martes, 23 de agosto de 2016

De la biología nadie se escapa

por David Cañedo Escárcega


Todo ser vivo tiene derecho a existir
De repente nos topamos con noticias alentadoras. Por ahí dice que el zoológico de Buenos Aires cerrará sus puertas y todos sus animales serán transferidos a reservas naturales, ya que, según palabras del alcalde de la ciudad, “la cautividad es degradante”. Vaya. Al parecer ya se empezaron a dar cuenta que el modelo imperante durante los últimos siglos basado en la cautividad y exhibición, en el que se saca a los animales de su hábitat natural, muchas veces siendo cachorros para irlos a encerrar en una jaula durante el resto de sus vidas para que nosotros los humanos podamos ir el domingo a pasear y entretenernos mientras nos comemos unas palomitas y algodones de azúcar, no solo es equivocado sino que es degradante.
Degradante para los animales y degradante para los humanos. Todos los seres vivos fuimos hechos para estar en libertad, y para un tigre o un gorila, un ruiseñor o una guacamaya, un delfín o una orca, o dado el caso para una abeja o una mariposa, estar en un espacio confinado durante toda una vida es algo antinatural, por más que en ese espacio se hayan puesto algunas plantitas y se haya tratado de reproducir burdamente el hábitat original. Es el hecho de estar encerrado para nuestro entretenimiento lo que es degradante.
Sí, por supuesto que en la mayor parte de los casos en que un animal ha estado encerrado desde pequeño si se le liberara sería probablemente incapaz de sobrevivir, pero eso no significa que tengamos el derecho de mantenerlos prisioneros.
Recuerdo hace años cuando viví en Alaska la señora de la casa tenía una pajarera abierta en el jardín donde cada mañana ponía alimento y llegaban las parvadas de pajaritos y nos poníamos a verlos detrás de la ventana y ella ya los tenía identificados según el color o el tamaño y hasta les había puesto nombre, y era un placer ver a los pajaritos revoloteando en torno a la comida e iban y venían todos los días completamente libres y siempre regresaban; no era necesario tenerlos encerrados para disfrutar de ellos. Un ave fue hecha para volar, no para tenerla en una jaula.
Lo mismo sucede con las creaturas del mar. Me puse a pensar que si yo fuera un delfín o un tiburón o una manta raya y tuviera todo el océano a mi disposición y de repente me atrapan y me meten a una pecera que por más grande que sea no me llevaría más que unos cuantos segundos atravesarla, es probable que no estaría muy contento. Hay algo profundamente denigrante con el hecho de atrapar a un delfín o una orca y ponerlos a dar piruetas para que la gente vaya a divertirse, y todo para que la empresa que lo organiza pueda ganar dinero. Porque siempre hay dinero de por medio, y el tráfico de especies mueve miles de millones de dólares.
Otro paradigma que tiene que cambiar es el del uso de animales para experimentos en laboratorio. Cada año se utilizan más de cien millones de animales en toda clase de experimentos, la mayor parte de los cuales son sacrificados una vez que se termina de hacer uso de ellos. El paradigma vigente nos dice que el sacrificio de esos animales es necesario para “el avance de la ciencia” pero hay toda una corriente alternativa de pensamiento que dice que la mayor parte de esos experimentos han quedado obsoletos y de hecho no son relevantes porque lo que afecta a los animales no necesariamente afecta a los seres humanos. Son fisiologías distintas. Muchos de esos experimentos son crueles y se hace sufrir innecesariamente a los animales, que resulta que también son capaces de sentir miedo, angustia y dolor, y que tienen tanto derecho a existir como cualquiera, y a que sus vidas no sean miserables.
Cuestión de puntos de vista por supuesto, pero en nuestra relación con las demás especies se refleja toda la patología de nuestra sociedad moderna. Es esa mentalidad de creer que somos los dueños del planeta y que podemos hacer con él lo que queramos, y que todos los demás seres vivos están ahí para servirnos de entretenimiento o para sacarles provecho, la que tiene que cambiar, y la que lentamente está cambiando.

