los faraones, que fue
la civilización más longeva de las que ha habido. Duró cuatro mil años, y al
final se había fosilizado en un monolito en el que no sucedía absolutamente
nada nuevo; cualquier energía creativa se había agotado. En ese estado
vegetativo se mantuvo más de mil años, viviendo de las viejas glorias, hasta
que estaban tan fastidiados que cuando llegaron los griegos los recibieron como
a salvadores, porque venían a ofrecerles algo nuevo, como una bocanada de aire
fresco.
Eso es lo que hace la uniformización de la
cultura: la hace tediosa. Le roba la espontaneidad y le chupa las fuerzas
vivas. Es la diversidad la que le da sabor al caldo y de hecho ha sido un
factor determinante en la supervivencia de la especie, que nos hemos adaptado a
todos los climas y paisajes. La tendencia actual hacia la homogeneización solo
puede llegar hasta cierto punto, cuando empieza a fracturarse por todas partes
y la gente descubre que tiene necesidad de reafirmar sus raíces e identidad.
Los sistemas culturales, políticos, económicos, religiosos y sociales
gigantescos que definen a nuestra época se van a ir por el camino de los
dinosaurios: demasiado grandes para su propio bien e ineficientes en el
aprovechamiento de recursos cada vez más escasos. El futuro está en la
diversidad y las adaptaciones locales.
Los depredadores de nuestra época
La civilización surgió en las ciudades y es
una cosa de las ciudades, y durante varios milenios la organización política
natural era que cada ciudad era su propio estado. Uno era ciudadano de Texcoco,
o de Cartago, o de Menfis, o de Florencia o de cualquiera de las miles de
ciudades que empezaron a salir por ahí; cada ciudad tenía su zona de influencia
que era la que la alimentaba y mantenía, ya que las zonas urbanas con sus altas
concentraciones de gente no producen sus propios alimentos y estos tienen que
venir de afuera. A los campesinos que vivían más allá de los muros o límites de
la ciudad se les podía considerar ciudadanos o no, y aunque pudieran tener los
mismos derechos nominales que los citadinos en realidad estos eran los que
ponían las reglas ya que se consideraban más “civilizados”. Eso es lo que hizo
la civilización: le hizo creer a la gente que porque hacían ciertas cosas de
una manera más sofisticada ya por eso eran superiores. Lo peor que le podía
pasar a alguien era que lo desterraran porque en cualquier otro lugar no
tendría los mismos derechos que en casa.
Después surgieron reinos e imperios que
absorbían a las ciudades estado y que duraban más o menos tiempo; luego los
reinos desaparecían y los imperios se colapsaban pero las ciudades seguían
estando ahí, y tenían que seguir sobreviviendo. Después vinieron las naciones
estado, que con sus virtudes y defectos han sido la organización política
imperante durante el último par de siglos. Una nación estado necesita un
territorio, y dividieron el planeta entero en doscientas partes de todos los tamaños
con fronteras completamente artificiales, en muchos casos algún río o meras
rayas en el desierto; de aquí para acá es mío y de ahí para allá es tuyo y
sucedía que en algún poblado de repente les pasaba la raya por en medio y ya no
volvías a ver a tu vecino. Y el río donde antes nadabas y pescabas ahora
necesitas un pasaporte para cruzarlo. La lógica de las fronteras no discernía
sobre la realidad en el suelo y llegaba e implantaba su propia realidad.
