por David Cañedo Escárcega
Todo ser vivo tiene derecho a existir
De repente nos topamos con noticias alentadoras. Por
ahí dice que el zoológico de Buenos Aires cerrará sus puertas y todos sus
animales serán transferidos a reservas naturales, ya que, según palabras del
alcalde de la ciudad, “la cautividad es degradante”. Vaya. Al parecer ya se
empezaron a dar cuenta que el modelo imperante durante los últimos siglos
basado en la cautividad y exhibición, en el que se saca a los animales de su
hábitat natural, muchas veces siendo cachorros para irlos a encerrar en una
jaula durante el resto de sus vidas para que nosotros los humanos podamos ir el
domingo a pasear y entretenernos mientras nos comemos unas palomitas y
algodones de azúcar, no solo es equivocado sino que es degradante.
Degradante para los animales y degradante para los
humanos. Todos los seres vivos fuimos hechos para estar en libertad, y para un
tigre o un gorila, un ruiseñor o una guacamaya, un delfín o una orca, o dado el
caso para una abeja o una mariposa, estar en un espacio confinado durante toda
una vida es algo antinatural, por más que en ese espacio se hayan puesto
algunas plantitas y se haya tratado de reproducir burdamente el hábitat
original. Es el hecho de estar encerrado para nuestro entretenimiento lo que es
degradante.
Sí, por supuesto que en la mayor parte de los casos en
que un animal ha estado encerrado desde pequeño si se le liberara sería
probablemente incapaz de sobrevivir, pero eso no significa que tengamos el
derecho de mantenerlos prisioneros.
Recuerdo hace años cuando viví en Alaska la señora de
la casa tenía una pajarera abierta en el jardín donde cada mañana ponía
alimento y llegaban las parvadas de pajaritos y nos poníamos a verlos detrás de
la ventana y ella ya los tenía identificados según el color o el tamaño y hasta
les había puesto nombre, y era un placer ver a los pajaritos revoloteando en
torno a la comida e iban y venían todos los días completamente libres y siempre
regresaban; no era necesario tenerlos encerrados para disfrutar de ellos. Un
ave fue hecha para volar, no para tenerla en una jaula.
Lo mismo sucede con las creaturas del mar. Me puse a
pensar que si yo fuera un delfín o un tiburón o una manta raya y tuviera todo
el océano a mi disposición y de repente me atrapan y me meten a una pecera que
por más grande que sea no me llevaría más que unos cuantos segundos
atravesarla, es probable que no estaría muy contento. Hay algo profundamente
denigrante con el hecho de atrapar a un delfín o una orca y ponerlos a dar
piruetas para que la gente vaya a divertirse, y todo para que la empresa que lo
organiza pueda ganar dinero. Porque siempre hay dinero de por medio, y el
tráfico de especies mueve miles de millones de dólares.
Otro paradigma que tiene que cambiar es el del uso de
animales para experimentos en laboratorio. Cada año se utilizan más de cien
millones de animales en toda clase de experimentos, la mayor parte de los
cuales son sacrificados una vez que se termina de hacer uso de ellos. El
paradigma vigente nos dice que el sacrificio de esos animales es necesario para
“el avance de la ciencia” pero hay toda una corriente alternativa de
pensamiento que dice que la mayor parte de esos experimentos han quedado
obsoletos y de hecho no son relevantes porque lo que afecta a los animales no
necesariamente afecta a los seres humanos. Son fisiologías distintas. Muchos de
esos experimentos son crueles y se hace sufrir innecesariamente a los animales,
que resulta que también son capaces de sentir miedo, angustia y dolor, y que
tienen tanto derecho a existir como cualquiera, y a que sus vidas no sean
miserables.
Cuestión de puntos de vista por supuesto, pero en
nuestra relación con las demás especies se refleja toda la patología de nuestra
sociedad moderna. Es esa mentalidad de creer que somos los dueños del planeta y
que podemos hacer con él lo que queramos, y que todos los demás seres vivos
están ahí para servirnos de entretenimiento o para sacarles provecho, la que
tiene que cambiar, y la que lentamente está cambiando.