No porque la jaula sea de oro deja de ser prisión
Desde tiempos antiguos, posiblemente desde que surgieron las primeras civilizaciones, los gobernantes y gente poderosa han tenido sus colecciones de animales cautivos, lo que presumiblemente les proporcionaba cierto placer y satisfacción además que les confería estatus a los ojos de sus súbditos. El hecho de tener prisioneros a tigres o jaguares, leones o hipopótamos, o cualquier otro animal raro que hay por ahí, al parecer les transfería un aura de dominio sobre el mundo natural que por extensión incluía el dominio sobre todos sus súbditos. Moctezuma mantenía un jardín con animales provenientes de todos los rincones del imperio atendido por no menos de 600 cuidadores, que dejó maravillados a los invasores europeos. Famosas fueron también las colecciones de animales de Luis 14, en su ménagerie royale de Versalles, o la que mantenía Kublai Khan en su corte imperial de Cambaluc.
Fue en Europa en la segunda mitad del siglo 18 donde surgieron los primeros zoológicos “modernos”, aunque en realidad de modernos no tenían nada. Eran lugares bastante deprimentes, en los que se mantenían encerrados a los animales en espacios demasiado pequeños donde apenas podían extenderse, en planchas de cemento y detrás de barrotes; básicamente se convertía a esas criaturas en objetos cuya única función era satisfacer la curiosidad de los visitantes, y no se tenía la menor noción de que los animales pertenecen a ecosistemas a los que están plenamente integrados y a los que se han adaptado durante millones de años, que forman parte de una red de vida y de relaciones con todos los demás seres vivos que cohabitan en su entorno. La mayor parte de los animales son entes gregarios que necesitan y dependen de la compañía de otros seres de su misma especie para su desarrollo y estabilidad emocional.
Pero eso a los seres humanos nos tiene completamente sin cuidado. De 200 años para acá nos clavamos en un triunfalismo francamente preocupante, de creernos que la realidad gira alrededor de nosotros y que solo nuestros caprichos cuentan. Nos auto nombramos los reyes de la creación y con la tecnología nos sentimos en pleno dominio del mundo natural.
Poco a poco la razón de ser de los zoológicos fue cambiando y se empezó a tratar de reproducir los hábitats originales de los animales en cautiverio, dándoles un poco más de espacio para que pudieran moverse y que no estuvieran tan confinados. La misión de los zoológicos dejó de ser la mera exposición de animales exóticos y empezó a tener miras más amplias, como la cría en cautividad y la protección de especies en peligro de extinción o ya extinguidas en estado salvaje. Estos objetivos son loables y en algunos casos se ha tenido cierto éxito y se ha hecho lo que se ha hecho con el afán de proteger a los animales y de proporcionarles vidas placenteras dentro de lo que cabe.
Pero es el concepto mismo de lo que es un zoológico lo que está en entredicho. Por más que se quiera que los animales estén a gusto ahí dentro, lo cierto es que los zoológicos no dejan de ser espacios antinaturales, donde los residentes se tienen que conformar a patrones de vida y comportamiento ajenos a sus instintos, donde se elimina su autonomía, se restringen sus movimientos corporales, se disuelven los lazos familiares y su cultura social es destruida. Hay un proceso de enajenación en el que los residentes, también podemos llamarlos prisioneros, dejan de pertenecer a una comunidad viva y se convierten en parte de una institución con reglas específicas a las que se tienen que ajustar.
Ha habido innumerables casos de animales que aunque hayan vivido toda su vida en cautiverio y no conozcan otra cosa, lo único que desean al parecer es la libertad, y a la primera oportunidad que tienen se escapan. Y lo vuelven a intentar cada vez que los atrapan. No porque la jaula sea de oro deja de ser prisión, y aunque les den de comer ahí dentro lo que quieren es estar afuera. Gorilas, chimpancés, toda clase de primates, toda clase de felinos, elefantes, orcas, podemos suponer que toda clase de animales, que se rebelan a su cautiverio y se resisten a cooperar y a asumir el papel sumiso y pasivo que les hemos asignado.