Estas organizaciones políticas llamadas
naciones están en un estado de flujo constante: se crean, desaparecen y las
fronteras se alteran. Con cada guerra cambian los mapas. La Unión Soviética se
deshizo en 15 países distintos. Recientemente Sudán, que era el país más grande
de África, se dividió en dos. ¿Y porqué suceden esas cosas? En el caso de
Sudán, el imperio decidió que no estaba muy a gusto con la idea de que los
chinos estuvieran ahí muy metidos, así que armó una guerra civil y se quedó con
la parte donde están los recursos. Así siempre sucede: los vencedores se
reparten el botín. Cuando terminó la primera guerra mundial Britania se quedó
con las colonias de Alemania; cuando terminó la segunda, Estados Unidos, que
apenas y había participado en ella, y Rusia, que se llevó el principal
trancazo, se dividieron el mundo en zonas de influencia. En la conferencia de
Yalta Churchill era una mera figura decorativa ya que todo mundo sabía que
junto con el tercer Reich el imperio británico también había dejado de ser. Al
terminar la guerra fría le llegó su turno a los soviéticos.
Entonces las naciones van y vienen; nada es
eterno y estas construcciones políticas no dan señal de que vayan a ser
particularmente duraderas. De las cien economías más importantes del mundo unas
sesenta son corporaciones más allá de las naciones (trasnacionales) cuya razón
de ser y prioridad es producir rendimientos cada vez mayores para sus
accionistas sin importar el costo o consecuencias. Estas compañías no
pertenecen a ningún lado y sin embargo están en todos; para ellas el concepto
de soberanía nacional es un estorbo y en cada lugar a donde llegan se las
arreglan para apropiarse de los recursos que necesitan, acabar con la
competencia y mover el capital y las ganancias libremente sin tarifas ni
restricciones. Eso es lo libre de los tratados de comercio que negocian.
El poder económico de las corporaciones se
traduce en poder político y quitan y ponen regímenes a su antojo y de hecho
deciden la política exterior del imperio, como cuando United Fruit Company
decidió que el gobierno de Arbenz en Guatemala le estorbaba y lo quitaron de en
medio en 1954, o en 1973 en Chile cuando ITT y Anaconda le armaron su golpe de
estado a Allende y sus políticas socialistas. Esas corporaciones gigantescas,
¿cómo las dejaron que crecieran tanto? Se convirtieron en los depredadores de
nuestra época, y no hay manera de detenerlos.
La lógica del mercado
Es todo un rollo con esto de las
corporaciones. Ya sabemos que el sistema capitalista es un esquema bastante
efectivo para apropiarse de la riqueza de la tierra y de la gente, y un sistema
así solo puede ir degenerando. Porque nunca es suficiente y la bestia es
insaciable. Necesita crecer y producir constantemente, crear nuevos mercados
para obtener mayores ganancias. Lo que se busca es la mayor ganancia en el
menor tiempo posible. El sistema es incapaz de pensar a demasiado largo plazo,
quiere beneficios inmediatos, y cualquier noción de sustentabilidad, recursos
finitos, bien común, justicia social y ambiental, y otros así le pasan
completamente fuera del radar.
El sistema es implacable y despiadado porque
así tiene que ser; se trata de crecer, y solo se puede crecer a costa de los
demás, y es por eso que pez grande se traga a pez chico y cantidad de pequeños
comerciantes, artesanos, agricultores, ganaderos y toda clase de oficios
desaparecen a medida que unas pocas compañías acaparan el negocio. Y resulta
que TODO termina siendo negocio: hasta el último aspecto de nuestras vidas ya
se convirtió en oportunidad de mercado y se ha finalizado la privatización de
cada rincón de la realidad.
Todo se vale y se hace lo que se tiene que
hacer desde la lógica del depredador. A la competencia se la lleva a la
quiebra, a la mano de obra se le explota, las materias primas y recursos
naturales se les va a buscar a los lugares más recónditos del planeta dejando
verdaderos desastres ambientales y comunidades devastadas detrás; cuando es
necesario y también cuando no, se hacen guerras, invasiones y provocaciones
porque la violencia es parte intrínseca del paquete, además de excelente fuente
de ganancias. Gobiernos y clases políticas están todos en el juego, cada quien
tratando de acomodarse lo mejor que puede, aunque sea con las migajas. Se pasan
leyes, se manipula la opinión pública, y se le pisa el acelerador para llegar
cuanto antes a donde vamos. La producción industrial se multiplicó por
cincuenta en el transcurso del siglo veinte a un paso incremental; la economía
de Estados Unidos del año 2000 era mayor que la economía mundial de 1950. La economía
japonesa en 2000 era mayor que la mundial en 1900.