No porque la jaula sea de oro deja de ser prisión
Desde tiempos antiguos, posiblemente desde que
surgieron las primeras civilizaciones, los gobernantes y gente poderosa han
tenido sus colecciones de animales cautivos, lo que presumiblemente les
proporcionaba cierto placer y satisfacción además que les confería estatus a
los ojos de sus súbditos. El hecho de tener prisioneros a tigres o jaguares,
leones o hipopótamos, o cualquier otro animal raro que hay por ahí, al parecer
les transfería un aura de dominio sobre el mundo natural que por extensión incluía
el dominio sobre todos sus súbditos. Moctezuma mantenía un jardín con animales
provenientes de todos los rincones del imperio atendido por no menos de 600
cuidadores, que dejó maravillados a los invasores europeos. Famosas fueron
también las colecciones de animales de Luis 14, en su ménagerie royale de Versalles, o la que mantenía Kublai Khan en
su corte imperial de Cambaluc.
Fue en Europa en la segunda mitad del siglo 18 donde
surgieron los primeros zoológicos “modernos”, aunque en realidad de modernos no
tenían nada. Eran lugares bastante deprimentes, en los que se mantenían
encerrados a los animales en espacios demasiado pequeños donde apenas podían
extenderse, en planchas de cemento y detrás de barrotes; básicamente se
convertía a esas criaturas en objetos cuya única función era satisfacer la
curiosidad de los visitantes, y no se tenía la menor noción de que los animales
pertenecen a ecosistemas a los que están plenamente integrados y a los que se
han adaptado durante millones de años, que forman parte de una red de vida y de
relaciones con todos los demás seres vivos que cohabitan en su entorno. La
mayor parte de los animales son entes gregarios que necesitan y dependen de la
compañía de otros seres de su misma especie para su desarrollo y estabilidad
emocional.
Pero eso a los seres humanos nos tiene completamente
sin cuidado. De 200 años para acá nos clavamos en un triunfalismo francamente
preocupante, de creernos que la realidad gira alrededor de nosotros y que solo
nuestros caprichos cuentan. Nos auto nombramos los reyes de la creación y con
la tecnología nos sentimos en pleno dominio del mundo natural.
Poco a poco la razón de ser de los zoológicos fue
cambiando y se empezó a tratar de reproducir los hábitats originales de los
animales en cautiverio, dándoles un poco más de espacio para que pudieran
moverse y que no estuvieran tan confinados. La misión de los zoológicos dejó de
ser la mera exposición de animales exóticos y empezó a tener
miras más amplias, como la cría en cautividad y la protección de especies en
peligro de extinción o ya extinguidas en estado salvaje. Estos objetivos son
loables y en algunos casos se ha tenido cierto éxito y se ha hecho lo que se ha
hecho con el afán de proteger a los animales y de proporcionarles vidas
placenteras dentro de lo que cabe.
Pero es el concepto mismo de lo que es un zoológico lo
que está en entredicho. Por más que se quiera que los animales estén a gusto
ahí dentro, lo cierto es que los zoológicos no dejan de ser espacios
antinaturales, donde los residentes se tienen que conformar a patrones de vida
y comportamiento ajenos a sus instintos, donde se elimina su autonomía, se
restringen sus movimientos corporales, se disuelven los lazos familiares y su
cultura social es destruida. Hay un proceso de enajenación en el que los
residentes, también podemos llamarlos prisioneros, dejan de pertenecer a una
comunidad viva y se convierten en parte de una institución con reglas
específicas a las que se tienen que ajustar.
Ha habido innumerables casos de animales que aunque hayan
vivido toda su vida en cautiverio y no conozcan otra cosa, lo único que desean
al parecer es la libertad, y a la primera oportunidad que tienen se escapan. Y
lo vuelven a intentar cada vez que los atrapan. No porque la jaula sea de oro
deja de ser prisión, y aunque les den de comer ahí dentro lo que quieren es
estar afuera. Gorilas, chimpancés, toda clase de primates, toda clase de
felinos, elefantes, orcas, podemos suponer que toda clase de animales, que se
rebelan a su cautiverio y se resisten a cooperar y a asumir el papel sumiso y
pasivo que les hemos asignado.