El asalto al mundo natural
Esos zoológicos empezaron a salir como hongos por todos lados hace un par de siglos. El primero se abrió en Viena en 1765 y de ahí toda Europa se llenó de ellos y después el resto del mundo. Cualquier capital o ciudad importante quería tener su propio zoológico y mientras más ejemplares de diferentes especies tuviera mejor. Y se fueron a buscar animales por todas partes, hasta los lugares más alejados del planeta; y se llevaron elefantes a Alaska y pingüinos a los trópicos, y mataban a las mamás tigresas o chimpancés para robarse las crías y se creó todo un mercado insaciable en torno a la vida salvaje.
No solo eran los zoológicos, también estaban los circos, laboratorios y colecciones privadas; la demanda iba en constante aumento y cualquier cosa que se moviera era buena para arrancarla de su hábitat y de su entorno y llevarla a ofrecer por ahí: seguramente habría alguien que la compraría. Los que hacían el negocio por supuesto eran los intermediarios; ciertamente no los nativos del lugar que eran los que atrapaban a los animales y que recibían meras bagatelas a cambio.
Surgieron carteles y mafias internacionales dedicados al tráfico de especies; había mucho dinero de por medio y la gente que acaparó el negocio se hizo de verdaderas fortunas. Al principio ni siquiera había leyes que lo prohibieran; eso era arca abierta y llegaban los emprendedores gringos y europeos en sus barcos a las costas de África, Asia, Oceanía y América Latina a retacar las bodegas con jaulas llenas de toda clase de animales como si fueran modernas arcas de Noé. Claro que a estos animales no se tenía ni idea de cómo tratarlos, ni siquiera se sabía en qué consistía su dieta y podemos suponer que fueron incontables los ejemplares que se murieron en el camino. Incluso cuando llegaban a su destino, que era otra jaula en algún lado, el trato que se les daba era completamente inadecuado y por lo general no era muy larga la vida de estos animales en cautiverio, y tampoco se conseguía que se reprodujeran.
Este tráfico de especies, que ahora es ilegal pero que se sigue haciendo, es un caso en el que la oferta y la demanda se retroalimentan mutuamente y cada una crece a medida que la otra lo hace. A más oferta más demanda, y a más demanda más oferta. El asalto al mundo natural fue frontal y las poblaciones de animales y de cierto tipo de especies en particular descendieron dramáticamente y nunca se volvieron a recuperar. Pero los zoológicos y los circos se llenaron de animales, para que la gente cada vez más enajenada de las ciudades modernas fuera a saciar su curiosidad sobre los bichos que hay allá afuera. A medida que nos fuimos divorciando del mundo natural y encerrando en nuestra fantasía tecnológica y en nuestras cápsulas de realidad virtual, el papel que le dimos a todas las demás especies con las que compartimos este planeta y tres mil millones de años de evolución, fue de meros accesorios utilitarios de úsese y deséchese una vez que ya no nos sirven.
El asalto al mundo natural tomó muchas formas, como los safaris en los que gente ociosa y aburrida con los medios para hacerlo van a entretenerse y hacer vida social mientras matan animales indefensos, o la destrucción sistemática de millones de individuos de diferentes especies que para su mala fortuna cuentan con pieles finas que son objeto de lucro. Aquí entran los zorros, visón, chinchilla, mink, castor, tejón, focas, nutrias, y muchos otros que durante el último par de siglos han sido llevados prácticamente a la extinción, de la misma manera que las ballenas, atún, sardina, bacalao, y demás peces que son sobreexplotados y no se les da oportunidad ni para recuperarse.