No está nada mal ese ritmo de crecimiento para
este sistema que se vino a instalar e imponerse como el único posible. Algunos
de sus panegiristas tienen el sueño mojado de que va a durar eternamente.
Mientras tanto la avalancha sigue adelante, arrasando con todo a su paso,
acabando con bosques y diversidad biológica, llenando cada milímetro cuadrado
con nuestros desperdicios, acidificando el océano y vaciándolo de vida, y
aumentando la temperatura global varios grados, todo esto en un tiempo record
que a escala geológica ni siquiera empieza a contar.
Y en algún momento surgieron las
corporaciones. Fue el mejor esquema que se pudieron montar. Estos entes son
personas legales, lo que en la práctica significa que tienen más derechos que
los seres humanos pero no todas las responsabilidades. Así, por más daño que
cause una empresa la responsabilidad legal de los accionistas se limita a su
inversión. Ellos son los dueños de la empresa pero no toman las decisiones.
Para eso se nombra a una junta de directivos y a un gerente general, que suele
ganar una fortuna, y que pudiera tener que responder judicialmente ante alguna
situación particularmente egregia en el que el clamor del pueblo demandase
sangre, aunque es raro que suceda. Ha habido casos como Bhopal y otros con
cientos o miles de muertos y damnificados sin consecuencias penales para nadie
involucrado.
Estas corporaciones se extendieron por todos
lados abarcando hasta el último resquicio y tienen la tendencia a convertirse
en monopolios; compañías inmensas con miles de empleados se fusionan entre sí
haciendo conglomerados y se cotizan en la bolsa de valores que es un gran
casino en el que se juega el futuro de la humanidad. El mercado tiene su propia
lógica y se dan casos que en un mundo más cuerdo no sucederían pero aquí
suceden, como por ejemplo Zuckenberg que de la noche a la mañana se convirtió
en una de las personas más ricas del mundo al hacer público su producto facebook cuyas acciones se vendieron
como pan caliente.
El templo del capitalismo
Toda clase de fenómenos raros suceden en la
bolsa de valores. Este es el sancto
sanctorum del sistema, el templo del único y verdadero dios de nuestro
tiempo que es el dinero, y que los antropólogos del futuro estudiarán con
particular atención, tratando de encontrar la clave de qué fue lo que pasó con
nuestra sociedad y nos llevó a destruir el planeta en el que vivimos.
La bolsa de valores es el punto neurálgico
donde la riqueza que se genera en el sistema se asigna y a algunos les puede
tocar más y a otros menos; fortunas pueden cambiar de manos muy rápidamente y
cada día se negocian miles de millones de dólares en transacciones. La riqueza
por supuesto no está ahí físicamente; quién sabe dónde esté, no es relevante.
En la Bolsa lo que se compra y vende son acciones, que a fin de cuentas no son
más que pedazos de papel y datos en la computadora, desconectados del mundo real.
Así, por ejemplo, yo puedo comprar acciones de café; el grano no lo voy a ver
nunca ni sé donde está ni me interesa: yo no compré café, sino acciones de
café. Y sucede que hay una sequía o un huracán y toda la cosecha de Brasil se
perdió y los campesinos se están muriendo de hambre, pero yo estoy feliz de la
vida porque mis acciones subieron de precio, ya que con eso de la oferta y la
demanda ahora el café de otros lados es más caro.