El asalto al mundo natural
Esos zoológicos empezaron a salir
como hongos por todos lados hace un par de siglos. El primero se abrió en Viena
en 1765 y de ahí toda Europa se llenó de ellos y después el resto del mundo.
Cualquier capital o ciudad importante quería tener su propio zoológico y
mientras más ejemplares de diferentes especies tuviera mejor. Y se fueron a
buscar animales por todas partes, hasta los lugares más alejados del planeta; y
se llevaron elefantes a Alaska y pingüinos a los trópicos, y mataban a las
mamás tigresas o chimpancés para robarse las crías y se creó todo un mercado
insaciable en torno a la vida salvaje.
No solo eran los zoológicos, también estaban los
circos, laboratorios y colecciones privadas; la demanda iba en constante
aumento y cualquier cosa que se moviera era buena para arrancarla de su hábitat
y de su entorno y llevarla a ofrecer por ahí: seguramente habría alguien que la
compraría. Los que hacían el negocio por supuesto eran los intermediarios;
ciertamente no los nativos del lugar que eran los que atrapaban a los animales
y que recibían meras bagatelas a cambio.
Surgieron carteles y mafias internacionales dedicados
al tráfico de especies; había mucho dinero de por medio y la gente que acaparó
el negocio se hizo de verdaderas fortunas. Al principio ni siquiera había leyes
que lo prohibieran; eso era arca abierta y llegaban los emprendedores gringos y
europeos en sus barcos a las costas de África, Asia, Oceanía y América Latina a
retacar las bodegas con jaulas llenas de toda clase de animales como si fueran
modernas arcas de Noé. Claro que a estos animales no se tenía ni idea de cómo
tratarlos, ni siquiera se sabía en qué consistía su dieta y podemos suponer que
fueron incontables los ejemplares que se murieron en el camino. Incluso cuando
llegaban a su destino, que era otra jaula en algún lado, el trato que se les
daba era completamente inadecuado y por lo general no era muy larga la vida de
estos animales en cautiverio, y tampoco se conseguía que se reprodujeran.
Este tráfico de especies, que ahora es ilegal pero que
se sigue haciendo, es un caso en el que la oferta y la demanda se
retroalimentan mutuamente y cada una crece a medida que la otra lo hace. A más
oferta más demanda, y a más demanda más oferta. El asalto al mundo natural fue
frontal y las poblaciones de animales y de cierto tipo de especies en
particular descendieron dramáticamente y nunca se volvieron a recuperar. Pero
los zoológicos y los circos se llenaron de animales, para que la gente cada vez
más enajenada de las ciudades modernas fuera a saciar su curiosidad sobre los
bichos que hay allá afuera. A medida que nos fuimos divorciando del mundo
natural y encerrando en nuestra fantasía tecnológica y en nuestras cápsulas de
realidad virtual, el papel que le dimos a todas las demás especies con las que
compartimos este planeta y tres mil millones de años de evolución, fue de meros
accesorios utilitarios de úsese y deséchese una vez que ya no nos sirven.
El asalto al mundo natural tomó muchas formas, como
los safaris en los que gente ociosa y aburrida con los medios para hacerlo van
a entretenerse y hacer vida social mientras matan animales indefensos, o la
destrucción sistemática de millones de individuos de diferentes especies que
para su mala fortuna cuentan con pieles finas que son objeto de lucro. Aquí
entran los zorros, visón, chinchilla, mink, castor, tejón, focas, nutrias, y
muchos otros que durante el último par de siglos han sido llevados prácticamente
a la extinción, de la misma manera que las ballenas, atún, sardina, bacalao, y
demás peces que son sobreexplotados y no se les da oportunidad ni para
recuperarse.
La actitud que tenemos en todos estos casos es de un
desprecio absoluto por el derecho a la vida que tienen esos animales y esas
especies, así como una ignorancia total del papel que juegan en el equilibrio
de los ecosistemas y en la salud general del gran ecosistema que se llama
biósfera. Nuestra especie, el homo sapiens, ha roto el equilibrio a tal punto
que se necesita un cambio radical en nuestra manera de relacionarnos con el
mundo para empezar a revertir el daño que hemos causado.