La actitud que tenemos en todos estos casos es de un desprecio absoluto por el derecho a la vida que tienen esos animales y esas especies, así como una ignorancia total del papel que juegan en el equilibrio de los ecosistemas y en la salud general del gran ecosistema que se llama biósfera. Nuestra especie, el homo sapiens, ha roto el equilibrio a tal punto que se necesita un cambio radical en nuestra manera de relacionarnos con el mundo para empezar a revertir el daño que hemos causado.

Lo que dicen los cuervos
“Cuando hay seres vivos en el mar, el mar se vuelve hermoso. Cuando hay animales y criaturas en la tierra, la tierra se vuelve hermosa.”
“¿Qué puede ser del hombre sin animales? Si todos los animales desaparecieran, el hombre moriría con una gran soledad de espíritu. Porque todo lo que le ocurre a los animales, bien pronto le ocurre también al hombre. Todas las cosas están conectadas. Lo que le pase a la tierra, le pasará a los hijos de la tierra.”
La actitud y relación que los indígenas de Norteamérica tenían con su entorno ciertamente eran diferentes a la que tenían los intrusos que llegaron hace 500 años. Ahí lo que se enfrentó fueron dos formas radicalmente distintas de entender la vida, y la que se impuso fue aquella que veía al mundo como algo ajeno y separado de nosotros a lo que hay que controlar y dominar y de la que hay que extraer toda la riqueza posible para apropiársela y acumularla. Ese básicamente es el ethos de nuestra sociedad moderna: extraer la riqueza y acumularla. Esa es la esencia de nuestro sistema socioeconómico y de todas las construcciones culturales, filosóficas y religiosas que ese sistema creó para justificarse. Es la esencia del proyecto civilizatorio: explotar al mundo natural como si los recursos fueran ilimitados, inagotables y exclusivos, y explotar a quien se pueda explotar para que cualquier riqueza que se genere se concentre cada vez más.
No se necesita idealizar a las sociedades tradicionales para darnos cuenta que hay algo que no funciona con nuestros estilos de vida basados en el consumo indiscriminado y la explotación irracional de nuestro entorno, y que es mucho lo que esas sociedades tradicionales nos podrían enseñar en términos de sustentabilidad y valores comunitarios, si tan solo estuviéramos dispuestos a escucharlos, que en 500 años no lo hemos estado.
Cuando los europeos llegaron a América se quedaron asombrados de la abundancia al parecer inagotable que había por estos lares. Por donde quiera que voltearan había abundancia, y se les botó la chaveta, de repente eso era arca abierta y todo mundo se vino a hacer la América para tratar de hacerse rico de la noche a la mañana. Se volvieron locos de ambición, y arrasaron con lo que pudieron: se llevaron montañas de oro y plata y el mundo natural también sufrió las consecuencias. Cuando se le pierde el respeto a la madre tierra y todo se convierte en una mercancía y el único valor que cuenta es la ganancia económica inmediata y personal, lo primero que se olvida es que cada una de nuestras acciones genera consecuencias, y los que van a sufrir esas consecuencias son las futuras generaciones, a las que les estamos dejando un mundo seriamente deteriorado y empobrecido.
Ese mundo deteriorado y empobrecido es en el que vivimos actualmente; la abundancia de vida que vieron nuestros antepasados ya desapareció o está terminando de hacerlo: son miles de especies las que están desapareciendo por todos lados, ecosistemas completitos que hemos alterado o destruido a tal grado que nuestros abuelos o bisabuelos serían incapaces de reconocer, una contaminación omnipresente e ineludible por los millones de toneladas de toda clase de desechos tóxicos en estado líquido, sólido y gaseoso que estamos liberando continuamente al medio ambiente, y por si fuera poco un cambio climático que no tenemos ni idea de cómo se viene y que está entrando a su fase irreversible.
Y mientras tanto el sistema económico sigue adelante, incapaz de detenerse, cada vez más voraz e insaciable. Es como si estuviéramos empeñados en llevar este experimento hasta sus últimas consecuencias: la lógica del sistema es seguir explotando y acumulando, acumulando y explotando, aunque el planeta mismo se vuelva inhabitable.