Algo así. También puedo invertir en alguna
compañía minera canadiense o de cualquier otro lado, de esas que se van hasta
el último rincón del mundo a apropiarse de metales y minerales pagando una
fracción de su precio y sin concernirse demasiado por su verdadero costo,
social o ambiental. Y ocurre una huelga en Sudáfrica con docenas de muertos
pero las acciones de la compañía van al alza porque lo que cuenta es la
producción y las ganancias. Mientras más ganancias, más sube el precio de las
acciones. O puede ser una compañía de armamentos, de esas que desarrollan las
formas más originales y efectivas de matar a la gente y se encargan de que haya
amplio mercado para sus productos.
Puedo comprar acciones de compañías
petroleras, como Exxon que desde hace cuarenta años sabe que se está
produciendo un cambio climático y se las arregló para desviar la conversación
todo ese tiempo, aferrándose a su negocio aunque se fría el planeta. O
farmacéuticas, como los tres o cuatro consorcios que monopolizan el mercado y
que tienen patentes sobre medicinas que podrían salvar muchas vidas si fueran
accesibles y no costaran tanto. Estas empresas se roban la riqueza biológica de
las selvas tropicales como el Amazonas, apropiándose de remedios tradicionales
que han usado los nativos de esas regiones desde siempre y patentándolos como
si fueran propios. Se creen los dueños de la vida misma, y tienen patentes
sobre ella. O puedo invertir en la agroindustria, donde también son unos
cuantos monopolios los que dominan el mercado. Podemos mencionar a Monsanto y
Bayer, que por cierto ya se fusionaron, y que producen los pesticidas que están
en todas partes hasta en nuestro código genético.
Tengo muchas opciones para colocar mi dinero:
toda compañía o empresa que cuente para algo se cotiza en la bolsa y es posible
invertir en ella. El precio de las acciones se puede mantener estable mucho
tiempo o puede tener fluctuaciones bruscas. Los accionistas quieren ganancias y
las empresas que se perciben con un futuro risueño atraen capital. Para que el
sistema funcione bien lo único que se necesita es seguir creciendo, lo más que
se pueda.
Cuando la economía se estanca es necesario
darle un tironcito para echarla a andar de nuevo, y no hay nada como una buena
guerra para hacer el truco. El día que empezaron las hostilidades en la guerra
del Golfo en 1991, la gente que estaba en la Bolsa de Valores de Nueva York al
escuchar la noticia que había caído la primera bomba irrumpió en aplausos. En
este templo del capitalismo las guerras con sus millones de muertos y
refugiados, las hambrunas, sequías, epidemias, degradación ambiental, mega
tormentas, y caos generalizado son todos oportunidades de hacer negocios. Este
esquema de las altas finanzas es en última instancia parasitario de la economía
real de la gente que trabaja para ganarse la vida, que con dificultad se las arregla
para sobrevivir cada día mientras la riqueza se va allá arriba a la
estratosfera, cada vez más concentrada e inaccesible.
La irracionalidad de la economía
Nuestra sociedad se rige por la economía, y la
economía se rige por la irracionalidad. No hay nada racional en la creencia de
que nos podemos acabar el planeta entero en el transcurso de tres o cuatro
generaciones culminando con la actual, sin dejarle nada a los que vienen
después. Algo pasó con nuestra psique que nos hizo incapaces de pensar a largo
plazo, más allá de nuestra burbuja inmediata. Como si existiéramos en un vacio,
desconectados del mundo que nos rodea; al margen del océano de la causa y del
efecto. Venimos de una larga línea evolutiva pero no la vemos; tenemos una
responsabilidad hacia el futuro y tampoco la vemos. Nuestra conciencia temporal
es extremadamente limitada; sí, nos acordamos de nuestra infancia y sabemos
detalles de la vida de nuestros papás y hasta de nuestros abuelos; luego se
pierde todo en una nebulosa que a quién le interesa. El pasado ya está pasado y
sabemos que existieron los aztecas, los romanos y los egipcios, y más atrás es
la prehistoria pero ¿qué tiene todo eso que ver conmigo? Hacia delante nuestra
visión es todavía más confusa: treinta o cuarenta años nos parecen largo plazo
y con trabajo nos podemos hacer la idea de que el mundo seguirá girando una vez
que nos muramos. Ni siquiera podemos ver el mundo que les dejamos a nuestros
propios hijos.