Lo que dicen los cuervos
“Cuando hay seres vivos en el
mar, el mar se vuelve hermoso. Cuando hay animales y criaturas en la tierra, la
tierra se vuelve hermosa.”
“¿Qué puede ser del hombre sin
animales? Si todos los animales desaparecieran, el hombre moriría con una gran
soledad de espíritu. Porque todo lo que le ocurre a los animales, bien pronto
le ocurre también al hombre. Todas las cosas están conectadas. Lo que le pase a
la tierra, le pasará a los hijos de la tierra.”
La actitud y relación que los indígenas de
Norteamérica tenían con su entorno ciertamente eran diferentes a la que tenían
los intrusos que llegaron hace 500 años. Ahí lo que se enfrentó fueron dos
formas radicalmente distintas de entender la vida, y la que se impuso fue
aquella que veía al mundo como algo ajeno y separado de nosotros a lo que hay
que controlar y dominar y de la que hay que extraer toda la riqueza posible
para apropiársela y acumularla. Ese básicamente es el ethos de nuestra sociedad moderna: extraer la riqueza y acumularla.
Esa es la esencia de nuestro sistema socioeconómico y de todas las
construcciones culturales, filosóficas y religiosas que ese sistema creó para
justificarse. Es la esencia del proyecto civilizatorio: explotar al mundo
natural como si los recursos fueran ilimitados, inagotables y exclusivos, y
explotar a quien se pueda explotar para que cualquier riqueza que se genere se
concentre cada vez más.
No se necesita idealizar a las sociedades
tradicionales para darnos cuenta que hay algo que no funciona con nuestros
estilos de vida basados en el consumo indiscriminado y la explotación
irracional de nuestro entorno, y que es mucho lo que esas sociedades
tradicionales nos podrían enseñar en términos de sustentabilidad y valores
comunitarios, si tan solo estuviéramos dispuestos a escucharlos, que en 500
años no lo hemos estado.
Cuando los europeos llegaron a América se quedaron
asombrados de la abundancia al parecer inagotable que había por estos lares.
Por donde quiera que voltearan había abundancia, y se les botó la chaveta, de
repente eso era arca abierta y todo mundo se vino a hacer la América para
tratar de hacerse rico de la noche a la mañana. Se volvieron locos de ambición,
y arrasaron con lo que pudieron: se llevaron montañas de oro y plata y el mundo
natural también sufrió las consecuencias. Cuando se le pierde el respeto a la
madre tierra y todo se convierte en una mercancía y el único valor que cuenta
es la ganancia económica inmediata y personal, lo primero que se olvida es que
cada una de nuestras acciones genera consecuencias, y los que van a sufrir esas
consecuencias son las futuras generaciones, a las que les estamos dejando un
mundo seriamente deteriorado y empobrecido.
Ese mundo deteriorado y empobrecido es en el que
vivimos actualmente; la abundancia de vida que vieron nuestros antepasados ya
desapareció o está terminando de hacerlo: son miles de especies las que están
desapareciendo por todos lados, ecosistemas completitos que hemos alterado o
destruido a tal grado que nuestros abuelos o bisabuelos serían incapaces de
reconocer, una contaminación omnipresente e ineludible por los millones de toneladas
de toda clase de desechos tóxicos en estado líquido, sólido y gaseoso que
estamos liberando continuamente al medio ambiente, y por si fuera poco un
cambio climático que no tenemos ni idea de cómo se viene y que está entrando a
su fase irreversible.
Y mientras tanto el sistema económico sigue adelante,
incapaz de detenerse, cada vez más voraz e insaciable. Es como si estuviéramos
empeñados en llevar este experimento hasta sus últimas consecuencias: la lógica
del sistema es seguir explotando y acumulando, acumulando y explotando, aunque
el planeta mismo se vuelva inhabitable.