Aquí conviene escuchar otras palabras de los indígenas de Norteamérica que bien pueden resultar proféticas:
“Nosotros somos la especie en peligro de extinción. Eso dicen los cuervos. Eso dicen las águilas”.

La pirámide invertida
En la base de la pirámide alimenticia están las plantas, que se encargan de absorber la energía del sol e incorporarla en sus propios tejidos en forma de hidratos de carbono. Las plantas conforman el primer nivel trófico, y los herbívoros que consumen esas plantas conforman el segundo nivel trófico. Después siguen los carnívoros que se alimentan de los herbívoros y que conforman el tercer nivel y finalmente los superdepredadores que se alimentan de los depredadores y que constituyen el cuarto nivel trófico.
A medida que vamos avanzando en la pirámide el número de individuos de cada especie que se puede mantener de los niveles inferiores se va haciendo menor: se necesita de una gran cantidad de plantas para que un solo herbívoro pueda existir, y una cierta cantidad de herbívoros para que un solo carnívoro pueda existir. Una pequeña manada de leones en la sabana africana necesita de amplios rebaños de gacelas y de antílopes, que a su vez necesitan abundantes pastos para mantener una población estable.
En cada nivel la energía inicial del sol atrapada por las plantas por medio de la fotosíntesis se va disipando; de un nivel al que sigue aproximadamente el 90 por ciento de la energía se consume en las funciones que todo organismo vivo realiza para seguirse manteniendo vivo: éstas son el crecimiento, movimiento, reparación de tejidos y producción de desechos, y tan solo un diez por ciento de la energía pasa al siguiente nivel. En el cuarto nivel de la pirámide alimenticia tan solo llega una milésima parte de la energía inicialmente absorbida por las plantas; todo ser vivo necesita de energía, y como en la cima de la pirámide hay menos energía disponible la cantidad de organismos que ahí pueden existir es menor que en la base.
Todo esto es bastante lógico y se ajusta a la realidad observada; desde que surgió la vida en este planeta así ha sido…hasta muy recientemente.
En la actualidad podemos observar un fenómeno bastante peculiar que probablemente no se había dado previamente o si se dio no estamos enterados. Tenemos a un organismo superdepredador que se las arregló para subir a la cima de la pirámide alimenticia, a pesar de que físicamente no era nada excepcional. No era ni demasiado fuerte ni demasiado rápido ni demasiado grande ni demasiado nada pero aprendió a utilizar herramientas y a manipular el fuego y se iba a cazar en grupos y se extendió por todos lados y a donde quiera que fuera establecía su dominio y se encargaba de exterminar a los otros depredadores que le pudieran hacer competencia.
Esta especie se empezó a multiplicar pero sus números siempre se veían limitados por la cantidad de alimento disponible; nos adaptamos a todos los climas y hábitats y a las condiciones más adversas pero siempre era el alimento disponible el que limitaba nuestros números. Algunos grupos humanos aprendieron a vivir dentro de esos límites y encontraron algún precario equilibrio con su entorno. Así fue durante mucho tiempo. El problema empezó cuando surgió la agricultura y empezamos a tener excedentes de alimento, y la población empezaba a crecer inmediatamente. Incluso así el planeta todavía era grande y podía mantener esas poblaciones crecientes. El problema se exacerbó y entró a su fase terminal hace 200 o 300 años cuando empezamos a utilizar esas enormes reservas de energía que habían estado almacenadas durante millones de años, energía solar capturada por las plantas y transformada por procesos geológicos en los llamados combustibles fósiles.
Esa energía nos permitió franquear los límites que nos marcaba el mundo natural, y a partir de ese momento nuestra especie se multiplicó caóticamente. En la actualidad somos 7300 millones de personas y creciendo 85 millones cada año; la pirámide trófica se ha invertido: en la cima tenemos a un superdepredador con una necesidad insaciable de todo tipo de recursos, cada vez más escasos por cierto, creciendo y creciendo sin poder detenerse, y a todo el resto del mundo natural sosteniendo nuestro peso.