Estamos en la oscuridad y toda clase de
terrores supersticiosos animan nuestro comportamiento. Quisimos exorcizar el
terror al sinsentido y nos inventamos este mito del progreso y del crecimiento
económico hasta el infinito, creyendo que la bonanza duraría eternamente y como
si fuera nuestro derecho biológico. Hicimos correr tremendas cantidades de
energía por el sistema y nos clavamos en una orgía de derroche, gula y
glotonería que nos dio indigestión y corre el riesgo que la enfermedad se
vuelva terminal. Pero seguimos adelante porque la economía lo exige; hemos
decidido jugar la partida y la vamos a llevar hasta donde tenga que llegar. No
hay nada racional en este juego que estamos jugando donde tenemos todas las
probabilidades en contra y no hay manera de que podamos ganar.
La economía pasa por ciclos de crecimiento y recesión,
y en ocasiones ocurren fenómenos de histeria colectiva en que la gente se
vuelve loca queriendo hacerse rica de la noche a la mañana. Es la naturaleza
del sistema y cuando se dan las condiciones propicias suceden las llamadas
burbujas, en las que el precio de algún producto, compañía, industria, sector o
la economía entera empieza a inflarse artificial y desproporcionadamente a su
valor real. Como una fiebre que se expande por contagio cada persona decide que
le conviene invertir su dinero en algo,
porque ese algo se vende como pan caliente y puede obtener una ganancia muy
rápido.
Un producto específico se vuelve muy atractivo
y se convierte en símbolo de riqueza. Todo mundo lo quiere poseer y el precio
se dispara, como sucedió con los tulipanes en Holanda, en los 1630s, cuando la
gente se quedó fascinada con la belleza de esas flores exóticas y decidió que
estaba dispuesta a pagar lo que fuera por ellas. En algún momento un solo bulbo
llegó a valer lo del salario de quince artesanos bien pagados durante un año.
Se llegaron a intercambiar flores por mansiones lujosas. La gente se endeudaba
e hipotecaba sus propiedades para poder comprarlas. Fue una sicosis colectiva,
que apareció de manera espontánea y corrió su curso, y así como llegó se fue.
Un día un lote de 99 tulipanes raros se vendió por 90,000 florines, al día
siguiente el lote que se sacó a la venta ya no tuvo comprador. Así, en un
instante, se rompió el hechizo y lo que siguió fue el pánico: todo mundo quería
vender y nadie compraba. Como que les cayó un balde de agua fría y de repente
entendieron que una flor no puede valer lo mismo que una casa. Fortunas se
perdieron y se contrajeron deudas enormes, de hecho llevando a la quiebra a la
economía holandesa.
Estas burbujas por lo general solo se pueden
identificar conclusivamente en retrospectiva, cuando ya estallaron. En el
momento que suceden la gente está demasiado ocupada dejándose llevar por la
efervescencia y es incapaz de ver el trancazo que está ahí enfrente. Los pocos
que sí lo ven venir son los que toman sus precauciones.
Paralizados por el pensamiento mágico
Conozco a un fulano que perdió hasta la camisa
en el crack de la bolsa de 1987. Ciertamente no fue el único. En el transcurso
de unas pocas horas se perdieron cientos de miles de millones de dólares, así
nomás. Se desvanecieron en el éter. La fiebre empezó en Hong Kong y se propagó
hacia el oeste a través de los husos horarios internacionales, a medida que la
tierra iba girando. Como fichas de dominó se desplomaron los mercados de valores
de cada país en el camino, llegando a Europa, Estados Unidos, Latinoamérica y
finalmente Australia. En cada lugar la euforia de los días anteriores, cuando
todo iba viento en popa y se producían magníficas ganancias, daba paso a la
desesperación, a medida que la gente comprendía que sus acciones, bonos e
inversiones no valían ni siquiera el papel en el que estaban impresos y que no
había ninguna riqueza real que los respaldara. Ocurrió entonces la estampida,
que se convirtió en pánico global. Sálvese quien pueda, o sálvese lo que se
pueda. A todo mundo lo tomó por sorpresa; unos pocos días antes, nadie se
hubiera imaginado que súbitamente perderían todo su dinero. Es lo que se conoce
como un cisne negro: un evento que sucede de repente y que anteriormente se
percibía como imposible, aunque cuando visto en perspectiva se reconoce como
inevitable, al punto que mucha gente se pregunta cómo fue que no lo vieron
venir.