Aquí conviene escuchar otras palabras de los indígenas
de Norteamérica que bien pueden resultar proféticas:
“Nosotros somos la especie en
peligro de extinción. Eso dicen los cuervos. Eso dicen las águilas”.
La pirámide invertida
En la base de la pirámide alimenticia están las
plantas, que se encargan de absorber la energía del sol e incorporarla en sus
propios tejidos en forma de hidratos de carbono. Las plantas conforman el primer
nivel trófico, y los herbívoros que consumen esas plantas conforman el segundo
nivel trófico. Después siguen los carnívoros que se alimentan de los herbívoros
y que conforman el tercer nivel y finalmente los superdepredadores que se
alimentan de los depredadores y que constituyen el cuarto nivel trófico.
A medida que vamos avanzando en la pirámide el número
de individuos de cada especie que se puede mantener de los niveles inferiores
se va haciendo menor: se necesita de una gran cantidad de plantas para que un
solo herbívoro pueda existir, y una cierta cantidad de herbívoros para que un
solo carnívoro pueda existir. Una pequeña manada de leones en la sabana
africana necesita de amplios rebaños de gacelas y de antílopes, que a su vez
necesitan abundantes pastos para mantener una población estable.
En cada nivel la energía inicial del sol atrapada por
las plantas por medio de la fotosíntesis se va disipando; de un nivel al que
sigue aproximadamente el 90 por ciento de la energía se consume en las funciones
que todo organismo vivo realiza para seguirse manteniendo vivo: éstas son el
crecimiento, movimiento, reparación de tejidos y producción de desechos, y tan
solo un diez por ciento de la energía pasa al siguiente nivel. En el cuarto
nivel de la pirámide alimenticia tan solo llega una milésima parte de la
energía inicialmente absorbida por las plantas; todo ser vivo necesita de
energía, y como en la cima de la pirámide hay menos energía disponible la
cantidad de organismos que ahí pueden existir es menor que en la base.
Todo esto es bastante lógico y se ajusta a la realidad
observada; desde que surgió la vida en este planeta así ha sido…hasta muy
recientemente.
En la actualidad podemos observar un fenómeno bastante
peculiar que probablemente no se había dado previamente o si se dio no estamos
enterados. Tenemos a un organismo superdepredador que se las arregló para subir
a la cima de la pirámide alimenticia, a pesar de que físicamente no era nada
excepcional. No era ni demasiado fuerte ni demasiado rápido ni demasiado grande
ni demasiado nada pero aprendió a utilizar herramientas y a manipular el fuego
y se iba a cazar en grupos y se extendió por todos lados y a donde quiera que
fuera establecía su dominio y se encargaba de exterminar a los otros depredadores
que le pudieran hacer competencia.
Esta especie se empezó a multiplicar pero sus números
siempre se veían limitados por la cantidad de alimento disponible; nos
adaptamos a todos los climas y hábitats y a las condiciones más adversas pero
siempre era el alimento disponible el que limitaba nuestros números. Algunos
grupos humanos aprendieron a vivir dentro de esos límites y encontraron algún
precario equilibrio con su entorno. Así fue durante mucho tiempo. El problema
empezó cuando surgió la agricultura y empezamos a tener excedentes de alimento,
y la población empezaba a crecer inmediatamente. Incluso así el planeta todavía
era grande y podía mantener esas poblaciones crecientes. El problema se
exacerbó y entró a su fase terminal hace 200 o 300 años cuando empezamos a
utilizar esas enormes reservas de energía que habían estado almacenadas durante
millones de años, energía solar capturada por las plantas y transformada por
procesos geológicos en los llamados combustibles fósiles.
Esa energía nos permitió franquear los límites que nos
marcaba el mundo natural, y a partir de ese momento nuestra especie se
multiplicó caóticamente. En la actualidad somos 7300 millones de personas y
creciendo 85 millones cada año; la pirámide trófica se ha invertido: en la cima
tenemos a un superdepredador con una necesidad insaciable de todo tipo de
recursos, cada vez más escasos por cierto, creciendo y creciendo sin poder
detenerse, y a todo el resto del mundo natural sosteniendo nuestro peso.