Nosotros somos el desequilibrio
Desde el punto de vista del mundo natural nuestra situación es bastante más precaria de lo que somos capaces de reconocer. Hay que recordar que un ecosistema sano es aquel que tiende a un estado de homeostasis o equilibrio dinámico en el que cada elemento que lo conforma cumple funciones específicas que se complementan con las de todos los demás; cada especie encuentra su nicho y se relaciona en muchos niveles con todas las demás especies con las que comparte ese espacio; todos los seres vivos están interconectados y forman parte de múltiples sistemas y dependen por completo de la salud de esos sistemas para su propia existencia. Un ecosistema sano beneficia a todos los organismos que lo conforman, y no se puede dañar al ecosistema sin ser dañado uno mismo. 
La dramática pérdida de biodiversidad que está sucediendo en el planeta entero es una de las más graves manifestaciones de la crisis ambiental que define a nuestra época. Por todas partes están desapareciendo los animales, desde las ballenas y los elefantes hasta bichos microscópicos, pasando por los peces y las aves y las lombrices de la tierra y los insectos polinizadores y el plancton del océano. Sí, la vida está desapareciendo por todos lados, y adonde quiera que vayamos y donde sea que preguntemos la gente dice que ya no hay tantos animales como solía haber hace no demasiado tiempo.
Son varias las razones por las que los animales y las especies están desapareciendo: entre la destrucción y fragmentación de sus hábitats, la caza indiscriminada, la contaminación omnipresente, el cambio climático, no les estamos dejando espacio para que sobrevivan. Hay un grave desequilibrio en el ecosistema, y ese desequilibrio lo hemos provocado nosotros. Nosotros somos el desequilibrio. Estamos en la cima de una pirámide trófica invertida, acaparando y devorando las energías vivas de las que dependen todas las demás especies, al mismo tiempo que la base de fertilidad y diversidad del mundo natural del que dependemos por completo se erosiona a un ritmo alarmante.
Es indispensable revertir esta tendencia, o por lo menos frenarla, en la medida en la que todavía se pueda hacer. Esto no es nada fácil, dada la tremenda inercia del sistema socioeconómico que nos hemos creado con su necesidad imperativa de seguir creciendo, así como el momento igualmente explosivo de la reproducción de nuestros propios números. Tampoco ayuda el hecho de que como sociedad vivimos en un estado de negación colectiva, atrapados en la matrix de la tecnología y la sociedad de consumo y de las jerarquías y relaciones verticales de poder y aferrados al espejismo del progreso y crecimiento económico hasta el infinito. Mientras no seamos capaces de reconocer la naturaleza y la gravedad del predicamento en el que nos encontramos lo único que estamos haciendo es atacar los síntomas mientras los problemas de fondo pasan desapercibidos.
Las condiciones de nuestra relación con el mundo natural ya cambiaron. El paradigma de los circos y zoológicos y de los animales para nuestro entretenimiento, distracción y explotación, y de acabar con ellos porque nos fastidian o nos estorban o no los comprendemos o porque valen dinero o porque este mundo nos pertenece y podemos hacer con él lo que queramos ya llegó a su inevitable conclusión. Hemos superado el punto de quiebre y la extinción masiva de especies que está sucediendo delante de nuestros ojos está tomando impulso de avalancha.

No podemos escapar a la biología: somos seres biológicos y dependemos por completo de nuestro entorno; podemos seguir actuando como especie invasiva acabando con todo a nuestro paso o podemos tratar, por mucho que nos cueste, de restablecer un precario equilibrio con el mundo que nos rodea. Los cambios radicales que se necesitan para movernos en esa dirección los vamos a tener que tomar tarde o temprano, nos guste o no nos guste, pero si esperamos a que la crisis se manifieste en toda su fuerza no es mucho lo que quedará para que todavía pueda ser salvado. La biodiversidad es indispensable para la salud de este ecosistema que llamamos planeta tierra, no podemos dejar que se siga perdiendo.