Este tipo que conozco se volvió completamente
loco de ambición pensando que ahora sí iba a hacer el negocio de su vida. No le
iba tan mal previamente a decidirse a invertir en la bolsa de valores y tenía
varios negocios en la ciudad de México, incluyendo un restorán, apartamentos y
un garaje automotriz. Todo lo hipotecó para comprar acciones cuyo valor parecía
duplicarse cada quince días. De por sí su sueño siempre fue hacer un solo gran
negocio y retirarse a gozar de la vida y vivir de sus rentas. A la mera hora
meten todos los huevos en la misma canasta y se quedan colgados de la brocha cuando
el espejismo se evapora y la realidad se impone.
Hay varias observaciones que podemos hacer con
respecto a estas crisis. Para empezar, una burbuja se infla todo lo que se
puede inflar, y aún más, porque no reconoce límites. Hay un pensamiento mágico
que permea hasta la última fibra de la sociedad que nos hace creer que más y
más y más y nunca es suficiente y queremos todavía más es compatible con la
realidad. El sistema financiero se ha convertido en un esquema Ponzi en el que
se ha hipotecado el futuro para consumirlo en el presente y que necesita crecer
constantemente a expensas de lo que sea. Ya sabemos que para los inversionistas
las consecuencias no son relevantes; ni siquiera se contemplan.
La burbuja crece y tiende a un cierto
equilibrio, el cual puede durar mucho tiempo, hasta que algo sucede y el
sistema se hace inestable rápidamente y cualquier pequeño incidente puede
detonar cambios dramáticos de manera repentina. Es la confianza la que se
pierde y ese descubrimiento de que ya no se tiene confianza en el futuro de lo
que se hace se transmite como virus y es como que en ese instante al sistema se
le cayó la máscara y nos damos cuenta que todo fue una ilusión. La burbuja
explota. Es cuando le agarra el pánico a la gente, que se convierte en incredulidad,
enojo, coraje, frustración, impotencia y finalmente terror, todos mezclados, al
asimilar que todo lo que se había ganado y se creía propio ha desaparecido como
por arte de magia.
Hay una tendencia en los sistemas dinámicos de
fallar catastróficamente, y al parecer mientras más eternos e inmutables se
perciben en su momento es cuando son más vulnerables. Estamos viviendo en
nuestra propia burbuja, hipnotizados con la tecnología y toda clase de
distracciones, y no vemos que el sistema político-económico-social se ha vuelto
inestable, la insustentabilidad se le asoma por cada resquicio, y recursos
críticos para su funcionamiento se están haciendo escasos. Es inevitable que
haya crisis en nuestro futuro pero el daño puede ser reducido si se reconocen y
contemplan. Lo primero que se tendría que trascender es ese pensamiento mágico
que nos tiene paralizados.
Los velos que nos separan de la realidad
Como las matryoshkas
rusas en que cada muñeca está en otra más grande, así son los espejismos que
nos hemos creado: uno dentro del otro, hasta abarcar todo el horizonte, cada
capa actuando como un velo que nos separa de la realidad. Esa realidad,
cualquiera que sea, la realidad real que hay allá afuera, simplemente no la
queremos ver y la vamos a seguir ignorando hasta que ya no podamos hacerlo. Nos
hicimos buenos para vivir en un estado permanente de negación, aunque como arma
evolutiva es posible que ese estado no tenga mucho futuro.