Nosotros somos el
desequilibrio
Desde el punto de vista del mundo natural nuestra
situación es bastante más precaria de lo que somos capaces de reconocer. Hay
que recordar que un ecosistema sano es aquel que tiende a un estado de
homeostasis o equilibrio dinámico en el que cada elemento que lo conforma
cumple funciones específicas que se complementan con las de todos los demás;
cada especie encuentra su nicho y se relaciona en muchos niveles con todas las
demás especies con las que comparte ese espacio; todos los seres vivos están
interconectados y forman parte de múltiples sistemas y dependen por completo de
la salud de esos sistemas para su propia existencia. Un ecosistema sano
beneficia a todos los organismos que lo conforman, y no se puede dañar al
ecosistema sin ser dañado uno mismo.
La dramática pérdida de biodiversidad que está
sucediendo en el planeta entero es una de las más graves manifestaciones de la
crisis ambiental que define a nuestra época. Por todas partes están
desapareciendo los animales, desde las ballenas y los elefantes hasta bichos
microscópicos, pasando por los peces y las aves y las lombrices de la tierra y
los insectos polinizadores y el plancton del océano. Sí, la vida está
desapareciendo por todos lados, y adonde quiera que vayamos y donde sea que
preguntemos la gente dice que ya no hay tantos animales como solía haber hace
no demasiado tiempo.
Son varias las razones por las que los animales y las
especies están desapareciendo: entre la destrucción y fragmentación de sus
hábitats, la caza indiscriminada, la contaminación omnipresente, el cambio
climático, no les estamos dejando espacio para que sobrevivan. Hay un grave
desequilibrio en el ecosistema, y ese desequilibrio lo hemos provocado
nosotros. Nosotros somos el desequilibrio.
Estamos en la cima de una pirámide trófica invertida, acaparando y devorando
las energías vivas de las que dependen todas las demás especies, al mismo
tiempo que la base de fertilidad y diversidad del mundo natural del que
dependemos por completo se erosiona a un ritmo alarmante.
Es indispensable revertir esta tendencia, o por lo
menos frenarla, en la medida en la que todavía se pueda hacer. Esto no es nada
fácil, dada la tremenda inercia del sistema socioeconómico que nos hemos creado
con su necesidad imperativa de seguir creciendo, así como el momento igualmente
explosivo de la reproducción de nuestros propios números. Tampoco ayuda el
hecho de que como sociedad vivimos en un estado de negación colectiva,
atrapados en la matrix de la tecnología y la sociedad de consumo y de las
jerarquías y relaciones verticales de poder y aferrados al espejismo del
progreso y crecimiento económico hasta el infinito. Mientras no seamos capaces
de reconocer la naturaleza y la gravedad del predicamento en el que nos
encontramos lo único que estamos haciendo es atacar los síntomas mientras los
problemas de fondo pasan desapercibidos.
Las condiciones de nuestra relación con el mundo
natural ya cambiaron. El paradigma de los circos y zoológicos y de los animales
para nuestro entretenimiento, distracción y explotación, y de acabar con ellos
porque nos fastidian o nos estorban o no los comprendemos o porque valen dinero
o porque este mundo nos pertenece y podemos hacer con él lo que queramos ya
llegó a su inevitable conclusión. Hemos superado el punto de quiebre y la
extinción masiva de especies que está sucediendo delante de nuestros ojos está
tomando impulso de avalancha.
No podemos escapar a la biología: somos seres
biológicos y dependemos por completo de nuestro entorno; podemos seguir
actuando como especie invasiva acabando con todo a nuestro paso o podemos
tratar, por mucho que nos cueste, de restablecer un precario equilibrio con el
mundo que nos rodea. Los cambios radicales que se necesitan para movernos en
esa dirección los vamos a tener que tomar tarde o temprano, nos guste o no nos
guste, pero si esperamos a que la crisis se manifieste en toda su fuerza no es
mucho lo que quedará para que todavía pueda ser salvado. La biodiversidad es
indispensable para la salud de este ecosistema que llamamos planeta tierra, no
podemos dejar que se siga perdiendo.