Algo sucedió con nosotros que nos hizo perder
el contacto con la realidad, y supongo que eso fue cuando nos empezamos a
sentir superiores al resto del mundo natural y se nos ocurrió que este planeta
nos pertenecía. Fue un cambio radical en la manera como nos relacionamos con el
medio ambiente, que se gestó a lo largo de múltiples generaciones sin que
fuéramos plenamente conscientes del proceso. Pero fue un cambio cultural, y no a todos le pegó parejo.
Siempre hubo grupos de gente que veían las cosas de otra manera y se daban
cuenta que dependían por completo de un entorno sano a su alrededor y que más
bien eran ellos los que le pertenecían al mundo que los rodeaba. Pero fueron
los otros, los que se fueron por el lado del dominio y el control, los que se
terminaron imponiendo, y esa actitud ha guiado el desarrollo de nuestra especie
hasta la situación en la que nos encontramos ahora.
El dominio que quisimos ejercer sobre el
planeta y que consideramos nuestro derecho significó su destrucción, y seguimos
adelante con mayor ímpetu a pesar de que es obvio que algo no funciona y que el
control ya se nos fue de las manos, o más bien nunca lo tuvimos. En la lucha
por la sobrevivencia, quisimos creer que la inteligencia nos daba el margen de
ganancia sobre todas las demás especies, a las que estamos llevando por miles a
la extinción. Pero la inteligencia con la soberbia resultó ser un callejón sin
salida; a estas alturas lo único que puede aliviar la situación es una mayor
empatía con el mundo al que pertenecemos.
Todas esas burbujas unas dentro de otras que
nos fuimos creando van a ir tronando puntualmente, cada una en su momento
produciendo rupturas en que las cosas ya no vuelven a ser como antes. Estos
cambios pueden ser sorpresivos y muy rápidos. La primera burbuja en estallar
será la financiera, la cual ha creado una supra economía completamente
divorciada de la realidad, donde se mueven billones de dólares que solo existen
en papel o en computadora. La crisis financiera puede ser bastante grave,
implicando el fin de la era de la globalización económica y provocando
quiebras, desempleo, conflictos y toda clase de situaciones, pero la economía
real se va a recuperar, aligerada del peso de esa economía parasitaria que la
sofoca.
La siguiente burbuja en irse será la de la
economía “real”, la de la gente que trabaja para vivir, a medida que recursos
críticos para su funcionamiento empiecen a escasear. Hay un límite a lo que
podemos extraer del planeta tierra, y hace ya un buen rato que lo superamos.
Entre esos recursos están los combustibles fósiles, que han hecho posible el
mundo moderno tal como lo conocemos, y sin los cuales tendremos que aprender a
vivir de nuevo de una manera más simple y frugal, sin los conforts a los que
nos hemos acostumbrado. Cuando truene la burbuja del petróleo barato con ella
se irá el espejismo del progreso perpetuo, y también será el final del sistema
económico vigente, el llamado capitalismo. La burbuja de la tecnología, que nos
tiene completamente ofuscados, tampoco puede durar mucho tiempo sin dosis
masivas de energía; la civilización tecnológica es función de los combustibles
fósiles y sin ellos se reducirá sustancialmente.
También está la burbuja de la “civilización”,
la que nos llevó a creernos tan superiores a todo y que estábamos por encima de
las leyes del mundo natural. Y esto nos lleva a la última de las burbujas, la
madre de todas ellas, que es el hecho de que hemos superado la capacidad
portativa del planeta tierra y el impacto de nuestras actividades afecta a todas
las formas de vida con las que lo compartimos. Nos hemos vuelto una amenaza
para la vida en el planeta y el día que se rompa la ilusión de nuestro
supremacismo nos llevaremos una buena sorpresa.